viernes, 16 de abril de 2021

YASUNARI KAWABATA UN BRAZO

   YASUNARI KAWABATA   
    UN BRAZO   
-Puedo dejarte uno de mis brazos para esta noche -dijo la muchacha. Se quitó el brazo derecho desde el hombro y, con la mano izquierda, lo colocó sobre mi rodilla.

-Gracias -me miré la rodilla. El calor del brazo la penetraba.

-Pondré el anillo. Para recordarte que es mío -sonrió y levantó el brazo izquierdo a la altura de mi pecho-. Por favor -con un solo brazo era difícil para ella quitarse el anillo.

-¿Es un anillo de compromiso?

-No, un regalo. De mi madre.

Era de plata, con pequeños diamantes engarzados.

-Tal vez se parezca a un anillo de compromiso, pero no me importa. Lo llevo, y cuando me lo quito es como si estuviera abandonando a mi madre.

Levanté el brazo que tenía sobre la rodilla, saqué el anillo y lo deslicé en el anular.

-¿En éste?

-Sí -asintió ella-. Parecería artificial si no se doblan los dedos y el codo. No te gustaría. Deja que los doble por ti.

Tomó el brazo de mi rodilla y, suavemente, apretó los labios contra él. Entonces los posó en las articulaciones de los dedos.

-Ahora se moverán.

-Gracias -recuperé el brazo-. ¿Crees que me hablará? ¿Me dirigirá la palabra?

-Sólo hace lo que hacen los brazos. Si habla, me dará miedo tenerlo de nuevo. Pero inténtalo, de todos modos. Al menos debería escuchar lo que digas, si eres bueno con él.

-Seré bueno con él.

-Hasta la vista -dijo, tocando el brazo derecho con la mano izquierda, como para infundirle un espíritu propio-. Eres suyo, pero sólo por esta noche.

Cuando me miró, parecía contener las lágrimas.

-Supongo que no intentarás cambiarlo con tu propio brazo -dijo-. Pero no importa. Adelante, hazlo.

-Gracias.

Puse el brazo dentro de mi gabardina y salí a las calles envueltas por la bruma. Temía ser objeto de extrañeza si tomaba un taxi o un tranvía. Habría una escena si el brazo, ahora separado del cuerpo de la muchacha, lloraba o profería una exclamación.

Lo sostenía contra mi pecho, hacia el lado, con la mano derecha sobre la redondez del hombro. Estaba oculto bajo la gabardina, y yo tenía que tocarla de vez en cuando con la mano izquierda para asegurarme de que el brazo seguía allí. Probablemente no me estaba asegurando de la presencia del brazo sino de mi propia felicidad.

Ella se había quitado el brazo en el punto que más me gustaba. Era carnoso y redondo; ¿estaría en el comienzo del hombro o en la parte superior del brazo? La redondez era la de una hermosa muchacha occidental, rara en una japonesa. Se encontraba en la propia muchacha, una redondez limpia y elegante como una esfera resplandeciente de una luz fresca y tenue. Cuando la muchacha ya no fuese pura, aquella gentil redondez se marchitaría, se volvería fláccida. Al ser algo que duraba un breve momento en la vida de una muchacha hermosa, la redondez del brazo me hizo sentir la de su cuerpo. Sus pechos no serían grandes. Tímidos, sólo lo bastante grandes para llenar las manos, tendrían una suavidad y una fuerza persistentes. Y en la redondez del brazo yo podía sentir sus piernas mientras caminaba. Las movería grácilmente, como un pájaro pequeño o una mariposa trasladándose de flor en flor. Habría la misma melodía sutil en la punta de su lengua cuando besara.

Era la estación para llevar vestidos sin manga. El hombro de la muchacha, recién destapado, tenía el color de la piel poco habituada al rudo contacto del aire. Tenía el resplandor de un capullo humedecido al amparo de la primavera y no deteriorado todavía por el verano. Aquella mañana yo había comprado un capullo de magnolia y ahora estaba en un búcaro de cristal; y la redondez del brazo de la muchacha era como el gran capullo blanco. Su vestido tenía un corte más radical que la mayoría de vestidos sin mangas. La articulación del hombro quedaba al descubierto, así como el propio hombro. El vestido, de seda verde oscuro, casi negro, tenía un brillo suave. La muchacha estaba en la delicada inclinación de los hombros, que formaban una dulce curva con la turgencia de la espalda. Vista oblicuamente desde atrás, la carne de los hombros redondos hasta el cuello largo y esbelto se detenía bruscamente en la base de sus cabellos peinados hacia arriba, y la cabellera negra parecía proyectar una sombra brillante sobre la redondez de los hombros.

Ella había intuido que la consideraba hermosa, y me había prestado el brazo por esta redondez del hombro.

Cuidadosamente oculto debajo de mi gabardina, el brazo de la muchacha estaba más frío que mi mano. Mi corazón desbocado me causaba vértigo, y sabía que tendría la mano caliente. Quería que el calor permaneciera así, pues era el calor de la propia muchacha. Y la fresca sensación que había en mi mano me comunicaba el placer del brazo. Era como sus pechos, aún no tocados por un hombre.

La niebla se espesó todavía más, la noche amenazaba lluvia y mi cabello descubierto estaba húmedo. Oí una radio que hablaba desde la trastienda de una farmacia cerrada. Anunciaba que tres aviones cuyo aterrizaje era impedido por la niebla estaban sobrevolando el aeropuerto desde hacía media hora. Llamó la atención de los radioescuchas hacia el hecho de que en las noches de niebla los relojes podían estropearse, y que en tales noches los muelles tenían tendencia a romperse si se tensaban demasiado. Busqué las luces de los aviones, pero no pude verlas. No había cielo. La presión de la humedad invadía mis oídos, emitiendo un sonido húmedo como el retorcerse de millares de lombrices distantes. Me quedé frente a la farmacia, esperando ulteriores advertencias. Me enteré de que en noches semejantes los animales salvajes del zoológico, leones, tigres, leopardos y demás, rugían su malestar por la humedad, y que no tardaríamos en oírlos. Hubo un bramido como si bramara la tierra. Y entonces supe que las mujeres embarazadas y las personas melancólicas debían acostarse temprano en tales noches, y que las mujeres que perfumaban directamente su piel tendrían dificultades en eliminar después el perfume.

Al oír el rugido de los animales empecé a andar, y la advertencia sobre el perfume me persiguió. Aquel airado rugido me había puesto nervioso, y seguí andando para que mi inquietud no se transmitiera al brazo de la muchacha. Esta no estaba embarazada ni era melancólica, pero me pareció que esta noche en que tenía un solo brazo debía tener en cuenta el consejo de la radio y acostarse temprano. Esperé que durmiera plácidamente.

Mientras cruzaba la calle apreté mi mano izquierda contra la gabardina. Sonó un claxon. Algo me rozó por el lado y tuve que escabullirme. Tal vez la bocina había asustado el brazo. Los dedos estaban crispados.

-No te preocupes -dije-. Estaba muy lejos, no podía vernos. Por eso hizo sonar la bocina.

Como sostenía algo importante para mí, había mirado en ambas direcciones. El sonido del claxon fue tan lejano que pensé que iba dirigido a otra persona. Miré hacia la dirección de donde procedía, pero no pude ver a nadie. Solamente vi los faros, que se convirtieron en una mancha de color violeta pálido. Un color extraño para unos faros. Me detuve en la acera y lo vi pasar. Conducía el coche una mujer vestida de rojo. Me pareció que se volvía hacia mí y me saludaba con la mano. Sentí el deseo de echar a correr, temiendo que la muchacha hubiera venido a recuperar el brazo. Entonces recordé que no podía conducir con uno solo. Pero, ¿acaso la mujer del coche no había visto lo que yo llevaba? ¿No lo habría adivinado con su intuición femenina? Tendría que ser muy cauteloso para no enfrentarme a otra de su sexo antes de llegar a mi apartamento. Las luces de detrás eran también de un color violeta pálido. No distinguí el coche. Bajo la niebla cenicienta, una mancha color de espliego surgió de pronto y desapareció.

«Conduce sin ninguna razón, sin otra razón que la de conducir. Y mientras lo hace, desaparecerá –murmuré para mí mismo-. ¿Y qué era lo que iba sentado en el asiento trasero?»

Nada, al parecer. ¿Sería porque me paseaba llevando brazos de muchachas por lo que me sentía tan nervioso por la vaciedad? El coche conducido por aquella mujer llevaba consigo la pegajosa niebla nocturna. Y algo que había en ella había prestado a los faros un tono ligeramente violeta. Si no era de su propio cuerpo, ¿de dónde procedía aquella luz purpúrea? ¿Podía el brazo que yo ocultaba envolver en vaciedad a una mujer que conducía sola en una noche semejante? ¿Habría hecho ésta una seña al brazo de la muchacha desde su coche? En una noche así podía haber ángeles y fantasmas por la calle, protegiendo a las mujeres. Tal vez aquélla no iba en un coche, sino en una luz violeta. Su paseo no había sido en vano. Había espiado mi secreto.

Llegué al apartamento sin encuentros ulteriores. Me quedé escuchando ante la puerta. La luz de una luciérnaga pasó sobre mi cabeza y desapareció. Era demasiado grande y demasiado intensa para una luciérnaga. Retrocedí. Pasaron varias luces semejantes a luciérnagas, que desaparecieron incluso antes de que la espesa niebla pudiera absorberlas. ¿Se me habría adelantado un fuego fatuo, una especie de fuego mortífero, para esperar mi regreso? Pero entonces vi que se trataba de un enjambre de pequeñas polillas. Al pasar frente a la luz de la puerta, las alas de las polillas brillaban como luciérnagas. Demasiado grandes para ser luciérnagas, y sin embargo, tan pequeñas, como polillas, que invitaban al error.

Evitando el ascensor automático, me escabullí por las estrechas escaleras hasta el tercer piso. Como no soy zurdo, tuve cierta dificultad en abrir la puerta. Cuanto más lo intentaba, más temblaba mi mano, como si estuviera dominada por el terror que sigue a un crimen. Algo estaría esperándome dentro de la habitación, una habitación donde vivía solo; ¿y no era la soledad una presencia? Con el brazo de la muchacha ya no estaba solo. Y por eso, tal vez, mi propia soledad me esperaba allí para intimidarme.

-Adelante -dije, descubriendo el brazo de la muchacha cuando por fin abrí la puerta-. Bienvenido a mi habitación. Voy a encender la luz.

-¿Tienes miedo de algo? -pareció decir el brazo-. ¿Hay algo aquí dentro?

-¿Crees que puede haberlo?

-Percibo cierto olor.

-¿Olor? Debe ser el tuyo. ¿No ves rastros de mi sombra allí arriba, en la oscuridad? Mira con atención. Quizá mi sombra esperara mi regreso.

-Es un olor dulce.

-¡Ah!, la magnolia -contesté con alivio.

Me alegró que no fuera el olor mohoso de mi soledad. Un capullo de magnolia era digno de mi atractivo huésped. Me estaba acostumbrando a la oscuridad; incluso en plenas tinieblas sabía dónde se encontraba todo.

-Permíteme que encienda la luz -una extraña observación, viniendo del brazo-. Aún no conocía tu habitación.

-Gracias. Me causará una gran satisfacción. Hasta ahora nadie más que yo ha encendido las luces aquí.

Acerqué el brazo al interruptor que hay junto a la puerta. Las cinco luces se encendieron inmediatamente: en el techo, sobre la mesa, junto a la cama, en la cocina y en el cuarto de baño. No me había imaginado que pudieran ser tan brillantes.

La magnolia había florecido enormemente. Por la mañana era un capullo. Podía haberse limitado a florecer, pero había estambres sobre la mesa. Curioso, me fijé más en los estambres que en la flor blanca. Mientras recogía uno o dos y los contemplaba, el brazo de la muchacha, que estaba sobre la mesa, empezó a moverse, con los dedos como orugas, y a recoger los estambres en la mano. Fui a tirarlos a la papelera.

-Qué olor tan fuerte. Me penetra la piel. Ayúdame.

-Debes estar cansado. No ha sido un paseo fácil. ¿Y si descansaras un poco?

Puse el brazo sobre la cama y me senté a su lado. Lo acaricié suavemente.

-Qué bonita. Me gusta -el brazo debía referirse a la colcha, que tenía flores estampadas de tres colores sobre un fondo azul. Algo animado para un hombre que vivía solo-. De modo que aquí es donde pasaremos la noche. Estaré muy quieto.

-¿Ah, sí?

-Permaneceré a tu lado y no a tu lado.

La mano cogió la mía, suavemente. Las uñas, lacadas con minuciosidad, eran de un rosa pálido. Los extremos sobrepasaban con mucho los dedos.

Junto a mis propias uñas, cortas y gruesas, las suyas poseían una belleza extraña, como si no pertenecieran a un ser humano. Con tales yemas de los dedos, quizás una mujer trascendiera la mera humanidad. ¿O acaso perseguía la feminidad en sí? Una concha luminosa por el diseño de su interior, un pétalo bañado en rocío, pensé en los símiles obvios. Sin embargo, no recordé ningún pétalo o concha cuyo color y forma fuesen parecidos. Eran las uñas de los dedos de la muchacha, incomparables con otra cosa. Más traslúcidos que una concha delicada, que un fino pétalo, parecían contener un rocío de tragedia. Cada día y cada noche las energías de la muchacha se dedicaban a dar brillo a esta belleza trágica. Penetraba mi soledad. Tal vez mi soledad, mi anhelo, la transformaba en rocío.

Posé su dedo meñique en el índice de mi mano libre, contemplando la uña larga y estrecha mientras la frotaba con mi pulgar. Mi dedo tocaba el extremo del suyo, protegido por la uña. El dedo se dobló, y el codo también.

-¿Sientes cosquillas? -pregunté-. Seguro que sí.

Había hablado imprudentemente. Sabía que las yemas de los dedos de una mujer son sensibles cuando las uñas son largas. Y así había dicho al brazo de la muchacha que había conocido a otras mujeres.

Una de ellas, no mucho mayor que la muchacha que me había prestado el brazo, pero mucho más madura en su experiencia de los hombres, me había dicho que las yemas de los dedos, ocultas de este modo bajo las uñas, eran a menudo extremadamente sensibles. Se adquiría la costumbre de tocar las cosas con las uñas y no con las yemas, y por lo tanto éstas sentían un cosquilleo cuando algo las rozaba.

Yo había demostrado asombro ante este descubrimiento, y ella continuó:

-Si, por ejemplo, estás cocinando, o comiendo, y algo te toca las yemas de los dedos y das un respingo, parece tan sucio…

¿Era la comida lo que parecía impuro, o la punta de la uña? Cualquier cosa que tocara sus dedos le repugnaba por su suciedad. Su propia pureza dejaba una gota de trágico rocío bajo la sombra larga de la uña. No cabía suponer que hubiera una gota de rocío para cada uno de los diez dedos.

Era natural que por esta razón yo deseara aún más tocar las yemas de sus dedos, pero me contuve. Mi soledad me contuvo. Era una mujer en cuyo cuerpo no se podía esperar que quedasen muchos lugares sensibles.

En cambio, en el cuerpo de la muchacha que me había prestado el brazo serían innumerables. Tal vez, al jugar con las yemas de los dedos de semejante muchacha, ya no sentiría culpa, sino afecto. Pero ella no me había prestado el brazo para tales desmanes. No debía hacer una comedia de su gesto.

-La ventana -no advertí que la ventana estaba abierta, sino que la cortina estaba descorrida.

-¿Habrá algo que mire hacia adentro? -preguntó el brazo de la muchacha.

-Un hombre o una mujer, nada más.

-Nada humano me vería. Si acaso sería un ser. El tuyo.

-¿Un ser? ¿Qué es eso? ¿Dónde está?

-Muy lejos -dijo el brazo, como cantando para consolarme-. La gente va por ahí buscando seres, muy lejos.

-¿Y llegan a encontrarlos?

-Muy lejos -repitió el brazo.

Se me antojó que el brazo y la propia muchacha se hallaban a una distancia infinita uno de otra. ¿Podría el brazo volver a la muchacha, tan lejos? ¿Podría yo devolverlo, tan lejos? El brazo reposaba tranquilamente, confiando en mí; ¿dormiría la muchacha con la misma confianza tranquila? ¿No habría dureza, una pesadilla? ¿Acaso no había dado la impresión de contener las lágrimas cuando se separó de él? Ahora, el brazo estaba en mi habitación, que la propia muchacha aún no había visitado.

La humedad nublaba la ventana, como el vientre de un sapo extendido sobre ella. La niebla parecía retener la lluvia en el aire, y la noche, al otro lado de la ventana, perdía distancia, pese a estar envuelta en una lejanía ilimitada. No se veían tejados, no se oía ninguna bocina.

-Cerraré la ventana -dije, asiendo la cortina.

También ella estaba húmeda. Mi rostro apareció en la ventana, más joven que mis treinta y tres años. Sin embargo, no vacilé en correr la cortina. Mi rostro desapareció.

De pronto, el recuerdo de una ventana. En el noveno piso de un hotel, dos niñas vestidas con faldas amplias y rojas jugaban ante la ventana. Niñas muy parecidas con ropas similares, occidentales, tal vez mellizas. Golpeaban el cristal, empujándolo con los hombros y empujándose mutuamente. Su madre tejía, de espaldas a la ventana. Si la gran hoja de cristal se hubiera roto o desprendido de su marco, habrían caído desde el piso noveno. Sólo yo pensé en el peligro. Su madre estaba totalmente distraída. De hecho, el cristal era tan sólido que no existía el menor peligro.

-Es hermosa -dijo el brazo desde la cama, cuando me aparté de la ventana. Quizás hablara de la cortina, cuyo estampado era el mismo que el de la colcha.

-¡Oh! Pero el sol la ha descolorido y casi habría que tirarla -me senté en la cama y coloqué el brazo sobre mi rodilla-. Eso sí que es hermoso. Más hermoso que todo.

Tomando la palma de la mano en mi propia palma derecha, y el hombro en mi mano izquierda, doblé el codo y lo volví a doblar.

-Pórtate bien -dijo el brazo, como sonriendo suavemente-. ¿Te diviertes?

-Nada en absoluto.

Una sonrisa apareció efectivamente en el brazo, cruzándolo como una luz. Era la misma sonrisa fresca de la mejilla de la muchacha.

Yo conocía esta sonrisa. Con los codos en la mesa, ella solía enlazar las manos con soltura y apoyar en ellas el mentón o la mejilla. La posición hubiera debido ser poco elegante en una muchacha; pero había en ella una cualidad sutilmente seductora que hacía parecer inadecuadas expresiones como «los codos en la mesa». La redondez de los hombros, los dedos, el mentón, las mejillas, las orejas, el cuello largo y esbelto, el cabello, todo se juntaba en un único movimiento armonioso. Al usar hábilmente el cuchillo y el tenedor, con el primer dedo y el meñique doblados, los levantaba de modo casi imperceptible de vez en cuando. La comida pasaba por los pequeños labios y ella tragaba; yo tenía ante mí menos a una persona cenando que a una música incitante de manos, rostro y garganta. La luz de su sonrisa fluyó a través de la piel de su brazo.

El brazo parecía sonreír porque, mientras yo lo doblaba, olas muy suaves pasaron sobre los músculos firmes y delicados para enviar ondas de luz y sombra sobre la piel tersa. Antes, cuando había tocado las yemas de los dedos bajó las largas uñas, la luz que pasaba por el brazo al doblarse el codo había atraído mi mirada. Fue aquello, y no un impulso cualquiera de causar daño, lo que me incitó a doblar y desdoblar el brazo. Me detuve, y lo contemplé estirado sobre mi rodilla. Luces y sombras frescas seguían pasando por él.

-Me preguntas si me divierto. ¿Te das cuenta de que tengo permiso para cambiarte por mi propio brazo?

-Sí.

-En cierto modo, me asusta hacerlo.

-¿Ah, sí?

-¿Puedo?

-Por favor.

Oí el permiso concedido y me pregunté si lo aceptaría.

-Dilo otra vez. Di «por favor».

-Por favor, por favor.

Me acordé. Era como la voz de una mujer que había decidido entregarse a mí, no tan hermosa como la muchacha que me había prestado el brazo. Tal vez existía algo extraño en ella.

-Por favor -me había dicho, mirándome. Yo puse los dedos sobre sus párpados y los cerré. Su voz temblaba-. «Jesús lloró. Entonces dijeron los judíos: “¡Miren cuánto la amaba!»

Era un error decir «la» en vez de «le». Se trataba de la historia del difunto Lázaro. Quizá, siendo ella una mujer, lo recordaba mal, o quizá la sustitución era intencionada.

Las palabras, tan inadecuadas a la escena, me trastornaron. La miré con fijeza, preguntándome si brotarían lágrimas en los ojos cerrados.

Los abrió y levantó los hombros. Yo la empujé hacia abajo con el brazo.

-¡Me haces daño! -se llevó la mano a la nuca.

Había una pequeña gota de sangre en la almohada blanca. Apartando sus cabellos, posé los labios en el punto de sangre que se iba hinchando en su cabeza.

-No importa -se quitó todas las horquillas-. Sangro con facilidad. Al menor contacto.

Una horquilla le había pinchado la piel. Un estremecimiento pareció sacudir sus hombros, pero se controló.

Aunque creo comprender lo que siente una mujer cuando se entrega a un hombre, sigue habiendo en el acto algo inexplicable. ¿Qué es para ella? ¿Por qué ha de desearlo, por qué ha de tomar la iniciativa? Jamás pude aceptar realmente la entrega, aun sabiendo que el cuerpo de toda mujer está hecho para ella. Incluso ahora, que soy viejo, me parece extraño. Y las actitudes adoptadas por diversas mujeres: diferentes, si se quiere, o tal vez similares, o incluso idénticas. ¿Acaso no es extraño? Quizá la extrañeza que encuentro en todo ello es la curiosidad de un hombre más joven, o la desesperación de uno de edad avanzada. O tal vez una debilidad espiritual que padezco.

Su angustia no era común a todas las mujeres en el acto de la entrega. Y con ella ocurrió solamente aquella única vez. El hilo de plata estaba cortado, la taza de oro, destruida.

«Por favor», había dicho el brazo, recordándome así a la otra muchacha; pero ¿eran realmente iguales ambas voces? ¿No habrían sonado parecidas porque las palabras eran las mismas? ¿Hasta este punto se habría independizado el brazo del cuerpo del que estaba separado? ¿Y no eran las palabras el acto de entregarse, de estar dispuesto a todo, sin reservas, responsabilidad o remordimiento?

Me pareció que si aceptaba la invitación y cambiaba el brazo con el mío, causaría a la muchacha un dolor infinito.

Miré el brazo que tenía sobre la rodilla. Había una sombra en la parte interior del codo. Me dio la impresión de que podría absorberla. Apreté mis labios contra el codo, para sorber la sombra.

-Me haces cosquillas. Pórtate bien -el brazo estaba en torno a mi cuello, rehuyendo mis labios.

-Precisamente cuando bebía algo bueno.

-¿Y qué bebías?

No contesté.

-¿Qué bebías?

-El olor de la luz. De la piel.

La niebla parecía más espesa; incluso las hojas de la magnolia se antojaban húmedas. ¿Qué otras advertencias emitiría la radio? Caminé hacia mi radio de sobremesa y me detuve. Escucharla con el brazo alrededor de mi cuello parecía excesivo. Pero sospechaba que oiría algo similar a esto: a causa de las ramas mojadas, y de sus propias alas y patas mojadas, muchos pájaros pequeños han caído al suelo y no pueden volar. Los coches que estén cruzando un parque deben tomar precauciones para no atropellarlos. Y si se levanta un viento cálido, es probable que la niebla cambie de color. Las nieblas de color extrañó son nocivas. Por consiguiente, los radioescuchas deben cerrar con llave sus puertas si la niebla adquiere un tono rosa o violeta.

-¿Cambiar de color? -murmuré-. ¿Volverse rosa o violeta?

Aparté la cortina y miré hacia fuera. La niebla parecía condensarse con un peso vacío. ¿Acaso se debía al viento que hubiera en el aire una oscuridad sutil, diferente de la habitual negrura de la noche? El espesor de la niebla parecía infinito, y no obstante, más allá de ella se retorcía y enroscaba algo terrorífico.

Recordé que antes, mientras me dirigía a casa con el brazo prestado, los faros delanteros y traseros del coche conducido por la mujer vestida de rojo aparecían indistintos en la niebla. Una esfera grande y borrosa de tono violeta parecía aproximarse ahora a mí. Me apresuré a retirarme de la ventana.

-Vámonos a la cama. Nosotros también.

Daba la impresión de que nadie más en el mundo estaba levantado. Estar levantado era el terror.

Después de quitarme el brazo del cuello y colocarlo sobre la mesa, me puse un kimono de noche limpio, de algodón estampado. El brazo me observó mientras me cambiaba. Me avergonzaba ser observado. Ninguna mujer me había visto desnudándome en mi habitación.

Con el brazo en el mío, me metí en la cama. Me acosté a su lado y lo atraje suavemente hacia mi pecho. Se quedó inmóvil.

Con intermitencias podía oír un leve sonido, como de lluvia, un sonido muy ligero, como si la niebla no se hubiera convertido en lluvia, sino que ella misma estuviera formando gotas. Los dedos entrelazados con los míos bajo la manta adquirieron más calor; y el hecho de que no se hubieran calentado a mi propia temperatura me comunicó la más serena de las sensaciones.

-¿Estás dormido?

-No -replicó el brazo.

-Estabas tan quieto que pensé que te habrías dormido.

-¿Qué quieres que haga?

Abriendo mi kimono, llevé el brazo a mi pecho. La diferencia de calor me penetró. En la noche algo sofocante, algo fría, la suavidad de la piel era agradable.

Las luces seguían encendidas. Había olvidado apagarlas al meterme en la cama.

-Las luces -me levanté, y el brazo se cayó de mi pecho.

Me apresuré a recogerlo.

-¿Quieres apagar las luces? -me dirigí hacia la puerta-. ¿Duermes a oscuras o con las luces encendidas?

El brazo no respondió. Tenía que saberlo. ¿Por qué no contestaba? Yo no conocía las costumbres nocturnas de la muchacha. Comparé las dos imágenes: dormida a oscuras y con la luz encendida. Decidí que esta noche, sin el brazo, dormiría con luz. En cierto modo, yo también prefería tenerla encendida. Quería contemplar el brazo. Quería mantenerme despierto y mirar el brazo cuando estuviera dormido. Pero los dedos se estiraron y apretaron el interruptor.

Volví a la cama y me acosté en la oscuridad, con el brazo junto a mi pecho. Guardé silencio, esperando que se durmiera. Ya fuese porque estaba insatisfecho o temeroso de la oscuridad, la mano permanecía abierta a mi lado, y poco después los cinco dedos empezaron a recorrer mi pecho. El codo se dobló por propia iniciativa, y el brazo me abrazó.

En la muñeca de la muchacha había un pulso delicado. Reposaba sobre mi corazón, de forma que los dos pulsos sonaban uno contra otro. El suyo era al principio un poco más lento que el mío, y al poco rato coincidieron. Y algo después ya sólo podía sentir el mío. Ignoraba cuál era más rápido y cuál más lento.

Tal vez esta identidad de pulso y latido fuera para un breve período en el que yo podía intentar cambiar el brazo con el mío. ¿O acaso estaría durmiendo? Una vez oí decir a una muchacha que las mujeres eran menos felices en las angustias del éxtasis que durmiendo pacíficamente junto a sus hombres; pero jamás una mujer había dormido tan pacíficamente junto a mí como este brazo.

Yo era consciente del latido de mi corazón gracias al pulso que latía sobre él. Entre un latido y el siguiente, algo se alejaba muy de prisa y, también muy de prisa, volvía.

Mientras yo escuchaba los latidos, la distancia pareció aumentar, y por mucho que este algo se alejara, por muy infinitamente lejos que se fuera, no encontraba nada en su destino. El próximo latido lo hacía volver. Yo debía haber tenido miedo, pero no lo tenía. No obstante, busqué el interruptor que estaba junto a la almohada.

Antes de oprimirlo, enrollé la manta hacia abajo. El brazo continuaba dormido, ignorante de lo que ocurría. Una dulce franja del más pálido blanco rodeaba mi pecho desnudo, y parecía surgir de la misma carne, como el resplandor que antecede a la salida de un sol caliente y diminuto.

Encendí la luz. Puse mis manos sobre los dedos y el hombro, y estiré el brazo. Le di unas vueltas en silencio, contemplando el juego de luces y sombras desde la redondez del hombro hasta la finura y turgencia del antebrazo, el estrechamiento de la suave curva del codo, la sutil depresión en el interior del codo, la redondez de la muñeca, la palma y el dorso de la mano,y después los dedos.

«Me lo quedaré.» No tuve conciencia de haber murmurado las palabras. En un trance, me quité el brazo derecho y lo sustituí por el de la muchacha.

Hubo un ligero sonido entrecortado -no pude saber si mío o del brazo- y un espasmo en mi hombro. Así fue como me enteré del cambio.

El brazo de la muchacha, ahora mío, temblaba y se movía en el aire. Lo doblé y lo acerqué a mi boca.

-¿Duele? ¿Te duele?

-No. Nada, nada -las palabras eran vacilantes.

Un estremecimiento me recorrió como un relámpago.

Tenía los dedos en la boca.

De algún modo proferí mi felicidad, pero los dedos de la muchacha estaban sobre mi lengua, y dijera lo que dijese, no formé ninguna palabra.

-Por favor. Todo va bien -replicó el brazo. El temblor cesó-. Me dijeron que podías hacerlo. Y no obstante…

Me di cuenta de algo. Podía sentir los dedos de la muchacha en la boca, pero los dedos de su mano derecha, que ahora eran los de mi propia mano derecha, no podían sentir mis labios o mis dientes. Presa del pánico, sacudí mi mano derecha y no pude sentir las sacudidas. Había una interrupción, un paro, entre el brazo y el hombro.

-La sangre no fluye -prorrumpí-. ¿Verdad que no?

Por primera vez, el miedo me atenazó. Me incorporé en la cama. Mi propio brazo había caído junto a mí. Separado de mí, era un objeto repelente. Pero más importante, ¿se habría detenido el pulso? El brazo de la muchacha estaba caliente y palpitaba; el mío parecía estar quedándose frío y rígido. Con el brazo de la muchacha, tomé mi propio brazo derecho. Lo tomé, pero no hubo sensación.

-¿Hay pulso? -pregunté al brazo-. ¿Está frío?

-Un poco. Algo más frío que yo. Yo estoy muy caliente.

Había algo especialmente femenino en la cadencia. Ahora que el brazo estaba sujeto a mi hombro y se había convertido en mío, parecía más femenino que antes.

-¿El pulso no se ha detenido?

-Deberías ser más confiado.

-¿Por qué?

-Has cambiado tu brazo por el mío, ¿verdad?

-¿Fluye la sangre?

-«Mujer, ¿a quién buscas? ¿Conoces el pasaje?»

-«Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?»»

-Muy a menudo, cuando estoy soñando y me despierto en plena noche, me lo susurro a mí mismo.

Esta vez, naturalmente, quien hablaba debía ser la propietaria del atractivo brazo unido a mi hombro. Las palabras de la Biblia parecían pronunciadas por una voz eterna, en un lugar eterno.

-¿Le resultará difícil dormir? -yo también hablaba de la propia muchacha-. ¿Tendrá una pesadilla? Esta niebla invita a perderse en miles de pesadillas. Pero la humedad hará toser hasta a los demonios.

-Para que no puedas oírles -el brazo de la muchacha, con el mío todavía en su mano, cubrió mi oreja derecha.

Ahora era mi propio brazo derecho, pero el movimiento no parecía haber procedido de mi voluntad sino de la suya, de su corazón. Pese a ello, la separación distaba de ser tan completa.

-El pulso. El sonido del pulso.

Escuché el pulso de mi propio brazo derecho. El brazo de la muchacha se había acercado a mi oreja con mi propio brazo en su mano, y tenía mi propia muñeca junto al oído. Mi brazo estaba caliente; como el brazo de la muchacha había dicho, sólo perceptiblemente más frío que sus dedos y mi oreja.

-Mantendré alejados a los demonios -traviesamente, con suavidad, la uña larga y delicada de su dedo meñique se movió en mi oreja. Yo meneé la cabeza. Mi mano izquierda, la mía desde el principio, tomó mi muñeca derecha, que era la de la muchacha. Cuando eché atrás la cabeza, advertí el meñique de la muchacha.

Cuatro dedos de su mano asían el brazo que yo había separado de mi hombro derecho. Solamente el meñique -¿diremos que sólo él podía jugar libremente?- estaba doblado hacia el dorso de la mano. La punta de la uña apenas tocaba mi brazo derecho. El dedo estaba doblado en una posición posible únicamente para la mano flexible de una muchacha, descartada para un hombre de articulaciones duras como yo. Se elevaba en ángulos rectos desde la base. En la primera articulación se doblaba en otro ángulo recto, y en la siguiente, en otro. De este modo trazaba un cuadrado, cuyo lado izquierdo estaba formado por el dedo anular.

Formaba una ventana rectangular al nivel de mis ojos. O más bien una mirilla, o un anteojo, demasiado pequeño para ser una ventana; pero por alguna razón pensé en una ventana. La clase de ventana por la que podría mirar una violeta. Esta ventana del dedo meñique, este anteojo formado por los dedos, tan blanco que despedía un débil resplandor, lo acerqué lo más posible a uno de mis ojos, y cerré el otro.

-¿Un mundo nuevo? -preguntó el brazo-. ¿Y qué ves?

-Mi oscura habitación. Sus cinco luces -antes de terminar la frase, casi grité-. ¡No, no! ¡Ya lo veo!

-¿Y qué ves?

-Ha desaparecido.

-¿Y qué has visto?

-Un color. Una mancha púrpura. Y en su interior, pequeños círculos, pequeñas cuentas rojas y doradas, describiendo círculos una y otra vez.

-Estás cansado -el brazo de la muchacha dejó mi brazo derecho, y sus dedos me acariciaron suavemente los párpados.

-¿Giraban las cuentas rojas y doradas en una enorme rueda dentada? ¿He visto algo en la rueda dentada, algo que iba y venía?

Yo ignoraba si realmente había visto algo en ella o sólo me lo había parecido: una ilusión efímera, que no permanecía en la memoria. No podía recordar qué había sido.

-¿Era una ilusión que querías enseñarme?

-No. Al final la he borrado.

-De días que ya pasaron. De nostalgia y tristeza. Sus dedos dejaron de moverse sobre mis párpados. Formulé una pregunta inesperada.

-Cuando te sueltas el cabello, ¿te cubre los hombros?

-Sí. Lo lavo con agua caliente, pero después, tal vez una manía mía, lo mojo con agua fría. Me gusta sentir el cabello frío sobre mis hombros y brazos, y también contra los pechos.

Naturalmente, volvía a hablar la muchacha. Sus pechos nunca habían sido tocados por un hombre, y sin duda le hubiera resultado difícil describir la sensación del cabello frío y mojado sobre ellos. ¿Acaso el brazo, separado del cuerpo, se había separado también de la timidez y la reserva?

En silencio posé la mano izquierda sobre la suave redondez de su hombro, que ahora era mío. Se me antojó que tenía en la mano la redondez, aún pequeña, de sus pechos. La redondez de los hombros se convirtió en la suave redondez de los pechos.

Su mano se posó suavemente sobre mis párpados. Los dedos y la mano permanecieron así, impregnándose, y la parte interior de los párpados pareció calentarse a su tacto. El calor penetró en mis ojos.

-Ahora la sangre está fluyendo -dije en voz baja-. Está fluyendo.

No fue un grito de sorpresa, como cuando advertí que había cambiado mi brazo por el suyo. No hubo estremecimiento ni espasmo, ni en el brazo de la muchacha ni en mi hombro. ¿Cuándo había empezado mi sangre a fluir por el brazo, y su sangre, en mi interior? ¿Cuándo había desaparecido la interrupción del hombro? La sangre pura de la muchacha estaba fluyendo, en este preciso momento, a través de mí; pero, ¿no habría algo desagradable cuando el brazo fuera devuelto a la muchacha, con esta sangre masculina y sucia fluyendo por él? ¿Qué pasaría si no se adaptaba a su hombro?

-No semejante traición -murmuré.

-Todo irá bien -susurró el brazo.

No se produjo la conciencia dramática de que la sangre iba y venía entre el brazo y mi hombro. Mi mano izquierda, envolviendo mi hombro derecho, y el propio hombro, ahora mío, tenían una comprensión natural del hecho. Habían llegado a conocerlo. Este conocimiento los adormeció.

Me quedé dormido.

Flotaba sobre una enorme ola. Era la niebla envolvente cuyo color se había tornado violeta pálido, y había rizos de un verde pálido en el lugar donde yo flotaba, y sólo allí. La húmeda soledad de mi habitación había desaparecido. Mi mano izquierda parecía reposar ligeramente sobre el brazo derecho de la muchacha; Parecía como si sus dedos sostuvieran estambres de magnolia. Yo no podía verlos, pero sí olerlos. Los habíamos tirado, ¿y cuándo y cómo los recogió ella? Los pétalos blancos, de un solo día, aún no habían caído; ¿por qué, pues, los estambres? El coche de la mujer vestida de rojo pasó muy cerca, dibujando un gran círculo conmigo en el centro. Parecía vigilar nuestro sueño, el de la muchacha y el mío.

Nuestro sueño fue probablemente ligero, pero nunca había conocido un sueño tan cálido y dulce. Dormía siempre con inquietud, y aún no había sido bendecido con el sueño profundo de un niño.

La uña larga, estrecha y delicada arañó suavemente la palma de mi mano, y el tenue contacto hizo más profundo mi sueño. Desaparecí.

Me desperté gritando. Casi me caí de la cama, y caminé tambaleándome tres o cuatro pasos.

Me había despertado el contacto de algo repulsivo. Era mi brazo derecho.

Mientras recobraba el equilibrio, contemplé el brazo que estaba sobre la cama. Contuve el aliento, mi corazón se disparó y todo mi cuerpo fue recorrido por un estremecimiento. Vi el brazo en un instante, y al siguiente ya había arrancado de mi hombro el brazo de la muchacha y colocado nuevamente el mío propio. El acto fue como un asesinato provocado por un impulso repentino y diabólico.

Me arrodillé junto a la cama, apoyé el pecho contra ella y froté mi corazón demerite con la mano recobrada. A medida que los latidos se calmaban, cierta tristeza brotó desde una profundidad mayor que lo más profundo de mi ser.

-¿Dónde está su brazo? -levanté la cabeza.

Yacía a los pies de la cama, con la palma hacia arriba sobre el ovillo de la manta. Los dedos estirados no se movían. El brazo era débilmente blanco bajo la luz opaca.

Con una exclamación de alarma lo recogí y apreté con fuerza contra mi pecho. Lo abracé como se abraza a un niño pequeño a quien la vida está abandonando. Llevé los dedos a mis labios. ¡Ojalá el rocío de la mujer manara de entre las largas uñas y las yemas de los dedos!

FIN

viernes, 9 de abril de 2021

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9 DE ABRIL DE 1927 CONDENARON A MUERTE A SACCO Y VANZETTI

9 DE ABRIL DE 1927
CONDENARON A MUERTE A 
SACCO Y VANZETTI

Tras un proceso judicial altamente irregular, un tribunal de Massachusetts condena a morir electrocutados a los trabajadores italianos Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti.

Convertidos en emblema mundial de la libertad y la justicia social, Sacco y Vanzetti fueron condenados por anarquistas y, en mayor medida, por ser pobres e inmigrantes, hasta tal punto que los testigos a su favor, todos italianos, jamás contaron con un intérprete que hiciera comprensibles sus palabras para los doce jurados angloparlantes.

La sentencia se ejecutó siete años después, en medio de una ola de indignación internacional.

"Es preciso hacer cualquier cosa para que el trágico caso de Sacco y Vanzetti se mantenga siempre vivo en la conciencia de la humanidad -dijo entonces Albert Einstein-. Los dos anarquistas italianos demuestran que, en última instancia, las instituciones democráticas más minuciosamente estudiadas no son mejores que los individuos que las usan como instrumento".

PALABRAS DE BARTOLOMÉ VANZETTI AL SER CONDENADO A MUERTE

- Bartolomé Vanzetti: ¿tiene usted alguna razón que manifestar, en virtud de la cual no pueda ser condenado a muerte?

- Si. Lo que yo digo es que soy inocente. Que no sólo soy inocente, sino que en toda mi vida, nunca he robado, ni he matado, ni he derramado sangre. Esto es lo que yo quiero decir. Y no es todo. No sólo soy inocente de estos dos crímenes, no sólo que nunca he robado, ni matado, ni derramado sangre, sino que he luchado toda mi vida, desde que tuve uso de razón, para eliminar el crimen de la Tierra.

Ahora, tengo que decir que no sólo soy inocente de todas esas cosas, no sólo no he cometido un crimen en mi vida; algunos pecados sí, pero nunca un crimen; no sólo he luchado toda mi vida por desterrar los crímenes, los crímenes que la ley oficial y la moral oficial condenan, sino también el crimen que la moral oficial y la ley oficial no condenan y santifican: la explotación y la opresión del hombre por el hombre. Y si hay alguna razón por la cual yo estoy en esta sala como reo, si hay alguna razón por la cual dentro de unos minutos va usted a condenarme, es por esa razón y por ninguna otra.

Pido perdón por evocarlo. Hay un hombre que es el más bueno que he visto en mi vida. Un hombre que va a permanecer y crecer cada vez más cerca del pueblo, cada vez más querido por él, más metido en su corazón, mientras exista en el mundo admiración por la bondad y por el sacrificio. Me estoy refiriendo a Eugenio Debs.

Este hombre tenía una verdadera y amplia experiencia en tribunales, prisiones y jurados. Sólo porque quería que el mundo fuese un poquito mejor de lo que era, fue perseguido y difamado desde su adolescencia hasta su ancianidad. Y en verdad fue asesinado por sus largas prisiones.

El conoce nuestra inocencia, y no sólo él, sino todos los hombres de claro criterio del mundo, no sólo de este país sino de todos los países del mundo, están con nosotros. La flor de la humanidad de Europa, los mejores escritores, los más grandes pensadores de Europa han pedido por nosotros. Los científicos, los más grandes científicos, los más grandes estadistas de Europa, han pedido por nosotros. Los pueblos de los países extranjeros se han pronunciado por nosotros.

¿Es posible, que sólo unos pocos individuos del jurado, sólo dos o tres hombres, que serían capaces de condenar a su propia madre a cambio de honores mundanos y bienes terrenos; es posible que ellos tengan razón contra el mundo, todo el mundo que ha dicho que están equivocados y que me consta que están equivocados?

Si hay alguien que pueda saber si tienen razón o no, somos yo y este hombre. Hace siete años que estamos juntos en la cárcel. Lo que hemos sufrido durante estos siete años, ninguna lengua humana lo puede narrar y, sin embargo aquí estoy delante de usted y no tiemblo, lo miro derecho a los ojos y no me ruborizo y no cambio de color, y no tengo vergüenza ni miedo.

Eugenio Debs dice que ni siquiera un perro, aunque no sea exactamente sus palabras, que ni siquiera un perro que ha matado gallinas, hubiera sido declarado culpable por un jurado de Estados Unidos con las pruebas que el Estado de Massachusetts ha reunido en contra de nosotros.

Hemos probado que no podía haber habido en toda la faz de la tierra un juez más prejuicioso ni más cruel que lo que usted lo ha sido con nosotros. Hemos probado eso. Y nos siguen negando un nuevo juicio. Nosotros sabemos, y también lo sabe usted en el fondo de su corazón, que usted ha estado en contra de nosotros desde el primer momento, aun antes de habernos visto la cara. Antes de vernos, usted ya sabía que éramos izquierdistas y que debíamos perecer. Nosotros sabemos que usted se descubrió, y descubrió su hostilidad contra nosotros y su desprecio, hablando con amigos suyos en el tren, en el club universitario de Boston y en el Golf Club de Worcester, Mass. Estoy seguro que si la gente supiera todo lo que usted dijo en contra nuestra, si usted tuviera el coraje de declararlo públicamente, entonces quizás su señoría, y siento tener que decirlo porque usted es un hombre anciano y yo tengo un padre anciano, pero quizás usted, señoría, tendría que estar ocupando nuestro lugar como acusado en este juicio.

Nosotros fuimos juzgados durante un período que ya ha pasado a la historia. Quiero decir con eso, un período en que había una ola de histeria y resentimiento y odio contra la gente de nuestras ideas e ideales, contra el extranjero. Y me parece, más bien estoy seguro, que tanto usted como el fiscal han hecho todo lo que pudieron para agitar la pasión de los miembros del jurado, los prejuicios de los miembros del jurado, en contra nuestro. Ellos nos odian porque estamos contra la guerra, y no saben distinguir entre un hombre que está contra la guerra porque la considera injusta, porque no odia a ningún pueblo sobre la tierra; y un hombre que está contra la guerra porque está a favor del país que lucha contra el país en que él está, y entonces es un espía.

Nósotros no somos espías. El señor fiscal sabe perfectamente que nosotros estábamos contra la guerra porque no creíamos en los propósitos por los cuales según ellos, se hacía esta guerra. La creíamos injusta y creemos eso hoy más que hace diez años, porque cada día vamos comprendiendo mejor, el resultado y las consecuencias de esa guerra.

Creemos hoy más que nunca que esa guerra fue un trágico engaño y yo voy a subir con alegría al cadalso si puedo decir a la humanidad: Cuidado, los llevan a una nueva hecatombe. ¿Para qué? Todo lo que les dicen, todo lo que les han prometido, todas son mentiras, trampas, engaños. Fue un crimen. Prometieron libertad. ¿Dónde está la libertad? Prometieron prosperidad. ¿Dónde está la prosperidad? Prometieron elevación y dignificación moral. ¿Donde están?

Desde el día que ingresé a la prisión de Charlestown, la población de la cárcel se ha duplicado. ¿Dónde está la nueva moral que la guerra ha traído al mundo? ¿Dónde está el progreso espiritual que hemos alcanzado a través de la guerra? ¿Dónde está la seguridad de nuestra vida, la seguridad de obtener el mínimo de cosas que necesitamos? ¿Dónde está el respeto por la vida humana? ¿Dónde están el respeto y la admiración por las características nobles y sanas del alma humana? Nunca antes de la guerra hubo tantos crímenes como ahora, tanta corrupción, tanta degeneración como la que hoy reina.

Se ha dicho que la defensa ha puesto toda clase de obstáculos en la marcha de este proceso para demorarlo todo lo posible. Yo creo que esto es injurioso, porque es inexacto. El Estado de Massachusetts ha utilizado uno de los cinco años que duró el proceso sólo para que la acusación comenzara con el juicio, nuestro primer juicio. Después los abogados de la defensa apelaron y usted esperó. Yo creo que en el fondo de su corazón usted ya había resuelto, cuando terminó el juicio, denegar todas las apelaciones que se interpusieran. Usted esperó un mes, no, un mes y medio, y comunicó su decisión en víspera de Navidad, exactamente en Nochebuena. Nosotros no creemos en la fábula de Nochebuena, ni desde el punto de vista histórico, ni religioso. Usted sabe que muchos de nuestros seres queridos creen en eso y no porque no creamos, significa que no seamos humanos. Nosotros somos humanos y la Navidad es una fecha grata al corazón de todos los hombres. Yo creo que usted ha comunicado su decisión en la víspera de Navidad, para envenenar el corazón de nuestros familiares v demás seres queridos.

Bueno, ya he dicho que no sólo no soy culpable de estos crímenes sino que nunca he cometido un crimen en mi vida; nunca he robado, ni matado, ni derramado sangre, y en cambio siempre he luchado contra el crimen. He luchado y me he sacrificado para borrar de la Tierra incluso aquellos crímenes que la ley y la iglesia legitiman y santifican.

Quiero decir esto: que no le deseo a un perro ni a una serpiente, al ser más bajo y despreciable de la Tierra, no le deseo lo que yo he tenido que sufrir por crímenes de los que no soy culpable. Pero mi convicciÓn más profunda es de que yo he sufrido por otros crímenes, de los que sí soy culpable.

Yo he sufrido y sufro porque soy un militante anarquista, y es cierto, lo soy. Porque soy italiano. Y es cierto, lo soy. He sufrido más por lo que creo que por lo que soy; pero estoy tan convencido de estar en lo cierto. que si ustedes pudieran matarme dos veces, y yo pudiera renacer otras dos, volvería a vivir como lo he hecho hasta ahora.

Vanzetti terminó su exposición con las siguientes palabras, incluidas por Seldon Rodman en una antología de la poesía norteamericana, dándole corte de versos:

He estado hablando mucho de mí mismo y ni siquiera había mencionado a Sacco.

Sacco también es un trabajador,un competente trabajador desde su niñez, amante de su trabajo, con un buen empleo y un sueldo,una cuenta en el banco, y una esposa encantadora y buena,dos niñitos preciosos y una casita bien arreglada en el lindero del bosque, junto al arroyo.

Sacco es todo corazón, todo fe, todo carácter, todo un hombre; un hombre, amante de la naturaleza y la humanidad; un hombre que le dio todo, que sacrificó todo por la causa de la libertad y su amor a los hombres: dinero, tranquilidad, ambición mundana, su esposa, sus hijos, su persona y su vida.

Sacco jamás ha pensado en robar, jamás en matar a nadie,él y yo jamás nos hemos llevado un bocado de pan a la boca, desde que somos niños hasta ahora,

que no lo hayamos ganado con el sudor de la frente.

Jamás ...

Ah, sí. Yo puedo ser más listo, como alguien ha dicho; yo tengo más labia que él, pero muchas, muchas veces,oyendo su voz sincera en la que resuena una fe sublime,considerando su sacrificio suoremo, recordando su heroísmo;yo me he sentido pequeño en presencia de su grandeza y me he visto obligado a repeler las lágrimas de mis ojos, y apretarme el corazón que se me atenazaba, para no llorar delante de él:este hombre, al que han llamado ladrón y asesino y condenado a muerte.

Pero el nomhre de Sacco vivirá en los corazones del pueblo y en su gratitud, cuando los huesos de Katzmann y los de todos vosotros hayan sido dispersados por el tiempo; cuando vuestro nombre, el suyo, vuestras leyes, instituciones, y vuestro falso dios no sean sino un borroso recuerdo de un pasado maldito en el que el hombre era lobo para el hombre ...

Si no hubiera sido por esto yo hubiera podido vivir mi vida charlando en las esquinas y burlándome de la gente.

Hubiera muerto olvidado, desconocido, fracasado.

Esta ha sido nuestra carrera y nuestro triunfo.

Jamás en toda nuestra vida hubiéramos podido hacer tanto por la tolerancia,

por la justicia,porque el hombre entienda al hombre,como ahora lo estamos haciendo por accidente.

Nuestras palabras, nuestras vidas, nuestros dolores -¡Nada!

La pérdida de nuestras vida -La vida de un zapatero y un pobre vendedor de pescado ¡Todo! Ese momento final es de nosotros

Esa agonía es nuestro triunfo.

Bartolomé Vanzetti

PALABRAS DE NICOLÁS SACCO AL SER
CONDENADO A MUERTE

- Nicolás Sacco, ¿tiene usted alguna razón que aducir acerca de por qué no se lo pueda condenar a muerte?

- Sí, señor. Yo no soy orador. El idioma inglés no es muy familiar para mí. Y como sé, como me dijo mi amigo, mi camarada Vanzetti, que piensa hablar más, entonces yo pensé dejarle el tiempo a él.

Yo nunca sé, nunca oí, ni leí en la historia de algo tan cruel como este tribunal. Después de seis años de perseguirnos, todavía nos creen culpables. Y toda esta buena gente está hoy con nosotros en el tribunal.

Yo sé que el fallo va a ser entre dos clases: la clase oprimida y la clase rica. Nosotros le damos al pueblo libros, literatura. Ustedes persiguen al pueblo, lo tiranizan y lo matan. Nosotros siempre tratamos de darle educación al pueblo. Ustedes tratan de poner una barrera entre nosotros y otras nacionalidades, para que nos odien. Por eso hoy yo estoy aquí en este banquillo, por haber sido de la clase oprimida. Y ustedes son los opresores.

Usted lo sabe, juez, usted conoce toda mi vida. Usted sabe por qué me han traído aquí y hace siete años que usted nos está persiguiendo, a mi y a mi pobre mujer, y hoy todavía nos condena a muerte. Yo quisiera contar toda mi vida pero, ¿para qué? Usted ya sabe de antemano lo que yo digo, y mi amigo, quiero decir mi compañero, va a hablar porque él sabe más inglés que yo, y yo lo voy a dejar hablar a él.

Mi camarada, el hombre bueno para todos los niños. Ustedes olvidan de toda la población que ha estado con nosotros durante siete años. Simpatizando con nosotros y dándonos toda su energía y toda su bondad. A usted no le interesa. Entre la gente y los camaradas y la clase trabajadora hay una gran legión de gente intelectual que ha estado con nosotros estos siete años, pero el tribunal sigue adelante. Y yo creo que les agradezco a todos, a toda la gente, mis camaradas que han estado conmigo estos siete años, con el caso Sacco y Vanzetti, y le voy a dar a mi amigo Vanzetti la oportunidad de que hable él.

Me olvidé de una cosa que mi camarada me hace acordar. Como dije antes, el juez conoce toda mi vida, y él sabe que nunca fui culpable, nunca. Ni ayer, ni hoy, ni para siempre.

Nicolás Sacco

martes, 6 de abril de 2021

6 DE ABRIL DE 1992 MUERE ISAAC ASIMOV

6 DE ABRIL DE 1992 MUERE
ISAAC ASIMOV

(Petrovichi, Smoliensk, 1920 - Nueva York, 1992) Escritor estadounidense de origen ruso que destacó especialmente en el género de la ciencia-ficción y la divulgación científica.

Nacido en el seno de una familia judía, fue el primogénito del matrimonio formado por Judah Asimov y Anna Rachel Berman. Algunos biógrafos fijan erróneamente su nacimiento el día 4 de octubre de 1919, sin reparar en el hecho de que su madre modificó esta fecha con el propósito de que el pequeño Isaac pudiese ingresar en la enseñanza pública un año antes del que le correspondía por su edad.

A comienzos de 1923, la familia Asimov abandonó la recién creada Unión Soviética para trasladarse a los Estados Unidos de América. Instalados, en un principio, en el barrio neoyorquino de Brooklyn (habitado en su mayor parte por ciudadanos hebreos), los Asimov salieron adelante en su nuevo país merced a la tienda de dulces regentada por el cabeza de familia, negocio que poco a poco fue prosperando y mudando de ubicación.

En dicho establecimiento se ponían a la venta una serie de publicaciones de ciencia ficción que el jovencísimo Isaac comenzó a devorar con verdadera curiosidad tan pronto como hubo aprendido a leer, sin sospechar que, con el paso de los años, algunas de esas revistas habrían de salir a la calle llevando en sus portadas su propio nombre.

Esta precocidad intelectual animó a sus progenitores a facilitarle una temprana formación escolar, por lo que su madre falsificó su fecha de nacimiento para hacer posible su ingreso, en 1925, en una escuela pública de Nueva York. Cursó luego su formación secundaria en la East New York Junior High School, donde se graduó en 1930; pasó luego a la Boys High School, en la que permaneció hasta 1935, año en el que, una vez completados con brillantez sus estudios de bachillerato, se halló preparado para emprender su formación superior con tan sólo quince años de edad.

Matriculado en la universidad neoyorquina de Columbia en 1935, al cabo de cuatro años Isaac Asimov ya había conseguido el título de Licenciado en Químicas; posteriormente, nuevos estudios superiores le permitieron licenciarse en Ciencias y Artes y doctorarse en Filosofía. En contra del deseo de sus padres, que esperaban que se dedicara al ejercicio de la medicina, Asimov decidió que su futuro profesional pasaba necesariamente por el cultivo de la literatura.

Durante la Segunda Guerra Mundial trabajó para la Marina estadounidense en unos laboratorios de Filadelfia. En 1942 contrajo matrimonio con Gertrudis Blugerman, con la que tendría dos hijos. Acabada la contienda, Asimov abandonó su puesto en la Navy y siguió estudios de Bioquímica en la Universidad de Columbia, por la que se doctoró en 1948. Al año siguiente ingresó en el claustro de la Medical School de la Universidad de Boston, para ejercer la docencia en calidad de profesor ayudante de Bioquímica, materia que continuó explicando en dichas aulas durante casi un decenio (1949-1958).

En 1970, Isaac Asimov se separó de su esposa Gertrude para casarse, tres años después, con Janet Opal Jeppson, con la que no tuvo descendencia. A comienzos de la década de los noventa, a raíz de una intervención quirúrgica motivada por una grave afección prostática, Isaac Asimov se vio obligado a reducir su intensa actividad creativa e investigadora. La muerte le sobrevino en la ciudad de Nueva York a comienzos de la primavera de 1992, como consecuencia de un fallo cardíaco y una insuficiencia renal; diez años después, su segunda esposa reveló que el escritor había contraído el sida en 1983, al recibir una transfusión de sangre infectada en el transcurso de una operación.

Escritor prolífico (más de quinientos títulos publicados) y gran divulgador, la obra futurista de Asimov ha gozado de gran popularidad por el sabio equilibro que consigue entre el estilo, la imaginación literaria y el mundo tecnológico y científico. Continuador en una línea actualizada y acaso más rigurosa de los clásicos del género (Julio Verne, H. G. Wells) y orientado en ocasiones hacia la visiones distópicas más características del siglo XX (Aldous Huxley, George Orwell, Ray Bradbury), en 1939 empezó a publicar cuentos de ciencia ficción en las revistas especializadas, imponiéndose en pocos años como el principal representante de la rama "tecnológica" de este género, en la que la visión del mundo futuro y de nuevas formas de organización social se basa siempre en premisas de carácter científico (aunque más o menos futuristas) y los avances tecnológicos correspondientes.

En sus relatos de robots, recogidos en Yo, Robot (1950) y El segundo libro de robots (1964), Asimov fijó las tres leyes de la robótica, que ponen al robot al servicio total del hombre y, aunque algunas veces parecen violarlas, se acaba descubriendo que esto sucede en aras de un interés superior de la Humanidad. Pero mientras los robots evolucionan hacia un modelo androide de inteligencia y lucidez moral superiores a las de los hombres, éstos, movidos por sus impulsos egoístas, incuban una profunda hostilidad hacia ellos.

Entre 1942 y 1949 Asimov publica en Astounding Science Fiction los relatos que después constituirán su Trilogía de las Fundaciones, compuesta de Fundación (1951), Fundación e Imperio (1952) y La segunda Fundación (1953). Este desigual pero poderoso corpus de historias se centra en la decadencia de un enorme Imperio galáctico de origen terrestre y sobre el intento del psicólogo Hari Seldon para limitar a sólo mil años el período de barbarie que ya ha comenzado, objetivo que se propone gracias a las dos fundaciones de científicos y psicólogos que él ha creado para este fin y a la "psicohistoria", nueva ciencia para predecir los comportamientos futuros de las masas.

En 1983 publicó una continuación de la Trilogía, Los límites de la Fundación, novela bastante prolija, llena de intrigas por el poder e interrogantes que resolver. Entre sus varias novelas de los años cincuenta, a menudo sólo parcialmente logradas, destacan Abismos de acero (1953) y El sol desnudo (1957), en donde Asimov asocia con éxito la ciencia ficción con la investigación policíaca, creando el personaje del detective Elijah Baley, auxiliado en su trabajo por un robot.

En esta última novela es especialmente afortunada la descripción de la sociedad terrestre que vive bajo bóvedas de acero subterráneas y en condiciones prácticamente de miseria, en comparación con los planetas supercivilizados de los cuales depende. De 1972 es Los propios dioses, con sus memorables habitantes de un "universo paralelo", de consistencia fluida y que conviven formando tríadas.

Las novelas de Asimov, generalmente más satisfactorias que sus numerosísimos cuentos, tienen un estilo a menudo sin relieve, basado casi exclusivamente en los diálogos, y dedicado poco más que a servir de vehículo a las tesis del autor. Pero en este tejido de ideas está también su fuerza, y el buen ritmo de su redacción consigue casi siempre implicar al lector en un crescendo excitante, proponiendo, con una argumentación infatigable, infinitas preguntas sobre el hombre y sobre el intrincado camino con el que intenta programar su propio futuro.

Con sus decenas de libros de divulgación científica, Asimov afirmó siempre su fe optimista en un progreso basado en un uso racional de la ciencia y la tecnología. En el terreno de la divulgación, también abordó otros campos del saber, como la historia, las matemáticas, la psicología y la sociología, y llegó a hablar de una nueva disciplina humanística, la psicolohistoria, que, según su propuesta, sería una suma de las aportaciones de las cuatro ramas del conocimiento humano recién mencionadas. Llevado de su afán didáctico, escribió también algunas obras destinadas al público infantil y juvenil, en las que combinaba la ficción con una serie de rudimentos científicos e históricos.

sábado, 3 de abril de 2021

3 DE ABRIL DE 1991 MUERE GRAHAN GREENE

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3 DE ABRIL DE 1991 MUERE

GRAHAN GREENE

(Berkhamstead, Reino Unido, 1904 - Vevey, Suiza, 1991) Novelista y periodista británico. Estudió historia en Oxford y en 1926 inició su trayectoria periodística en The Times, del que más tarde sería subdirector. Posteriormente ejerció como crítico cinematográfico y director literario de la revista The Spectator; durante la Segunda Guerra Mundial trabajó para el ministerio de Asuntos Exteriores británico.

En sus primeras novelas, entre las cuales destacan Orient Express (1932) y Una pistola en venta (1936), Graham Greene combinó un hábil tratamiento de la psicología de los personajes con las técnicas de la narrativa de espionaje, género que lo cuenta entre sus mejores maestros, junto a figuras como John Le Carré, Frederick Forsyth o Ian Fleming. A estas obras siguieron Brighton, parque de atracciones (1938), El poder y la gloria (1940), El revés de la trama (1948), El tercer hombre (1950) y El fin de la aventura (1951).

Todas ellas presentan personajes presionados por el factor ambiental, que luchan por su liberación o su afirmación. La problemática católica -el autor se convirtió al catolicismo en su juventud- no afecta ni entorpece el curso ágil de sus tramas argumentales ni convierte la acción redentora de los personajes en una lección moral. El tercer hombre es quizá su novela más conocida, debido a la adaptación cinematográfica de Carol Reed (con guión del propio Greene), en la que Orson Welles interpretó magistralmente a Harry Lime, una de las grandes creaciones del escritor.

Graham Greene acentuó la visión pesimista que tenía de la condición humana en novelas posteriores como El americano impasible (1955), Nuestro hombre en La Habana (1958), Un caso acabado (1961), El cónsul honorario (1973) y El factor humano (1978). Autor prolífico, también cultivó el relato y el drama; El cuarto de estar (1951) es su pieza teatral más conocida.

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miércoles, 31 de marzo de 2021

31 DE MARZO DE 1948 NACE ENRIQUE VILAS-MATA

31 DE MARZO DE 1948 NACE

ENRIQUE VILAS-MATA

(Barcelona, 1948) Escritor español. Estudió derecho y periodismo e inició su vida profesional como redactor de la revista de cine Fotogramas. Poco después, en 1970, dirigió los cortometrajes Todos los jóvenes tristes y Fin de verano. En 1971, coincidiendo con la prestación del servicio militar en Melilla, escribió su primer libro, Mujer en el espejo contemplando el paisaje (1973), y a su regreso a Barcelona retomó sus colaboraciones sobre cine con las revistas Boccaccio y Destino. De hecho, la vida del escritor seguiría próxima al séptimo arte durante muchos años.

Posteriormente vivió dos años en París, en un apartamento que le alquiló a la escritora Marguerite Duras. Allí su escritura se fue distanciando de la del polaco Witold Gombrowicz, quien le había inspirado hasta el momento, y empezó a gestarse su propio estilo literario hasta cobrar una voz personal. Fruto de esta evolución fue la aparición de su segunda novela, La asesina ilustrada (1977), con la que comenzó a abrirse un hueco en las letras españolas.

Pero hasta la publicación de Historia abreviada de la literatura portátil (1985), no obtuvo el reconocimiento literario internacional del que ha gozado hasta hoy. El libro discurre acerca de una sociedad secreta, fundada en 1924 a orillas del Níger y disuelta en Sevilla en 1927, que habrían integrado, entre otros, Valéry Larbaud, Witold Gombrowic, Federico García Lorca, Jorge Luis Borges, Blaise Cendrars y Marcel Duchamp, con la finalidad de promover en la literatura una «conspiración shandy».

Su obra, traducida a 27 idiomas, se compone de ensayos, cuentos y novelas de distintos géneros, en los que la ironía, el ingenio argumental y la reflexión metaliteraria se funden en piezas narrativas cuya lectura es fundamental para entender el estado actual de la literatura española. Sus libros rompen a menudo las fronteras entre ensayo y ficción y pueden ser definidos, tal y como el propio autor señaló, como "pensamiento narrado". Siempre inquietante, insólito y singular en sus textos, el humor y la moral heterodoxa presentes en sus imaginativas fabulaciones resultan animosamente perturbadoras.

Su particular visión de la narrativa se ha materializado en novelas de reconocida calidad como El viaje vertical (2000), Bartleby y compañía (2001), París no se acaba nunca (2003) y Doctor Pasavento (2005), así como en numerosos libros de relatos: Suicidios ejemplares (1991), Hijos sin hijos (1993), Exploradores del abismo (2007) o la recopilación Recuerdos inventados (1994). Entre sus ensayos destacan El viajero más lento (1992), Desde la ciudad nerviosa (2000) o Y Pasavento ya no estaba (2008).

Conocido y reconocido en los círculos literarios, Enrique Vila-Matas ha tenido que esperar para ver sus obras galardonadas. En los últimos años ha recibido, entre otros, los premios Ciudad de Barcelona, Prix du Meilleur Livre Étranger en Francia y el Fernando Aguirre-Libralire por Bartleby y compañía; el Rómulo Gallegos (2001) por El viaje vertical; el premio Herralde, el Nacional de la Crítica y el Prix Médicis-Etranger (2003) por El mal de Montano; y el premio Internazionale Ennio Flaiano y los premios Fundación Lara y de la Real Academia (2006) por su exitosa novela Doctor Pasavento. En 2007 fue distinguido por la prensa italiana con el prestigioso premio Elsa Morante en el apartado "Escritores del mundo", un galardón que lo consolida como uno de los grandes autores europeos del momento.

lunes, 29 de marzo de 2021

29 DE MARZO DE 1905 NACE RAÚL GONZÁLES TUÑÓN

29 DE MARZO DE 1905 NACE
RAÚL GONZÁLES TUÑÓN

Nacido el 29 de marzo de 1905 en Buenos Aires, González Tuñón se inició desde muy joven en el universo de las letras. Sólo contaba con 21 años cuando publicó su primera obra, titulada “El violín del diablo”, época en la cual también se dedicó a difundir sus versos a través de las revistas “Martín Fierro”, “Proa”, “Inicial” y “Caras y Caretas”.
Por su participación en “Martín Fierro”, este escritor fue asociado al llamado Grupo de Florida (nombrado de esta forma por una elegante calle que se ubica en Buenos Aires). Sin embargo, el autor mantuvo una buena relación con intelectuales integrantes del Grupo de Boedo (un barrio por entonces proletario), trascendiendo la supuesta rivalidad.
En 1928, luego de recorrer el interior de su país y poco antes de trasladarse hacia territorio europeo, sumó a su obra “Miércoles de ceniza”. Dos años después, ya instalado en París, dio a conocer uno de los libros que, con el tiempo, se convertiría en uno de sus textos fundamentales junto a “La rosa blindada”: “La calle del agujero en la media”.
Además de dedicarse a la producción de obras literarias, Raúl González Tuñón también mostró interés por las cuestiones políticas (estuvo afiliado al Partido Comunista argentino), desarrolló labores periodísticas en los diarios “Crítica” y “Clarín” y se dedicó a viajar por diferentes regiones (estuvo en Madrid, Brasil, el Chaco paraguayo, Chile, la Unión Soviética y en China, entre otros sitios).
“El otro lado de la estrella”, “Todos bailan”, “Poemas de Juancito Caminador”, “Primer canto argentino”, “Todos los hombres del mundo son hermanos”, “A la sombra de los barrios amados”, “Demanda contra el olvido”, “El rumbo de las islas perdidas” y “La veleta y la antena” son otros de los títulos que conforman la destacada obra literaria de este poeta que falleció el 14 de agosto de 1974.

domingo, 28 de marzo de 2021

ROBERTO ARLT AGUAFUERTES PORTEÑAS EL RELOJERO

     ROBERTO ARLT     

  AGUAFUERTES PORTEÑAS  

     EL RELOJERO     

Si hay un oficio raro es indudablemente el de relojero, ya que los reloje­ros no parecen haber estudiado para relojeros, sino que han aparecido sobre el mundo conociendo la profesión.

Y no me falta razón.

Conversando hoy con un desconocido, en un ómnibus -señor que re­sultó ser relojero, relojero auténtico, y no ladrón de relojes-, me decía este señor:

-El oficio de relojero no se aprende. Se trae en la sangre. Y después de traerlo en la sangre, hay que hacer práctica un infinito número de años para dominar perfectamente los mecanismos, ya que de otro modo se pueden echar a perder en vez de componerlos.

De acuerdo con su criterio, le respondí:

-Un relojero será una especie de bicho raro, un “avis rara”, como de­cía Asnorio Salinas.

-No señor, nada de eso. Al contrario; el oficio abunda tanto que para darse cuenta de ello no tiene más que leer las páginas de avisos de los diarios. No se piden nunca relojeros. Y no se piden porque sobran. La profesión está echada a perder. Con decirle que yo he estado nueve meses sin trabajo, bus­cando empleo de relojero, y eso que soy oficial. Por fin ahora me he acomo­dado, y me dedico a la especialidad de despertadores.

-¿Cómo? ¿En el oficio hay especialidades?

-Sí, señor. Ponga usted por ejemplo a un hombre que antes de ser re­lojero ha trabajado de herrador de caballos. Por más práctica que tenga es inútil, no servirá para el trabajo fino y delicado, para componer y refaccio­nar relojes pulseras de señoras, que tienen las piezas microscópicas. A mí me ha pasado lo mismo. Antes de ser relojero fui remachador de calderas, y na­turalmente, la mano estaba un poco viciada.

-Sí, se explica.

-Ahora bien; yo soy un hombre prudente y no me meto en camisa de once varas, de ahí que mi especialidad sean los relojes despertadores.

-¿Y se gana?

-Poco.

Después que me aparté del latoso relojero, me quedé pensando en este gremio misterioso y dueño del tiempo.

Y me quedé pensando, porque más de una vez, recorriendo las calles, me detuve, perplejo, ante un portal, mirando un sujeto que casi siempre tenía con­dición israelita, y que con un tubo negro en un ojo, remendaba relojes como quien echa medias suelas a un botín. Y no sé de dónde se me ocurrió la idea de que los relojeros, en el fondo, debían ser todos medios anarquistas y fa­bricantes de bombas de reloj.

Porque en las novelas de Pío Baroja, los relojeros si no son anarquistas son filósofos. Y un relojero filósofo o anarquista no queda mal. En Rusia, al menos en la época del zarismo, todos los relojeros eran sindicados como semirrevolucionarios.

Y es que en el fondo el trabajo de componer relojes es un trabajo filo­sófico.

Ante todo se necesita la paciencia de un beato o de un angélico, para ape­chugar con tanta minucia y preocuparse de que ande bien por cierto tiempo, nada más.

Luego, cierta tristeza de vivir.

Porque recordarán ustedes que ese trabajo de corcovado, y de cíclope, ya que el sujeto trabaja con un solo ojo, es agobiador.

Casi todos los relojeros son pálidos, lentos en modales, silenciosos. Las estadísticas policiales no dan nunca un relojero criminal. Me he fijado dete­nidamente en este fenómeno.

A lo mucho, cuando se irritan en sus hogares, le dan dos puntapiés a la mujer. Pero en ese caso la mujer tiene que ser muy perversa. Si no, no se des­mandan jamás.

No les trae el malo ni el buen vino. Cruzan por la vida como entes mon­jiles, misteriosos, cautos, llenos de un silencio de oro.

Y es que en otros tiempos el oficio de relojero era un trabajo lleno de con­diciones misteriosas, y casi sagradas. Si no me equivoco, Carlos V, cuando se desilusionó del mundo y sus pompas, se fue a estropear relojes a un con­vento.

Y los astrólogos del pasado conocían este arte mecánico y casi mágico. Recuérdese que bajo el reinado de Iván el Terrible, fue un relojero el que con­feccionó un aparato para volar; y que el papa Silvestre III también era relo­jero de afición y tenía en sus jardines un pájaro mecánico, que cantaba des­de un árbol de esmeralda. Cierto es que Silvestre III gozaba de fama de ser un poco mago y cultivador de la ciencias ocultas, pero en esa época todo ar­te un poco delicado recibía el nombré de brujería.

De allí que los relojeros actuales sientan en sus almas esa especie de nos­talgia del prestigio que les rodeó en tiempos de la clavícula del Rey Salomón.

Hoy, los relojeros medran en esta ciudad a costa de duras penas. Salvo los aristócratas de la relojería, el resto se ve relegado a innobles cuchitriles don­de tienen que lidiar con relojes baratos y de “serie”, llenos de defectos, y que requieren un trabajo espantoso para evitar que den las doce antes de hora.

Han descendido en categoría, y casi se les puede equiparar a los remen­dones de portal a ellos que han “necesitado nueve años de estudio teórico y práctico”.

GERLILIBROS Daniel Americo Musumeci | Facebook Daniel Americo Musumeci (@musumecidaniel)

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sábado, 27 de marzo de 2021

27 DE MARZO DE 1901 NACE ENRIQUE SANTOS DISCÉPOLO

27 DE MARZO DE 1901 NACE

ENRIQUE SANTOS DISCÉPOLO

Siempre se ha dicho que la vida de Enrique Santos Discépolo fue un ir y venir. “Soy búmeran por temperamento”, solía bromear, mientras se comparaba con los criminales, los novios o los cobradores, para sentenciar: “Yo regreso siempre”. Y esta misma vida lo llevaba a conocer la soledad absoluta, por momentos, pero también, en otros, sentirse miembro de la más extensa familia: el pueblo argentino.

Nacido en el barrio porteño de Balvanera, el 27 de marzo de 1901, hijo de un músico de orquesta, quedó pronto huérfano y a cargo del mayor de sus cuatro hermanos, Armando, que fue quien lo encaminó por el mundo de la cultura popular: la música, el teatro, la literatura.

Con apenas 16 años debutó como actor y poco tiempo después se animó a escribir sus primeras obras de teatro y letras de tango: “El bizcochito” y la más conocida “Qué Vachaché”, son letras de los años 20, en su más temprana juventud. En muy poco tiempo, sus letras serían interpretadas por grandes cantantes como Azucena Maizani, Tita Merello y el mismísimo Carlos Gardel, mientras continuaba su labor actoral, y en la década siguiente podría conocer el mundo artístico de Europa.

Cuando ya en su repertorio contaba con letras como “Yira y yira”, “Qué sapa señor”, “Malevaje” y “Soy un arlequín” y la más cruda descripción de la “Década Infame” con “Cambalache”, apareció el peronismo, con el que simpatizó fervorosamente y defendió desde las trincheras radiales, con su programa “Mordisquito”. En 1951, protagonizaría el recordado film “El hincha”, pero hacia fines de aquel año, el 23 de diciembre, un síncope al corazón terminaría con su vida.




27 DE MARZO DE 1935 NACE ABELARDO CASTILLO

 27 DE MARZO DE 1935 NACE

ABELARDO CASTILLO

(San Pedro, 1935) Narrador y dramaturgo argentino cuya obra narrativa se caracteriza por su prosa cortante y muchas veces reveladora de la sordidez de la realidad. Animador de la difusión y el debate literario-político, fundó con Arnoldo Liberman El Grillo de Papel, que luego se llamó El Escarabajo de Oro, una de las revistas literarias de más larga vida (1959-1974) en la época que acogió como colaboradores a muchas figuras del «Boom» de la literatura hispanoamericana (Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Miguel Ángel Asturias, Augusto Roa Bastos y Ernesto Sábato, entre otros). Posteriormente dirigió El Ornitorrinco (1977-1987). Compaginó su actividad literaria con las colaboraciones periodísticas y la dirección de talleres de creación literaria.

En 1961 obtuvo el premio Casa de las Américas por los cuentos de Las otras puertas, género que continuó con Cuentos crueles (1966), Los mundos reales (1972), Las panteras y el templo (1976), El cruce del Aqueronte (1982), Las maquinarias de la noche (1992) y Cuentos completos (1998). La narrativa de Abelardo Castillo evolucionó de un realismo de signo existencial y comprometido social y políticamente en la línea de Jean-Paul Sartre a una mayor estilización que lo acerca al expresionismo; sus argumentos colocan a menudo a los personajes en situaciones límite envueltas en un denso fatalismo.
Su producción teatral incluye El otro Judas (1959), motivo evangélico que sirve para tratar uno de los temas caros al autor, el de la culpabilidad y la redención; para Israfel (1964) se inspiró en la vida del escritor norteamericano Edgar Allan Poe, uno de sus autores preferidos junto con Jorge Luis Borges. Le siguieron Tres dramas (1968) y El Sr. Brecht en el Salón Dorado (1982). En el volumen Teatro Completo reunió las obras anteriores y una nueva, Salomé (1995). De sus novelas cabe destacar La casa de cenizas (1968), El que tiene sed (1985), Crónica de un iniciado (1991) y El Evangelio según Van Hutten (1999).

16 DE JUNIO DE 1955 ES BOMBARDEADA LA PLAZA DE MAYO

16 DE JUNIO DE 1955 ES BOMBARDEADA LA PLAZA DE MAYO Pocas veces en la historia mundial, miembros de las Fuerzas Armadas de un país, con la c...