jueves, 14 de enero de 2016




YUKIO MISHIMA

LA PERLA

El 10 de diciembre era el cumpleaños de la señora Sasaki. La señora Sasaki deseaba celebrar el acontecimiento con el menor ajetreo posible y solamente había invitado para el té a sus más íntimas amigas, las señoras Yamamoto, Matsumura, Azuma y Kasuga, quienes contaban exactamente la misma edad que la dueña de casa. Es decir, cuarenta y tres años.

Estas señoras integraban la sociedad "Guardemos nuestras edades en secreto" y podía confiarse plenamente en que no divulgarían el número de velas que alumbraban la torta. La señora Sasaki demostraba su habitual prudencia al convidar a su fiesta de cumpleaños solamente a invitadas de esta clase.

Para aquella ocasión la señora Sasaki se puso un anillo con una perla. Los brillantes no hubieran sido de buen gusto para una reunión de mujeres solas. Además, la perla combinaba mejor con el color de su vestido.

Mientras la señora Sasaki daba una última ojeada de inspección a la torta, la perla del anillo, que ya estaba algo floja, terminó por zafarse de su engarce. Era aquel un acontecimiento poco propicio para tan grata ocasión, pero hubiera sido inadecuado poner a todos al tanto del percance. La señora Sasaki depositó, pues, la perla en el borde de la fuente en que se servía la torta y decidió que luego haría algo al respecto.

Los platos, tenedores y servilletas rodeaban la torta. La señora Sasaki pensó que prefería que no la vieran llevando un anillo sin piedra mientras cortaba la torta y, muy hábilmente, sin siquiera darse vuelta, lo deslizó en un nicho ubicado a sus espaldas.

El problema de la perla quedó rápidamente olvidado en medio de la excitación producida por el intercambio de chismes y la sorpresa y alegría que producían a la dueña de casa los acertados regalos de sus amigas. Muy pronto llegó el tradicional momento de encender y apagar las velas de la torta. Todas se congregaron agitadamente alrededor de la mesa, cooperando en la complicada tarea de encender cuarenta y tres velitas.

Tampoco podía esperarse que la señora Sasaki, con su limitada capacidad pulmonar, apagara de un solo soplido tantas velas y su apariencia de total desamparo suscitó no pocos comentarios risueños.

Después del decidido corte inicial, la señora Sasaki sirvió a cada invitada una tajada del tamaño deseado en un pequeño plato que, luego, cada una llevaba hasta su respectivo asiento. Alrededor de la mesa se produjo una confusión bastante considerable. Todas extendían sus manos al mismo tiempo.

La torta estaba adornada con un motivo floral y cubierta con un baño rosado, salpicado abundantemente con pequeñas bolitas plateadas hechas de azúcar cristalizada. La clásica decoración de las tortas de cumpleaños.

En la confusión del primer momento algunas escamas del baño, migas y cierta cantidad de bolitas plateadas se desparramaron sobre el mantel blanco. Algunas de las invitadas juntaban estas partículas con los dedos y las ponían en sus platos. Otras, las echaban directamente en su boca.

Luego, cada una volvió a su asiento y, con toda la tranquila alegría que correspondía, comieron sus porciones.

Aquélla no era una torta casera. La señora Sasaki la había encargado con anticipación en una confitería de bastante renombre y todas coincidieron en que su gusto era excelente.

La señora Sasaki resplandecía de felicidad. De pronto, y con un dejo de ansiedad, recordó la perla que había dejado sobre la mesa. Con disimulo se levantó tan displicentemente como pudo y comenzó a buscarla. La perla había desaparecido. Sin embargo, estaba segura de haberla dejado allí. La señora Sasaki aborrecía perder cosas. Sin pensarlo más, se entregó de lleno a su búsqueda y su intranquilidad se hizo tan evidente que sus invitadas la advirtieron.

-No es nada... Un segundo, por favor... -repuso a las cariñosas preguntas de sus amigas.

Pese a lo ambiguo de su respuesta, una a una las invitadas se pusieron de pie y revisaron el mantel y el piso.

La señora Azuma, frente a tanta conmoción, pensó que la situación era francamente deplorable. Estaba contrariada frente a una dueña de casa capaz de crear una situación tan desagradable por el extravío de una perla.

La señora Azuma decidió inmolarse y salvar el día. Con una sonrisa heroica, dijo:

-¡Eso fue entonces! ¡La perla debe haber sido lo que me acabo de comer! Cuando me sirvieron la torta, una bolita plateada se cayó sobre el mantel y yo la levanté y me la tragué sin pensar. Me pareció que se atascaba un poco en mi garganta. Por supuesto que si hubiera sido un brillante no dudaría en devolvértelo, aun a riesgo de tener que sufrir una operación; pero como se trata simplemente de una perla, no puedo sino pedirte perdón.

Este anuncio calmó de inmediato la ansiedad del grupo y salvó a la dueña de casa de un trance difícil. Nadie se preocupó en averiguar si la confesión de la señora Azuma era cierta o falsa. La señora Sasaki tomó una de las bolitas que quedaban y se la comió.

-Mmmm -comentó-, ¡ésta tiene gusto a perla!

En esta forma, el pequeño incidente fue recibido entre bromas y, en medio de la risa general, quedó totalmente olvidado.

Al finalizar la reunión, la señora Azuma partió en su auto deportivo, llevando con ella a su íntima amiga y vecina, la señora Kasuga. Apenas se habían alejado, la señora Azuma dijo:

-¡No puedes dejar de reconocerlo! Fuiste tú quien se tragó la perla, ¿no es cierto? Quise protegerte y me declaré culpable.

Estas palabras informales ocultaban un profundo afecto. Pero por más amistosa que fuera la intención, para la señora Kasuga una acusación infundada era una acusación infundada. No recordaba bajo ningún concepto haberse tragado una perla en vez de un adorno de azúcar. La señora Azuma sabía cuán difícil era ella para todo lo referente a la comida. Bastaba con que apareciera un cabello en su plato, para que, inmediatamente, se le atragantara el almuerzo.

-Pero, ¡por favor! -protestó la señora Kasuga con voz débil mientras estudiaba el rostro de la señora Azuma-. ¡Nunca podría haber hecho algo semejante!

-No es necesario que finjas. Te vi en aquel momento. Cambiaste de color y ello fue suficiente para mí.

La confesión de la señora Azuma parecía cerrar el incidente del cumpleaños; pero, sin embargo, dejó una molesta secuela.

Mientras la señora Kasuga pensaba en la mejor forma de demostrar su inocencia, la asaltó la duda de que la perla del solitario pudiera estar alojada en alguna parte de sus intestinos. Era, desde luego, poco probable que se hubiera tragado una perla en vez de una bolita de azúcar, pero, en medio de la confusión general causada por la charla y las risas, forzoso era admitir que existía por lo menos esa posibilidad.

Revisó mentalmente todo lo sucedido en la reunión, pero no pudo recordar ningún momento en el que hubiera llevado una perla hasta sus labios. Después de todo, si había sido un acto subconsciente, sería difícil recordarlo.

La señora Kasuga se sonrojó violentamente cuando su imaginación la llevó hacia otro aspecto del asunto. Al recibir una perla en el cuerpo de uno, no cabe duda de que -quizás un poco disminuido su brillo por los jugos gástricos- en uno o dos días es fácil recuperarla.

Y junto a este pensamiento, las intenciones de la señora Azuma se volvieron transparentes para su amiga. Sin lugar a dudas, la señora Azuma había vislumbrado el mismo problema con incomodidad y vergüenza y, por lo tanto, pasando su responsabilidad a otro, había dejado entrever que cargaba con la culpa del asunto para proteger a una amiga.

Mientras tanto, las señoras Yamamoto y Matsumura, que vivían en la misma dirección, retornaban a sus casas en un taxi. Al arrancar el coche, la señora Matsumura abrió la cartera para retocar su maquillaje, recordando que no lo había hecho durante toda la reunión.

Al tomar la polvera, un destello opaco llamó su atención mientras algo rodaba hacia el fondo de su cartera. Tanteando con la punta de los dedos, la señora Matsumura recuperó el objeto y vio con asombro que se trataba de la perla.

La señora Matsumura sofocó una exclamación de sorpresa. Desde tiempo atrás sus relaciones con la señora Yamamoto distaban mucho de ser cordiales y no deseaba compartir aquel descubrimiento que podía tener consecuencias tan poco agradables para ella.

Afortunadamente la señora Yamamoto miraba por la ventanilla y no pareció darse cuenta del súbito sobresalto de su acompañante.

Sorprendida por los acontecimientos, la señora Matsumura no se detuvo a pensar en cómo había llegado la perla a su bolso, sino que, inmediatamente, quedó apresada por su moral de líder de colegio. Era prácticamente imposible, pensó, cometer un acto semejante aun en un momento de distracción. Pero dadas las circunstancias, lo que correspondía hacer era devolver la perla inmediatamente. De lo contrario, hubiera sentido un gran cargo de conciencia. Además, el hecho de que se tratara de una perla -o sea, un objeto que no era ni demasiado barato ni demasiado caro- contribuía a hacer su posición más ambigua.

Resolvió, pues, que su acompañante, la señora Yamamoto, no se enterara del imprevisible desarrollo de los acontecimientos, en especial cuando todo había quedado tan bien solucionado gracias a la generosidad de la señora Azuma.

La señora Matsumura decidió que le era imposible permanecer ni un minuto más en aquel taxi y, pretextando una visita a un familiar, pidió al conductor que se detuviera en medio de un tranquilo suburbio residencial.

Una vez sola en el taxi, la señora Yamamoto se sorprendió un poco por la brusca determinación tomada por la señora Matsumura a consecuencia de su broma. Observó el reflejo de la señora Matsumura en el vidrio y, en aquel preciso momento, vio cómo sacaba la perla de su cartera.

En el transcurso de la reunión la señora Yamamoto había sido la primera en recibir su parte de torta. Había agregado a su plato una bolita plateada que había rodado sobre la mesa y al volver a su asiento antes que las demás, advirtió que la bolita en cuestión era una perla. En el mismo momento de descubrirlo, concibió un plan malicioso.

Mientras las demás invitadas se preocupaban por la torta, deslizó la perla dentro del bolso que aquella hipócrita e insufrible señora Matsumura había dejado sobre la silla vecina.

Desamparada, en el barrio residencial donde había pocas probabilidades de conseguir un taxi, la señora Matsumura se entregó a oscuras reflexiones acerca de su posición.

En primer lugar, aun cuando fuera absolutamente necesario para descargo de su conciencia, sería una vergüenza ir a removerlo todo de nuevo cuando las demás habían llegado a tales extremos para arreglar las cosas satisfactoriamente. Por otra parte, sería peor si, con tal proceder, hiciera recaer injustas sospechas sobre ella misma.

No obstante estas consideraciones, si no se apresuraba en devolver la perla, desperdiciaría una ocasión única. Si lo dejaba para el día siguiente (el sólo pensarlo hizo sonrojar a la señora Matsumura) la devolución daría lugar a dudas y especulaciones. La propia señora Azuma había formulado una insinuación acerca de esta posibilidad.

Fue entonces cuando, con gran alegría, la señora Matsumura concibió el plan magistral que dejaría en paz a su conciencia y, al mismo tiempo, la libraría del riesgo de exponerse a injustas sospechas.

Aceleró el paso y, al llegar a una calle más transitada, llamó a un taxi y ordenó al conductor llevarla a un conocido negocio de perlas en Ginza. Allí mostró la perla al vendedor y le pidió una algo más grande y de mejor calidad. Una vez efectuada la compra, volvió hasta la casa de la señora Sasaki.

El plan de la señora Matsumura era entregar la perla recién comprada a la señora Sasaki, diciéndole que la había encontrado en el bolsillo de su chaqueta. Su anfitriona la aceptaría y, después, intentaría hacerla calzar en el anillo. Al tratarse de una perla de distinto tamaño no coincidiría con el anillo, y la señora Sasaki, desconcertada, intentaría devolverla, cosa que no pensaba aceptar la señora Matsumura.

La señora Sasaki no podría sino pensar que aquélla se comportaba así para proteger a otra persona: "Sin duda la señora Matsumura ha visto robar la perla por una de las otras tres señoras. Será, pues, mejor olvidar todo el asunto; pero, al menos, de mis invitadas puedo estar segura de que la señora Matsumura está totalmente exenta de culpa. ¿Quién ha oído jamás que un ladrón robe algo y luego lo reemplace por algo similar y de mayor valor?"

Con esta estratagema la señora Matsumura se proponía escapar para siempre de la infamia de la sospecha y de igual manera -mediante un pequeño desembolso- de los remordimientos de una conciencia intranquila.

Volvamos a las otras señoras. Ya en su casa, la señora Kasuga seguía sintiéndose lastimada por las crueles bromas de la señora Azuma. Para librarse de un cargo tan ridículo como aquél, debía actuar antes del día siguiente, pues si no sería demasiado tarde. Para probar realmente que no había comido la perla, era, pues, necesario que la perla apareciera de alguna manera.

En resumen, si podía exhibir de inmediato la perla a la señora Azuma, por lo menos su inocencia respecto a la hipótesis gastronómica quedaría firmemente demostrada.

Si esperaba hasta el día siguiente, aun cuando se las arreglara para mostrar la perla, se interpondría inevitablemente la vergonzosa e innombrable sospecha.

La habitualmente tímida señora Kasuga abandonó apresuradamente su domicilio al cual acababa de regresar e inspirada por el coraje que confiere obrar con ímpetu, se apuró en llegar a un comercio de Ginza donde eligió y compró una perla que, a su parecer, era más o menos del mismo tamaño que las bolitas plateadas de la torta.

Llamó por teléfono a la señora Azuma. Le explicó que, al volver a su casa, había descubierto entre los pliegues del moño de su faja la perla perdida por la señora Sasaki y que le causaba cierta vergüenza ir a devolverla. ¿Sería tan amable la señora Azuma como para acompañarla lo más pronto posible?

Para sus adentros la señora Azuma reflexionó en que aquella historia era poco verosímil, pero por tratarse del pedido de una buena amiga, accedió a él.

La señora Sasaki aceptó la perla que le llevara la señora Matsumura y, asombrada de que no se ajustara a su anillo, pensó, agradecida, exactamente lo que la señora Matsumura había deseado que pensara.

Se sorprendió, sin embargo, cuando una hora más tarde llegó la señora Kasuga, acompañada por la señora Azuma, y le devolvió otra perla.

La señora Sasaki estuvo a punto de mencionar la visita anterior, pero se contuvo a último momento y aceptó la segunda perla tan tranquilamente como pudo. No dudaba de que ésta se ajustaría al engarce y, tan pronto como partieron sus amigas, se apuró a probarla en el anillo.

Era demasiado chica. Frente a este descubrimiento, la señora Sasaki enmudeció.

En el viaje de regreso ambas señoras se encontraron frente a la imposibilidad de saber lo que pensaba la otra, y aunque sus encuentros solían ser alegres y locuaces, en aquella oportunidad cayeron en un largo silencio.

La señora Azuma, que actuaba con perfecto conocimiento del asunto, sabía a ciencia cierta que no se había tragado la perla.

Había sido simplemente para eludir una situación embarazosa para todas que, en la fiesta, se había declarado culpable. En especial, la había guiado el deseo de aclarar la situación de una amiga que, por su inquietud, había transmitido cierta sensación de culpabilidad. ¿Qué podía pensar ahora? Más allá de la peculiar actitud de la señora Kasuga y del procedimiento de hacerse acompañar por ella para devolver la perla, presentía algo mucho más profundo. Quizá la intuición de la señora Azuma había ubicado el punto débil de su amiga y, al descubrirlo, la acorralaba transformando una cleptomanía inconsciente e impulsiva en un grave desorden mental.

Por su parte, la señora Kasuga todavía abrigaba sospechas de que la señora Azuma se hubiera tragado realmente la perla y de que su confesión en la fiesta fuera verdadera. De ser así, resultaría imperdonable de parte de la señora Azuma haberse burlado de ella tan cruelmente. Su timidez había contribuido a la sensación de pánico que la había impulsado a hacer aquella pequeña farsa a más de gastar una buena suma. ¿No era entonces una maldad de parte de la señora Azuma, después de todo ello, negarse a confesar que había comido la perla? Si la inocencia de la señora Azuma era fingida, la señora Kasuga, al representar tan esmeradamente su papel, aparecería ante sus ojos como el más ridículo de los actores de segundo orden.

Pero retornemos a la señora Matsumura. Al regresar de casa de la señora Sasaki y después de haberla obligado a aceptar la perla, la señora Matsumura se sintió algo más tranquila y pudo analizar, detalle por detalle, los acontecimientos del incidente.

Estaba segura, al levantarse en busca de su trozo de torta, de haber dejado su cartera sobre la silla. Luego, al comerla, había empleado servilletas de papel, con lo que se descartaba la necesidad de abrir el bolso en busca de un pañuelo. Cuanto más lo pensaba, menos recordaba haber abierto su cartera hasta el momento de empolvarse en el taxi. ¿Cómo era posible, entonces, que la perla se hubiera introducido en un bolso cerrado?

En aquel momento comprendió la tontería de no haber tenido en cuenta ese simple detalle en vez de atemorizarse al encontrar la perla. Llegada a este punto de su razonamiento, un súbito pensamiento la dejó atónita. Alguien había colocado la perla en su bolso con absoluta premeditación, a fin de comprometerla. Y de las cuatro invitadas a la reunión, la única que podía haberlo hecho era, sin duda, la detestable señora Yamamoto.

Con los ojos encendidos por la ira, la señora Matsumura fue hasta la casa de la señora Yamamoto.

Al verla aparecer en su puerta, la señora Yamamoto supo inmediatamente lo que la había llevado hasta allí y preparó su defensa.

Desde el primer instante, el interrogatorio de la señora Matsumura fue inesperadamente severo, y dejó traslucir claramente que no aceptaría evasivas.

-Has sido tú. Nadie podría haber hecho semejante cosa -comenzó la señora Matsumura.

-¿Por qué yo? ¿Qué pruebas tienes? Supongo que si vienes a echarme esto en cara, es porque tienes todos los elementos de juicio, ¿no es cierto? -la señora Yamamoto se mantenía en una rígida compostura.

La señora Matsumura respondió que la señora Azuma, al echarse las culpas por lo sucedido con tanta nobleza, no podía tener ninguna relación con tan ruin proceder, y que, en cuanto a la señora Kasuga, no tenía las agallas necesarias para un juego tan peligroso. Quedaba, pues, una sola incógnita: la señora Yamamoto.

Ésta guardó silencio con la boca cerrada como una ostra. Frente a ella, la perla traída por la señora Matsumura brillaba suavemente. El té de Ceilán que había preparado tan cuidadosamente comenzaba a enfriarse.

-No pensaba que me odiaras tanto -la señora Yamamoto se enjugó las comisuras de los ojos, pero resultó evidente que la señora Matsumura estaba resuelta a no dejarse ablandar por las lágrimas.

-Bueno, voy a decirte algo que jamás pensé decir -continuó la señora Yamamoto-. No voy a mencionar nombres, pero una de las invitadas...

-¿Con eso quieres hablar de la señora Kasuga o de la señora Azuma?

-Por favor, por lo menos déjame omitir su nombre. Como te decía, una de las invitadas estaba abriendo tu bolso e introduciendo algo en él cuando yo, inadvertidamente, miré en aquella dirección. ¡Puedes imaginarte mi desconcierto! Aun cuando me hubiera sentido capaz de prevenirte, no habría siquiera tenido la oportunidad de hacerlo. Comencé a sentir palpitaciones y más palpitaciones. Y en el viaje en el taxi... ¡oh, qué horror no poder hablarte! Si hubiéramos sido buenas amigas, no hubiera dudado en contártelo con absoluta franqueza, pero como aparentemente yo no te gusto...

-Comprendo. Has sido muy considerada, y ahora le estás echando hábilmente las culpas a las señoras presentes, ¿verdad?

-¿Culpar a otro? ¿Cómo puedo hacerte comprender mis sentimientos? Sólo quería evitar el herir a alguien...

-Está bien. Pero no te importó herirme a mí, ¿no es cierto? Por lo menos podrías haber mencionado todo esto en el taxi.

-Probablemente lo hubiera hecho si tú hubieras tenido la franqueza de mostrarme la perla cuando la encontraste en tu cartera. Preferiste, en cambio, bajar del coche sin decir una palabra!

Por primera vez la señora Matsumura no supo qué contestar.

-¿Comprendes, entonces, lo que quise hacer? Lo importante era no herir a nadie.

La señora Matsumura se sintió invadida por una intensa ira.

-Si vas a endilgarme una serie de mentiras como ésta, voy a pedirte que las repitas esta noche frente a las señoras Azuma y Kasuga y en mi presencia.

Al escuchar esto, la señora Yamamoto rompió a llorar.

-Gracias a ti, todos mis esfuerzos por no herir a nadie fracasarán... -sollozó.

Para la señora Matsumura era una experiencia nueva verla llorar y, aunque se repitió firmemente que no iba a dejarse engañar por aquellas lágrimas, no pudo evitar el pensamiento de que, al no probarse nada concreto, quizás podría haber algo de verdad en las afirmaciones de la señora Yamamoto.

Para ser más objetivos, si se aceptaba el relato de la señora Yamamoto como cierto, el rehusarse a revelar el nombre de la culpable traslucía cierta grandeza de alma. Y, de la misma manera, tampoco se podía asegurar que la gentil y, en apariencia, tímida señora Kasuga no pudiera sentirse inclinada a realizar un acto malicioso. Del mismo modo, el indudable rechazo existente entre ella y la señora Yamamoto podía, según se miraran las cosas, ser considerado como un atenuante en la culpa de la señora Yamamoto.

-Tenemos naturalezas diferentes -continuó la señora Yamamoto entre lágrimas- y no puedo negar que hay en ti ciertas cosas que no me gustan. Pero, a pesar de todo, es espantoso que puedas sospechar que necesito valerme de una artimaña tan baja contra ti... No obstante, pensándolo mejor, el someterme a tus acusaciones será la mejor forma de demostrar lo que he sentido hasta ahora en todo este asunto. En esta forma, yo sola cargaré con la culpa y nadie más se sentirá herido.

Una vez concluido este discurso patético, la señora Yamamoto inclinó su cabeza sobre la mesa y se abandonó a un llanto incontrolable.

Al contemplarla, la señora Matsumura comenzó a reflexionar sobre lo impulsivo de su propio comportamiento. Al dejarse cegar por su antipatía hacia la señora Yamamoto, había perdido la serenidad indispensable para manejar su castigo.

Cuando, después de sollozar prolongadamente, la señora Yamamoto alzó la cabeza nuevamente, la expresión a la vez pura y remota de su rostro se hizo visible aun para su visitante.

Un poco asustada, la señora Matsumura se puso tiesa contra el respaldo de la silla.

-Esto no debería haber sucedido nunca. Cuando desaparezca, todo permanecerá como antes.

Al hablar enigmáticamente, la señora Yamamoto sacudió su hermosa cabellera y clavó una mirada terrible, aunque fascinante, sobre la mesa. En un segundo, tomó la perla que estaba frente a ella y, con gran determinación, se la metió en la boca. Alzando la taza con el meñique elegantemente estirado, se tragó la perla con un sorbo de té de Ceilán frío.

La señora Matsumura la observaba con espantada fascinación. Todo había sucedido sin darle tiempo a protestar. Era la primera vez que veía a alguien tragarse una perla. Además, en la conducta de la señora Yamamoto había algo de la desesperación que se supone puede embargar a quienes ingieren un veneno.

Sin embargo, aunque el acto era heroico, aquél no era más que un incidente conmovedor. La señora Matsumura se encontró con que no sólo su enojo se había disuelto en el aire, sino que la pureza y simplicidad de la señora Yamamoto la hacían considerarla ahora como a una santa.

Los ojos de la señora Matsumura también se llenaron de lágrimas y tomó la mano de la señora Yamamoto.

-Te ruego que me perdones -dijo-, me he equivocado.

Lloraron juntas durante un buen rato, entrelazaron sus dedos y juraron ser, desde aquel momento, las mejores amigas.

Cuando la señora Sasaki se enteró de que las tirantes relaciones entre la señora Yamamoto y la señora Matsumura habían mejorado notablemente y de que la señora Azuma y la señora Kasuga habían enfriado su vieja y sólida amistad, no pudo explicarse las cosas y se limitó a pensar que todo era posible en este mundo.

Fuera como fuera, siendo una mujer sin demasiados escrúpulos, la señora Sasaki pidió a un joyero que remodelara su anillo en un formato en el cual se pudieran engarzar dos nuevas perlas, una grande y una chica, y lo usó sin complejos, sin ulteriores incidentes.

Al poco tiempo había olvidado las conmociones de aquel cumpleaños, y cuando alguien se interesaba por su edad, contestaba con las eternas mentiras de siempre.

FIN

martes, 12 de enero de 2016

12 DE ENERO DE 1976 MUERE AGATHA CHRISTIE

12 DE ENERO DE 1976 MUERE
AGATHA CHRISTIE
(Torquay, Reino Unido, 1891-Wallingford, id., 1976) Autora inglesa del género policíaco, sin duda una de las más prolíficas y leídas del siglo XX. Hija de un próspero rentista de Nueva York que murió cuando ella tenía once años de edad, recibió educación privada hasta la adolescencia y después estudió canto en París. Se dio a conocer en 1920 con El misterioso caso de Styles. En este primer relato, escrito mientras trabajaba como enfermera durante la Primera Guerra Mundial, aparece el famoso investigador Hércules Poirot, al que pronto combinó en otras obras con Miss Marple, una perspicaz señora de edad avanzada.
En 1914 se había casado con Archibald Christie, de quien se divorció en 1928. Sumida en una larga depresión, protagonizó una desaparición enigmática: una noche de diciembre de 1937 su coche apareció abandonado cerca de la carretera, sin rastros de la escritora. Once días más tarde se registró en un hotel con el nombre de una amante de su marido. Fue encontrada por su familia y se recuperó tras un tratamiento psiquiátrico. Dos años después se casó con el arqueólogo Max Mallowan, a quien acompañó en todos sus viajes a Irak y Siria. Llegó a pasar largas temporadas en estos países; esas estancias inspiraron varios de sus centenares de novelas posteriores, como Asesinato en la Mesopotamia (1930), Muerte en el Nilo (1936) y Cita con la muerte (1938).
La estructura de la trama de sus narraciones, basada en la tradición del enigma por descubrir, es siempre similar, y su desarrollo está en función de la observación psicológica. Algunas de sus novelas fueron adaptadas al teatro por la propia autora, y diversas de ellas han sido llevadas al cine. Entre sus títulos más populares se encuentran Asesinato en el Orient-Express (1934), Muerte en el Nilo (1937) y Diez negritos (1939). En su última novela, Telón (1974), la muerte del personaje Hércules Poirot concluye una carrera ficticia de casi sesenta años.
Quizá su mejor obra es una de las primeras, El asesinato de Roger Ackroyd (1926), en la que la autora se sirvió del relato en primera persona para ocultar y al mismo tiempo revelar la identidad del asesino. En El asesinato de Roger Ackroyd, el médico rural Sheppard no sólo representa el papel de ayudante del detective belga Hércules Poirot, sino que anota también los acontecimientos originados por un asesinato por envenenamiento ocurrido con anterioridad, un suicidio y el crimen mencionado en el título. Proyecta publicar cierto día su informe como uno de los pocos casos "no resueltos" por el famoso Poirot, y mantiene tan refinadamente encubiertos los datos relativos a su propio papel, que al final permite que el propio Poirot vea sus anotaciones.
Lo que según sus propias manifestaciones seducía a Agatha Christie de esta constelación era la necesidad de formular determinados pasajes del informe de una manera tan ambigua, que al final, cuando Poirot reúne las piezas sueltas del rompecabezas, el consternado lector tiene que confesar que erróneamente no incluyó al farsante Sheppard en sus consideraciones. Esta refinada construcción ha convertido El asesinato de Roger Ackroyd en una de aquellas raras novelas policíacas cuya segunda lectura produce en el aficionado a este género más placer intelectual que la primera.
Agatha Christie ha tenido admiradores y detractores entre escritores y críticos. Se le acusa de conservadurismo y de exaltación patriótica de la superioridad británica. Pero se reconoce también su habilidad para la recreación de ambientes rurales y urbanos de la primera mitad del siglo XX de la isla inglesa, su oído para el diálogo, la verosimilitud de las motivaciones psicológicas de sus asesinos, e incluso su radical escepticismo respecto de la naturaleza humana: cualquiera puede ser un asesino, hasta la más apacible dama de un cuidado jardín de rosas de Kent.
Además de investigadores ocasionales, como un voluminoso y burocrático detective, imitación del míster Pond de G. K Chesterton, o una pareja de jóvenes espías ingleses adiestrados en la Primera Guerra Mundial, inventó dos de los detectives más famosos del género: Hércules Poirot, belga residente en Londres, ayudado por un inepto coronel Hastings que homenajea al Watson de Arthur Conan Doyle, y Miss Marple, una solterona chismosa que extrae de lo observado en su pueblo natal, St. Mary Mead, el saber necesario para descubrir, mediante sorprendentes analogías, la autoría de crímenes misteriosos en las casas de campo o en los hoteles y balnearios que suele visitar.
Agatha Christie fue también autora teatral de éxito, con obras como La ratonera o Testigo de cargo. La primera, estrenada en 1952, se representó en Londres ininterrumpidamente durante más de veinticinco años; la segunda fue llevada al cine en 1957 en una magnífica versión dirigida por Billy Wilder. Utilizó un seudónimo, Mary Westmaccot, cuando escribió algunas novelas de corte sentimental, sin demasiado éxito. En 1971 fue nombrada Dama del Imperio Británico.

sábado, 9 de enero de 2016



ROBERTO JUARROZ

Menos que el circo ajado de tus sueños
y que el signo ya roto entre tus manos.
Menos que el lomo absorto de tus libros
y que el libro escondido
de páginas en blanco.
Menos que los amores que tuviste
y que el tizne que alarga los amores.
Menos que el dios que alguna vez fue ausencia
y hoy ni siquiera es ausencia.
Menos que el cielo que no tiene estrellas,
menos que el canto que perdió su música,
menos que el hombre que vendió su hambre,
menos que el ojo seco de los muertos,
menos que el humo que olvidó su aire.

Y ya en la zona del más puro menos
colocar todavía un signo menos
y empezar hacia atrás a unir de nuevo
la primera palabra,
a unir su forma de contacto oscuro,
su forma anterior a sus letras,
la vértebra inicial del verbo oblicuo
donde se funda el tiempo transparente
del firme aprendizaje de la nada.
y tener buen cuidado
de no errar otra vez el camino
y aprender nuevamente
la farsa de ser algo.

9 DE ENERO DE 1908 NACE: SIMONE DE BEAUVOIR

9 DE ENERO DE 1908 NACE:
SIMONE DE BEAUVOIR
(París, 1908-1986) Pensadora y novelista francesa, representante del movimiento existencialista ateo y figura importante en la reivindicación de los derechos de la mujer. Originaria de una familia burguesa, destacó desde temprana edad como una alumna brillante. Estudió en la Sorbona y en 1929 conoció a Jean-Paul Sartre, que se convirtió en su compañero durante el resto de su vida.
Se graduó en filosofía y hasta 1943 se dedicó a la docencia en los liceos de Marsella, Ruan y París. Su primera obra fue la novela La invitada (1943), a la que siguió La sangre de los otros (1944) y el ensayo Pyrrhus y Cineas (1944). Participó intensamente en los debates ideológicos de la época, atacó con dureza a la derecha francesa, y asumió el papel de intelectual comprometida. En sus textos literarios revisó los conceptos de "historia" y "personaje" e incorporó, desde la óptica existencialista, los temas de "libertad", "situación" y "compromiso".

Fue fundadora junto a Sartre, A. Camus, y M. Merleau-Ponty, entre otros, de la revista Tiempos Modernos, cuyo primer número salió a la calle el 15 de octubre de 1945 y se transformó en un referente político y cultural del pensamiento francés de mitad del siglo XX. Posteriormente publicó la novela Todos los hombres son mortales (1946), y los ensayos Para una moral de la ambigüedad (1947) y América al día (1948).

Su libro El segundo sexo (1949) significó un punto de partida teórico para distintos grupos feministas, y se convirtió en una obra clásica del pensamiento contemporáneo. En él elaboró una historia sobre la condición social de la mujer y analizó las distintas características de la opresión masculina. Afirmó que al ser excluida de los procesos de producción y confinada al hogar y a las funciones reproductivas, la mujer perdía todos los vínculos sociales y con ellos la posibilidad de ser libre. Analizó la situación de género desde la visión de la biología, el psicoanálisis y el marxismo; destruyó los mitos femeninos, e incitó a buscar una auténtica liberación. Sostuvo que la lucha para la emancipación de la mujer era distinta y paralela a la lucha de clases, y que el principal problema que debía afrontar el "sexo débil" no era ideológico sino económico.

Fundó con algunas feministas la Liga de los Derechos de la Mujer, que se propuso reaccionar con firmeza ante cualquier discriminación sexista, y preparó un número especial de Tiempos Modernos destinado a la discusión del tema. Ganó el Premio Goncourt con Los mandarines (1954), donde trató las dificultades de los intelectuales de la posguerra para asumir su responsabilidad social. En 1966 participó en el Tribunal Russell, en mayo de 1968 se solidarizó con los estudiantes liderados por Daniel Cohn-Bendit, en 1972 presidió la asociación Choisir, encargada de defender la libre contracepción, y hasta sus últimos días fue una incansable luchadora por los derechos humanos.

Sus abundantes títulos testimoniales y autobiográficos incluyen Memorias de una joven formal (1958), La plenitud de la vida (1960), La fuerza de las cosas (1963), Una muerte muy dulce (1964), La vejez (1968), Final de cuentas (1972) y La ceremonia del adiós (1981).

9 DE ENERO DE 1954 MUERE : HERMINIA BRUMANA

9 DE ENERO DE 1954 MUERE:
HERMINIA BRUMANA
Herminia Brumana nació en Pigüé, localidad ubicada al sur de la provincia de Buenos Aires, el 12 de septiembre de 1897, en el seno de una familia de inmigrantes italianos. Realizó sus estudios secundarios en la escuela Normal de Olavarría donde se recibió en 1916, volviendo a Pigüé para ejercer el cargo de maestra primaria en su ciudad natal.

En 1917 fundó la revista Pigüé y en 1918 publicó su primer libro, orientado a promover la lectura entre sus alumnos, Palabritas. En 1921 conoce al dirigente socialista Juan Antonio Solari con quien se casa, radicandose en Buenos Aires.

Se desempeñó como maestra en diversas escuelas del Gran Buenos Aires y de la Capital Federal. En 1923 publica su segundo libro, Cabeza de mujeres, definido por Herminia Solari como "un libro sobre la mujer dirigido a las mujeres", tema principal de su literatura y de su activismo. El libro se compone de diversos relatos que tienen en común la necesidad de la autoafirmación de la mujer, y la liberación por sus propios medios. De formación Anarco-Socialista Herminia no tuvo militancia que la ligara a ningún grupo en particular.

En el contenido de su obra literaria -relatos, ensayos, obras teatrales-, vemos una reflexión o una finalidad moral que se ha dedicado a denunciar injusticias sociales, las instituciones escolares y principalmente la cuestión de la mujer a partir de su libro "Cabeza de mujer" (1923) sus palabras están destinadas directamente a las mujeres: deben alzar su voz de protesta, su necesidad de autoafirmación, en la inutilidad del dolor y el sacrificio, deben conquistar y dignificar su lugar en la sociedad "la mujer no es un adorno, tiene una misión que cumplir, debe ser útil prodigándose, debe educarse"

En los diez años que van de 1929 a 1939 publica cinco libros: Mosaico (1929), La grúa (1931), Tizas de colores (1932), Cartas a las mujeres argentinas (1936) y Nuestro Hombre (1939). En sus libros Herminia Brumana bregó por los derechos de las mujeres, el amor libre, el derecho al divorcio, la justicia social sobre todo relacionada con las dificultades de los niños pobres para cursar la escuela, etc.

En 1941 comenzó a trabajar en la Escuela para Adultos Nº6 (Fitz Roy 171, actual Escuela 12; D.E 14), de la Ciudad de Buenos Aires, como maestra en la materia Práctica de escritorio. Luego de su muerte, la escuela recibió el nombre de "Herminia Brumana".

A su muerte se organizó la Sociedad Amigos de Herminia Brumana que editó sus Obras completas en 1958, y al cumplirse los diez años de su fallecimiento, publicó Ideario y presencia de Herminia Brumana.

Diversas calles, plazas, bibliotecas y establecimientos educativos de la Argentina llevan su nombre.

Su lucha no fue agresiva, sino fue firme y de tono pedagógico, convencida de que el hombre debe llegar al ideal, al bien, con una conducta integra.

Herminia Brumana nació en Pigüé, localidad ubicada al sur de la provincia de Buenos Aires, el 12 de septiembre de 1897, en el seno de una familia de inmigrantes italianos. Realizó sus estudios secundarios en la escuela Normal de Olavarría donde se recibió en 1916, volviendo a Pigüé para ejercer el cargo de maestra primaria en su ciudad natal.

En 1917 fundó la revista Pigüé y en 1918 publicó su primer libro, orientado a promover la lectura entre sus alumnos, Palabritas. En 1921 conoce al dirigente socialista Juan Antonio Solari con quien se casa, radicándose en Buenos Aires.

Se desempeñó como maestra en diversas escuelas del Gran Buenos Aires y de la Capital Federal. En 1923 publica su segundo libro, Cabeza de mujeres, definido por Herminia Solari como "un libro sobre la mujer dirigido a las mujeres", tema principal de su literatura y de su activismo. El libro se compone de diversos relatos que tienen en común la necesidad de la autoafirmación de la mujer, y la liberación por sus propios medios. De formación Anarco-Socialista Herminia no tuvo militancia que la ligara a ningún grupo en particular.

En el contenido de su obra literaria -relatos, ensayos, obras teatrales-, vemos una reflexión o una finalidad moral que se ha dedicado a denunciar injusticias sociales, las instituciones escolares y principalmente la cuestión de la mujer a partir de su libro "Cabeza de mujer" (1923) sus palabras están destinadas directamente a las mujeres: deben alzar su voz de protesta, su necesidad de autoafirmación, en la inutilidad del dolor y el sacrificio, deben conquistar y dignificar su lugar en la sociedad "la mujer no es un adorno, tiene una misión que cumplir, debe ser útil prodigándose, debe educarse"

En los diez años que van de 1929 a 1939 publica cinco libros: Mosaico (1929), La grúa (1931), Tizas de colores (1932), Cartas a las mujeres argentinas (1936) y Nuestro Hombre (1939). En sus libros Herminia Brumana bregó por los derechos de las mujeres, el amor libre, el derecho al divorcio, la justicia social sobre todo relacionada con las dificultades de los niños pobres para cursar la escuela, etc.

En 1941 comenzó a trabajar en la Escuela para Adultos Nº6 (Fitz Roy 171, actual Escuela 12; D.E 14), de la Ciudad de Buenos Aires, como maestra en la materia Práctica de escritorio. Luego de su muerte, la escuela recibió el nombre de "Herminia Brumana".

A su muerte se organizó la Sociedad Amigos de Herminia Brumana que editó sus Obras completas en 1958, y al cumplirse los diez años de su fallecimiento, publicó Ideario y presencia de Herminia Brumana.

Diversas calles, plazas, bibliotecas y establecimientos educativos de la Argentina llevan su nombre.

Su lucha no fue agresiva, sino fue firme y de tono pedagógico, convencida de que el hombre debe llegar al ideal, al bien, con una conducta integra.
OBRA
Prosa
Palabritas, 1918.
Cabezas de mujeres, 1923
Mosaico, 1929
La grúa, 1931
Tizas de colores, 1932
Cartas a las mujeres argentinas, 1936
Nuestro Hombre, 1939
Me llamo niebla, 1946
A Buenos Aires le falta una calle, 1953
Teatro
La protagonista olvidada, 1933

viernes, 8 de enero de 2016

8 DE ENERO DE 1982 MUERE ÁLVARO YUNQUE

8 DE ENERO DE 1982 MUERE ÁLVARO YUNQUE

(La Plata, 1889 - Tandil, 1982) Escritor argentino. Aunque su verdadero nombre era el de Arístides Gandolfi Herrero, firmó sus obras con el pseudónimo literario de Álvaro Yunque, con el que fue conocido dentro y fuera de su país natal. Humanista fecundo y polifacético, está considerado como una de las voces más significativas de la intelectualidad progresista argentina del siglo XX.Nacido en el seno de una familia acomodada -era hijo del milanés Adán Gandolfi y de la ciudadana argentina Angelina Herrero Palacios, nieta de un coronel rosista-, fue el mayor de ocho hermanos. En 1896, cuando el pequeño Arístides contaba siete años de edad, la familia Gandolfi-Herrero se afincó en Buenos Aires. En 1901 ingresó en el Colegio Nacional Central y siete años después Arístides Gandolfi Herrero se matriculó en la Universidad de Ciencias Exactas y Naturales de Buenos Aires para cursar estudios superiores de Arquitectura. Pero en 1913, cuando estaba a punto de licenciarse como arquitecto, abandonó sus estudios de arquitectura para consagrarse de lleno al periodismo y al cultivo de la creación literaria.Desde comienzos de la década de los años veinte, Arístides Gandolfi ejerció como uno de los más bulliciosos animadores de la vida cultural bonaerense. Adscrito primero a la denominada "Generación del 22", pasó luego a convertirse en una de las figuras centrales del "Grupo Boedo", un colectivo de escritores que, desde los planteamientos estéticos del realismo y la ideología izquierdista, propugnaba que el arte había de cumplir una función social, en contra de los postulados de otros grupos argentinos contemporáneos. Como Álvaro Yunque difundió sus primeros poemas y relatos a través de la editorial de la revista Claridad. Simultáneamente, participaba de un modo activo en el periodismo progresista, con frecuentes y polémicas colaboraciones en los principales rotativos y revistas de la izquierda argentina.Hacia 1940, tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial, comenzó a interesarse vivamente por el pasado histórico argentino, al tiempo que hacía pública su activa militancia antifascista. La dirección del rotativo El Patriota le condujo a la cárcel y al destierro, por lo que convivió en Montevideo con numerosos exiliados argentinos.Entre 1961 y 1975, Álvaro Yunque continuó escribiendo nuevos poemarios, relatos y estudios históricos que, publicados junto a otras reediciones de sus obras anteriores, le convirtieron en uno de los autores más prolíficos de la Literatura argentina. Pero sus posiciones políticas y su reivindicaciones sociales no eran del agrado de los dirigentes de la dictadura militar implantada en Argentina en la década de los setenta, por lo que en 1977 sus nuevas obras fueron censuradas y se prohibió la difusión de sus antiguos escritos, muchos de los cuales fueron echados a la hoguera. Discretamente recluido en la ciudad de Tandil, murió a comienzos de 1982, aún en pleno período dictatorial, cuando contaba noventa y dos años de edad.En líneas generales, la producción literaria, ensayística y periodística de Álvaro Yunque parte de una concepción maniquea de la sociedad contemporánea, en la que la convivencia entre dos grandes grupos humanos -el de los explotadores y el de los explotados- acentúa las injusticias y rompe la armonía, la paz y la igualdad a las que aspira el autor. Los conflictos sociales y culturales que Yunque conoció a lo largo de toda su vida, enmarcados en un momento histórico en el que surgieron en Argentina el populismo de izquierdas y la conciencia progresista, le llevaron a veces a simplificar en extremo la problemática de la lucha de clases.Dentro de esa predilección por la temática urbana, la prosa de ficción de Álvaro Yunque se adentra en los terrenos resbaladizos del suburbio para poner de manifiesto la violencia, la injusticia y la desigualdad a las que se ven sometidos los integrantes más bajos del escalafón social; entre ellos, las víctimas más inocentes -y las que sufren en mayor grado los efectos de los explotadores- son los chicos de barrio, esos niños de la calle que se convierten en protagonistas de unas historias en las que el grito airado de protesta se funde con la mirada solidaria y compasiva del autor platense.A pesar del éxito alcanzado con sus relatos en prosa, Álvaro Yunque siempre antepuso su condición de poeta a la de narrador, y prefirió que le recordaran por sus versos antes que por sus cuentos, sus ensayos, sus artículos periodísticos o sus piezas teatrales. En la vasta producción poética del escritor platense se aprecia un hilo conductor que, enraizado en su condición de poeta del pueblo, recorre los registros coloquiales del habla argentina para convertir en lenguaje poético los giros populares de su tierra. El tema de la condición humana, tan presente en el resto de la producción literaria de Álvaro Yunque, cobra en su acento lírico un singular protagonismo.Respecto a su producción teatral, el propio Yunque clasificó sus obras en los siguientes apartados temáticos: teatro para la imaginación, para la revolución, para sonreír y pensar, para que el espectador se reconozca, para la emoción, y para reírse de uno mismo. De esta tipología se infiere que el escritor platense cultivó casi todos los géneros teatrales conocidos, desde la farsa hasta el drama, pasando por el teatro del absurdo, la comedia y el teatro infantil y juvenil; además, muchos de sus relatos fueron dramatizados y puestos en escena por parte de algunos de los grupos independientes con los que Yunque mantuvo una fructífera relación.En su faceta de ensayista, Álvaro Yunque también mostró la amplia variedad de sus conocimientos e inquietudes, por medio de numerosos volúmenes que abarcan temas y materias tan diversos como la pedagogía, la historia de la literatura argentina, la denuncia político-social, etc. Capítulo aparte merecen sus estudios históricos, iniciados cuando estaba ya próximo a cumplir el medio siglo de existencia, y concebidos como un intento exigente y riguroso de interpretar la historia de su nación a través de un prisma sociológico.

miércoles, 6 de enero de 2016

YUKIO MISHIMA EL SACERDOTE Y SU AMOR


YUKIO MISHIMA

EL SACERDOTE Y SU AMOR

De acuerdo con La esencia de la Salvación, de Eshin, los Diez Placeres no son nada más que una gota de agua en el océano comparados con los goces de la Tierra Pura. El suelo es, allí, de esmeralda y los caminos que la cruzan, de cordones de oro. No hay fronteras y su superficie es plana. Cincuenta mil millones de salones y torres trabajadas en oro, plata, cristal y coral se levantan en cada uno de los Precintos sagrados. Hay maravillosos ropajes diseminados sobre enjoyadas margaritas. Dentro de los salones y sobre las torres una multitud de ángeles tocan eternamente música sagrada y entonan himnos de alabanza al Tathagata Buda. Existen grandes estanques de oro y esmeralda en los jardines para que los fieles realicen sus abluciones. Los estanques de oro están rodeados de arena de plata y los de esmeralda, de arena de cristal. Hay plantas de loto en las fuentes que brillan con mil fuegos cuando el viento acaricia la superficie del agua. Día y noche el aire se colma con el canto de las grullas, gansos, pavos reales, papagayos y Kalavinkas de dulce acento que tienen rostros de mujeres hermosas. Estos y otras miríadas de pájaros cien veces alhajados elevan sus melodiosos cantos en alabanza a Buda. (Aun cuando sus voces resuenen dulcemente, esta inmensa colección de aves debe resultar extremadamente ruidosa).
Las orillas de estanques y ríos están cubiertas de bosquecillos con preciosos árboles sagrados que poseen troncos de oro, ramas de plata y flores de coral. Su belleza se refleja en las aguas. El aire está colmado de cuerdas enjoyadas de las que cuelgan legiones de campanas preciosas que tañen por siempre la Ley Suprema de Buda, y extraños instrumentos musicales, que resuenan sin ser pulsados, se extienden en lontananza por el diáfano cielo.
Una mesa con siete joyas, sobre cuya resplandeciente superficie se encuentran siete recipientes colmados por los más exquisitos manjares, aparece frente a aquellos que sienten algún tipo de apetito. No es necesario llevarse a la boca estas viandas. Basta deleitarse con su aroma y colores. En tal forma, el estómago se satisface y el cuerpo se nutre mientras que el sujeto se mantiene espiritual y físicamente puro. Una vez terminada la merienda, los recipientes y la mesa desaparecen.
De la misma manera, el cuerpo se viste automáticamente sin necesidad de coser, lavar, teñir o zurcir.
Las lámparas tampoco son necesarias, pues el cielo está iluminado por una luz omnipresente. Además, la Tierra Pura goza de una temperatura moderada durante todo el año, haciendo innecesario refrescarse o abrigarse. Cien mil esencias tenues perfuman el aire y pétalos de loto caen en constante lluvia.
En el capítulo de "El Portal de Inspección" se nos enseña que, visto y considerando que los no iniciados no pueden adentrarse profundamente en la Tierra Pura, deben ocuparse en despertar sus poderes de "imaginación exterior" y, luego, en engrandecerlos continuamente. El poder de la imaginación permite escapar a las trabas de nuestra vida mundana y contemplar a Buda. Si estamos dotados de una rica y turbulenta fantasía, podremos concentrar nuestra atención en una sola flor de loto y, desde allí, expandirnos hacia infinitos horizontes.
A través de una observación microscópica y de cierta proyección astronómica, la flor de loto puede convertirse en los cimientos de una teoría del universo y en el agente por medio del cual nos será posible percibir la Verdad. En primer lugar, debemos saber que cada pétalo tiene ochenta y cuatro mil nervaduras, y que cada nervadura posee ochenta y cuatro mil luces. Más aún, la más pequeña de estas flores tiene un diámetro de doscientos cincuenta yojana. Presumiendo que el yoyana del cual hablan las Sagradas Escrituras corresponde a setenta y cinco millas cada uno, podemos llegar a la conclusión de que una flor de loto de un diámetro de diecinueve mil millas no es de las más grandes.
Pues bien, esa flor tiene ochenta y cuatro mil pétalos y dentro de cada uno hay un millón de joyas resplandecientes con mil luces diferentes. Sobre el cáliz bellamente adornado de la flor se levantan cuatro alhajados pilares, cada uno de los cuales es cien billones de veces más grande que el Monte Sumeru, que sobresale en el centro del universo budista. Grandes tapices cuelgan de sus pilares. Cada uno de ellos está adornado con cincuenta mil millones de joyas que emiten ochenta y cuatro mil luces por unidad. Cada luz está compuesta de ochenta y cuatro mil tonos diferentes de oro.
La concentración en tales imágenes es conocida como "Pensamiento del asiento de Loto en el que se sienta Buda", y el mundo que se vislumbra como fondo de nuestra historia es un mundo imaginado en esa escala.
El sacerdote del Templo de Shiga era un hombre de gran virtud. Sus cejas eran muy blancas y apenas podía con sus huesos. Recorría el templo de un lado a otro, apoyado en un bastón.
A los ojos de este sabio asceta el mundo sólo era un montón de basura. Había vivido retirado durante muchos años y el pequeño retoño de pino que había plantado con sus propias manos, al mudarse a su celda actual era ya un gran árbol cuyas ramas se agitaban al viento. Un monje que había logrado abandonar el Mundo Fluctuante desde tanto tiempo atrás, debía nutrir gran seguridad respecto a su futuro.
Sonreía, compasivo, frente a nobles poderosos, y reflexionaba acerca de la imposibilidad que demostraba aquella gente en advertir que los placeres no eran sino sueños vacíos. Cuando contemplaba a alguna mujer hermosa, su única reacción era experimentar piedad por los hombres que aún habitan el mundo de las desilusiones y se sacuden en las olas del deseo carnal.
Cuando un hombre no responde a las motivaciones que regulan el mundo material, ese mundo parece sumergirse en un completo reposo. Para los ojos del Gran Sacerdote, el mundo sólo ofrecía reposo, estaba reducido a un dibujo, al mapa de cierta tierra extranjera. Cuando se ha alcanzado el estado de ánimo en el cual las pasiones indignas del mundo han desaparecido, también se olvida el temor. Es por esta razón que el Sacerdote no podía explicarse la existencia del Infierno. Sabía, más allá de toda duda, que el mundo no ejercía ya ningún poder sobre él, pero como carecía por completo de soberbia no se detenía a pensar que ello se debía a su enorme virtud.
En cuanto a su cuerpo, podía decirse que ya no tenía casi carne. Al bañarse se regocijaba viendo cómo sus huesos salientes estaban precariamente cubiertos por carne marchita. Habiendo su cuerpo alcanzado ese estado, podía avenirse a él como si perteneciera a otra persona. Un cuerpo en tales condiciones parecía estar más calificado para ser nutrido por la Tierra Pura que por alimentos y bebidas terrestres.
Soñaba noche a noche con la Tierra Pura y, al despertar, sólo sabía que subsistir en este mundo significaba estar atado a una triste ensoñación evanescente.
Cuando llegaba la época de admirar las flores, gran cantidad de gente venía de la capital con el objeto de visitar la villa de Shiga. Esto no molestaba al sacerdote, ya que hacía tiempo que había superado el estado en el que los ruidos del mundo pueden irritar la mente.
Abandonó su celda, en un atardecer de primavera, y caminó hacia el lago. Era la hora en que las sombras del crepúsculo avanzan lentamente sobre la brillante luz de la tarde. Ni el más leve movimiento agitaba la superficie del agua. El sacerdote se detuvo en la orilla y comenzó a practicar el sagrado rito de la Contemplación del Agua.
En aquel momento, un carruaje tirado por bueyes, perteneciente a todas luces a una persona de alto rango, rodeó el lago y se detuvo cerca del sacerdote. Su dueña, una dama de la Corte del distrito Kyogoku de la Capital, poseía el alto título de Gran Concubina Imperial. Esta dama deseaba contemplar el paisaje de Shiga en la recién llegada primavera y, al regresar, había hecho detener el carruaje. Alzó la cortina para echar una última mirada al lago.
El Gran Sacerdote miró, casualmente, en esa dirección y, de inmediato se sintió abrumado por tanta belleza. Sus ojos se encontraron con los de la mujer y, como no hiciera nada por apartarlos, ella no trató de ocultarse.
Su liberalidad no era tanta como para permitir que los hombres la miraran con apasionamiento; pero reflexionó que los motivos de aquel austero y viejo asceta no podían ser los mismos que los de los hombres comunes.
La dama bajó la cortina tras algunos minutos. El carruaje echó a andar y, después de cruzar el Paso de Shiga, se encaminó lentamente por la ruta que conducía a la Capital. Cayó la noche. Hasta que el carruaje no fue más que un punto entre los árboles lejanos, el Gran Sacerdote permaneció como petrificado en el mismo lugar.
En un abrir y cerrar de ojos el mundo se había vengado del sacerdote con terrible saña. Todo cuanto había creído tan inexpugnable, caía en ruinas.
Volvió al templo, contempló la imagen de Buda e invocó su Sagrado Nombre. Pero las sombras opacas de los pensamientos impuros se cernían sobre él. Se dijo que la belleza de una mujer no era más que una aparición fugaz, un fenómeno temporario compuesto de carne perecedera. Sin embargo, aunque intentaba borrarla, la inefable belleza que había contemplado junto al lago, pesaba ahora sobre su corazón con la fuerza de algo llegado desde una infinita distancia. El Gran Sacerdote no era lo suficientemente joven, ni física ni espiritualmente, como para creer que ese nuevo sentimiento era sólo una trampa que su carne le jugaba. La carne de un hombre, y lo sabía bien, no se agita tan rápidamente. Antes bien, tenía la sensación de haber sido sumergido en algún veneno sutil y poderoso que había alterado su espíritu.
El Gran Sacerdote no había quebrantado nunca su voto de castidad. La lucha interior librada en su juventud contra el deseo lo había llevado a considerar a las mujeres sólo como meros seres materiales. La única carne era la que existía realmente en su imaginación. Considerándola más como una abstracción ideal que como un hecho físico, confiaba en su fortaleza espiritual para subyugarla. En ese sentido, el sacerdote había triunfado. Nadie que lo conociera podría ponerlo en duda.
Pero el rostro de mujer que había levantado la cortina del carruaje era demasiado armonioso y refulgente como para ser designado como un mero objeto de la carne. El sacerdote no supo qué nombre darle. Sólo pudo reflexionar en que, para que tan portentoso hecho se produjera, algo hasta aquel momento oculto y al acecho en su interior, se había revelado finalmente. Ese algo no era sino este mundo, que hasta entonces había permanecido en reposo, y que, súbitamente, emergía de la oscuridad y comenzaba a agitarse.
Era como si hubiera permanecido, de pie, junto al camino que lleva a la capital, con las manos firmemente apretadas sobre los oídos, y hubiera visto cruzar con gran estrépito dos grandes carros tirados por bueyes. Al destaparse los oídos, bruscamente, el estruendo lo envolvía.
Percibir el flujo y reflujo de fenómenos transitorios, sentir su fragor rugiente en los oídos, era entrar dentro del círculo de este mundo. Para un hombre como el Gran Sacerdote, que no había admitido concesiones en su contacto con el mundo exterior, significaba someterse nuevamente a un estado de dependencia.
Aun leyendo a los Sutras exhalaba grandes suspiros de angustia. Pensó, entonces, que la naturaleza servía para distraer su espíritu e intentó concentrarse en las montañas que, a través de la ventana de su celda, se destacaban en la distancia contra el cielo nocturno. Pero sus pensamientos, en vez de concentrarse en la belleza, se desvanecían como nubes y desaparecían.
Fijaba su mirada en la luna, pero sus pensamientos fluctuaban como antes, y cuando fue a inclinarse, nuevamente, frente a la Suprema Imagen, en un desesperado esfuerzo por recobrar la pureza de su mente, el rostro de Buda se transformó y se convirtió en las facciones de la dama del carruaje. Su universo había quedado aprisionado dentro de los límites de un estrecho círculo donde se enfrentaban el Gran Sacerdote y la Gran Concubina Imperial.
La Gran Concubina Imperial de Kyogoku olvidó rápidamente al viejo sacerdote que la observara con tanta atención en el lago de Shiga. Sin embargo, poco tiempo después llegó a sus oídos un rumor que le recordó el incidente. Uno de los habitantes del villorrio había sorprendido al Gran Sacerdote mirando cómo se perdía en la distancia el carruaje de la dama. Se lo había comentado a un caballero de la Corte que admiraba las flores de Shiga, agregando que, desde aquel día, el Sacerdote se comportaba como quien ha perdido la razón.
La Concubina Imperial fingió no creer en tales habladurías, pero la virtud del sacerdote era conocida en toda la capital y el suceso sirvió para alimentar la vanidad de la dama.
Estaba verdaderamente cansada del amor que recibía de los hombres de este mundo. La Concubina Imperial tenía clara conciencia de lo hermosa que era y se inclinaba hacia otras disciplinas, como la religión, que trataran a su belleza y a su alto rango como cosas desprovistas de valor. El mundo la aburría soberanamente y, por ende, creía también en la Tierra Pura. Era inevitable que el Budismo Jodo, que rechazaba toda la belleza y el brillo del mundo visible como si fuera corrupción y contaminación, tuviera un atractivo especial para quien, como la Concubina Imperial, estaba tan desilusionada de la elegante superficialidad de la vida cortesana. Elegancia que, por otra parte, parecía anunciar inequívocamente los Últimos Días de la Ley y su degeneración.
Entre aquellos que consideraban al amor como su principal preocupación, la Concubina Imperial ocupaba un alto puesto como la personificación misma del refinamiento. El hecho de que jamás hubiera brindado su amor a hombre alguno no hacía sino acrecentar su fama. Aun cuando cumplía sus deberes para con el Emperador con el más absoluto decoro, nadie creía, ni por un momento, que estuviera enamorada de él. La Gran Concubina Imperial soñaba con una pasión al borde de lo imposible.
El Gran Sacerdote del Templo de Shiga era famoso por su virtud y todos en la Capital sabían hasta qué punto este anciano prelado había hecho abandono del mundo. Tanto más sorprendente era, entonces, el rumor de que había sido prendado por los encantos de la Concubina Imperial, y que, por ella, había sacrificado la vida eterna. Rehusar los goces de la Tierra Pura que estaban casi al alcance de su mano, equivalía al mayor sacrificio y a la más importante ofrenda.
La Gran Concubina Imperial se mostraba totalmente indiferente a los encantos de los nobles y jóvenes libertinos que abundaban en la Corte. Los atributos físicos de los hombres ya no representaban nada para ella. Su única ambición era encontrar a alguien que pudiera ofrecerle un amor fuerte y profundo.
Una mujer con tales aspiraciones se convierte en una criatura aterradora. Si hubiera sido sólo una cortesana, la habrían conformado las riquezas y la frivolidad. La Gran Concubina poseía todo lo que la riqueza del mundo puede brindar. El hombre que aguardaba tendría que ofrecerle, pues, los bienes del universo del futuro.
Los comentarios sobre el enamoramiento del Gran Sacerdote inundaron la Corte, hasta que, finalmente, y en son de broma, la historia fue repetida hasta al mismo Emperador. Esta chismografía desagradaba a la Gran Concubina, que guardaba una actitud fría e indiferente. Comprendía perfectamente que existían dos motivos para que los cortesanos pudieran bromear libremente sobre un asunto cuyo comentario, normalmente, les estaría vedado. El primero, que, refiriéndose al amor del Gran Sacerdote, estaban halagando la belleza de la mujer que inspiraba aun a un eclesiástico de tan gran virtud, tamaña distracción y, en segundo término, todos sabían que el amor del anciano por la noble dama jamás podría ser retribuido.
La Gran Concubina Imperial reconstruyó mentalmente los rasgos del viejo sacerdote que había visto a través de la ventana del carruaje. No se parecía en absoluto a los rostros de ninguno de los hombres que la habían amado hasta entonces. Era extraño que el amor surgiera en el corazón de un hombre que no poseía ninguna condición como para ser amado. La dama recordó frases tales como "mi amor perdido y sin esperanzas" que eran usadas a menudo por los poetastros de Palacio cuando deseaban despertar eco en los corazones de sus indiferentes amadas. La situación del más desgraciado de aquellos elegantes resultaba envidiable frente a la del Gran Sacerdote. Sin embargo, a la Concubina Imperial los escarceos poéticos de tales jóvenes se le antojaron adornos mundanos, inspirados por la vanidad y totalmente desprovistos de sentimiento.
A esta altura, el lector comprenderá claramente que la Gran Concubina Imperial no era, como comúnmente se la creía, la personificación de la elegancia cortesana, sino una persona que encontraba en la evidencia de ser amada una verdadera razón de vivir. Pese a su alto rango era, antes que nada, una mujer, y todo el poder y la autoridad del mundo carecían de valor si no le brindaban tal evidencia. Los hombres que la rodeaban se entregaban a luchar sin fin para alcanzar el poder político. Ella soñaba con dominar el mundo por otros medios puramente femeninos.
Había conocido a muchas mujeres que habían tomado los hábitos que se habían retirado del mundo. Tales mujeres la hacían reír. Cualquiera sea la razón alegada por una mujer para abandonar el mundo, le es casi imposible desprenderse de sus posesiones. Sólo los hombres son verdaderamente capaces de abandonar cuanto poseen.
El viejo sacerdote del lago había dejado, en determinada etapa de su vida, el Mundo Fluctuante y sus placeres. Ante los ojos de la Concubina Imperial era más hombre que todos los nobles que poblaban la Corte. Y así como había abandonado una vez este Mundo Fluctuante, estaba dispuesto ahora, por ella, a renunciar también al mundo futuro.
La Concubina recordó la idea de la sagrada flor de loto que su profunda fe había impreso vívidamente en su mente. Pensó en el enorme loto con una anchura de doscientas cincuenta yojana. Aquella planta absurda se ajustaba más a sus gustos que las mezquinas flores flotantes de los estanques de la Capital. Por las noches, el susurro del viento entre los árboles del jardín le parecía insípido comparado con la música delicada que produce la brisa, en la Tierra Pura, cuando sacude a las plantas sagradas.
Al recordar los extraños instrumentos que colgaban del cielo y tañían sin ser tocados, el sonido del arpa de Palacio sólo se le antojaba una despreciable imitación.
El Sacerdote del Templo de Shiga luchaba. En sus combates juveniles contra la carne, lo había sostenido siempre la esperanza de alcanzar el mundo futuro. Pero, en cambio, esta lucha desesperada de su vejez se asociaba con un sentimiento de pérdida irreparable.
La imposibilidad de consumar su amor por la Gran Concubina Imperial se le aparecía tan clara como el sol en el cielo. Al mismo tiempo, tenía perfecta conciencia de la imposibilidad de avanzar hacia la Tierra Pura, mientras permaneciera esclavo de aquel amor. El Gran Sacerdote había vivido en un estado de incomparable libertad y ahora, en un abrir y cerrar de ojos, se encontraba sin futuro y en la más completa oscuridad. El coraje que lo había acompañado durante las luchas de su juventud había tenido, quizás, sus raíces en su propio orgullo y confianza, en saber que se estaba privando voluntariamente del placer que tenía al alcance de la mano.
El Gran Sacerdote sentía miedo nuevamente. Hasta que aquel noble carruaje se aproximara a la orilla del Lago Shiga, su convencimiento era que cuanto le esperaba ya no era sino la liberación del Nirvana. Ahora se encontraba, de pronto, frente a la oscuridad del mundo donde es imposible adivinar lo que nos acecha a cada paso.
En vano acudía a todas las formas de meditación religiosa. Ensayó la Contemplación del Crisantemo, la Contemplación del Aspecto Total y la Contemplación de las Partes; pero cada vez que intentaba concentrarse, el hermoso rostro de la Concubina aparecía ante sus ojos. Tampoco fue un remedio la Contemplación del Agua, pues invariablemente aparecían los bellos rasgos resplandecientes entre las ondas del lago.
Todo esto, sin duda, era sólo una consecuencia de su apasionamiento. Bien pronto, el sacerdote advirtió que la concentración le producía más mal que bien, y fue entonces cuando ensayó aliviar su espíritu por medio de la dispersión. Le asombraba constatar que la meditación lo hundía, paradójicamente, en una desilusión aún más profunda. A medida que su espíritu iba sucumbiendo bajo tal peso, el sacerdote decidió que antes de proseguir una lucha estéril, era mejor concentrar deliberadamente sus pensamientos en la figura de la Gran Concubina Imperial.
El Gran Sacerdote hallaba una nueva satisfacción al adornar su visión de la dama en las más variadas formas, como si se tratara de una imagen budista cubierta de diademas y baldaquines. Al hacerlo, el objeto de su amor se transformaba en un ser de creciente esplendor, distante e imposible. Esto le producía una alegría especial, seguramente porque de lo contrario, el ver a la Gran Concubina Imperial como a una mujer común y corriente era más peligroso. La revestía de todas las humanas fragilidades.
Mientras reflexionaba sobre este asunto, la verdad se hizo en su corazón. No veía en la Gran Concubina Imperial a una criatura de carne y hueso, ni tampoco a una visión. Era, en todo caso, un símbolo de la realidad, un símbolo de la esencia de las cosas. Resulta verdaderamente extraño perseguir esa esencia en la figura de una mujer. Y, sin embargo, existía un motivo. Aun al enamorarse, el sacerdote de Shiga no había perdido el hábito, adquirido tras largos años de contemplación, de esforzarse por alcanzar la esencia de las cosas a través de una constante abstracción. La Gran Concubina Imperial de Kyogoku, se había identificado con la visión del inmenso loto de doscientos cincuenta yojana. Reclinada en el agua y sostenida por todas las flores de loto, la Cortesana se volvía. tan grande como el Monte Sumeru.
Cuanto más convertía a su amor en un imposible, más profundamente traicionaba el sacerdote a Buda, pues la imposibilidad de su amor se encontraba aparejada con la imposibilidad de llegar a la iluminación. Y cuanto más advertía que su amor no podía tener esperanza, más crecía la fantasía que lo alimentaba y más se arraigaban sus pensamientos impuros. Mientras consideraba que su amor tenía alguna remota posibilidad, le había sido más fácil renunciar a él; pero ahora que la Gran Concubina se había convertido en una criatura fabulosa y totalmente inalcanzable, el amor del Gran Sacerdote se inmovilizaba como un gran lago de aguas calmas que cubría, inexorablemente, la superficie de la tierra.
Esperaba ver el rostro de su dama aún una vez más, pero temía que esa figura, que ahora se había vuelto una gigantesca flor de loto, se desvaneciera sin dejar rastros. Si aquello sucedía, el Gran Sacerdote se salvaría. Esta vez no dudaba de alcanzar la verdad. Y aquella mera perspectiva llenó al sacerdote de miedo y reverencia.
El melancólico amor del anciano había comenzado a crear curiosas estratagemas. Cuando, por fin, se decidió a visitar a la Gran Concubina, creyó en la ilusión de estar saliendo de una enfermedad que estaba marchitando su cuerpo. El caviloso sacerdote interpretó la alegría que acompañaba a su determinación como el alivio de haber escapado finalmente a las trabas de su amor.
Ninguno de los servidores de la Gran Concubina halló nada extraño en el hecho de que un anciano sacerdote permaneciera de pie en un rincón del jardín, apoyado en su bastón y mirando tristemente la Residencia. Era frecuente encontrar a ascetas y mendigos frente a las grandes casas de la Capital, aguardando limosnas.
Una de las cortesanas mencionó el hecho a su señora. La Gran Concubina miró, casualmente, a través del postigo que la separaba del jardín. Bajo las sombras del verde follaje, un anciano sacerdote macilento y de raídas vestiduras negras, inclinaba la cabeza. La dama lo observó por algún tiempo, y cuando hubo reconocido al sacerdote del lago de Shiga, su pálido rostro se volvió aún más demacrado.
Pasados algunos minutos de indecisión, impartió las órdenes necesarias para que la presencia del sacerdote en el jardín fuera ignorada.
Por primera vez el desasosiego hizo presa de ella. Había visto a mucha gente hacer abandono del mundo, pero ahora se encontraba por primera vez con alguien que renunciaba al mundo futuro. La visión resultaba siniestra y aterradora. Todos los placeres que había extraído su imaginación ante la idea del amor del sacerdote, desaparecieron en un segundo. Aunque aquel hombre hubiera renunciado al mundo futuro por ella, ahora comprendía que ese mundo jamás pasaría a sus propias manos.
La Gran Concubina Imperial contempló sus ropas elegantes y su hermoso cuerpo. Luego, miró hacia el jardín y observó al feo anciano andrajoso. El hecho de que pudiera existir alguna relación entre ambos tenia una extraña fascinación.
¡Qué diferente de la espléndida visión resultaba todo! El Gran Sacerdote parecía ahora una persona salida del Infierno mismo. Nada quedaba del hombre de virtuosa presencia que traía consigo el destello de la Tierra Pura. Su luz interior, que hacía evocar la gloria, se había desvanecido totalmente. Aun cuando se trataba del hombre del Lago de Shiga, era una persona completamente distinta.
Como la mayoría de los cortesanos, la Gran Concubina Imperial tendía a estar en guardia contra sus propias emociones, especialmente cuando se enfrentaba con algo que podía afectarla profundamente.
Al comprobar el amor del Gran Sacerdote, la invadió el descorazonamiento. La pasión consumada con la cual tanto había soñado durante años, adquiría una forma, preciso es reconocerlo, harto descolorida.
Cuando el sacerdote, apoyado en su bastón, llegó a la capital, casi había olvidado su fatiga. Penetró sigilosamente en las posesiones de la Gran Concubina Imperial en Kyogoku y observó desde el jardín. Tras aquellos postigos estaba la dama de sus pensamientos.
Al asumir su adoración una forma sin mácula, el mundo futuro comenzó a ejercer nuevamente su fascinación sobre el Gran Sacerdote. Nunca antes había vislumbrado la Tierra Pura con tanta intensidad. Su anhelo hacia ella se volvió casi sensual. Sólo debía pasar ahora por la formalidad de presentarse ante la Gran Concubina, declararle su amor y, de tal manera, librarse de una vez por todas de pensamientos impuros que lo ataban aún a este mundo. Faltaba ese único requisito para acercarse aún más a la Tierra Pura.
Le resultaba doloroso permanecer de pie, apoyado en el bastón. Los ardientes rayos del sol de mayo atravesaban las hojas y caían sobre su cabeza afeitada. Una y otra vez creyó perder el sentido. ¡Si tan sólo la dama advirtiera su propósito y lo invitara a saludarla para cumplir así con aquella formalidad! El Gran Sacerdote esperaba y, apoyado en su bastón, luchaba contra su creciente debilidad.
Finalmente llegó el crepúsculo. Nada sabía aún de la Gran Concubina, quien, por lógica, no podía conocer el pensamiento del sacerdote que, a través de ella, vislumbraba la Tierra Pura. Se limitaba a observarlo a través de los postigos. El sacerdote continuaba en el mismo sitio, inmóvil. La claridad nocturna iluminó el jardín.
La Gran Concubina Imperial se atemorizó. Presintió que cuanto veía en el jardín no era sino la encarnación de aquella "desilusión profundamente arraigada" de la que hablan los Sutras. Quedó abrumada ante la posibilidad de merecer las penas del Infierno.
Después de haber llevado a la perdición a un sacerdote de tan gran virtud, no era, seguramente, la Tierra Pura cuanto podía esperar, sino, en cambio, el Infierno mismo con todos los terrores que ella tan bien conocía. El amor supremo con el cual soñara se había derrumbado. Ser amada así, equivalía a una forma de condenación. Del mismo modo en que el Gran Sacerdote vislumbraba por su intermedio la Tierra Pura, la Gran Concubina contemplaba el horrible reino del Infierno a través del amor de aquel anciano.
Sin embargo, esta noble dama de Kyogoku era demasiado orgullosa como para sucumbir a sus temores sin luchar, y decidió poner en juego todos los recursos de su innata crueldad.
"El Gran Sacerdote -se dijo- tendrá que sucumbir, tarde o temprano, al mareo." Lo observó a través de los postigos esperando verlo en el suelo; pero, para su fastidio, la silenciosa figura continuaba inmóvil.
Cayó la noche y, a la luz de la luna, la figura del sacerdote se asemejaba a un montón de huesos blancos.
La dama, llena de temor, no podía conciliar el sueño. Dejó de mirar a través de los postigos y dio la espalda al jardín. Sin embargo, le parecía sentir constantemente la penetrante mirada del sacerdote.
Sabía que aquél no era un amor vulgar. Por temor a ser amada y, por ende, de terminar en el Infierno, la Gran Concubina Imperial rezaba con más fervor que nunca por la Tierra Pura. Una Tierra Pura propia e invulnerable que ansiaba conservar en su corazón. Era diferente a la del sacerdote y no tenía relación con su amor. No dudaba de que, si alguna vez la mencionaba ante el anciano, aquella interpretación personal se desintegraría inmediatamente.
El amor del sacerdote, se decía, no tenía nada que ver con ella. Era una aventura unilateral en la que sus sentimientos no tenían parte alguna. No había, pues, razón por la cual se la descalificara en su admisión en la Tierra Pura. Aun cuando el Gran Sacerdote perdiera el sentido y falleciera, ella se mantendría indemne. Sin embargo, a medida que avanzaba la noche y la temperatura se hacía más fría, su confianza comenzó a abandonarla.
El Sacerdote permanecía en el jardín. Cuando las nubes ocultaban la luna, se asemejaba a un extraño árbol viejo y nudoso.
La dama, consumida de angustia, insistía en que aquel anciano le era totalmente ajeno. Las palabras parecían explotar en su corazón. ¿Por qué, en nombre del Cielo, tenía que ocurrir esto?
En aquellos momentos, y por extraño que parezca, la Gran Concubina Imperial se había olvidado completamente de su belleza. Quizás fuera más correcto decir que se había visto obligada a hacerlo.
Finalmente, los tenues matices del amanecer irrumpieron en el cielo oscuro y la figura del sacerdote se destacó en la media luz. Todavía permanecía en pie. La Gran Concubina Imperial estaba derrotada.
Llamó a una doncella y le ordenó invitar al sacerdote a dejar el jardín y a arrodillarse junto al postigo.
El Gran Sacerdote se hallaba en la frontera del olvido, donde la carne se desintegra. Ya no sabía si esperaba a la Gran Concubina Imperial o al mundo futuro. Aun cuando distinguió la figura de la doncella aproximándose desde la residencia en la pálida luz del amanecer, ni siquiera comprendió que cuanto había esperado con tantas ansias, se hallaba finalmente al alcance de su mano.
La doncella trasmitió el mensaje de su señora. Al escucharlo, el sacerdote profirió un grito horrendo e inhumano. La doncella intentó guiarlo de la mano, pero él no se lo permitió y se dirigió hacia la casa con pasos increíblemente rápidos y seguros.
La oscuridad reinaba tras el postigo y resultaba imposible ver, desde afuera, a la Gran Concubina. El sacerdote cayó de rodillas y, cubriéndose el rostro con las manos, rompió a llorar. Estuvo allí por largo rato con el cuerpo sacudido por esporádicas convulsiones
Entonces, en la semi penumbra del amanecer, una blanca mano emergió dulcemente del postigo. El sacerdote del Templo de Shiga la tomó entre las suyas y se la lleva a la frente y a las mejillas.
La Gran Concubina Imperial de Kyogoku tocó unos dedos extrañamente fríos. Al mismo tiempo, sintió algo húmedo y tibio. Alguien mojaba sus manos con tristes lágrimas.
Cuando los pálidos reflejos de la luz matutina comenzaron a iluminarla a través del postigo, la ferviente fe de la dama le infundió una maravillosa inspiración. No dudó ni por un instante de que aquella mano extraña era la de Buda.
Entonces, la gran visión surgió nuevamente en el corazón de la Concubina. El suelo de esmeraldas de la Tierra Pura; los millones de torres de siete joyas; los ángeles y su música; los estanques dorados con arenas de plata; los lotos resplandecientes y la dulce voz de las Kalavinkas. Si aquella era la Tierra Pura que le tocaría en suerte -y en aquel momento no dudaba de que así sería-, ¿por qué no aceptar el amor del Gran Sacerdote?
Aguardó a que el hombre con las manos de Buda le rogara abrir el postigo que los separaba. Cuando se lo pidiera, ella levantaría tal barrera y su cuerpo incomparablemente hermoso aparecería frente a él como en su primer encuentro junto al lago. Ella lo invitaría a entrar.
La Gran Concubina Imperial esperó.
Pero el Gran Sacerdote del Templo de Shiga no dijo nada. No pidió nada. Después de cierto tiempo, las viejas manos aflojaron su presión y los blancos dedos de la dama quedaron solos en la penumbra del amanecer. El Sacerdote se alejó. Un frío mortal descendió sobre el corazón de la Gran Concubina Imperial.
Pocos días después llegó a la Corte el rumor de que el espíritu del Gran Sacerdote había alcanzado la liberación final en su celda de Shiga. Al enterarse de tal noticia, la dama de Kyogoku se dedicó a copiar en rollos y rollos, con la más hermosa escritura, el pensamiento de los Sutras.
GERLILIBROS: YUKIO MISHIMA  EL SACERDOTE Y SU AMOR   De acuerdo...

ROBERTO ARLT AGUAFUERTES PORTEÑAS YO NO TENGO LA CULPA

     ROBERTO ARLT        AGUAFUERTES PORTEÑAS     YO NO TENGO LA CULPA   Yo siempre que me ocupo de cartas de lectores, suelo admitir que se...