viernes, 19 de junio de 2020

O. HENRY LOS REGALOS PERFECTOS

O. HENRY

LOS REGALOS PERFECTOS
El regalo de los Reyes Magos
Un dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en céntimos. Céntimos ahorrados, uno por uno, discutiendo con el almacenero y el verdulero y el carnicero hasta que las mejillas de uno se ponían rojas de vergüenza ante la silenciosa acusación de avaricia que implicaba un regateo tan obstinado. Delia los contó tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad.

Evidentemente no había nada que hacer fuera de echarse al miserable lecho y llorar. Y Delia lo hizo. Lo que conduce a la reflexión moral de que la vida se compone de sollozos, lloriqueos y sonrisas, con predominio de los lloriqueos.

Mientras la dueña de casa se va calmando, pasando de la primera a la segunda etapa, echemos una mirada a su hogar, uno de esos departamentos de ocho dólares a la semana. No era exactamente un lugar para alojar mendigos, pero ciertamente la policía lo habría descrito como tal.

Abajo, en la entrada, había un buzón al cual no llegaba carta alguna, Y un timbre eléctrico al cual no se acercaría jamás un dedo mortal. También pertenecía al departamento una tarjeta con el nombre de “Señor James Dillingham Young”.

La palabra “Dillingham” había llegado hasta allí volando en la brisa de un anterior período de prosperidad de su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus entradas habían bajado a veinte dólares, las letras de “Dillingham” se veían borrosas, como si estuvieran pensando seriamente en reducirse a una modesta y humilde “D”. Pero cuando el señor James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su departamento, le decían “Jim” y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young, a quien hemos presentado al lector como Delia. Todo lo cual está muy bien.

Delia dejó de llorar y se empolvó las mejillas con el cisne de plumas. Se quedó de pie junto a la ventana y miró hacia afuera, apenada, y vio un gato gris que caminaba sobre una verja gris en un patio gris. Al día siguiente era Navidad y ella tenía solamente un dólar y ochenta y siete centavos para comprarle un regalo a Jim. Había estado ahorrando cada centavo, mes a mes, y éste era el resultado. Con veinte dólares a la semana no se va muy lejos. Los gastos habían sido mayores de lo que había calculado. Siempre lo eran. Sólo un dólar con ochenta y siete centavos para comprar un regalo a Jim. Su Jim. Había pasado muchas horas felices imaginando algo bonito para él. Algo fino y especial y de calidad -algo que tuviera justamente ese mínimo de condiciones para que fuera digno de pertenecer a Jim. Entre las ventanas de la habitación había un espejo de cuerpo entero. Quizás alguna vez hayan visto ustedes un espejo de cuerpo entero en un departamento de ocho dólares. Una persona muy delgada y ágil podría, al mirarse en él, tener su imagen rápida y en franjas longitudinales. Como Delia era esbelta, lo hacía con absoluto dominio técnico. De repente se alejó de la ventana y se paró ante el espejo. Sus ojos brillaban intensamente, pero su rostro perdió su color antes de veinte segundos. Soltó con urgencia sus cabellera y la dejó caer cuan larga era.

Los Dillingham eran dueños de dos cosas que les provocaban un inmenso orgullo. Una era el reloj de oro que había sido del padre de Jim y antes de su abuelo. La otra era la cabellera de Delia. Si la Reina de Saba hubiera vivido en el departamento frente al suyo, algún día Delia habría dejado colgar su cabellera fuera de la ventana nada más que para demostrar su desprecio por las joyas y los regalos de Su Majestad. Si el rey Salomón hubiera sido el portero, con todos sus tesoros apilados en el sótano, Jim hubiera sacado su reloj cada vez que hubiera pasado delante de él nada más que para verlo mesándose su barba de envidia.

La hermosa cabellera de Delia cayó sobre sus hombros y brilló como una cascada de pardas aguas. Llegó hasta más abajo de sus rodillas y la envolvió como una vestidura. Y entonces ella la recogió de nuevo, nerviosa y rápidamente. Por un minuto se sintió desfallecer y permaneció de pie mientras un par de lágrimas caían a la raída alfombra roja.

Se puso su vieja y oscura chaqueta; se puso su viejo sombrero. Con un revuelo de faldas y con el brillo todavía en los ojos, abrió nerviosamente la puerta, salió y bajó las escaleras para salir a la calle.

Donde se detuvo se leía un cartel: “Mme. Sofronie. Cabellos de todas clases”. Delia subió rápidamente Y, jadeando, trató de controlarse. Madame, grande, demasiado blanca, fría, no parecía la “Sofronie” indicada en la puerta.

-¿Quiere comprar mi pelo? -preguntó Delia.

-Compro pelo -dijo Madame-. Sáquese el sombrero y déjeme mirar el suyo.

La áurea cascada cayó libremente.

-Veinte dólares -dijo Madame, sopesando la masa con manos expertas.

-Démelos inmediatamente -dijo Delia.

Oh, y las dos horas siguientes transcurrieron volando en alas rosadas. Perdón por la metáfora, tan vulgar. Y Delia empezó a mirar los negocios en busca del regalo para Jim.

Al fin lo encontró. Estaba hecho para Jim, para nadie más. En ningún negocio había otro regalo como ése. Y ella los había inspeccionado todos. Era una cadena de reloj, de platino, de diseño sencillo y puro, que proclamaba su valor sólo por el material mismo y no por alguna ornamentación inútil y de mal gusto… tal como ocurre siempre con las cosas de verdadero valor. Era digna del reloj. Apenas la vio se dio cuenta de que era exactamente lo que buscaba para Jim. Era como Jim: valioso y sin aspavientos. La descripción podía aplicarse a ambos. Pagó por ella veintiún dólares y regresó rápidamente a casa con ochenta y siete centavos. Con esa cadena en su reloj, Jim iba a vivir ansioso de mirar la hora en compañía de cualquiera. Porque, aunque el reloj era estupendo, Jim se veía obligado a mirar la hora a hurtadillas a causa de la gastada correa que usaba en vez de una cadena.

Cuando Delia llegó a casa, su excitación cedió el paso a una cierta prudencia y sensatez. Sacó sus tenacillas para el pelo, encendió el gas y empezó a reparar los estragos hechos por la generosidad sumada al amor. Lo cual es una tarea tremenda, amigos míos, una tarea gigantesca.

A los cuarenta minutos su cabeza estaba cubierta por unos rizos pequeños y apretados que la hacían parecerse a un encantador estudiante holgazán. Miró su imagen en el espejo con ojos críticos, largamente.

“Si Jim no me mata, se dijo, antes de que me mire por segunda vez, dirá que parezco una corista de Coney Island. Pero, ¿qué otra cosa podría haber hecho? ¡Oh! ¿Qué podría haber hecho con un dólar y ochenta y siete centavos?.”

A las siete de la noche el café estaba ya preparado y la sartén lista en la estufa para recibir la carne.

Jim no se retrasaba nunca. Delia apretó la cadena en su mano y se sentó en la punta de la mesa que quedaba cerca de la puerta por donde Jim entraba siempre. Entonces escuchó sus pasos en el primer rellano de la escalera y, por un momento, se puso pálida. Tenía la costumbre de decir pequeñas plegarias por las pequeñas cosas cotidianas y ahora murmuró: “Dios mío, que Jim piense que sigo siendo bonita”.

La puerta se abrió, Jim entró y la cerró. Se le veía delgado y serio. Pobre muchacho, sólo tenía veintidós años y ¡ya con una familia que mantener! Necesitaba evidentemente un abrigo nuevo y no tenía guantes.

Jim franqueó el umbral y allí permaneció inmóvil como un perdiguero que ha descubierto una codorniz. Sus ojos se fijaron en Delia con una expresión que su mujer no pudo interpretar, pero que la aterró. No era de enojo ni de sorpresa ni de desaprobación ni de horror ni de ningún otro sentimiento para los que que ella hubiera estado preparada. Él la miraba simplemente, con fijeza, con una expresión extraña.

Delia se levantó nerviosamente y se acercó a él.

-Jim, querido -exclamó- no me mires así. Me corté el pelo y lo vendí porque no podía pasar la Navidad sin hacerte un regalo. Crecerá de nuevo ¿no te importa, verdad? No podía dejar de hacerlo. Mi pelo crece rápidamente. Dime “Feliz Navidad” y seamos felices. ¡No te imaginas qué regalo, qué regalo tan lindo te tengo!

-¿Te cortaste el pelo? -preguntó Jim, con gran trabajo, como si no pudiera darse cuenta de un hecho tan evidente aunque hiciera un enorme esfuerzo mental.

-Me lo corté y lo vendí -dijo Delia-. De todos modos te gusto lo mismo, ¿no es cierto? Sigo siendo la misma aún sin mi pelo, ¿no es así?

Jim pasó su mirada por la habitación con curiosidad.

-¿Dices que tu pelo ha desaparecido? -dijo con aire casi idiota.

-No pierdas el tiempo buscándolo -dijo Delia-. Lo vendí, ya te lo dije, lo vendí, eso es todo. Es Nochebuena, muchacho. Lo hice por ti, perdóname. Quizás alguien podría haber contado mi pelo, uno por uno -continuó con una súbita y seria dulzura-, pero nadie podría haber contado mi amor por ti. ¿Pongo la carne al fuego? -preguntó.

Pasada la primera sorpresa, Jim pareció despertar rápidamente. Abrazó a Delia. Durante diez segundos miremos con discreción en otra dirección, hacia algún objeto sin importancia. Ocho dólares a la semana o un millón en un año, ¿cuál es la diferencia? Un matemático o algún hombre sabio podrían darnos una respuesta equivocada. Los Reyes Magos trajeron al Niño regalos de gran valor, pero aquél no estaba entre ellos. Este oscuro acertijo será explicado más adelante.

Jim sacó un paquete del bolsillo de su abrigo y lo puso sobre la mesa.

-No te equivoques conmigo, Delia -dijo-. Ningún corte de pelo, o su lavado o un peinado especial, harían que yo quisiera menos a mi mujercita. Pero si abres ese paquete verás por qué me has provocado tal desconcierto en un primer momento.

Los blancos y ágiles dedos de Delia retiraron el papel y la cinta. Y entonces se escuchó un jubiloso grito de éxtasis; y después, ¡ay!, un rápido y femenino cambio hacia un histérico raudal de lágrimas y de gemidos, lo que requirió el inmediato despliegue de todos los poderes de consuelo del señor del departamento.

Porque allí estaban las peinetas -el juego completo de peinetas, una al lado de otra- que Delia había estado admirando durante mucho tiempo en una vitrina de Broadway. Eran unas peinetas muy hermosas, de carey auténtico, con sus bordes adornados con joyas y justamente del color para lucir en la bella cabellera ahora desaparecida. Eran peinetas muy caras, ella lo sabía, y su corazón simplemente había suspirado por ellas y las había anhelado sin la menor esperanza de poseerlas algún día. Y ahora eran suyas, pero las trenzas destinadas a ser adornadas con esos codiciados adornos habían desaparecido.

Pero Delia las oprimió contra su pecho y, finalmente, fue capaz de mirarlas con ojos húmedos y con una débil sonrisa, y dijo:

-¡Mi pelo crecerá muy rápido, Jim!

Y enseguida dio un salto como un gatito chamuscado y gritó:

-¡Oh, oh!

Jim no había visto aún su hermoso regalo. Delia lo mostró con vehemencia en la abierta palma de su mano. El precioso y opaco metal pareció brillar con la luz del brillante y ardiente espíritu de Delia.

-¿Verdad que es maravillosa, Jim? Recorrí la ciudad entera para encontrarla. Ahora podrás mirar la hora cien veces al día si se te antoja. Dame tu reloj. Quiero ver cómo se ve con ella puesta.

En vez de obedecer, Jim se dejo caer en el sofá, cruzó sus manos debajo de su nuca y sonrió.

-Delia -le dijo- olvidémonos de nuestros regalos de Navidad por ahora. Son demasiado hermosos para usarlos en este momento. Vendí mi reloj para comprarte las peinetas. Y ahora pon la carne al fuego.

CONRADO NALÉ ROXLO EL CUERVO DEL ARCA

CONRADO NALÉ ROXLO

EL CUERVO DEL ARCA

Blog De Cita 40 Dias Del Diluvio - Servicio De Citas En Estados Unidos
La historia comenzó, poco más o menos, como el poema de Edgar Poe. En la alta noche un cuervo tristísimo entró por mi ventana y fue a posarse, en el respaldo de un sillón de cuero. Sacudió las alas, parpadeó y, clavando en la mía su mirada fatídica, me dijo:    
–He venido a buscar una pluma.   
–Lo siento – le respondí –, pero las únicas plumas de que dispongo no son dignas de un ave tan ilustre como tú (pensaba en el plumero y en el “duvet” de los almohadones), un ave cantada por la lira del “celeste Edgardo” aunque, a la verdad, estás bastante desplumado, hermano.
Pero él me atajó explicándome que lo que necesitaba era una pluma que refiriera a su historia. 
Puse un papel limpio en la maquina de escribir e incliné la cabeza, pues mi obligación es repetir todo lo que me cuentan los pájaros, vengan de la oscuridad de la noche o del misterio del alma. 
Y el ave me contó lo que sigue, con una voz desagradable, pero tan triste que parecía un disco rayado con una espina de la corona de Cristo. Dijo:
–No siempre fui un pájaro calvo, de enlutado plumaje y lúgubre graznido. Los ornitólogos, cuyos libros se perdieron cuando el diluvio, me describían así: Ave canora de hermoso plumaje azul oscuro y brillante, que ostenta en la frente un airón de un blanco tan purísimo que sólo puede comparársele al de la garza real. Su canto es tan melodioso y variado que de él aprenden los ruiseñores. Se lo considera ave de buen agüero.
Ante un gesto de incredulidad que no pude reprimir, agregó:
–Te cito la opinión de los hombres de ciencia como una concesión a las supersticiones actuales, ya que cualquiera que tenga dos dedos de frente comprenderá que nada feo ni triste pudo salir de las manos de Dios en la hora feliz de la creación, cuando estaba tan lleno de esperanzas en todos nosotros. A mí, como a muchas de sus criaturas, como a ti mismo, lo que nos ha entristecido y afeado es la vanidad.
– ¿A mí? – pregunté, algo molesto.
– Sí, hermano. De no haberte pasado la juventud buscando ideas y metáforas con las que crees mejorar el mundo, no tendrías esa tez amarillenta, esos ojos mortecinos y afiebrados detrás de turbios cristales, esa frente surcada de arrugas, esos labios quemados por el cigarrillo y esa boca contraída…
Como el retrato no me gustara, le rogué continuar su historia y dejar en paz la mía. Prosiguió:
– Cuando el gran navegante me invitó por orden superior a acompañarle en la más importante aventura naval de la historia, era yo, como te digo, un ave hermosa y feliz entre las aves. Y mi canto amenizó las interminables tardes de lluvia en el interior del Arca Santa. Era, aunque esto resulte un poco ridículo en el pico de un viejo, la mascota de a bordo.
“El patriarca no pasaba nunca por mi lado sin silbar algún salmo melodioso para incitarme a cantar; y en la palma de su mano me ofrecía semillas de girasol. Sus nueras, las tres eran jóvenes, bonitas y elegantes, interrumpían sus largas charlas para lanzar una mirada de reojo a mi blanco airón, y era que alguna había dicho: ‘¡Que bien quedaría adornado un turbante!’
Mucho mas me conto el cuervo de su belleza pretérita y del lugar privilegiado que tenía en el Arca, pero cuando le leí el dictado me rogo tacharlo, por pudo, según dijo. Recompongo el hilo de su relato.
–Y así continuaba la travesía interminable bajo la lluvia eterna y mortal, que caía en silencio de los cielos desilusionados.
“En las enormes noches veíamos a veces, a la luz de un relámpago, entre la densa lluvia, las alas del ángel que empuñaba el timón. Pero al fin dejó de llover; y los fuertes vientos se calmaron y hundieron suavemente en el circuito sin límites de las aguas desérticas. Y ya no se habló en la nave más que de si la inundación bajaba o no. Hasta que una noche de luna el viejo almirante me llevó a una ventana y me dijo: ‘Hijo mío, tus alas son tan poderosas como es de bello tu canto, clara tu inteligencia y segura tu lealtad; sal y vuela hasta que encuentres tierra seca, y tráeme una ramita, una brizna de hierba, algo, en fin, para que yo sepa cómo andan las cosas’. Y después de bendecirme me arrojó al aire. “Apoyados en la borda todos me gritaban cariñosos saludos y palabras de aliento, y vi que la menor de las nueras de Noé lloraba.
“Y así emprendí el vuelo más entusiasta que ave alguna haya levantado nunca. Les traeré una flora tan hermosa, pensaba, que palidecerán al verla.
“Toda la noche volé en línea recta hacia el horizonte. A la mañana siguiente vi sobresalir de las aguas la copa de un olivo, pero no me detuve. ¿Cómo iba a presentarme ante aquella familia que tanto me quería con una rama pálida y sin gracia? ¡Una flor, la flor de las flores, era lo que yo deseaba para ellos!
“Varias horas después, en un altozano, encontré un granado en flor, y ya iba a cortar una cuando me acordé de que al viejo patriarca le desagradaban las granadas; decía que tenían algo de sensual e impúdico en el modo de abrirse, y que, a poco que uno se descuidara al comerlas, le dejaban en la boca un amargor como el del pecado. No iba a presentarle como la primera flor de la tierra reconquistada la de un fruto que le desagradaba. Habría sido una falta de tacto.
“Mas lejos encontré un rosal silvestre, pero eran muy pobres flores para tan gran noticia. Y así, por una razón o por otra, fui desechando todos los testimonios del perdón de Dios, y seguí volando en busca de una flor tan hermosa como lo que estaba ocurriendo. ¿Cuánto duró mi viaje? No lo sé; pues como mi vida se cuenta por siglos tengo una noción del tiempo que no va a tono con la del hombre, cuya existencia es tan breve… Pero no quisiera cansarte con el relato de mis aventuras. Por fin, muy lejos, hallé una flor, que aunque sólo se parecía muy vagamente a la sombra de la que yo venia soñando durante todo el vuelo, podía presentarse decentemente a quienes no hubieran visto la mía. La corté y con ella en el pico emprendí el regreso por el mismo camino.“¡Qué cambiado estaba todo! ¡Los hombres, otra vez, cultivaban los campos, apacentaban los ganados, levantaban ciudades y puentes! Pero lo que más me sorprendió fue ver una procesión que, detrás de una imagen dorada, imploraba al cielo la lluvia como un bien supremo. ¿Es que ya habían olvidado el Diluvio? Comencé a pensar que, acaso, se me había hecho tarde. Y al fin llegué a los montes de Armenia. Por una clara estrella en que me fije al partir, supe el lugar exacto donde había quedado anclada el Arca.
“Plegué las alas y me dejé caer. Pero no hallé ni rastros de la nave salvador. Entre sus ovejas dormidas, apoyado en el tronco de cedro, un pastor tocaba la flauta dulcemente, como se hace de noche. Posado en una rama baja esperé que terminara, y después canté yo para hacérmele agradable y que respondiera a mis preguntas. Pero no esperé a que su mano soltara la piedra que había cogido para arrojármela; mi propia voz, la que tengo ahora, me hizo huir espantado. Pasé la noche escondido en un matorral, lleno de confusión y angustia, y por la mañana fui a mirarme en el espejo de un arroyo... ¿Qué te voy a contar? Era tal como soy ahora: calvo, feo, negro, triste, ronco. Aquel gran vuelo en busca de una flor ideal me había destruido para siempre.
“Después, poco a poco, por conversaciones oídas en los vivaques de los pastores y los cazadores; por las canciones de las doncellas que iban por la tarde a buscar agua a las fuentes; por furtivas lecturas de los libros que los escolares escondían entre las zarzas cuando se hacían la rabona, fui enterándome de muchas cosas: el viaje del Arca Santa era una leyenda, en la que unos creían y otros no, pero mi nombre era universalmente infamado y se me citaba en horribles refranes; los niños destruían los huevos de los de mi raza, y se decía que era un ave fatídica y el símbolo de la ingratitud. ¡Ingrato yo que perdí la juventud, la belleza y el buen nombre por querer servir demasiado bien a la humanidad, representada por aquella familia errante sobre las aguas del castigo!”                                                                                                                                     El cuervo enmudeció un momento y dos lágrimas le rodaron por el pecho flaco y arratonado. Y yo contuve el gesto tonto de pasarle una mano consoladora por el lomo, como se hace con los loros disgustados.
Prosiguió:
–No vayas a creer que me resigné, así como así, a las calumnias. Muchas veces intenté justificarme, pero mi voz era tan desagradable que destruía todos mis argumentos. Decían que era vanidoso y tonto y me colgaron una ridícula historia en que salían una zorra y un queso. Incomprendido y despreciado, busqué entonces la soledad y la noche y, de tanto en tanto, me presento a los poetas para llorar mi desdicha con la esperanza de que alguno me defienda, ya que ellos, como yo, pierden con frecuencia el Arca Salvadora por volver en busca de flores imposibles.
Enmudeció el ave y largo rato permanecimos callados, frente a frente, alicaídos, con la cabeza hundida entre los hombros, sombríos y con la mirada fija en el suelo, muy semejantes.
De pronto las palomas del palomar de enfrente comenzaron a arrullarse, pues ya estaba amaneciendo. El cuervo se sobresaltó y me dijo:
– Adiós. Me voy, pues ando demasiado raído para mostrarme a la luz del sol.                            
Salí a la ventana para verlo partir en la luz rosada del amanecer. Y fue entonces cuando una paloma blanca, redonda y pulida, vino a posarse en el alfeizar, y después de darme cortésmente los buenos días, me preguntó:
– ¿Qué contaba ese pajarraco, si no es indiscreción?
– Nada, historias…
–Sí, siempre anda contando historias ridículas y lamentándose de su suerte, como si no lo tuviera bien empleado por desobediente… Yo, en cambio, en cuanto encontré la ramita de olivo me volví volando. Hacía un frío aquella mañana que no veía las horas de regresar al nido del Arca.
Quizá fui injusto al cerrarle la ventana, pero su historia no me interesaba.

19 DE JUNIO DE 1947 NACE SALMAN RUSHDIE

19 DE JUNIO DE 1947 NACE
SALMAN RUSHDIE

Still fighting for free speech: Salman Rushdie turns 70 | Books ...
(Bombay, India, 1947) Escritor angloindio en lengua inglesa. Dejó su país natal en 1961 para trasladarse al Reino Unido, donde estudió en la facultad de historia de Cambridge. Se centró, sobre todo, en religión e historia musulmanas, con lo cual adquirió unos conocimientos teóricos y académicos sobre los que articular su ideología política, ligada siempre a las circunstancias de su país y de otros países en situaciones similares a las del suyo, en los que la historia de la colonización y de los colonizadores se superpone al sustrato cultural autóctono, en gran parte constituido por leyendas y mitos.
Con el objetivo de dar una voz alternativa a la historia de esos países, reinventada por Inglaterra, y de su andadura tras la descolonización, ha escrito la mayor parte de sus novelas. Así, enHijos de medianoche, obra que alcanzó fama internacional y por la que fue galardonado con diversos premios en el Reino Unido y Estados Unidos, narra, a través de los avatares de una saga de la India, la historia de ese país desde la proclamación de la independencia. En su siguiente novela, Vergüenza (1983), en cambio, desgranó la historia de Pakistán.
Su voz contestataria y de intelectual implicado, se vio amenazada de muerte en 1989 a causa de la publicación de los Versos satánicos, obra considerada blasfema por el ayatolá Jomeini, quien dictó orden pública de ejecución a toda la población musulmana del mundo.
Desde entonces, Rushdie vive bajo protección policial y en un cierto aislamiento. Sus actividades de crítico literario en el Observer fueron perseguidas (si bien consiguió reunir la mayor parte de sus artículos en el volumen Imaginary homelands). En 1990 publicó un cuento infantil,Haroun and the Sea of Stories, la historia de un relator de cuentos que pierde las ganas de narrar, entristecido y amenazado por los enemigos de la libertad de expresión.

ROBERTO ARLT AGUAFUERTES PORTEÑAS YO NO TENGO LA CULPA

     ROBERTO ARLT        AGUAFUERTES PORTEÑAS     YO NO TENGO LA CULPA   Yo siempre que me ocupo de cartas de lectores, suelo admitir que se...