sábado, 13 de marzo de 2021

WITOLD GOMBROWICZ BAKAKAÏ LA RATA

WITOLD GOMBROWICZ

BAKAKAÏ

LA RATA


En aquella región rica y sedentaria sembraba el terror un malhechor, un bandido tristemente conocido por el nombre de Huligan. Había nacido en pleno campo, en medio de la gran llanura, y había crecido en los bosques, los montes, los valles y los campos; jamás había dormido en un recinto cerrado, lo cual terminó por dotarlo de una naturaleza especialmente robusta y abierta, y de un alma también espaciosa, sin hablar de su carácter exuberante. Sí, se trataba de una naturaleza abierta que no admitía restricciones de ninguna especie, lo único que admitía eran gestos amplios. Huligan, el bandido, odiaba todo lo que fuera estrecho, pequeño o restringido, como, por ejemplo, los ladrones de carteras y, si tenía que elegir entre pellizcar a alguien o despacharlo al otro mundo con un golpe violento, le asestaba el golpe… y seguía caminando con paso pesado y amplio campo a través, cantando a pleno pulmón.

Cuando él pasaba, todos se hacían a un lado. Y si alguien no tenía tiempo para hacerlo, el bandido Huligan le pegaba un puñetazo en pleno rostro, o bien lo enviaba por los aires, o sencillamente le asestaba un mazazo en la cabeza, luego hacía a un lado el cadáver de la víctima y seguía su camino. Jamás de los jamases se le pudo atribuir un asesinato vil o hecho a traición; todos sus asesinatos eran de noble catadura, llenos de pompa y grandeza, y siempre los realizaba al sonido de su tonada preferida: «¡Ay, María, María, Mariíta mía!»… En efecto, amaba a esa María más que a nadie en el mundo, la amaba estruendosamente, con amplios gestos, entre bailes, saltos y vodka en abundancia…

Tenía la naturaleza más amplia que fuese posible imaginar. No concebía el silencio… y menos aún la falta de lenguaje, esa falta de lenguaje que constituye tal vez la principal y la más pérfida característica de los hombres de nuestro tiempo… Hasta cuando dormía lo hacía con la boca abierta, roncaba y sus ronquidos llenaban los valles. Odiaba los gatos; cuando veía uno podía perseguirlo durante diez o hasta veinte kilómetros; en cuanto a las mujeres, las tomaba a manos llenas, gritando: «¡Hija de perra, hija de perra!», o bien: «¡Bueno, aquí, arriba, abajo, afuera!». De igual manera abrazaba a su adorada María. Sin embargo, a veces ocurría que la nostalgia le pesaba, y entonces toda la región se llenaba de sus lamentos sonoros y lánguidos, coloreados de una lúgubre melancolía, y se oían los ayes y los suspiros del bandido dirigidos a la luna, implorantes, marciales, con un deje cosaco o moldavo, o mejor aún valaco, entre agreste y rupestre, un poco perruno: «¡Ay, ay!», cantaba, «¡ay, vida mía! ¡Vida mía! ¡Ay, María, Mariíta mía!». Desesperados, los perros ladraban dentro de los corrales, o aullaban sorda, tétricamente. Su aullido contagiaba al final hasta a los hombres. Y toda la región aullaba con nostalgia, sorda y oscuramente, a la pálida luna que iluminaba el mundo. «¡Ay, María, vida mía! ¡Ay, qué vida la mía!»

Los cantos de sus hazañas se multiplicaban y rodeaban con una aureola la figura del bandido. Poco a poco comenzó a ser leyenda, y, por consiguiente, se compusieron canciones en su honor, cantos campesinos de gran aliento o fragorosos y viriles cantos marciales, todos con el estribillo: «¡Ay, ay, ay, vida mía!»… Los cantos se multiplicaban y con ellos las escaramuzas y los delitos. Cerca de allí vivía, en una villa solitaria y arruinada, un tal Ekorabkowski, soltero encallecido, ex-juez, que detestaba la fantasía exuberante de la región. Con el más estricto secreto visitaba continuamente a las autoridades locales y se quejaba:

—No comprendo cómo pueden tolerar ustedes esta situación… Asesinatos en pleno día… Excesos, destrucción… Escándalos en las tabernas, orgías. Y, sobre todo, esos cantos, ¡ah, esos gritos, ese eterno lamento, ese aullido… y esa María, esa María!

—Pero, amigo mío, ¿qué quiere usted que hagamos? —decía el comisario de policía, un hombre obeso—. ¿Qué quiere usted? Las autoridades son impotentes —repetía, mientras miraba por la ventana abierta la inmensidad de la llanura, en la que despuntaba allí y allá algún árbol solitario—. La población le quiere, le protege.

—¿Cómo es posible que le proteja? —exclamó finalmente con impaciencia el ex-juez y bajo sus párpados semicerrados hizo vagar la mirada por la llanura, a varios kilómetros, hasta las dunas arenosas de Mala Wola, como para hacerla volver bajo sus párpados—. Tienen hasta temor de salir de casa. Él los mata.

—Los mata, pero sólo a algunos… —murmuró el comandante sobre el fondo de la ilimitada llanura—, los otros contemplan la escena… ¿me entiende usted? Para ellos asistir a todo un asesinato es un placer… Si, señor —murmuró aún, y fingió no ver que del próximo bosquecillo volaba hacia las alturas un cadáver inmediatamente seguido por un grito magnífico, como si millares de bisontes hollaran los campos sembrados y los prados.

El sol comenzaba a ponerse en el horizonte. El comandante de policía cerró la ventana.

—Si no tienen ustedes intención de detenerle, lo haré yo —dijo casi para sí mismo el juez jubilado—. Lo detendré yo y lo meteré en una jaula. Lo encerraré y reduciré su amplia naturaleza. La reduciré meticulosamente.

El comandante no hizo más que suspirar.

—¡Magnífico, magnífico!

Skorabkowski volvió a su villa arruinada y, mientras vagaba por las habitaciones vacías con una bata de color tabaco echada sobre los hombros, comenzó a preparar sus planes para capturar al bandido. El odio del avaro hacia el bandido crecía desmesuradamente. Capturarlo, aprisionarlo, obligarlo a permanecer en silencio se convirtió en una imperiosa necesidad de su espíritu estrecho. Al final, decidió emplear para capturar a su víctima la infernal rectitud del bandido, quien recorría siempre el camino más corto y directo cada vez que se dirigía a algún lugar, y, todavía más, su creciente e ilimitada arrogancia. En efecto, el bandido se había vuelto de tal modo prepotente que se había acostumbrado a que todo el mundo huyera de él, y consideraba una afrenta personal y un desafío si alguien, en vez de huir, se quedaba quieto allí. Skorabkowski ordenó que su propio mayordomo, Ksawery, se colocara bajo un árbol de la colina… Cuando el viejo servidor obedeció la orden, su patrón le encadenó rápidamente al tronco del árbol. Después, excavó con sus propias manos un agujero a los pies del mayordomo, puso en el fondo del agujero una trampa de hierro y regresó rápidamente a su casa. Llegó el crepúsculo. El viejo Ksawery se había estado riendo todo el tiempo de la broma inventada por el «joven señor», pero, cuando la luna surgió en el firmamento e iluminó toda la región hasta los bosques que trazaban el horizonte, el sirviente comenzó lentamente a comprender el motivo de su encadenamiento… Skorabkowski lo había expuesto cruelmente a la merced del espacio nocturno. Los perros aullaron… en tanto que desde los brezos se oía el nostálgico lamento del bandido, y era igual que oír lamentarse a la estepa. Poco rato después oyó el tremendo grito: «¡Ay, María, María, Mariíta, mía!», que rodaba a través de la noche, nostálgico y vehemente, ebrio e ilimitado, se diría que enteramente desenfrenado. El primero en aullar fue el bandido; sin piedad, salvajemente, sin temor ni freno alguno, desahogaba libremente su alma; le siguieron los perros… y luego los hombres, que aullaron tímidos y amedrentados desde las ventanucas de sus casas.

—¡Señor! —quería gritar Ksawery—. ¡Señor! —pero no se atrevía a gritar para no atraer la atención del bandido…

Sus susurros aterrorizados no llegaban a Skorabkowski, quien desde un balcón seguía atentamente el desarrollo de los acontecimientos. El lacayo maldecía su suerte, esa suerte que hace que jamás podamos desaparecer… que, aun en contra de nuestra voluntad, sin que nuestro cuerpo lo desee, alguien pueda exponernos a la vista de todos y hacer de nosotros algo que sobrepasa nuestra capacidad. El viejo sirviente maldecía la visibilidad del cuerpo, la visibilidad independiente de la voluntad. El bandido se había levantado, dejaba su lecho, y el viejo Ksawery —quisiéralo o no— debía ofrecerse a sus ojos, cosquillear sus pupilas… y a través del nervio óptico penetrar en su cerebro… Y hete ahí que Huligan a grandes pasos se dirige hacia Ksawery para romperle la mandíbula, destrozarle la nariz y el pecho, despedazarle el cuerpo visibilísimo a la luz de la luna. ¡Ahhh! Pero helo también ahí caído y atenazado por la trampa que colocó Skorabkowski… El ex-juez llegó a la carrera, y después de varias horas de intenso trabajo, logró finalmente transportar el macizo cuerpo del energúmeno a los sótanos de su vieja casona.

¡Al fin tenía a Huligan en su poder! De modo que el bandido estaba encerrado en una estrecha celda, reducido por cuatro paredes, empaquetado, clavado al muro, a su merced. El ex-juez se frotó las manos y sonrió con sorna, después de lo cual, y durante toda la noche, pensó en las torturas que debía emplear. En ningún momento había tenido la intención de liquidar al malhechor. Estrecho de mente como era, estrictamente formalista, quería restringir y coartar la libertad de su víctima; su muerte no le produciría ninguna satisfacción, sólo la cautividad podía producirle placer. El anciano no tenía prisa, durante los primeros días se regocijaba sólo con la idea de que Huligan estuviese abajo, en los sótanos, y de que fuera incapaz, ya que lo tenía debidamente amordazado, de aullar y de provocar el menor escándalo. Sólo cuando se convenció de que el estrepitoso bandido no gritaría, de que había quedado reducido al silencio, sólo entonces el ex-juez Skorabkowski tuvo el valor de bajar al sótano e iniciar en el más completo silencio las prácticas con las que se proponía reducir y disminuir al gigante. ¡Qué silencio! El poder de ese silencio subía desde el sótano y se transformaba en un pilar de la casa. Y durante semanas, durante meses enteros, reinó en la región un gran silencio, el silencio del grito reprimido, no emitido, asfixiado…

Todas las noches, a eso de las siete, Skorabkowski bajaba a la celda de tortura, vistiendo su vieja bata color tabaco, y llevando consigo palos y alambres. Todas las noches el mezquino juez trabajaba alrededor del bandido mudo, con la frente perlada de gruesas gotas de sudor y en completo silencio. Subrepticiamente se le acercaba y comenzaba a cosquillearle la planta del pie, largo rato, para estimular una risa nerviosa, luego construía pequeños cepos con los palos, restringía su visibilidad con trozos de madera, le clavaba agujas en el cuerpo, le ponía frente a los ojos arvejas, guisantes, nabos… Pero el bandido sufría esas vejaciones en silencio. Y su silencio crecía, corría, se engrandecía en las tinieblas, volviéndose digno de sus hazañas de armas más gloriosas… En vano trataba el ex-juez de vencer ese silencio amplio con su propia y silenciosa mezquindad… ¡Y de esa manera el odio iba llenando los sótanos! ¿Qué era, a fin de cuentas, lo que se proponía Skorabkowski? Pensaba que podía transformar la naturaleza del bandido, transformar su voz, reducir su amplia carcajada en miserable risita, transformar el grito en murmullo, reducir toda su figura, en pocas palabras, pensaba poder volverlo igual a sí mismo, al ex-juez Skorabkowski. Con la meticulosidad de un ratón de biblioteca, buscaba un punto flaco en el bandido, lo sometía a tremendos estudios específicos, para hallar ese punto minoris resistentiae, ese punto débil por medio del cual podía finalmente rehacer al bandido a su propia imagen. Pero el otro, sin jamás descubrir sus puntos flacos, se confinaba en silencio.

A veces, al cabo de esfuerzos tan reiterados como meticulosos, el viejo caballero creía haber logrado cierta restricción. Pero, desdichadamente cada semana se presentaba el momento de enfrentarse a la verdad. Instante fatídico al que el avaro temía más que cualquier otra cosa en el mundo. Cada semana, en efecto, debía quitar la mordaza de la boca del bandido para poder alimentarlo… ¡Oh, con cuánto terror mortal, después de haberse tapado con algodones, ponía frente al abatido malhechor una escudilla de alimentos y con un único gesto le quitaba la mordaza! Tenía la ilusión de haber logrado enmudecer al malhechor y esperaba que finalmente en esa ocasión Huligan no explotara… Pero todas las veces, el desamordazado malhechor explotaba en una orgía infernal de interjecciones, insultos y gritos: «¡Hijo de perra! ¡Hijo de perra!», exclamaba.

«¡Fuera de aquí, carroña, fuera! ¡Te destrozaré, te mataré!… ¡Yo, Huligan, voy a hacerte picadillo! ¡Maldito hijo de puta, maldito seas mil veces! ¡Te haré trizas!», aullaba: «¡María! ¡María!, ¿dónde estás, María? ¡Ay, mi María!». Llenaba el sótano con sus aullidos y los esparcía por toda la región, se exaltaba, cantaba, deliraba su alma, mientras su verdugo, pálido como un cirio, avaro y estrecho, le metía el alimento en las fauces abiertas… Y él, entre un bocado y otro, continuaba aullando. La población de las aldeas se pasaba la voz:

—¡Es Huligan quien grita! ¡Huligan sigue gritando!

Después de semejantes sesiones, el ex-juez volvía extenuado a sus habitaciones y seguía buscando, buscando tenazmente, el punto minoris resistentiae.

Y finalmente lo encontró.

Fue la rata.

¡Cosa extraña, la rata!…

En una ocasión, por casualidad, una rata penetró en la celda de torturas, corrió hacia la pared y en ese momento el malhechor, hasta entonces indómito, se contrajo.

Skorabkowski le quitó inmediatamente la mordaza. Pero el bandido, a pesar de tener la boca libre, lejos de estallar en improperios, permaneció en silencio, siguiendo con la mirada los movimientos de la rata. Un gran asco y una sensación de miedo le paralizaron. Cuando la rata se acercó a sus pies, sujetos en el cepo, el gigante emitió una especie de risa nerviosa, una octava más alta que de costumbre.

¡Finalmente! ¡Finalmente! ¡Cómo darle gracias al Señor! ¡Había que arrodillarse ante aquella gracia inaudita! ¡Así que finalmente encontraba el remedio! El ex-juez no lograba contener las lágrimas. El orden impenetrable de la Naturaleza establece en efecto que aun el hombre más fuerte tiene en este mundo una sola cosa que le está destinada y que es más fuerte que él, que está por encima de él y que él no soporta. Hay quienes no soportan las caléndulas, quienes detestan el hígado de ternera, quienes son alérgicos a las fresas, pero lo más sorprendente de todo resultaba que el bandido, que no se había conmovido ante las torturas del garrote, ni de las agujas, ni de ninguno de los mil y un tormentos destinados a él, el hombre que parecía ser más fuerte que todas las cosas tenía miedo de una rata. No resistía las ratas. Era más débil que la rata. Sólo Dios podía saber por qué. Tal vez porque el malhechor que mataba a los hombres como si fueran insectos tenía miedo de matar una rata, temía la muerte ratuna, le producía más asco que cualquier otra cosa en el mundo, la muerte ratuna constituía para él un oprobio ilimitado y en consecuencia no habría podido infligirla, y ninguna otra muerte —la del cerdo, del cordero, del hombre, del jabalí, de la gallina, de la rana— hubiera podido ser para él ni la milésima parte más horrible, repelente, espasmódica, crispante, gelatinosa o flatulenta que la muerte de una rata. Y he ahí por qué aquel tremendo malhechor se encontró inerme frente al pequeño roedor… Esa era para él la única muerte inaccesible, imposible. A la vista de una rata, él se crispaba, se encogía, se disminuía visiblemente, se reducía, temblaba y vibraba. ¡Finalmente!

El viejo ex-juez Skorabkowski se convirtió finalmente en el amo de Huligan.

Y a partir de entonces, sin la menor piedad, le propinó ratas.

Le acercaba la rata atada con una cuerda, se la acercaba subrepticiamente, se la pasaba por abajo y por encima, o bien, por un instante, la hacía entrar en los pantalones mientras el gigante crispaba la voz hasta alcanzar los timbres más agudos, o quedaba reducido a la inmovilidad cuando la rata saltaba y corría sobre su cuerpo cada vez más reducido. ¡Ya no era necesaria la mordaza! El malhechor había dejado de aullar y de proferir insultos; transcurrieron semanas y luego meses, mientras el viejo mayordomo Ksawery, cuya labor consistía en iluminar a la rata con una vela, gemía y rogaba en lo más hondo de su corazón… Con los pelos de punta, con el corazón en un puño, el viejo camarero le suplicaba piedad a la rata, maldecía su absoluta crueldad, maldecía los espantosos e inapelables lazos que existen en la naturaleza, maldecía la ilimitada falta de misericordia. «¡Maldita sea la rata y el amo y esta casa y la naturaleza del bandido y la naturaleza del juez y la naturaleza de la rata, malditas sean todas las naturalezas y maldita mil veces la Naturaleza!» Entretanto transcurrían los años. El suplicio se volvía cada vez peor, cada vez más tenso. Skorabkowski hacía cada vez más uso de la rata, y la tensión crecía, crecía.

Y siempre, la rata.

Ininterrumpidamente, la rata.

Solamente, la rata.

La rata, la rata, la rata…

Finalmente Ksawery, ya al extremo de la tensión, bajó la cabeza y corrió detrás de la rata, que acababa de romper el cordón y huía hacia una grieta. En ese momento, el sirviente perdió los estribos y se enfrentó al juez con la cabeza baja.

También Skorabkowski, tenso hasta un grado insoportable, perdió los estribos y agachó la cabeza…

Y embistió contra Ksawery. Se oyó un estruendo tremendo en el sótano, y los cerebros volaron en todas las direcciones. ¡Ah, el resultado fue que el malhechor Huligan se halló libre después de once años y cuatro meses de cautividad, y que sus minuciosos celadores yacían a su lado sin vida! ¡Y que la rata había desaparecido! El bandido tragó saliva, pensó que había llegado el momento de marcharse y, después de complicados movimientos, logró liberarse. Hacia el amanecer estaba ya libre de los cepos, salió por una puerta que daba a una pequeña terraza cubierta de hiedra y corrió hacia la libertad… El hombre, en otra época gigantesco, ya para entonces bastante disminuido. De la terraza saltó al prado, atravesó los jardines y caminó junto a un arroyuelo, mientras el sol surgía en el horizonte. Un pastor gritó a lo lejos:

—¡Vaca! ¡Arre, vaca!

Inmediatamente, Huligan se ocultó tras unos arbustos. ¡Ah, con cuánto gusto se hubiese metido en cualquier agujero, en cualquier grieta, en cualquier fisura, en cualquier escondrijo! Se hubiera metido hasta en un tubo para ocultar su espalda y el resto del cuerpo. El malhechor observaba la tierra bajo sus pies. Una ligera brisa le refrescó, pero él no la saboreó, no la aspiró ni la inhaló… sólo observaba con atención y prudencia qué sucedía a su alrededor. Un único pensamiento le obsesionaba: ¿qué había ocurrido con la rata? ¿Dónde se habría metido la rata que Ksawery había seguido hasta una grieta en el sótano?

Pero la rata no aparecía.

Sin embargo, Huligan no separaba la mirada de la tierra. Había conocido demasiado bien el aspecto horroroso de la rata, el ilimitado horror ratuno le había angustiado hasta tal punto que la sola ausencia de la rata era más importante que los sonidos más dulces y que todas las brisas del mundo… No, el resto no era sino decoración, sólo la presencia o la ausencia de la rata contaban. El oído del bandido era empleado para captar el rumor más ligero, semejante al que hace una rata, mientras su mirada erraba en busca de formas semejantes a las de una rata, y ya le parecía haber, sí, sí, sí, ahí, descubierto algo… sí, sí, ya adivinaba… ya oía y distinguía aquel frufrú, zig, zag, trac, trac…

Pero la rata no aparecía…

No obstante, parecía imposible que el roedor durante tantos años unido a su persona por relaciones tan estrechas y tan espantosamente profundas, fundido con su persona por el martirio, unido a su persona más de lo que animal alguno hubiera podido estarlo a un hombre… pues bien, parecía imposible (era necesario tomar en consideración el ciego amor que une a ciertos animales con el hombre) que el roedor hubiera podido separarse de él, desaparecer y renunciar a él, así de buenas a primeras…

Pero la rata no aparecía.

Algo extrañamente oblongo se deslizó a lo largo de una mancha de sol y desapareció.

¿Sería tal vez la rata?

El malhechor escrutaba y buscaba con la mirada, no del todo convencido, pero de nuevo volvió a oír un crujido entre las hojas secas.

¿Sería tal vez la rata?

¡No cabía duda!… ¡Debía ser la rata!

¡Da un paso y otro paso y otro paso

la rata fiel!

¡Paso tras paso, paso tras paso

la rata fiel!

Huligan se precipitó hacia un árbol y trató de ocultarse en el hueco del tronco, mientras la rata se deslizaba hacia la maleza, y permaneció allí al acecho. La cavidad del tronco no constituía un refugio suficientemente seguro, el imprevisible roedor, cegado por la luz del día, salido de las tinieblas del sótano, hubiera podido deslizarse hacia sus pies, meterse entre sus pantalones. Sin embargo, eso no ocurría: la rata, a la luz, aterrorizada, puesta en evidencia, buscaba espasmódicamente un refugio, algo familiar, ¿y qué podía serle más familiar que los pantalones de Huligan? ¿A qué orificio podía estar más acostumbrada? Y el bandido debió de comprobar que todas las aberturas y todos los agujeros que él mismo constituía, todos los pliegues y escondites que, quisiéralo o no, poseía en su propio cuerpo y en su traje eran deseados por la rata, representaban para ella un refugio. Saltó, pues, fuera del tronco e, impulsado por el terror, se dio a la fuga, sin meta fija, a ciegas, mientras a sus talones (estaba casi seguro) se deslizaba la rata. ¡Oh, poder encontrar un agujero, una grieta, un escondite, cubrirse las espaldas, ocultar las piernas, enmascararse por todas partes, volver inaccesibles aquellos agujeros, aquellas cavidades, aquellas atractivas fisuras de su cuerpo! El bandido, salido del subsuelo, galopaba, corría desbocado por los prados, los bosques, los valles, las colinas, los campos y cañadas, y, tras él (estaba casi seguro), galopaba la rata. Con las fuerzas casi agotadas, el malhechor llegó a un escondite, el primero que pudo encontrar y, más muerto que vivo, escondiendo las propias cavidades, se tendió en la paja. Sólo unos minutos más tarde, casi enloquecido por el terror, se dio cuenta de que el hueco en que se había metido se hallaba junto a las paredes de madera de una cabaña, que se había escondido en un establo o en una barraca cualquiera.

En el momento menos pensado podía saltar la rata de aquella paja y metérsele bajo la axila, o bien, en los pliegues de la camisa, por lo que se ovilló y comenzó a observar. Pero ¿qué era aquello? ¿Soñaba o se trataba de algo real? «¿Dónde estoy?», se dijo. «¡Ah, conozco esta cabaña! ¿Quién duerme tras aquella pared sino ella? ¡Ay, María, mi María! ¡Aquí duerme María, reposa María, respira María, ay, ay, ay, María, Mariíta mía!». Encogido hasta las vísceras, lleno de la rata, fijó en ella la mirada y sus ojos no podían creerlo, era realmente ella… La muchacha yacía dormida con la boca abierta, y Huligan se puso en pie, y, sí, sí, quería cantar, hacer escándalo como en otra época… como entonces. «¡María, María, Mariíta mía!»

Cuando de pronto apareció una rata.

Una rata gorda y opulenta se asomó por debajo de un haz de leña, avanzó prudentemente y comenzó a remolonear cerca de la falda de María.

De manera que de nuevo aparecía la rata.

La rata, al lado de María.

Aquella vez no se trataba de una ilusión, sino de una rata indiscutible, palpable, que saltaba a cuatro pasos de él. El bandido quedó petrificado. Probablemente se trataba de otro roedor… no la rata de la tortura, sino otra… pero las ratas se parecen de tal manera entre sí que el torturado no podía tener la absoluta certeza. No estaba del todo seguro de que tantos años de tan dolorosa convivencia con uno de aquellos animales no hubiera dejado en él algo que resultara atractivo para toda la raza ratuna. Temía sobre todo que, asustado como estaba, pudiera saltar sobre la rata, y que, entonces, la rata, asustada a su vez, pudiera saltar sobre él… No, Dios mío, era necesario echar mano de toda la prudencia posible, era necesario manifestar la propia presencia con circunspección, asustar apenas a la rata, hacerla volver a su madriguera. ¡Dios mío! Era necesario evitar cualquier violencia, no dejarse ganar por el pánico, no caer en la inconsciente irresponsabilidad del salto, manifestaciones típicas de esos animales de las crepitantes tinieblas, provistos de interminables colas. El bandido descubrió el lugar donde, según todas las probabilidades, se encontraba la madriguera de la rata, y se preparaba delicadamente a realizar las maniobras que hicieran volver a ella al animal, en un silencio casi absoluto, con un imperceptible ruido o, como mucho, aclarándose ligeramente la garganta, cuando de pronto… algo atrajo a la rata hasta abajo de la rodilla derecha de la joven… y Huligan de nuevo quedó paralizado… La rata la había tocado, lo ratuno atentaba contra su chica, contra María… ¡su María!

Y aquella aproximación, aquel contacto de la rata con María superó todo el horror e hizo que el bandido… aullara. Aulló como en el pasado, con toda la fuerza de sus pulmones, aulló para despertar al mundo entero, aulló con su antiguo aullido irrefrenable y se lanzó aullando contra la rata. Ya no tenía miedo, saltó en medio de un aullido, un aullido tan espantoso, tan impenetrable que la rata jamás habría podido abrirse paso a través de aquel clamor para llegar a sus pantalones. No le importaba ya cortar la retirada de la rata hacia su agujero, así que la atacó de frente. ¡Ah, la ofensiva frontal de Huligan! ¡Ay, aquella retirada repentina, aquellos saltos en zigzag, aquel moverse de un lado para otro, zigzag, trie, trac, zambomba! ¡Pafff! La convicción del bandido de que la rata no se le escaparía fue fulminante, la tenía ya en un puño, la mataría porque ya estaba acorralada. Y fue entonces cuando… Pero… ¿me será posible continuar este relato? ¿Serán mis labios capaces de expresar lo que ocurrió?… En verdad fue algo terrible. Oh, me temo que voy a decirlo ya que no existen límites para el horror, es más, existe cierta carencia de límites para lo Despiadado, cuando el horror comienza a acumularse y entonces su acumulación se acumula… se acumula acumulándose sin límites, sin fin, incesantemente, creciendo por encima de sí mismo, de un modo mecánico. Oh, sí, me temo que mis labios van a narrar cómo la rata… cómo la rata cegada por el terror, amedrentada y perseguida, enloquecida por la ciega e inmediata necesidad de encontrar un agujero… se dirigió hacia la boca de María, pareció dudar un instante, saltó en aquella cavidad abierta de la muchacha dormida. Y, antes de que Huligan pudiera detenerla, vio lo que estaba ocurriendo: la rata se metía en la boca, la rata presa de pánico, trataba de esconderse en la adorable cavidad oral. ¡Oh, el poder de la mecánica! María, semidormida, despertó sorprendida, cerró sus adoradas quijadas de un modo puramente mecánico, pero implacable, y de esa manera dio fin a la mecánica del horror: la rata terminó con la cabeza guillotinada. Un mordisco en el cuello consumó la muerte de la rata.

La rata dejó de existir.

Pero Huligan permaneció allí, y tuvo que enfrentarse a la muerte de la rata por obra de la adorada cavidad oral de su amada María. Y con esa visión en los ojos desapareció.

Da un paso y otro paso y otro paso

pero le sigue aquella rata muerta.

Paso tras paso, paso tras paso y en boca de María sigue la rata muerta.

1937


13 DE MARZO DE 1942 NACE MAHMUD DARWISH

13 DE MARZO DE 1942 NACE
MAHMUD DARWISH

Mahmud Darwish no sólo es uno de los más grandes poetas árabes contemporáneos sino también una leyenda viva: sus libros circulan a millares por todos los países árabes y los estadios se llenan para escuchar sus recitales poéticos, acontecimientos irrepetibles que nadie quiere perderse. Hombre laico y moderno, refinado y elegante, Darwish es un palestino de diálogo, aunque su voluntad no se doblegue fácilmente ni esté dispuesto a hacer concesiones humillantes. Una de sus mayores esperanzas es revitalizar la literatura palestina, procurar a toda costa que los problemas políticos no la paralicen. Y para los palestinos, la proximidad física de su poeta es como una fiesta continua, un símbolo de la cultura palestina. No obstante, a pesar de haber alcanzado con creces las metas soñadas, el poeta, desde su actual residencia entre Jordania y Cisjordania, aspira a poder regresar algún día a su tierra natal, Galilea, donde nació el 13 de marzo de 1942.
Procedente de un ambiente campesino, sus primeros años los pasó en Birwa, una pequeña aldea de Galilea, situada a unos nueve kilómetros de Acre, donde sus padres poseían unas tierras que cultivaban para poder vivir.

En 1948, tras la retirada de las tropas británicas de Palestina y la implantación del Estado de Israel, su familia –como miles de familias palestinas- se vio obligada a huir de su casa para salvar la vida. Permanecieron un año en el Líbano y al regresar a Palestina se encontraron con que Birwa había sido completamente destruida por el ejército israelí, al igual que otras muchas aldeas. Tuvieron que instalarse en Dair Al Asad aunque de forma clandestina porque durante el año que habían permanecido refugiados en El Líbano, las autoridades israelíes habían elaborado unos censos, y los que no figuraban en los mismos, no tenían derecho a vivir en el nuevo Estado de Israel.

Clandestino en su propio país y posteriormente ciudadano de segunda categoría en un Estado que le rechaza, el adolescente se refugia en los libros y plasma su identidad con lo único que le queda: el lenguaje. Se lanza a la escritura al mismo tiempo que a la acción política en el seno del partido comunista: a los veinte años publica su primer poemario, Pájaros sin alas, extraordinariamente lírico y muy influido todavía por la poesía árabe clásica. Cuatro años después publica el segundo: Hojas de olivo, mezcla de espontaneidad, musicalidad lirismo y mensaje directo, donde está patente el sufrimiento físico y psicológico de los palestinos dentro del Estado de Israel.

En el siguiente poemario, Enamorado de Palestina, de 1966, se advierte la influencia del Mahyar y de la escuela romántica, que se dejó sentir igualmente en sus contemporáneos de todo el mundo árabe. En esta fase su estilo se vuelve más delicado, menos directo, incluso sus denuncias de las condiciones políticas y sociales en la Palestina ocupada se expresan con menos amargura y más nostalgia.

La siguiente etapa poética de Mahmud Darwish se caracteriza por la innovación. En su afán de traspasar los cánones poéticos tradicionales, la voz del poeta sirio Muhammad Al Magut resonó en el joven Darwish como la voz del presente, junto con algunos poetas occidentales como Nazim Hikmet, Louis Aragon, Pablo Neruda o García Lorca, con los que en cierto modo se identificaba; y como muchos poetas árabes se sintió fascinado por T. S. Eliot.
Fin de la noche, de 1967, es el poemario que abre esta larga y madura etapa, en la que se advierte una mayor abstracción. Sin embargo, el poeta siempre preserva la claridad de expresión y universalidad de visión de su poesía utilizando símbolos enraizados íntimamente con su lugar de origen: roca, montaña, árbol, mar... y especialmente la tierra, que para él no tiene un significado únicamente político sino también sagrado, siendo a la vez lecho y sepulcro.

El siguiente poemario: Los pájaros mueren en Galilea, de 1969, es el que según Darwish marcó su primera mutación poética por la amplia utilización del símbolo y el mito, provocando una ola de rechazos. Le acusaron de haber renunciado a sus compromisos y a su concepción anterior de la poesía y de marcar una distancia entre la tierra y él. Este malentendido le persiguió desde sus comienzos pero siempre se resistió a esa "prisión atrayente" que para él suponía seguir estancado en la primera etapa, y escribió poemas todavía más "difíciles" que el lector inicialmente rechazaba pero poco a poco iba aceptando.

En Mi amada se despierta, de 1970, amplía el campo simbólico incluyendo figuras del pasado y acontecimientos históricos, tanto del mundo islámico como del cristiano. La figura más relevante es Cristo y el suceso más recurrente es la crucifixión, que tuvo lugar en Palestina, tierra a la que el poeta pertenece, lo cual le arma de una gran fuerza moral y abre ante él un vasto horizonte humano de esperanza y desafío.

El impacto de su mensaje poético, testimonio directo del sufrimiento y la humillación cotidianos en el Estado de Israel, así como su militancia comunista, no pasan inadvertidos ante las autoridades israelíes: le consideran demasiado peligroso para andar suelto y por ello le condenan a arrestos domiciliarios permanentes y numerosos encarcelamientos, lo cual le provoca un intenso deseo de libertad para dar rienda suelta a su creatividad.

Viaja con una delegación de la juventud comunista por diversos países socialistas europeos y, en lugar de regresar, decide instalarse en Egipto, proponiéndose firmemente mantener la distancia entre la práctica de la poesía y la cuestión nacional, aunque era plenamente consciente de que ponía en entredicho su mito. Sin embargo, el alejamiento físico de Palestina en lugar de apagarlo, alimentó el mito porque su voz permanecía en todos los lugares, y defendiendo su derecho a la experimentación, aún a riesgo de ruptura con sus lectores, desafió a los que pronosticaban que no escribiría un solo verso fuera de Palestina porque su vena poética dependía del contacto físico con el lugar, ignorando que la fidelidad de un poeta a los suyos no depende de una acción política directa sino de la sinceridad de la obra.

Su estancia fuera de Palestina supone un gran progreso en el campo de la creatividad: su poesía gana en complejidad y participa plenamente en la aventura de la modernidad poética, aunque nunca abandona su ternura inicial ni su capacidad de transmitir la experiencia palestina. Las imágenes siguen siendo ricas y luminosas, íntimamente ligadas a las experiencias vitales y con gran originalidad metafórica, como demuestra el poemario que abre esta tercera etapa: Amarte o no amarte, de 1972, del que destacan los conmovedores "Salmos" y el poema "Sirhán toma café en la cafetería", que sintetiza a la perfección el estado psicológico del poeta dirigiéndose desde fuera de Palestina a los árabes que permanecen en la tierra ocupada.

A comienzos del los años setenta se instala en Beirut, convirtiéndose en parte activa del movimiento literario libanés. Beirut se rinde ante el genio creador del poeta y desde entonces será su "segunda Haifa", el ambiente idóneo para estimular su proyecto de renovación cultural. Allí dirige el centro de investigación de estudios palestinos y dos de las más importantes revistas árabes: Shuún filistiniyya y Al Karmel. Durante estos años, Darwish se convierte en la gran voz de su pueblo y se consagra como uno de los más grandes poetas árabes vivos, siendo también testigo de la guerra civil libanesa, tragedia que le inspira numerosos poemas desesperados.
En 1982, tras la invasión israelí del Líbano, Mahmud Darwish se ve obligado a abandonar aquel país para permanecer exiliado en Europa, principalmente en París, junto con estancias en Túnez. Es ésta una etapa de gran madurez artística -según sus palabras, al salir de Beirut se aproxima a la ribera de la poesía- en la que escribe poemas largos, teatrales, con un movimiento especial, numerosas imágenes poéticas y voces variadas. A veces el ritmo se acerca a las canciones con poemas sonoros que son puro canto, especialmente en el poemario Elogio de la alta sombra, de 1983, y el poeta parece que quisiera engañar a la realidad que le rodea, siendo su gran temor que el sueño que sustenta a él y a su pueblo se desvanezca como consecuencia de la interminable tragedia.

En Menos rosas, de 1986, sigue experimentando con la forma y con el ritmo, logrando poemas de exquisita perfección formal y a la vez sinceridad e intensidad de sentimientos. Mezcla de orgullo y desesperación, de resistencia y reconocimiento del monstruo dominante, el héroe de estos poemas lucha hasta el límite de su capacidad, a pesar del exilio y la derrota, aunque sin dejarse guiar por el optimismo fácil.

A comienzos de los años noventa, Mahmud Darwish se propone llevar a cabo un proyecto ambicioso: una epopeya lírica que libere el lenguaje poético hacia horizontes épicos. El punto de partida será la multiplicidad de los orígenes culturales, dentro de un espacio temporal visto a través de los prismas del pasado y del porvenir.

Dentro de esta producción, Once astros, de 1992, alcanza una altura poética insuperable en la meta que el autor se había trazado. Es un poemario único, en el sentido de que el poeta consigue despegarse del presente para encontrar en la Historia el lugar que le niegan en la tierra. De este modo, con una mayor capacidad lírica, da un paso de lo relativo a lo absoluto, inscribiendo lo nacional en lo universal.

Está compuesto por poemas largos, con una perfecta armonía entre las imágenes y el ritmo, y fuertemente marcados por grandes experiencias trágicas de la humanidad, como la guerra de Troya, las invasiones de los mongoles, la pérdida de Al Andalus o el genocidio de los pueblos indios, con referencias constantes a personajes y a lugares históricos y míticos.

¿Por qué has dejado el caballo solo?, de 1995, es un poemario de profunda simplicidad y a la vez gran elaboración, una biografía poética -tal vez impulsado por el miedo de que el pasado se olvide o se deje escapar- con unos poemas de gran plasticidad en los que el poeta refleja, como en ocasiones anteriores había hecho, su gran sentido del ritmo.

En esta vuelta a las cosas primeras, tras una larga travesía poética que se rebela contra sí misma, el poeta se inspira en su intimidad profunda, que no puede desgajar de su entorno porque los elementos primeros tienen también un componente mítico o psicológico. De esta forma compone un canto épico y mítico que narra lo cotidiano pero también cuenta, quizá sin habérselo propuesto de forma premeditada, una historia colectiva.

Los siguientes poemarios: El lecho de una extraña, de 1999, y Mural, del 2000, están concebidos como obras arquitectónicas, con una estructura sólida y proporciones muy exactamente calculadas y realizadas con gran precisión. El resultado son unos poemas de gran sobriedad expresiva y a la vez extraordinaria finura, gracia y armonía, compuestos no sólo para ser recitados en su lengua original sino también para ser visualizados.

Firmemente decidido a ocupar el sitio que le corresponde en el panorama poético universal, el poeta trasciende la cuestión nacional para ensalzar su humanidad, aunque liberando a los poemas de un realismo excesivo.

Ambos poemarios están inspirados, sin duda, en experiencias vitales del poeta, especialmente Mural, en el que el Darwish muestra una gran maestría técnica, al tratarse de un largo poema en el que logra mantener continuamente una estructura y un ritmo armónicos, siendo asimismo admirable por la economía y la pureza de la composición.

El poema está basado en las visiones y sensaciones que le embargaron durante el breve espacio de tiempo en el que permaneció clínicamente muerto. Por ello, está concebido como una especie de fresco donde aparecen yuxtapuestas de forma impresionista diversas escenas que constituyen lo esencial de su trayectoria humana, salpicadas de diálogos y monólogos interiores.

Resulta sobrecogedora la absoluta soledad en la que el poeta se encuentra, convertido en palabra-idea, planteándose cuestiones esenciales que constituyen las preocupaciones más íntimas del ser humano, en un espacio luminoso y libre de barreras. En otra dimensión, es pura esencia fuera del cuerpo; no hay destino geográfico ni mapas sino extrañeza en un mundo extraño. El destierro y la lejanía están en su interior, y la vuelta a la que el poeta aspira es una vuelta al lenguaje, no al país, a los amigos ni a la amada.

Pero, contrariamente a lo que se pudiera pensar, la muerte no es algo terrorífico para el poeta sino un ser vivo, sometido a las normas que rigen a los seres vivos: se ríe, llora, teme, ama, añora y muere, estableciéndose entre ella y el poeta una relación extraña y contradictoria, mezcla de miedo y placer, desesperación y paz.

El lecho de una extraña, por el contrario, está compuesto íntegramente por poemas de amor en todas sus facetas, entremezclando, como ya lo había hecho anteriormente, la realidad con el mito y estableciendo numerosas relaciones intertextuales, tanto con la tradición clásica árabe como con el mundo contemporáneo, suprimiendo de este modo las barreras culturales del arte.

Es resaltable a lo largo de la obra una gran austeridad poética: las imágenes quedan reducidas al mínimo para dar un mayor protagonismo a la palabra, auténtico elemento estructural de los poemas.

También el ritmo cobra un especial protagonismo en este poemario, en el que el autor despliega su amplia experiencia en las artes amatorias, mostrando la compleja relación hombre-mujer, en la que cada uno se refleja en el otro y a la vez es un extraño para el otro, con la inevitable sensación de soledad que ello provoca.

Hablando en su propio nombre y recreando sus propias experiencias, Darwish muestra una de las visiones más agudas de la creatividad poética árabe actual, ensalzando algo tan aparentemente sencillo y natural como es el amor a la vida y el goce del placer.

Desde 1996 vive en Ramalla, donde dirige la prestigiosa revista literaria Al-Karmel cuyos archivos fueron destruidos por el ejército israelí durante el asedio de la ciudad en el año 2002- aunque constantemente es requerido para dar recitales poéticos por todo el mundo árabe.

Su fama se ha extendido también a Occidente, donde goza de gran prestigio, como demuestran los diversos premios literarios obtenidos, entre ellos el Lannan Cultural Freedom Price, en el año 2001, y el premio Príncipe Claus de Holanda, en el 2004.

jueves, 11 de marzo de 2021

EDUARDO SACHERI FRÍO

EDUARDO SACHERI
FRÍO

No sé si a los demás les pasa lo mismo, pero a mí me cuesta mucho pensar en el frío si no estoy teniendo frío en el momento de querer pensar en el frío. Seguro que uno puede decir la palabra «frío» cuando se le dé la gana, pero no es lo mismo: así no es más que una palabra. Yo me refiero a pensarlo, el frío. A poder pensarlo, entendiéndolo, al frío.
Es distinto decir «frío» que sentir frío. Decirlo es casi nada. Igual es una palabra distinta a «árbol» o «perro». Esas son cosas que se ven, y uno puede imaginarlas. Pero el frío no. El frío hay que sentirlo para pensarlo. Esa sensación incómoda en todo el cuerpo, esa especie de dolor suavecito que uno no se puede sacar de encima aunque quiera, esa molestia que a uno lo sigue aunque trate de escapársele y haga un montón de cosas (apichonarse, hacerse chiquito, zapatear fuerte, dar saltitos en el lugar, o lo que sea) para salirse de esa situación fea. Esas ganas tontas de querer irse lejos del propio cuerpo a un lugar que esté más tibio: tontas porque no se puede, pero uno las ganas las tiene igual.

Y de todo el asunto del rubio yo me puedo acordar solamente así: con frío. Si no, no. O me cuesta mucho más. Me cuesta y no es lo mismo. Pero hoy resulta que es domingo, casi de noche, y como está terminando mayo hace un frío de novela. Además estoy solo en casa, que eso también es importante para que me acuerde. Si está la familia no puedo. Si está la familia uno piensa en cosas comunes, las de todos los días. Más los domingos, que estamos todos, hablando, tomando mate, mirando un poco de tele. Pero hoy se fueron todos a lo de la tía Ceci, que yo mucho no me la aguanto, y con la excusa de pintar la piecita del fondo me quedé y mi mujer no me dijo nada. Capaz que se imaginó que yo no quería saber nada con ir a lo de su tía, pero como lo de la pieza me lo viene pidiendo hace un montón de tiempo y yo siempre le digo que sí y después no lo hago, hoy que le dije que iba a ponerme con eso no pudo decirme nada y se lo tuvo que aguantar.

Así que después de comer se fueron y yo me quedé trabajando atrás, con la radio puesta en los partidos. Pero hace un ratito corté, porque me estaba quedando sin luz y aparte con este frío y la humedad no secó lo suficiente como para empezar con la segunda mano. Igual no importa porque la primera mano la di completa y el fin de semana que viene la termino. Eso si no estoy de guardia, que la verdad que no me acuerdo y me tendría que fijar pero creo que no.

Para limpiar los pinceles me traje el aguarrás y el trapo y los pinceles y me senté en la mesa del jardín, que un poco de luz de día todavía quedaba y para eso tampoco se necesita mucho más. Y ahí yo no sé si empezó a bajar el rocío o qué pero de repente se congeló el aire y en la penumbra me vi el humito saliendo de la boca y la piel de las manos me empezó a doler, pero ya me faltaba poco para terminar y no tenía ganas de llevarme todos los trastos hasta la mesa de la cocina, así que me apuré a limpiar un pincelito que uso para los marcos que me dio más trabajo porque estaba con esmalte sintético y de repente me acordé.

Yo creo que fue el frío, junto con estar solo y todo eso que ya dije, pero sobre todo el frío. Pero lo de estar solo también, porque en esto me pongo a pensar cuando estoy solo. Si justo me acuerdo de todo aquello cuando estoy con alguien enseguida trato de pensar en otra cosa, porque no me gusta pensarlo cuando estoy acompañado. No es que cuando estoy solo pensar en esto me guste. Ni tampoco que no me guste. No se trata de gustar, supongo. Me acuerdo y listo. Lo que sí, si estoy solo, no me resisto a pensarlo. No es que me voy para distraerme y sacármelo de la cabeza. Me quedo y me lo acuerdo.

Antes no. Antes no podía. Hace años cuando me acordaba me ponía mal y quería arrancármelo como si fuera un trapo que me quemase la piel por adentro. Ahora ya no. Ahora me lo acuerdo y como mucho me pongo triste. Pero es una tristeza que me aguanto y está bien. No es como cuando me daban pesadillas. Ahora como mucho son sueños, y de vez en cuando. Muy de vez en cuando.

A la mañana, mientras tomo mate con mi mujer, le cuento. Le digo «hoy soñé con el rubio», y ella me entiende y no me pregunta nada. Hace muchos años sí. Cuando yo le contaba me insistía con que fuera al psicólogo o al doctor o algo, que eso me hacía mal y que buscara ayuda. Y como yo me emperré siempre con que no, terminábamos discutiendo. Ahora ya no.

Por eso hoy, que con el frío me acordé del rubio, me quedé sentado echando vapor por la boca; y con la última luz del día vi que las manos se me ponían todas rojas. Eso nunca terminé de entenderlo. Cómo es eso de que con el frío a uno la piel se le pone roja. Una vez, estando allá, le pregunté a un oficial y me contestó algo de que era porque faltaba sangre, por el frío. Pero entonces entendí menos, porque si la piel se pone roja es por la sangre, y si falta sangre tendría que ponerse de cualquier color menos roja.

A veces me da bronca no haber estudiado más. Saber más cosas. Siempre me dio vergüenza sentirme un bruto comparado con algunos colimbas. Estando allá me pasó con dos o tres. Con el rubio, sobre todo. Capaz que fue por eso que le prometí a la Virgen que si me sacaba de ahí iba a estudiar el secundario. De entrada no pude porque me destinaron a Neuquén y encima me casé y no pude. Pero después me tocó Campo de Mayo y ahí sí cumplí la promesa. 

Una vez, en la época en que me daban pesadillas, se me ocurrió visitar a los padres del rubio. Mi compadre Ramírez estaba destinado en el Estado Mayor y me consiguió la dirección en el archivo. Me llegué hasta Haedo y di unas vueltas para pasar por la vereda. Dos veces. La segunda justo salió una mujer de la casa. «La madre», pensé. Pero no estoy seguro porque no le hablé. Pensé que era la madre porque se parecía. La piel, la nariz finita, los ojos medio claros. Pero no estaba seguro y aparte capaz que no era. Habían pasado como quince años y en una de esas, nada que ver. Capaz que se habían mudado y era otra familia. A veces el parecido es así. No es que los hijos se parezcan a los padres sino que uno ve a los dos y le busca el parecido. Con mi hijo el mayor me pasa siempre. Todos dicen lo parecidos que somos. Más ahora que entró en la Escuela y con el pelo corto hasta a mí me hace acordar a como era yo hace veinte años. Así que no le dije nada. Nos cruzamos por la vereda y nos vimos un segundo y nada más. Llevaba una bolsa de compras. Ella me miró y yo me asusté. No sé por qué. Será porque me miró fijo, apenas un segundo pero fijo, como si me conociera. A lo mejor fue por el uniforme, que me miró. Yo calculo que fue por eso. Después no volví más. Pasó el tiempo, me fui acordando menos, y lo fui dejando.

Era callado, el rubio. Andaba siempre en la suya, y con los demás se mezclaba poco y nada. No era que fuera un engrupido, no era eso. Pero era distinto. No sé bien por qué cuernos terminó en la Compañía. Los otros colimbas eran casi todos de Corrientes, de Oberá y la zona esa. Y el rubio, mezclado con ellos, parecía una mosca blanca. Los demás eran morochazos, más como soy yo. Pero éste era blanquito, y mucho más alto. Hasta las manos las tenía diferentes. Blancas, lisitas, se le veía que nunca en la vida había agarrado una pala, un martillo, nada de nada. A la legua se notaba que lo del rubio venía por el lado de los libros y esas cosas. Porque aparte usaba unas palabras que parecían sacadas del diccionario y se las entendía él solo, a veces. Y otros colimbas, que en su perra vida habían bajado del monte, lo miraban como si fuera un bicho. Yo tenía tipos que nunca habían visto un inodoro hasta entrar al cuartel. Y claro, comparado con ellos, el rubio parecía un marciano.

De entrada me dio bastante trabajo, ese asunto. Porque dos o tres colimbas se lo tomaron de punto. Lo cachaban todo el tiempo con eso de que si era delicado, o si era demasiado limpio, o prolijito, esas pavadas. O me decían a mí, hablando fuerte para que el otro escuchara, que el rancho lo prepare el rubio que seguro que en la facultad le enseñan cocina, decían. O que la letrina la cave el rubio que seguro que sabe porque va a ser arquitecto. Yo les frenaba el carro porque lo que menos quería era que me enquilombaran la Compañía. Y aparte el rubio me daba lástima porque era buen soldado y trataba de no engancharse con esas jodas y no calentarse.

Pero era guapo. Una vez no sé de dónde sacaron los colimbas una especie de pelota. Creo que la hicieron con un par de borceguíes que los ataron cruzados y medias que no servían y ataron todo con cordones del calzado. Como no había ningún oficial por ahí cerca yo los dejé. Justo en contra del rubio jugaba uno de los que lo tenía de punto. Salinas, se llamaba. Un morocho grande como una puerta. Y fue empezar a jugar y Salinas lo entró a cagar a patadas. Porque encima el rubio era bueno. La movía y el otro se empezó a poner loco y cada vez que lo gambeteaba empezó a cruzarlo como si nada. De entrada el rubio se lo aguantó hasta que no pudo más y en una de esas se levantó y reaccionó y se entraron a dar de lo lindo, y aunque el otro era grandote el rubio no se le achicó. Y ligaron los dos, la verdad. Un poco me puse contento porque el rubio me caía bien. Igual hubo que castigarlos a los dos porque en cuestiones de disciplina uno no puede hacer diferencias, y menos en un sitio como ese.

Cuando los tuve que bailar, bailaron todos. Ni más ni menos. No era que yo quisiera o dejara de querer. Tenía que bailarlos y punto. La orden era esa, porque así iban a estar alertas y con la moral alta. Una vez le pregunté por arriba, al oficial, por ese asunto de tenerlos tan cortitos y me cortó en seco. Bien, pero me cortó de una. Así está bien, Ramírez, me dijo. Así está bien. Haga que se calienten con usted, así después se sacan toda la leche con el enemigo. Me acuerdo que me sonó raro eso del «enemigo». Como las películas de guerra de los sábados a la tarde, sonaba eso del «enemigo».

Igual a los dos o tres días se pudrió todo. Porque cuando entraron a caer las bombas y a sonar los tiros, otra que una película. Los dos primeros días de bombardeo estuvimos metidos en los pozos con la orden de aguantar sin asomar la nariz, hasta que pasara. Pero resulta que no pasaba nunca. Se suponía que tenía que parar la cosa tarde o temprano, pero seguía. A veces parecía, porque pasaban veinte minutos, media hora, que no caía ningún bombazo cerca y uno pensaba que ya estaba, que habían rajado para otra parte. Pero después, mierda, entraban a caer de nuevo y otra vez adentro del agujero con el agua hasta los tobillos y un cagazo de Padre y Señor nuestro. Y de repente se vino el oficial con la orden de que había que entrar a tirar sí o sí porque ellos se venían al humo.

Durante todo ese tiempo de espera había pensado que cuando se armara el batuque el miedo me iba a borrar todas las ideas y todos los recuerdos. El hambre, la tristeza por la familia, las ganas de volver, el frío. Ese frío de mierda, sobre todo. Estaba convencido de que en el medio de los tiros no me iba a quedar lugar en la cabeza para otra cosa que no fuera estar atentos a tirarles y a que no nos dieran. Pero no. Más bien que estaba muerto de miedo de que a la primera de cambio me cagaran de un tiro. Pero ese miedo me venía revuelto con todo lo demás. Con extrañar y con querer volverme y con el frío. Ese frío de todo el tiempo y de todos lados, que a uno lo seguía hasta cuando se dormía y le amargaba hasta los recuerdos y le sacaba las ganas de todo. Como la guerra.

Igual que ahora, que ya es noche cerrada, y también se me acalambran los dedos y no siento los pies. Pero ahora es distinto, porque me meto a mi casa y ya está: prendo las hornallas y acerco las manos y listo.

Pero allá no se podía. A uno no le dejaban encender fuego. No delate la posición. No sea pelotudo, le decían. Aunque a la final a mí me parece que hubiera dado lo mismo, porque nos tiraban de todos lados y a todas horas, porque hasta un pelotudo con escuela primaria como yo se daba cuenta de que nos estaban dando una paliza. Pero el teniente había dicho de acá no se mueve nadie, carajo, porque al que se mande mudar lo cago de un tiro yo mismo y les ahorro el laburo a los ingleses, dijo.

Dijo así pero resulta que el último día, o la última noche, mejor dicho, porque fue de noche, yo mandé un colimba a buscarlo porque nos estaban dando sin asco y resulta que el tipo no estaba, y yo primero no le creí al colimba y pensé que era mentira que había ido hasta el puesto y mandé a otro pero resultó lo mismo, el teniente no estaba porque se había tomado el buque, eso había pasado.

Y en ese momento yo medio que me taré porque resulta que estaba al mando y tenía a ocho colimbas igual de cagados de miedo que yo y nadie a quien preguntarle qué carajo hacer y los guachos se nos venían, tiraban y se nos venían. Y ahí fue cuando saltó el rubio. Saltó y agarró la ametralladora que teníamos en el pozo de adelante y me dijo si usted me ayuda los cubrimos. Y yo le dije que sí porque el rubio me miraba fijo y parecía tranquilo y parecía que el jefe era él. Bueno, tranquilo no porque tenía cara de loco y gritaba, pero por lo menos sabía qué hacer en medio de semejante quilombo. Y fue por eso que yo empecé a tenerle la cola de munición y él tiraba y les gritaba a los conscriptos que rajaran, que se fueran, y dale que dale tirando para un lado y para otro y los demás colimbas primero no atinaron a hacer nada porque el que gritaba era el rubio, pero ahí yo les grité lo mismo y la voz mía se escuchó porque parece que no pero con la ametralladora daba la impresión de que los teníamos a raya y el fuego de ellos era más raleado. El primero que rajó fue un conscripto alto y flaco, ñato, que se llamaba Gutiérrez, y cuando los otros vieron que se perdía detrás de la loma agarró Salinas, el del picado de fútbol, y salió corriendo para el mismo lado como una flecha, y los otros detrás, que para correr más rápido algunos hasta dejaban los FAL ahí en el piso, y el rubio tiraba, puteaba, tiraba y me pedía más munición, le brillaban los ojos y seguía tirando.

A la final nos quedamos solos y me dijo rájese, y yo de entrada pensé que no, que no lo podía dejar y le dije que no, pero el rubio me insistió y ahí nomás le dije que sí. Y eso es más que nada lo que a mí me sigue dando vueltas ahora, tantos años después. Porque yo también pude haber dicho andate vos, pibe, que yo me quedo. Solamente una vez, creo, llegué a decirle dejá, nos quedamos los dos. Pero el rubio me insistió y entonces le dije que bueno. Es el día de hoy que no sé si en medio de semejante quilombo alcancé a darle las gracias. A mí me gusta pensar que sí, que se las di, pero la verdad es que no me acuerdo. Capaz que sí o capaz que no, que salí rajando todo lo rápido que me dieron las patas y punto, viendo el bordecito de arriba de la loma y pidiéndole a Dios que me dejara llegar al otro lado. Y el rubio largó la ametralladora y agarró el FAL y mientras yo corría alcancé a sentir todavía los estampidos del fusil y al rubio que los puteaba y les tiraba, los puteaba y les tiraba.

Supongo que fue por eso que una vez le pedí a mi compadre que me buscara la dirección de los padres, ahí en Haedo. Pero igual no me animé. Porque no sé si hicimos bien en eso de hacerle caso y correr, de dejar que se quedara él. A lo mejor había que salir todos y ver qué pasaba. O a lo mejor no, porque si hacíamos eso nos cagaban a tiros a todos y era peor. No lo sé, y eso es lo que más vueltas me da. O a lo mejor lo que me come la cabeza es que tendría que haberme quedado yo, que lo que hizo él lo tendría que haber hecho yo, porque el rubio era un colimba y nada más. Pero el rubio en ese momento era otra cosa, como más grande, más hombre que todos los otros. O capaz que yo lo pienso porque me conviene, porque así me siento menos cobarde. La verdad que no sé.

A lo mejor esa vez que me fui hasta Haedo tendría que haber parado a la mujer y haberle preguntado. Capaz que la mujer me miró fijo porque era. Porque me vio con uniforme y le hice acordar al rubio. No sé. O por lo menos decirle algo. Decirle quién era yo. O decirle que al pibe más grande le puse Fernando por el rubio. O capaz que no se puede, porque decir una cosa hace que uno diga otra y a la final tenga que decirlas todas y no puedo. Porque a contarlo todo no me animo.


martes, 9 de marzo de 2021

lunes, 8 de marzo de 2021

8 DE MARZO DE 1908 QUEMAN UNA FÁBRICA CON LAS TRABAJADORAS ENCERRADAS

 8 DE MARZO DE 1908
QUEMAN UNA FÁBRICA CON LAS TRABAJADORAS ENCERRADAS

El 8 de marzo de 1908, un suceso transcendental marcó la historia del trabajo y la lucha sindical en el mundo entero: 129 mujeres murieron en un incendio intencional en la fábrica Cotton, de Nueva York, Estados Unidos, luego de que se declararan en huelga con permanencia en su lugar de trabajo. El motivo se debía a la búsqueda de una reducción de jornada laboral a 10 horas, un salario igual al que percibían los hombres que hacían las mismas actividades y las malas condiciones de trabajo que padecían. El dueño de la fábrica ordenó cerrar las puertas del edificio para que las mujeres desistieran y abandonaran el lugar. Sin embargo, el resultado fue la muerte de las obreras que se encontraban en el interior de la fábrica. Ese mismo año, el 3 de mayo, se realizó un acto por el día de la mujer en Chicago, preámbulo para que el 28 de febrero de 1909, en Nueva York, se conmemore por primera vez el “Día Nacional de la Mujer”.


Con este antecedente, un año después, en 1910, se desarrolló la segunda Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas, en la capital danesa, Copenhague. El tema central fue el sufragio universal para todas las mujeres, y por moción Clara Zetkin, líder del “levantamiento de las 20.000”, se proclamó oficialmente el 8 de marzo como el Día Internacional de la Mujer Trabajadora, en homenaje a las mujeres caídas en la huelga de 1908.

Más cerca en el tiempo, en 1977, la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) designó oficialmente el 8 de marzo el Día Internacional de la Mujer. Luego, en 2011, se celebró el centenario de la celebración, con la premisa de Igualdad de Género y el Empoderamiento de la Mujer (ONU mujeres).

Una fuerza arrolladora recorre el mundo una cantidad innumerable de colectivos sociales en el mundo entero saldrán a las calles contra el patriarcado, que reproduce la desigualdad, y contra el capitalismo salvaje, que la alienta. Grupos, gremios, agrupaciones, fundaciones y ONGs del mundo entero se unen en la lucha y encabezan de forma autoconvocada el Paro Internacional de Mujeres, con reclamos -entre otros, contra los femicidios, la brecha salarial, el acoso, las desigualdades en todas sus formas, y en pos -entre otros, de la igualdad, la libertad, derechos laborales, profesionales y personales.

Una línea de tiempo que sabe de lucha

1909: de conformidad con una declaración del Partido Socialista de Estados Unidos, el 28 de febrero se conmemoró en Estados Unidos el primer Día Nacional de la Mujer.

1910:la Internacional Socialista, reunida en Copenhague,proclamó el Día de la Mujer, de carácter internacional como homenaje al movimiento en favor de los derechos de la mujer y para ayudar a conseguir el sufragio femenino universal.La propuesta fue aprobada unánimemente por la conferencia de más de 100 mujeres procedentes de 17 países, entre ellas las tres primeras mujeres elegidas para el parlamento finés. No se estableció una fecha fija para la conmemoración.

1911: como consecuencia de la decisión adoptada en Copenhague el año anterior, el Día Internacional de la Mujer se conmemoró por primera vez (el 19 de marzo) en Alemania, Austria, Dinamarca y Suiza, con concentraciones a las que asistieron más de 1 millón de mujeres y hombres. Además del derecho de voto y de ocupar cargos públicos, exigieron el derecho al trabajo, a la formación profesional y a la no discriminación laboral.

1913-1914: en el marco de los movimientos en pro de la paz que surgieron en vísperas de la primera guerra mundial, las mujeres rusas celebraron su primer Día Internacional de la Mujer el último domingo de febrero de 1913. En el resto de Europa, las mujeres realizaron reuniones en torno al 8 de marzo del año siguiente para protestar por la guerra o para solidarizarse con las demás mujeres.

1917: como reacción ante los 2 millones de soldados rusos muertos en la guerra, las mujeres rusas escogieron de nuevo el último domingo de febrero para declararse en huelga en demanda de “pan y paz”. Los dirigentes políticos criticaron la oportunidad de la huelga, pero las mujeres la hicieron de todos modos. El resto es historia: cuatro días después el Zar se vio obligado a abdicar y el gobierno provisional concedió a las mujeres el derecho de voto. Ese histórico domingo fue el 23 de febrero, según el calendario juliano utilizado entonces en Rusia, o el 8 de marzo, según el calendario gregoriano utilizado en otros países.

1975: coincidiendo con el Año Internacional de la Mujer, las Naciones Unidas celebraron el Día Internacional de la Mujer, por primera vez, el 8 de marzo.

1995: la Declaración y la Plataforma de Beijing, una hoja de ruta histórica firmada por 189 gobiernos hace 20 años, estableció la agenda para la materialización de los derechos de las mujeres.

2014: la 58 Sesión de la Comisión sobre la Condición Jurídica y Social de la Mujer (CSW58), la reunión anual de Estados para abordar cuestiones relativas a igualdad de género, se centró en los “Desafíos y logros en la aplicación de los Objetivos de Desarrollo del Milenio para las mujeres y las niñas”.


jueves, 4 de marzo de 2021

4 DE MARZO DE 1948 MUERE ANTONIN ARTAUD

 

4 DE MARZO DE 1948 MUERE
ANTONIN ARTAUD

(Marsella, 1896 - Ivry-sur-Seine, 1948) Poeta, ensayista, actor y director de teatro francés, fundador del teatro de la crueldad. En 1910 publicó sus primeros versos bajo el seudónimo de Louis des Attides. Terminó sus estudios en 1914 y al año siguiente ingresó en una clínica mental en la Rouguière, cerca de Marsella, por padecer fuertes dolores de cabeza crónicos originados a partir de una grave meningitis que sufrió a la edad de cinco años.

En 1920 sus padres lo llevaron a París y conoció al psiquiatra Edouard Toulouse, fundador de la revista científico-literaria Demain, para la cual escribió y trabajó como secretario de redacción. Posteriormente estudió actuación en el Théâtre de l'Oeuvre bajo la dirección de Lugné-Poe, y luego se vinculó con Charles Dullin, que acababa de fundar el Théâtre de l´Atelier, en el que participó como actor y realizador.

En 1923 entró en contacto con Robert Desnos y André Breton, y se adhirió de inmediato a los principios del grupo surrealista, convirtiéndose en uno de sus principales miembros. Dirigió la "Central de Investigaciones surrealistas" y participó activamente en la revista La Révolution Surréaliste hasta su ruptura con Breton en 1926, época en que fue expulsado del movimiento junto a Philippe Soupault, acusados de "desviacionismo literario".

Con Roger Vitrac y Robert Aron, Antonin Artaud fundó el Teatro Alfred Jarry, que entre 1926 y 1930 realizó producciones experimentales como su obra Vientre quemado o la madre loca (1927); y participó, como actor cinematográfico, en las películas Napoleón (1927), de Abel Gance, y La pasión de Juana de Arco (1928), de Carl T. Dreyer.

En 1932 escribió el manifiesto Teatro de la crueldad, publicado por la Nouvelle Revue Française en su número 229, donde presentó las bases de lo que posteriormente sería su principal obra crítica, El teatro y su doble (1938), la cual, junto a Ubú rey de Alfred Jarry, representa la síntesis del drama vanguardista del siglo XX. En su teoría, Antonin Artaud asigna al teatro la función de destruir los valores culturales artificiales impuestos por siglos de dogmatismo racionalista, y propone volver al ritual primitivo para reflejar la verdadera realidad del alma humana y las condiciones en que vive: "el drama de crueldad".

Entretanto había publicado una colección de ensayos, una novela (Le Moine, 1931) y Heliogábalo o El anarquista coronado (1934). El estreno de su tragedia Los Cenci (1935), inspirada en Stendhal y en Shelley, constituyó un rotundo fracaso y determinó en el autor el abandono definitivo del teatro.

En 1936 se embarcó a México, donde dio una serie de conferencias para luego convivir durante meses con los indios tarahumaras, de cuya experiencia data un conjunto de artículos y notas que dio origen a Viaje al país de los tarahumaras. Volvió a la patria y en 1937, ya con la salud muy quebrantada, hizo un viaje a Irlanda; su extremada pobreza le obligó a abandonar Dublín al poco tiempo. Durante el viaje de regreso sufrió un acceso de locura y, desembarcado en Le Havre, fue internado en el asilo de esta ciudad (1937).

De ahí arranca el penoso calvario del autor: sucesivamente trasladado a varios asilos, fue a parar por fin a Rodez (Aveyron), donde permaneció hasta 1946. Tras diez años de internamiento, volvió de nuevo en París, y allí pudo darse cuenta de que no era un desconocido. En efecto, en 1938 había visto la luz una colección de sus ensayos sobre teatro bajo el título de El teatro y su doble, obra cuyo éxito perduraba todavía. La aparición de sus Lettres de Rodez (1946) aumentó aún su prestigio.

Alentado por la viva simpatía de que era objeto, Antonin Artaud dio a las prensas un excelente estudio sobre el pintor holandés Vincent van Gogh, titulado Van Gogh, el suicidado por la sociedad (1947). A continuación vieron la luz diversos textos, en su mayoría publicados después de la muerte del autor: Artaud le Momo, Ci-Git, Vie et Mort de Satan le Feu y Para acabar de una vez con el juicio de Dios (1948). Poeta maldito en toda la acepción de la palabra, Antonin Artaud ganó en cierta manera la inmortalidad con su resistencia al mundo exterior. Visionario cuyos textos queman como el vitriolo, su humanidad está por encima de su obra, que produce la impresión de estar constituida por los fragmentos de una tragedia perdida.

martes, 2 de marzo de 2021

2 DE MARZO DE 1982 MUERE PHILIP KINDRED DICK

2 DE MARZO DE 1982 MUERE
PHILIP KINDRED DICK

Philip K. Dick nació el 16 de diciembre de 1928 en Chicago, Illinois, Estados Unidos.
Hijo de Dorothy Kindred Dick y Joseph Edgar Dick. Con su hermana melliza, Jane Charlotte Dick, nacieron seis semanas antes de lo normal. El fallecimiento de Jane, seis semanas después de su nacimiento tras sucumbir a los cuidados de su madre, afectó profundamente su vida y provocó el recurrente "gemelo fantasma" en sus libros. Sus abuelos paternos eran irlandeses
Sus progenitores trabajaron para el United States Department of Agriculture. Dick dijo tras el fallecimiento de su madre que había sido «una presencia maligna» en su vida, dolido porque se casara con el hermano de su padre. Con su progenitor no tendría más contacto que el esporádico. Le retiró la palabra en 1945 tras defender el uso de armas nucleares contra Japón.
Mostró una inteligencia por encima de la media, ligada a la agorafobia, patología por la que comenzó a consumir fármacos desde su adolescencia. Esa patología le obligó a cursar el último año de instituto en casa.
Trasladado a la California beat, su malditismo se fue nutriendo con su adicción a los alucinógenos y a las anfetaminas y a sus cada vez más frecuentes episodios esquizoides. Trabajó en la radio antes de ingresar en la Universidad de Berkeley, donde pasó un año. Trabajó en una tienda de discos antes de empezar la larga lista de pequeños trabajos como escritor para ganarse la vida.
Autor de escritura acelerada y desordenada, trascendió su encasillamiento en la ciencia ficción y desde sus inicios aparece el eje central de su obra: una realidad diferente a lo que parece o estaba destinada a ser. Aunque sus obras se clasifican como ciencia ficción, no se centró en los tópicos de la tecnología futurista, sino en los efectos desconcertantes de entornos diferentes, y con frecuencia distópicos.
Libros;
En 1952 se publica su primera historia, Beyond Lies the Wub, dedicándose desde entonces a escritor a tiempo completo desarrollando una productividad extraordinaria, ya que a menudo completaba un nuevo trabajo, generalmente una historia corta o una novela, cada dos semanas para colecciones de bolsillo. Además de treinta y seis novelas, fue autor de 121 relatos cortos.
Publicó su primera novela, Solar Lottery, en 1955. 
En novelas como Time out of Joint (1959), The Man in the High Castle (1962; Premio Hugo; serie de televisión 2015), yThe Three Stigmata of Palmer Eldritch (1965), los protagonistas deben determinarse en un mundo alternativo.
Desde The Simulacra (1964) y hasta Do Androids Dream of Electric Sheep? (1968; adaptado para el cine como Blade Runner, 1982), aparecen criaturas artificiales relacionándose con la auténticidad de la realidad en el futuro.
Entre sus numerosas obras destacan A Handful of Darkness (1955), The Variable Man and Other Stories (1957), The Preserving Machine (1969) o I Hope I Shall Arrive Soon (1985).
Varios de sus cuentos y novelas fueron adaptados para el cine, como por ejemplo We Can Remember It for You Wholesale (Total Recall,1990 y 2012), Second Variety Screamers (1995), The Minority Report (2002), y A Scanner Darkly (2006).
The Man in the High Castle se convirtió en una serie de Amazon emitida desde 2015.
Sufrió una crisis de esquizofrenia paranoide el 2 de febrero de 1974 que le hizo creer que hablaba con Dios y que llevaba una doble vida en mundos paralelos.
Su casa se vio poblada de yonquis, camellos de tres al cuarto y prostitutas baratas. Tras años de abuso de drogas y enfermedades mentales, murió empobrecido y sin reputación literaria fuera de los círculos de la ciencia ficción.
En el siglo XXI, se le consideró maestro de la ficción imaginativa y paranoica en línea con Franz Kafka o Thomas Pynchon. Quiso ser un escritor mainstream (Confesiones de un artista de mierda), pero acabó siendo autor para lectores underground.
Vida personal :
Tuvo cinco matrimonios: Jeanette Marlin (mayo a noviembre de 1948), Kleo Apostolides (14 de junio de 1950 a 1959), Anne Williams Rubinstein (1 de abril de 1959 a octubre de 1965), Nancy Hackett (6 de julio de 1966 a 1972) y Leslie "Tessa" Busby (18 de abril de 1973 a 1977).
Fue padre de Laura Archer Dick (nacida el 25 de febrero de 1960), Isolda Freya Dick (15 de marzo de 1967), y Christopher Kenneth Dick (25 de julio de 1973).
En 1955, él y su segunda esposa, Kleo Apostolides, fueron investigados por el FBI por las actividades izquierdistas de Kleo.
A su tercera esposa, Anne Williams Rubinstein; después de una discusión en 1963, intentó despeñarla por un precipicio. Después de solicitar el divorcio en 1964, se mudó a Oakland para vivir con una fan, Grania Davis. Poco después, intentó suicidarse saliéndose de la carretera con ella de pasajera en el coche.
Philip K. Dick falleció el 2 de marzo de 1982 en Santa Ana, California, meses antes del estreno millonario de la primera película de Blade Runner.
Obras
Novelas

1955
Lotería solar (Solar Lottery)

1956
El tiempo doblado (The World Jones Made)
Planetas morales (The Man Who Japed)

1957
Ojo en el cielo (Eye in the Sky)
Muñecos cósmicos (The Cosmic Puppets)

1959
Tiempo desarticulado (Time Out of Joint). Inspiró la película The Truman Show

1960
Dr. Futurity
El martillo de Vulcano (Vulcan's Hammer)

1962
El hombre en el castillo (The Man in the High Castle)

1963
Torneo mortal (The Game-Players of Titan)

1964
La penúltima verdad (The Penultimate Truth)
Tiempo de Marte (Martian Time-Slip)
Los simulacros (The Simulacra)
Los clanes de la luna alfana (Clans of the Alphane Moon)

1965
Los tres estigmas de Palmer Eldritch (The Three Stigmata of Palmer Eldritch)
El doctor Moneda Sangrienta (Dr. Bloodmoney, or How We Got Along After the Bomb)

1966
Aguardando el año pasado (Now Wait for Last Year)
The Crack in Space
The Unteleported Man

1967
La pistola de rayos (The Zap Gun)
El mundo contra reloj (Counter-Clock World)
The Ganymede Takeover (en colaboración con Ray Nelson)

1968
¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (Do Androids Dream of Electric Sheep?)

1969
Gestarescala (Galactic Pot-Healer)
Ubik

1970
Laberinto de muerte (A Maze of Death)
Nuestros amigos de Frolix 8 (Our Friends from Frolix 8)

1972
Podemos construirle (We Can Build You)

1974
Fluyan mis lágrimas, dijo el policía (Flow My Tears, the Policeman Said)

1975
Confesiones de un artista de mierda (Confessions of a Crap Artist)

1976
Deus irae (en colaboración con Roger Zelazny)

1977
Una mirada a la oscuridad (A Scanner Darkly)

1981
SIVAINVI (VALIS)
La invasión divina (The Divine Invasion)

1982
La transmigración de Timothy Archer (The Transmigration of Timothy Archer)

1984
The Man Whose Teeth Were All Exactly Alike

1985
Radio Libre Albemuth (Radio Free Albemuth)
Ir tirando (Puttering About in a Small Land)
En busca de Milton Lumky (In Milton Lumky Territory)

1986
Humpty Dumpty in Oakland

1987
Mary y el gigante (Mary and the Giant)

1988
The Broken Bubble

Nick and the Glimmung

1994
Gather Yourselves Together

2004
Lies, Inc.

lunes, 1 de marzo de 2021

1 DE MARZO DE 1875 MUERE TRISTAN CORBIÈRE

 

1 DE MARZO DE 1875 MUERE

TRISTAN CORBIÈRE

( Édouard-Joachim Corbière; Coatcongar, Ploujean, 1845 - Morlaix, 1875) Poeta francés. Prácticamente ignorado en vida, su fama póstuma se inició cuando Paul Verlaine comentó su obra en Los poetas malditos (1884); a partir de entonces sería apreciado como un destacado representante del simbolismo, junto a figuras como Rimbaud, Ultramontano, Mallarmé o el mismo Verlaine. De su único volumen de versos, Los amores amarillos (1873), surge su singular personalidad, contraída, tanto de cuerpo como de espíritu, en una triste mueca sarcástica hacia la vida que lo deforma miserablemente y lo lleva a cansarse de todo: de la gran poesía romántica, de Italia, del amor. Poseyó un nativo afecto de bretón por el mar; su padre, Édouard, oficial de Marina cuando joven, había escrito luego novelas marítimas.

Ingresado en 1857 en el colegio de Saint-Brieuc, Tristan Corbière volvió a su casa al cabo de treinta meses debido a su precaria salud. Más tarde prosiguió su formación en Nantes; pero, a los dieciséis años, una crisis de reumatismo articular lo dejó deforme para siempre y le obligó a renunciar definitivamente a los estudios. Trasladado al sur, no tardó en regresar a su mar de Bretaña; allí, en Roscoff, permanecería hasta 1869. Alto, delgado, extravagante en la indumentaria y los modales, era aficionado a los paseos marítimos en bote o balandro y a la compañía de pintores, que alentaron su pasión de dibujante y caricaturista.

A fines del citado año marchó a Italia y llegó hasta Nápoles, como un turista singular y burlón que alegremente se mofaba del "Vesubio y Compañía" y de la ciudad "patria de ingleses". Prefirió su Roscoff, adonde regresó en la primavera de 1870. En la del año siguiente, y también allí, habría de conocer su última ilusión: una mujer llegada de París con su acaudalado amigo, la Marcela de Los amores amarillos, o sea la italiana Armida Giuseppina Cuchiani. En marzo de 1872 se dirigió a su encuentro en París. Sin embargo, fue éste un amor sin alegría, torturado por la sospecha de que la mujer se moviera sólo a impulsos de la compasión o de una curiosidad morbosa.

En París llevó una vida miserable y en absoluto adecuada a su quebrantada salud. Colaboró en algunos periódicos, publicando a fines de 1873, y con la ayuda paterna, Los amores amarillos, que nadie supo apreciar, y proyectó un segundo tomo de versos, Mirlitons. En diciembre de 1874 se le encontró desvanecido en el suelo de su pobre habitación y fue llevado primeramente a una casa de socorro (a la que acudió a asistirle Armida) y luego a su Bretaña, donde murió.

La recopilación Los amores amarillos (1873), dedicada a su padre, refleja en sus vaivenes la desigual y enferma vida del artista. El carácter cáustico y antiliterario que dio origen a las primeras composiciones (del que es muestra evidente el mismo título) domina este amplio cancionero, entremezclado de descripciones, serenatas e invectivas. Son notables los anhelos por una existencia llena de vida y de sol (así, por ejemplo, en las poesías sobre Nápoles, aún tan desconcertantes) más allá de la cotidiana contemplación del mar borrascoso: verdadero impulso de bretón que encontraba simbólico incluso su propio nombre, en relación con las costas ("corbières") de los contrabandistas. El océano procuró la mejor inspiración de Corbière, por el afecto que le aproxima a los riesgos y fatigas cotidianas y ásperas de sus paisanos.

Entre refinamientos e impulsos de "dandy" byroniano, entre groserías y aires rebuscados de tipo barroco, Corbière sabe manifestar sin embargo una humanidad rica de doliente que anhela la paz, el amor y la verdad. Su dolor nace de una continua angustia no dominada por el espíritu, entregado en demasía a las cosas, a su fascinación y a su desencanto. Por ello Paul Verlaine dio fama al poeta al otorgarle el primer lugar en Los poetas malditos, poniéndolo como ejemplo de una busca lacerante de poesía que los simbolistas y los decadentes franceses del fin de siglo habían de admirar como la de un precursor.

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