sábado, 8 de agosto de 2020

ROBERTO FONTANARROSA EL DISCIPULO

ROBERTO FONTANARROSA
EL DISCIPULO
Fontanarrosa, el negro de buen pie – historiasdeunpoliedro
Es una selva alta. Cuando se mira hacia arriba las copas de los arboles forman un techo irregular y tupido que casi no deja ver el cielo. Ni penetrar el agua de las lluvias. Y llueve mucho en esa zona del Pastaza en el Ecuador. El agua llega a la base de los arboles en forma de manantiales que caen por los troncos y las ramas. La humedad es altísima. El aire asfixiante. Se oye el griterío de miles de pájaros, el chirrido de los insectos, y el ulular de los monos. Y hasta el crujido de los altos arboles al balancearse…

Lisardo es un descendiente de indio capayós, de una villa lindante con Babahoyo y tiene unos treinta y cinco años. Posee algunas cabras y cultiva el suelo. Dice haber cursado la escuela primaria por correspondencia, pero no sabe leer ni escribir. Eso sí, conoce toda la flora y la fauna de la zona y nos la describe meticulosamente. Le atribuye a la flora y a la fauna connotaciones humanoides y espirituales. Ha prometido que llegaremos al lugar de la cita cuando el sol aun este alto, al mediodía, para encontrarnos con la gente de «El Discípulo». Pero Marito, mi fotógrafo, duda. Se nos ha dañado el GPS para colmo, y no sabemos muy bien donde estamos. Es buen fotógrafo. Tuve que hablar con el varias horas para convencerlo de que me acompañara a hacer esta entrevista.

Conozco a Marito desde pequeño. Y ha sido fotógrafo de guerra en Haití, Irán y Afganistán. Pero su verdadera vocación es ser fotógrafo de sociales. Tiene fotos maravillosas de reyes y reinas bailando con la familia. Y se llenó de dinero con las fotos que obtuvo de «El Imán» de Kuwait, con una rica heredera de Andorra. «El Imán» contrató a Marito especialmente para la boda, pues había visto unas fotos suyas en Le Monde sobre un fusilamiento en Rezaye. Cuando la revista me aceptó la idea del reportaje fui a buscar a Marito a La Plata. Tuve que insistir mucho para convencerlo.

Tuve que explicarle que Gabriel Beltrame, «El Discípulo», era un argentino que había fundado un movimiento guerrillero en la selva de Morona, en Ecuador, que no se conocía su ideología ni sus móviles políticos. Se lo relacionaba con Sendero Luminoso, pero también con confusos movimientos religiosos. Era considerado un admirador de «Tirofijo» Marulanda, el mítico combatiente colombiano, y de hecho se había mostrado por Internet exhibiendo una foto de «Tirofijo» autografiada. Pero sin dudas la relación más inmediata se establecía con Ernesto Guevara, también argentino y también rosarino, que se fue al monte y se enfrentó al sistema.

-«¿Por eso le dicen «El Discípulo»?, se interesa ahora Marito bajo el tufo de la jungla y el rostro casi deformado, al igual que el mío, por las picaduras de los insectos.

-«Supongo que si», respondo, ambiguo. «Nada es claro respecto a este nuevo guerrillero argentino que recién ahora sale a la luz con comunicados y declaraciones. Incluso con acciones militares, tras permanecer con su gente veinticinco años escondido en la selva».

-«¿Veinticinco años?», se alarma Marito. Lleva colgados bolsos con distintas cámaras y lentes. Y un paraguas aluminizado, de los que ya no se usan, para dirigir la luz del flash. Tiene en la mejilla un escorpión negro que le camina lento hacia el cuello de la remera. La piel se le ha curtido mucho perdiendo sensibilidad y no lo percibe. Ni yo le aviso para no alarmarlo.

-«Beltrame y su gente han atacado tres escuelas rurales en los últimos meses», le cuento a Marito. «Lo que indica un recrudecimiento en el accionar de la guerrilla».

-«Tres escuelas?».

-«Doble escolaridad», informo. «Se llevaron a dos preceptores, tizas, borradores, y hasta un pizarrón donde se supone diagramaron nuevos golpes».

Dejaron en las paredes consignas vivando a Pol-Pot, el despiadado conductor de los rojos camboyanos. Pero «Pol» estaba escrito «Paul» como Paul McCartney, y era impensable suponer una conjura Rojos-Beatles. La CIA cree que se trata de una maniobra de distracción, para enmascarar a su verdadera ideología.

Llegamos milagrosamente puntuales para la cita. Había un claro en la selva. En dos oportunidades escuchamos ruidos de helicópteros, pero no vimos ninguno. Sabíamos que la DEA controlaba la zona pero solo vislumbramos, con la ayuda del poderoso zoom de Marito, una avioneta blanca, arrastrando de su cola de tela un larguísimo cartel que publicitaba un conocido dentífrico con blanqueador y flúor.

Tres horas estuvimos ahí, aguardando el contacto con «El Discípulo». No obstante cerca de las cuatro de la tarde aparecieron desde la espesura dos hombres fuertemente armados. No diferían demasiado del resto de los movimientos revolucionarios latinoamericanos. Tampoco de los hombres que componían los escuadrones gubernamentales dedicados a combatir a esos movimientos. Sombreros de ala ancha, ropa camuflada, botas de origen ruso. Certificaban su condición revolucionaria los fusiles Kalashnikov AK 47, que ambos cargaban sobre sus hombros.

Nos vendaron los ojos a Lizardo, a Marito y a mi. Las ocho horas siguientes fueron de marcha. Pude escuchar la caída de agua de una cascada, el derrumbe de unas rocas montañosas, el canto enérgico de guacamayos, tucanes y periquitos, el rumor de motores de una carretera, el resoplar sorpresivo de una maquina de café exprés, otra vez las rocas y la caída de agua de una cascada.

Cuando nos sacaron las vendas estábamos dentro de un quincho. Rodeados de hombres uniformados que iban y venían, perros, gallinas y chanchos por doquier. Nos hicieron sentar sobre unas sillas desvencijadas frente a un sillón de peluquería, que imaginé producto de algún saqueo en el pueblo vecino.

Pedí algo de comer, nos trajeron mangos, plátanos, arepas, frijoles, maracuyá, cacao, porotos de soja. Media hora después de que terminamos con la variada merienda, ya de noche cerrada, llegó Beltrame. También con ropa camuflada, botas, pistola a la cintura y la cabeza descubierta, sin boina ni sombrero. Aparentaba alrededor de sesenta años, tenía el pelo entrecano y largo, buen porte y un atisbo de dolor y sufrimiento en su mirada.

«Nada que ver con «El Che», compañero, me aclaró de entrada, apenas encendí mi grabador, previa aprobación suya. Salvo que nacimos a unas pocas cuadras de distancias. El en la esquina de Urquiza y Entre Ríos y yo en San Martín, entre San Lorenzo y Urquiza».

Se interesó en saber de que barrio de Rosario era yo. Preguntó si todavía seguía abierto de Sorocabana y si yo conocía, por casualidad, a un tal Ignacio Covelli, dueño de una mercería en la calle San Luis.

«Mis razones, compañero, nacen en mi infancia, en mi más tierna infancia».

Se le notaba todavía el acento argentino, pero hablaba lógicamente, tras tantos años en la zona, con modismos y giros ecuatorianos. «Orje» me decía a mi, por «Jorge».

«En mi más tierna infancia», repitió casi poéticamente, rascándose cada tanto la nuez de Adán cubierta por su barba blanca, mientras fumaba uno de esos enormes cigarros de hoja.

«Me los manda Fidel», me comentó mientras me convidaba uno. «Pero no Fidel Castro, con quién no comulgo, sino Fidel de la Canaleta Ortuño, un jurista y pensador español, experto en Educación, con quién mantengo una activa correspondencia».

«Algo en mis primeros años forjó mi espíritu revolucionario», continuó grave. «Y me lanzó a este intento de cambiar el estado de las cosas. Por revertir un devenir histórico que tanto daño nos hizo y nos hace». Hizo un silencio.

«Sufrí mucho de niño, Jorge. Sufrí mucho». Percibí que no debía formular preguntas, que «El Discípulo» estaba dispuesto a contar, a sincerarse, motivado por la calma de la noche y por el whisky que sostenía en su mano y que un atento uniformado llenaba cada vez que el contenido disminuía.

«Me levantaba a las seis de la mañana Jorge. A las seis de la mañana». Su voz se crispo y por un momento pensé que se iba a largar a llorar. Era evidentemente un hombre sensible y delicado.

«En pleno invierno Jorge, y con un frío insoportable. Tu conoces el frio húmedo de Rosario. Tenes mas o menos mi edad y sabes el frío que hacía en aquellos tiempos. La codicia impúdica del capitalismo salvaje no vacila en recalentar el planeta y ahora ya no se ven esas veredas cubiertas de escarchas cuando yo salía de la calidez de mi mama para caminar esas once cuadras hasta la escuela Mariano Moreno N° 60. Niños de seis años arrancados del calor de sus camas por padres cómplices del sistema, y arrojados a la oscuridad y al frio hiriente de la calle, Jorge».

«Seis de la mañana, carajo», aulló. «¡Y en pantalones cortos! ¡Porque antes no nos ponían pantalones largos porque no había. O había pero no estaban de moda. Esa puta moda dictada desde los polos de poder».

Se volvió a sentar más calmo. Pero lucía infinitamente triste. «Piezas enormes y heladas, de techos altos, entibiadas tímidamente con una estufa a querosén. No había calefacción central, Jorge, tu lo recuerdas. Ni losa radiante. Una estufa estéril de querosén que tu madre o tu padre llevaban de la manija desde una pieza a la otra».

«Y ese sueño inmenso, terrible, que nos mantenía en un sopor doloroso. Que nos hacia caminar bamboleantes hacia el baño para lavarnos los dientes. ¿Sabes lo que dijo «El Señor de la Guerra» en su libro Copad los Flancos? «El descanso es un arma», Jorge. El combatiente descansado cuenta con ese arma a su favor. Está lucido, presto, atento».

«Los sabañones que nos enardecían los dedos de los pies, de las manos y también en las orejas». Nunca me rasque tanto, ni cuando vine a la jungla y me devoraron los insectos tropicales», Beltrame cae exhausto en su cama, parece agotado luego del desahogo.

Marito, quien había presenciado las atrocidades de Croacia, quien había sido testigo presencial de la conferencia donde el jefe bandolero colombiano Isidro Pablo Cortez, reveló su arrebatadora homosexualidad y su pasión por Ricky Martínez, estaba ahora perplejo con la confesión de Beltrame.

A veces era de noche, Jorge, también llovía, los truenos, los relámpagos, y el aguacero golpeando contra la patio. Nunca he sentido tanta angustia de que me vinieran a buscar. Entre dormido calculaba: «Ya son mas de las seis, ya no me vendrá a despertar nadie hasta que escuchaba las pantuflas de mi mama que luego decía: Negrito, vamos arriba que ya es tarde».

Me moría de odio carajo, contra el mundo, contra la humanidad entera. Y no era levantarse para ir al cine o a un parque de diversiones, Jorge. Era para ir a la escuela con sus Gramáticas y sus Matemáticas y todas esas mierdas.

«Solo fumo puros de no mas de 15 cm de largo», me dijo aprontándole la colilla. «El detector de calor de los Yankee tardan 24 segundos en detectar el humo, y el calor que produce un cigarro. Luego de eso «te cagas». Al centímetro numero doce el laser te detectó y te meten un cohetazo. Es el peligro del tabaco, Augusto». Dirigió esta ultima frase a su asistente gordo, sonriendo. Fue el final de la primera entrevista de «El Discípulo» a un medio grafico.

«He preguntado, Jorge, porque los niños se tienen que levantar tan temprano para ir a la escuela y nadie supo contestarme, te juro. Quise asegurarme antes de arrojarme a la lucha armada para este sacrificio infantil». Ni el sacrificio por el sacrificio mismo, nada. En cuarto grado me juramente que: «Cuando sea grande no habrá poder humano, ni religioso, ni militar, que logre despertarme temprano», Nos despedimos como amigos, que saben que van a volverse a ver pronto.

¿Lo despierto a alguna hora comandante?, le escuché preguntar al asistente gordo. «Ni se le ocurra Augusto«, contento Beltrame bostezando. Ni aunque vengan los helicópteros norte americanos.

Y por la tarde tomamos con Marito el vuelo a Puerto Alegre. Sobrevolando el Iguazú, Marito, pensativo, me comentó en vos baja: «Después nos preguntamos de donde salen estos movimientos revolucionarios latinoamericanos…».

8 DE AGOSTO DE 1879 NACE: EMILIANO ZAPATA

8 DE AGOSTO DE 1879 NACE:

EMILIANO ZAPATA:

(San Miguel Anenecuilco, México, 1879 - Morelos, 1919) Revolucionario mexicano. En el complejo desarrollo de la Revolución mexicana de 1910, los llamados líderes agraristas recogieron las justas aspiraciones de las clases rurales más humildes, que se habían visto abocadas a la miseria por una arbitraria política agraria que los desposeía de sus tierras. De todos ellos, Emiliano Zapata sigue siendo el más admirado.
Frente a la ambición sin escrúpulos o la inconsistencia ideológica de Pancho Villa o Pascual Orozco, y frente a una idea de revolución más ligada a la guerra por el poder que a la transformación social, Emiliano Zapata se mantuvo fiel a sus ideales de justicia y dio absoluta prioridad a las realizaciones efectivas. Desgraciadamente, esa misma firmeza y constancia frente a los confusos vientos revolucionarios determinaron su aislamiento en el estado de Morelos, donde acometió fecundas reformas desde una posición de virtual independencia que ningún gobierno podía tolerar. Su asesinato, instigado desde la presidencia, conllevó la rápida disolución de su obra y la exaltación del líder, que entraría en la historia como uno de los grandes mitos revolucionarios del siglo XX.
Biografía
Miembro de una humilde familia campesina, era el noveno de los diez hijos que tuvieron Gabriel Zapata y Cleofás Salazar, de los que sólo sobrevivieron cuatro. En cuanto a la fecha de su nacimiento, no existe acuerdo total; la más aceptada es la del 8 de agosto de 1879, pero sus biógrafos señalan otras varias: alrededor de 1877, 1873, alrededor de 1879 y 1883. Emiliano Zapata trabajó desde niño como peón y aparcero y recibió una pobre instrucción escolar. Quedó huérfano hacia los trece años, y tanto él como su hermano mayor Eufemio heredaron un poco de tierra y unas cuantas cabezas de ganado, legado con el que debían mantenerse y mantener a sus dos hermanas, María de Jesús y María de la Luz.
Su hermano Eufemio vendió su parte de la herencia y fue revendedor, buhonero, comerciante y varias cosas más. En cambio, Emiliano permaneció en su localidad natal, Anenecuilco, donde, además de trabajar sus tierras, era aparcero de una pequeña parte del terreno de una hacienda vecina. En las épocas en que el trabajo en el campo disminuía, se dedicaba a conducir recuas de mulas y comerciaba con los animales que eran su gran pasión: los caballos. Cuando tenía alrededor de diecisiete años tuvo su primer enfrentamiento con las autoridades, lo que le obligó a abandonar el estado de Morelos y a vivir durante algunos meses escondido en el rancho de unos amigos de su familia.
Emiliano Zapata (derecha) con su hermano Eufemio y sus esposas
Una de las causas de Revolución mexicana fue la nefasta política agraria desarrollada por el régimen de Pofirio Díaz, cuya dilatada dictadura da nombre a todo un periodo de la historia contemporánea de México: el Porfiriato (1876-1911). Al amparo de las inicuas leyes promulgadas por el dictador, terratenientes y grandes compañías se hicieron con las tierras comunales y las pequeñas propiedades, dejando a los campesinos humildes desposeídos o desplazados a áreas casi estériles. Se estima que en 1910, año del estallido la Revolución, más del noventa por ciento de los campesinos carecían de tierras, y que alrededor de un millar de latifundistas daba empleo a tres millones de braceros.
Tal política condenaba a la miseria a la población rural y, aunque era un mal endémico en todo el país, revistió particular gravedad en zonas como el estado de Morelos, donde los grandes propietarios extendían sus plantaciones de caña de azúcar a costa de los indígenas y los campesinos pobres. En 1909, una nueva ley de bienes raíces amenazaba con empeorar la situación. En septiembre del mismo año, los alrededor de cuatrocientos habitantes de la aldea de Zapata, Anenecuilco, fueron convocados a una reunión clandestina para hacer frente al problema; se decidió renovar el concejo municipal, y se eligió como presidente del nuevo concejo a Emiliano Zapata.
Tenía entonces treinta años y un considerable carisma entre sus vecinos por su moderación y confianza en sí mismo; pasaba por ser el mejor domador de caballos de la comarca, y muchas haciendas se lo disputaban. Como presidente del concejo, Zapata empezó a tratar con letrados capitalinos para hacer valer los derechos de propiedad de sus paisanos; tal actividad no pasó desapercibida, y posiblemente a causa de ello el ejército lo llamó a filas. Tras un mes y medio en Cuernavaca, obtuvo una licencia para trabajar como caballerizo en Ciudad de México, empleo en el que permaneció poco tiempo.
Emiliano Zapata (1911)
De regreso a Morelos, Emiliano Zapata retomó la defensa de las tierras comunales. En Anenecuilco se había iniciado un litigio con la hacienda del Hospital, y los campesinos no podían sembrar en las tierras disputadas hasta que los tribunales resolvieran. Emiliano Zapata tomó su primera decisión drástica: al frente de un pequeño grupo armado, ocupó las tierras del Hospital y las distribuyó entre los campesinos. La atrevida acción tuvo resonancia en los pueblos cercanos, pues en todas partes se daban situaciones similares; Zapata fue designado jefe de la Junta de Villa de Ayala, localidad que era la cabeza del distrito al que pertenecía su pueblo natal.
La Revolución mexicana
La política agraria y las abismales desigualdades sociales que trajo consigo el Porfiriato figuran entre las causas profundas de la Revolución mexicana, pero su detonante inmediato fue la decisión de Porfirio Díaz de presentarse a las elecciones de 1910. Tales "elecciones" eran en realidad una farsa pseudodemocrática para prolongar otros seis años su mandato; el viejo dictador, tras reprimir y eliminar la libertad de prensa y cualquier atisbo de disidencia política, mantenía el formalismo de hacerse reelegir periódicamente.
Francisco I. Madero, fundador del Partido Antirreeleccionista (formación política que aspiraba precisamente a interrumpir esa perpetuación), había presentado su candidatura a la elecciones de 1910, pero fue perseguido y obligado a exiliarse. Comprendiendo la inutilidad de la vía democrática, Francisco Madero lanzó desde el exilio el Plan de San Luis, proclama política en la que llamaba al pueblo mexicano a alzarse en armas contra el dictador el 20 de noviembre de 1910, fecha de inicio de la Revolución mexicana. La clave del éxito de su llamamiento en las zonas rurales radicaba en el punto tercero del Plan, que contemplaba la restitución a los campesinos de las tierras de que habían sido despojados durante el Porfiriato.
En Morelos, muchos se sumaron de inmediato a la insurrección; no fue el caso, sin embargo, de Zapata. No confiaba plenamente en las promesas del Plan de San Luis, y quería previamente ver reconocidos y legitimados con nombramientos los repartos de tierras que había efectuado al frente de la Junta de Villa de Ayala. Para la dirección del levantamiento en Morelos, Francisco Madero escogió a Pablo Torres Burgos; tras ser nombrado coronel por Pablo Torres, Zapata se adhirió al Plan de San Luis y en marzo de 1911, a la muerte de Torres, fue designado «jefe supremo del movimiento revolucionario del Sur».
Emiliano Zapata (Cuernavaca, 1911)
Con ese rango tomó en mayo la ciudad de Cuautla, punto de partida para extender su poder sobre el estado, y procedió a distribuir las tierras en la zona que controlaba. En el resto del país, mientras tanto, se extendía y triunfaba rápidamente la Revolución: el ejército del dictador fue derrotado en apenas seis meses. En mayo de 1911, Porfirio Díaz partió al exilio después de traspasar el poder a Francisco León de la Barra, que asumió interinamente la presidencia (mayo-noviembre de 1911) hasta la celebración de las elecciones.
El Plan de Ayala
Tras la caída de la dictadura de Porfirio Díaz, y ya durante la presidencia interina de León de la Barra, surgieron prontamente las discrepancias entre Zapata, quien reclamaba el inmediato reparto de las tierras de las haciendas entre los campesinos, y Francisco Madero, que por su parte exigía el desarme de las guerrillas. Finalmente, Zapata aceptó el licenciamiento y desarme de sus tropas, con la esperanza de que la elección de Madero como presidente abriera las puertas a la reforma.
Pero, pese al triunfo revolucionario, buena parte de la maquinaria del régimen seguía en manos de antiguos porfiristas (comenzando por León de la Barra), que ocupaban altos cargos en la administración y en el teóricamente vencido ejército. Cuando, en julio de 1911, gran parte de los zapatistas habían entregado las armas, empezó el acoso del ejército sobre los campesinos y luego sobre el propio Zapata, que escapó por poco a su detención; a lo largo de aquel verano, las tropas gubernamentales echaron por tierra la obra de Zapata, pero su acción unió en su contra a los campesinos que, tomando de nuevo las armas, recuperaron posiciones y resultaron a la postre fortalecidos.
En noviembre de 1911, Francisco I. Madero resultó elegido y accedió a la presidencia (1911-1913). Zapata esperaba que el nuevo gobierno asumiría sus compromisos en materia agraria; pero Madero, sometido a la presión del ejército y de los sectores reaccionarios, hubo de exigir de nuevo la entrega de las armas. Ante el fracaso de nuevas conversaciones, Zapata elaboró en noviembre del mismo año el Plan de Ayala, en el que declaraba a Madero incapaz de cumplir los objetivos de la revolución (particularmente, la reforma agraria) y anunciaba la expropiación de un tercio de las tierras de los terratenientes a cambio de una compensación, si se aceptaba, y por la fuerza en caso contrario. Los que se adhirieron al plan, que eligieron como jefe de la revolución a Pascual Orozco, enarbolaron la bandera de la reforma agraria como prioridad y solicitaron la renuncia del presidente.
Emiliano Zapata
El resultado de ello fueron nuevos y continuos enfrentamientos armados; las fuerzas gubernamentales obligaron a Zapata a retirarse a Guerrero; el gobierno controlaba las ciudades, y la guerrilla se fortalecía en las áreas rurales. Pero ni la brutalidad inicial ni los gestos reformistas encaminados a restarle apoyo lograrían debilitar el movimiento zapatista.
Contra Huerta y Carranza
Atrapado entre los revolucionarios agraristas y los porfiristas reaccionarios, e incapaz de satisfacer a nadie, el presidente legítimo difícilmente podía sostenerse durante mucho tiempo. Madero cayó víctima de la traición de un antiguo militar porfirista, Victoriano Huerta, general de su confianza prestigiado por su victoria sobre Pascual Orozco. En febrero de 1913, con el apoyo de Estados Unidos, Huerta derrocó a Madero (al que mandó ejecutar) e instauró una férrea dictadura contrarrevolucionaria (1913-1914). Con Huerta en el poder, los ataques del ejército gubernamental sobre los zapatistas se recrudecieron, pero sin éxito. Nombrado jefe de la revolución en detrimento de Orozco, que había sido declarado traidor, Emiliano Zapata frenó la ofensiva huertista y fortaleció su posición en el estado de Morelos.
Mientras tanto, en el resto del país, la traición del usurpador Huerta suscitó el unánime rechazo de los revolucionarios. El gobernador de Coahuila, Venustiano Carranza, se erigió en el líder de los constitucionalistas, cuyo primer objetivo era expulsar a Huerta y restablecer la legalidad constitucional; Carranza obtuvo el apoyo de Pancho Villa, que lideraba a los revolucionarios agraristas del norte. Entre ambos lograron derrotar a Victoriano Huerta en julio de 1914.
El apoyo de Zapata había sido más tácito que efectivo, pues exigía a Carranza la aceptación del Plan de Ayala, que no llegó a producirse. Por otra parte, las campañas contra Huerta habían provocado numerosas fricciones entre figuras de tan distinto ideario y condición como Venustiano Carranza, un político procedente de la abogacía, y Pancho Villa, un popular bandolero convertido en revolucionario. Vencido Huerta, el país quedaba en manos de tres dirigentes escasamente afines.
Venustiano Carranza aspiraba a asumir la presidencia y continuar la labor reformista de Madero. Consciente de las dificultades, convocó una convención en busca de acuerdos, pero sólo logró unir, momentáneamente, a los agraristas: en la Convención de Aguascalientes (octubre de 1914) se concretó la alianza de Zapata y Pancho Villa, representantes del revolucionarismo agrario, contra Carranza, de tendencia moderada. Carranza no tuvo más remedio que abandonar la recientemente ocupada Ciudad de México y retirarse a Veracruz, donde estableció su propio gobierno.
Pancho Villa y Emiliano Zapata en el Palacio Presidencial (1914)
Poco después, en noviembre de 1914, Zapata y Villa entraron en la capital, pero su incapacidad política para dominar el aparato del Estado y las diferencias que surgieron entre los dos caudillos, a pesar de que Villa había aceptado el plan de Ayala, alentaron la reacción de Carranza. La ambición de Villa produjo la ruptura casi inmediata de su coalición con Zapata, el cual se retiró a Morelos y concentró su acción en la reconstrucción de su estado, que vivió dieciocho meses de auténtica paz y revolución agraria mientras luchaban villistas y carrancistas.
El aporte de algunos intelectuales, como Antonio Díaz Soto y Gama y Rafael Pérez Taylor, dio solidez ideológica al movimiento agrarista, y ello permitió a los zapatistas organizar administrativamente el espacio que controlaban. En este sentido, el gobierno de Zapata creó comisiones agrarias, estableció la primera entidad de crédito agrario en México e intentó convertir la industria del azúcar de Morelos en una cooperativa. William Gates, enviado de Estados Unidos, destacó el orden de la zona controlada por Zapata frente al caos de la zona ocupada por los carrancistas.
Últimos años
Sin embargo, la guerra proseguía; en 1915, la derrota de Villa permitió que Carranza centrara sus ataques contra Zapata, que por su dedicación exclusiva a Morelos carecía de proyección nacional. En febrero de 1916, Zapata autorizó conversaciones entre representantes suyos y el general Pablo González, a quien Carranza había encomendado la recuperación de Morelos. Estas conversaciones terminaron en fracaso y, al frente de sus tropas, González se adentró en Morelos. En junio de 1916 tomó el cuartel general de Zapata, el cual reanudó la guerra de guerrillas y logró recuperar el control de su estado en enero de 1917.
Tras esta nueva victoria, Zapata, que preveía erróneamente la inmediata caída de Carranza, llevó a la práctica un conjunto de avanzadas medidas políticas, agrarias y sociales, tanto para incrementar su base en Morelos como para buscar apoyos en el resto de México. En diciembre de 1917, Carranza ordenó a Pablo González una nueva ofensiva, que tomó ahora otro talante, buscando la negociación y la aceptación de las nuevas leyes del gobierno, pero los avances fueron exiguos.
Ante la imposibilidad de acabar con el movimiento y la amenaza que Zapata suponía para el gobierno federal (en la medida en que radicales de otros estados podían seguir su ejemplo), Carranza y González urdieron un plan para asesinar a Zapata. Haciéndole creer que iba a pasarse a su bando y que les entregaría municiones y suministros, el coronel Jesús Guajardo, que dirigía las operaciones gubernamentales contra él, logró atraer a Zapata a un encuentro secreto en la hacienda de Chinameca, en Morelos. Cuando Zapata, acompañado de diez hombres, entró en la hacienda, los soldados que fingían presentarles armas lo acribillaron a quemarropa.
Pablo González trasladó el cuerpo a Cuautla y ordenó fotografiar y filmar el cadáver para evitar que se dudase de su muerte. Pero, igualmente, muchos de sus paisanos y correligionarios no creyeron que hubiera muerto. Unos decían que era demasiado listo para caer en la trampa y que había enviado a un doble; otros encontraban a faltar una característica en el cadáver exhibido.
Genovevo de la O sucedió al fallecido líder al frente del movimiento, pero la guerrilla perdió de inmediato su fuerza e independencia política al apoyar a Álvaro Obregón, que derrocó a Carranza y asumió la presidencia (1820-1824). Aunque varios de los principios del movimiento zapatista fueron formalmente recogidos en las primeras legislaciones revolucionarias mexicanas (empezando por la Constitución de 1917), ni Venustiano Carranza ni sus sucesores, que ejercerían la presidencia a la sombra del influyente Plutarco Elías Calles, los llevarían a sus últimas consecuencias; hubo que esperar a la llegada de un estadista de la talla de Lázaro Cárdenas (1934-1940) para asistir a decididas políticas de redistribución de la propiedad agrícola.

ROBERTO ARLT AGUAFUERTES PORTEÑAS YO NO TENGO LA CULPA

     ROBERTO ARLT        AGUAFUERTES PORTEÑAS     YO NO TENGO LA CULPA   Yo siempre que me ocupo de cartas de lectores, suelo admitir que se...