jueves, 19 de febrero de 2015

HORACIO QUIROGA EL INFIERNO ARTIFICIAL

HORACIO QUIROGA
EL INFIERNO ARTIFICIAL

Las noches en que hay luna, el sepulturero avanza por entre las tumbas con paso singularmente rígido. Va desnudo hasta la cintura y lleva un gran sombrero de paja. Su sonrisa, fija, da la sensación de estar pegada con cola a la cara. Si fuera descalzo, se notaría que camina con los pulgares del pie doblados hacia abajo.
No tiene esto nada de extraño, porque el sepulturero abusa del cloroformo. Incidencias del oficio lo han llevado a probar el anestésico, y cuando el cloroformo muerde en un hombre, difícilmente suelta. Nuestro conocido espera la noche para destapar su frasco, y como su sensatez es grande, escoge el cementerio para inviolable teatro de sus borracheras.

El cloroformo dilata el pecho a la primera inspiración; la segunda, inunda la boca de saliva; las extremidades hormiguean, a la tercera; a la cuarta, los labios, a la par de las ideas, se hinchan, y luego pasan cosas singulares.

Es así como la fantasía de su paso ha llevado al sepulturero hasta una tumba abierta en que esa tarde ha habido remoción de huesos -inconclusa por falta de tiempo. Un ataúd ha quedado abierto tras la verja, y a su lado, sobre la arena, el esqueleto del hombre que estuvo encerrado en él.

...¿Ha oído algo, en verdad? Nuestro conocido descorre el cerrojo, entra, y luego de girar suspenso alrededor del hombre de hueso, se arrodilla y junta sus ojos a las órbitas de la calavera.

Allí, en el fondo, un poco más arriba de la base del cráneo, sostenido como en un pretil en una rugosidad del occipital, está acurrucado un hombrecillo tiritante, amarillo, el rostro cruzado de arrugas. Tiene la boca amoratada, los ojos profundamente hundidos, y la mirada enloquecida de ansia.

Es todo cuanto queda de un cocainómano.

-¡Cocaína! ¡Por favor, un poco de cocaína!

El sepulturero, sereno, sabe bien que él mismo llegaría a disolver con la saliva el vidrio de su frasco, para alcanzar el cloroformo prohibido. Es, pues, su deber ayudar al hombrecillo tiritante.

Sale y vuelve con la jeringuilla llena, que el botiquín del cementerio le ha proporcionado. ¿Pero cómo, al hombrecillo diminuto?...

-¡Por las fisuras craneanas!... ¡Pronto!

¡Cierto! ¿Cómo no se le había ocurrido a él? Y el sepulturero, de rodillas, inyecta en las fisuras el contenido entero de la jeringuilla, que filtra y desaparece entre las grietas.

Pero seguramente algo ha llegado hasta la fisura a que el hombrecillo se adhiere desesperadamente. Después de ocho años de abstinencia, ¿qué molécula de cocaína no enciende un delirio de fuerza, juventud, belleza?

El sepulturero fijó sus ojos a la órbita de la calavera, y no reconoció al hombrecillo moribundo. En el cutis, firme y terso, no había el menor rastro de arruga. Los labios, rojos y vitales, se entremordían con perezosa voluptuosidad que no tendría explicación viril, si los hipnóticos no fueran casi todos femeninos; y los ojos, sobre todo, antes vidriosos y apagados, brillaban ahora con tal pasión que el sepulturero tuvo un impulso de envidiosa sorpresa.

-Y eso, así... ¿la cocaína? -murmuró.

La voz de adentro sonó con inefable encanto.

-¡Ah! ¡Preciso es saber lo que son ocho años de agonía! ¡Ocho años, desesperado, helado, prendido a la eternidad por la sola esperanza de una gota!... Sí, es por la cocaína... ¿Y usted? Yo conozco ese olor... ¿cloroformo?

-Sí -repuso el sepulturero avergonzado de la mezquindad de su paraíso artificial. Y agregó en voz baja:- El cloroformo también... Me mataría antes que dejarlo.

La voz sonó un poco burlona.

-¡Matarse! Y concluiría seguramente; sería lo que cualquiera de esos vecinos míos... Se pudriría en tres horas, usted y sus deseos.

-Es cierto; -pensó el sepulturero- acabarían conmigo.

Pero el otro no se había rendido. Ardía aún después de ocho años aquella pasión que había resistido a la falta misma del vaso de deleite; que ultrapasaba la muerte capital del organismo que la creó, la sostuvo, y no fue capaz de aniquilarla consigo; que sobrevivía monstruosamente de sí misma, transmutando el ansia causal en supremo goce final, manteniéndose ante la eternidad en una rugosidad del viejo cráneo.

La voz cálida y arrastrada de voluptuosidad sonaba aún burlona.

-Usted se mataría... ¡Linda cosa! Yo también me maté... ¡Ah, le interesa! ¿verdad? Pero somos de distinta pasta... Sin embargo, traiga su cloroformo, respire un poco más y óigame. Apreciará entonces lo que va de su droga a la cocaína. Vaya.

El sepulturero volvió, y echándose de pecho en el suelo, apoyado en los codos y el frasco bajo las narices, esperó.

-¡Su cloro! No es mucho, que digamos. Y aún morfina... ¿Usted conoce el amor por los perfumes? ¿No? ¿Y el Jicky de Guerlain? Oiga, entonces. A los treinta años me casé, y tuve tres hijos. Con fortuna, una mujer adorable y tres criaturas sanas, era perfectamente feliz. Sin embargo, nuestra casa era demasiado grande para nosotros. Usted ha visto. Usted no... en fin... ha visto que las salas lujosamente puestas parecen más solitarias e inútiles. Sobre todo solitarias. Todo nuestro palacio vivía así en silencio su estéril y fúnebre lujo.

Un día, en menos de diez y ocho horas, nuestro hijo mayor nos dejó por seguir tras la difteria. A la tarde siguiente el segundo se fue con su hermano, y mi mujer se echó desesperada sobre lo único que nos quedaba: nuestra hija de cuatro meses. ¿Qué nos importaba la difteria, el contagio y todo lo demás? A pesar de la orden del médico, la madre dio de mamar a la criatura, y al rato la pequeña se retorcía convulsa, para morir ocho horas después, envenenada por la leche de la madre.

Sume usted: 18, 24, 9. En 51 horas, poco más de dos días, nuestra casa quedó perfectamente silenciosa, pues no había nada que hacer. Mi mujer estaba en su cuarto, y yo me paseaba al lado. Fuera de eso nada, ni un ruido. Y dos días antes teníamos tres hijos...

Bueno. Mi mujer pasó cuatro días arañando la sábana, con un ataque cerebral, y yo acudí a la morfina.

-Deje eso -me dijo el médico- no es para usted.

-¿Qué, entonces? -le respondí. Y señalé el fúnebre lujo de mi casa que continuaba encendiendo lentamente catástrofes, como rubíes.

El hombre se compadeció.

-Prueba sulfonal, cualquier cosa... Pero sus nervios no darán.

Sulfonal, brional, estramonio...¡bah! ¡Ah, la cocaína! Cuánto de infinito va de la dicha desparramada en cenizas al pie de cada cama vacía, al radiante rescate de esa misma felicidad quemada, cabe en una sola gota de cocaína! Asombro de haber sufrido un dolor inmenso, momentos antes; súbita y llana confianza en la vida, ahora; instantáneo rebrote de ilusiones que acercan el porvenir a diez centímetros del alma abierta, todo esto se precipita en las venas por entre la aguja de platino. ¡Y su cloroformo!... Mi mujer murió. Durante dos años gasté en cocaína muchísimo más de lo que usted puede imaginarse. ¿Sabe usted algo de tolerancias? Cinco centigramos de morfina acaban fatalmente con un individuo robusto. Quincey llegó a tomar durante quince años dos gramos por día; vale decir, cuarenta veces más que la dosis mortal.

Pero eso se paga. En mí, la verdad de las cosas lúgubres, contenida, emborrachada día tras día, comenzó a vengarse, y ya no tuve más nervios retorcidos que echar por delante a las horribles alucinaciones que me asediaban. Hice entonces esfuerzos inauditos para arrojar fuera el demonio, sin resultado. Por tres veces resistí un mes a la cocaína, un mes entero. Y caía otra vez. Y usted no sabe, pero sabrá un día, qué sufrimiento, qué angustia, qué sudor de agonía se siente cuando se pretende suprimir un solo día la droga!

Al fin, envenenado hasta lo más íntimo de mi ser, preñado de torturas y fantasmas, convertido en un tembloroso despojo humano; sin sangre, sin vida-miseria a que la cocaína prestaba diez veces por día radiante disfraz, para hundirme en seguida en un estupor cada vez más hondo, al fin un resto de dignidad me lanzó a un sanatorio, me entregué atado de pies y manos para la curación.

Allí, bajo el imperio de una voluntad ajena, vigilado constantemente para que no pudiera procurarme el veneno, llegaría forzosamente a descocainizarme.

¿Sabe usted lo que pasó? Que yo, conjuntamente con el heroísmo para entregarme a la tortura, llevaba bien escondido en el bolsillo un frasquito con cocaína... Ahora calcule usted lo que es pasión.

Durante un año entero, después de ese fracaso, proseguí inyectándome. Un largo viaje emprendido diome no sé qué misteriosas fuerzas de reacción, y me enamoré entonces.

La voz calló. El sepulturero, que escuchaba con la babeante sonrisa fija siempre en su cara, acercó su ojo y creyó notar un velo ligeramente opaco y vidrioso en los de su interlocutor. El cutis, a su vez, se resquebrajaba visiblemente.

-Sí -prosiguió la voz- es el principio... Concluiré de una vez. A usted, un colega, le debo toda esta historia.

Los padres hicieron cuanto es posible para resistir: ¡un morfinómano, o cosa así! Para la fatalidad mía, de ella, de todos, había puesto en mi camino a una supernerviosa. ¡Oh, admirablemente bella! No tenía sino diez y ocho años. El lujo era para ella lo que el cristal tallado para una esencia: su envase natural.

La primera vez que, habiéndome yo olvidado de darme una nueva inyección antes de entrar, me vio decaer bruscamente en su presencia, idiotizarme, arrugarme, fijó en mí sus ojos inmensamente grandes, bellos y espantados. ¡Curiosamente espantados! Me vio, pálida y sin moverse, darme la inyección. No cesó un instante en el resto de la noche de mirarme. Y tras aquellos ojos dilatados que me habían visto así, yo veía a mi vez la tara neurótica, al tío internado, y a su hermano menor epiléptico...

Al día siguiente la hallé respirando Jicky, su perfume favorito; había leído en veinticuatro horas cuanto es posible sobre hipnóticos.

Ahora bien: basta que dos personas sorban los deleites de la vida de un modo anormal, para que se comprendan tanto más íntimamente, cuanto más extraña es la obtención del goce. Se unirán en seguida, excluyendo toda otra pasión, para aislarse en la dicha alucinada de un paraíso artificial.

En veinte días, aquel encanto de cuerpo, belleza, juventud y elegancia, quedó suspenso del aliento embriagador de los perfumes. Comenzó a vivir, como yo con la cocaína, en el cielo delirante de su Jicky.

Al fin nos pareció peligroso el mutuo sonambulismo en su casa, por fugaz que fuera, y decidimos crear nuestro paraíso. Ninguno mejor que mi propia casa, de la que nada había tocado, y a la que no había vuelto más. Se llevaron anchos y bajos divanes a la sala; y allí, en el mismo silencio y la misma suntuosidad fúnebre que había incubado la muerte de mis hijos; en la profunda quietud de la sala, con lámpara encendida a la una de la tarde; bajo la atmósfera pesada de perfumes, vivimos horas y horas nuestro fraternal y taciturno idilio, yo tendido inmóvil con los ojos abiertos, pálido como la muerte; ella echada sobre el diván, manteniendo bajo las narices, con su mano helada, el frasco de Jicky.

Porque no había en nosotros el menor rastro de deseo -¡y cuán hermosa estaba con sus profundas ojeras, su peinado descompuesto, y, el ardiente lujo de su falda inmaculada!

Durante tres meses consecutivos raras veces faltó, sin llegar yo jamás a explicarme qué combinaciones de visitas, casamientos y garden party debió hacer para no ser sospechada. En aquellas raras ocasiones llegaba al día siguiente ansiosa, entraba sin mirarme, tiraba su sombrero con un ademán brusco, para tenderse en seguida, la cabeza echada atrás y los ojos entornados, al sonambulismo de su Jicky.

Abrevio: una tarde, y por una de esas reacciones inexplicables con que los organismos envenenados lanzan en explosión sus reservas de defensa -los morfinómanos las conocen bien!- sentí todo el profundo goce que había, no en mi cocaína, sino en aquel cuerpo de diez y ocho años, admirablemente hecho para ser deseado. Esa tarde, como nunca, su belleza surgía pálida y sensual, de la suntuosa quietud de la sala iluminada. Tan brusca fue la sacudida, que me hallé sentado en el diván, mirándola. ¡Diez y ocho años... y con esa hermosura!

Ella me vio llegar sin hacer un movimiento, y al inclinarme me miró con fría extrañeza.

-Sí... -murmuré.

-No, no... -repuso ella con la voz blanca, esquivando la boca en pesados movimiento de su cabellera.

Al fin, al fin echó la cabeza atrás y cedió cerrando los ojos.

¡Ah! ¡Para qué haber resucitado un instante, si mi potencia viril, si mi orgullo de varón no revivía más! ¡Estaba muerto para siempre, ahogado, disuelto en el mar de cocaína! Caí a su lado, sentado en el suelo, y hundí la cabeza entre sus faldas, permaneciendo así una hora entera en hondo silencio, mientras ella, muy pálida, se mantenía también inmóvil, los ojos abiertos fijos en el techo.

Pero ese fustazo de reacción que había encendido un efímero relámpago de ruina sensorial, traía también a flor de conciencia cuanto de honor masculino y vergüenza viril agonizaba en mí. El fracaso de un día en el sanatorio, y el diario ante mi propia dignidad, no eran nada en comparación del de ese momento, ¿comprende usted? ¡Para qué vivir, si el infierno artificial en que me había precipitado y del que no podía salir, era incapaz de absorberme del todo! ¡Y me había soltado un instante, para hundirme en ese final!

Me levanté y fui adentro, a las piezas bien conocidas, donde aún estaba mi revólver. Cuando volví, ella tenía los párpados cerrados.

-Matémonos -le dije.

Entreabrió los ojos, y durante un minuto no apartó la mirada de mí. Su frente límpida volvió a tener el mismo movimiento de cansado éxtasis:

-Matémonos -murmuró.

Recorrió en seguida con la vista el fúnebre lujo de la sala, en que la lámpara ardía con alta luz, y contrajo ligeramente el ceño.

-Aquí no -agregó.

Salimos juntos, pesados aún de alucinación, y atravesamos la casa resonante, pieza tras pieza. Al fin ella se apoyó contra una puerta y cerró los ojos. Cayó a lo largo de la pared. Volví el arma contra mí mismo, y me maté a mi vez.

Entonces, cuando a la explosión mi mandíbula se descolgó bruscamente, y sentí un inmenso hormigueo en la cabeza; cuando el corazón tuvo dos o tres sobresaltos, y se detuvo paralizado; cuando en mi cerebro y en mis nervios y en mi sangre no hubo la más remota probabilidad de que la vida volviera a ellos, sentí que mi deuda con la cocaína estaba cumplida. ¡Me había matado, pero yo la había muerto a mi vez!

¡Y me equivoqué! Porque un instante después pude ver, entrando vacilantes y de la mano, por la puerta de la sala, a nuestros cuerpos muertos, que volvían obstinados...

La voz se quebró de golpe.

-¡Cocaína, por favor! ¡Un poco de cocaína!

FIN

19 DE FEBRERO DE 1937 ACABA CON SU VIDA
HORACIO QUIROGA

(Salto, 1878 - Buenos Aires, 1937) Narrador uruguayo radicado en Argentina, considerado uno de los mayores cuentistas latinoamericanos de todos los tiempos. Su obra se sitúa entre la declinación del modernismo y la emergencia de las vanguardias.
Las tragedias marcaron la vida del escritor: su padre murió en un accidente de caza, y su padrastro y posteriormente su primera esposa se suicidaron; además, Quiroga mató accidentalmente de un disparo a su amigo Federico Ferrando.
Estudió en Montevideo y pronto comenzó a interesarse por la literatura. Inspirado en su primera novia escribió Una estación de amor (1898), fundó en su ciudad natal la Revista de Salto (1899), marchó a Europa y resumió sus recuerdos de esta experiencia en Diario de viaje a París (1900). A su regreso fundó el Consistorio del Gay Saber, que pese a su corta existencia presidió la vida literaria de Montevideo y las polémicas con el grupo de Julio Herrera y Reissig.
Ya instalado en Buenos Aires publicó Los arrecifes de coral, poemas, cuentos y prosa lírica (1901), seguidos de los relatos de El crimen del otro (1904), la novela breve Los perseguidos (1905), producto de un viaje con Leopoldo Lugones por la selva misionera hasta la frontera con Brasil, y la más extensa Historia de un amor turbio (1908). En 1909 se radicó precisamente en la provincia de Misiones, donde se desempeñó como juez de paz en San Ignacio, localidad famosa por sus ruinas de las reducciones jesuíticas, a la par que cultivaba yerba mate y naranjas.
Nuevamente en Buenos Aires, trabajó en el consulado de Uruguay y dio a la prensa Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917), los relatos para niños Cuentos de la selva (1918), El salvaje (1920), la obra teatral Las sacrificadas (1920), Anaconda (1921), El desierto (1924), La gallina degollada y otros cuentos (1925) y quizá su mejor libro de relatos, Los desterrados (1926). Colaboró en diferentes medios: Caras y Caretas, Fray Mocho, La Novela Semanal y La Nación, entre otros.
En 1927 contrajo segundas nupcias con una joven amiga de su hija Eglé, con quien tuvo una niña. Dos años después publicó la novela Pasado amor, sin mucho éxito. Sintiendo el rechazo de las nuevas generaciones literarias, regresó a Misiones para dedicarse a la floricultura. En 1935 publicó su último libro de cuentos, Más allá. Hospitalizado en Buenos Aires, se le descubrió un cáncer gástrico, enfermedad que parece haber sido la causa que lo impulsó al suicidio, ya que puso fin a sus días ingiriendo cianuro.
Quiroga sintetizó las técnicas de su oficio en el Decálogo del perfecto cuentista, estableciendo pautas relativas a la estructura, la tensión narrativa, la consumación de la historia y el impacto del final. Incursionó asimismo en el relato fantástico. Sus publicaciones póstumas incluyen Cartas inéditas de H. Quiroga (1959, dos tomos) y Obras inéditas y desconocidas (ocho volúmenes, 1967-1969).
Influido por Edgar Allan Poe, Rudyard Kipling y Guy de Maupassant, Horacio Quiroga destiló una notoria precisión de estilo, que le permitió narrar magistralmente la violencia y el horror que se esconden detrás de la aparente apacibilidad de la naturaleza. Muchos de sus relatos tienen por escenario la selva de Misiones, en el norte argentino, lugar donde Quiroga residió largos años y del que extrajo situaciones y personajes para sus narraciones. Sus personajes suelen ser víctimas propiciatorias de la hostilidad y la desmesura de un mundo bárbaro e irracional, que se manifiesta en inundaciones, lluvias torrenciales y la presencia de animales feroces.
Quiroga manejó con destreza las leyes internas de la narración y se abocó con ahínco a la búsqueda de un lenguaje que lograra transmitir con veracidad aquello que deseaba narrar; ello lo alejó paulatinamente de los presupuestos de la escuela modernista, a la que había adherido en un principio. Fuera de sus cuentos ambientados en el espacio selvático misionero, abordó los relatos de temática parapsicológica o paranormal, al estilo de lo que hoy conocemos como literatura de anticipación.
Quiroga con sus dos hijos Eglé y Dario

miércoles, 18 de febrero de 2015

SEABURY QUINN (1889-1969)
LAS ZARPAS DEL GATO

Ya era de noche cuando salimos de la reunión de la Sociedad Médica. La lluvia fría de la tarde se había convertido en una nieve fina y medio derretida, batida por un viento helado, cuando llegamos a la calle. En la entrada sur del parque mi coche produjo una explosión parecida al estallido de una bombilla, seguida por un si¬seo furioso y el sonido de una caída en el pavimento.

—Grand dieu des porcs!—exclamó Jules de Grandin—, En nombre de Satanás, ¿qué ha sido eso?
Acerqué el coche a la cuneta y corté la gasolina.
—Si no lo adivina, no tengo valor para decírselo -contesté. De Grandin asintió tristemente con la cabeza
—Podía haberlo imaginado y, naturellement no tenemos rueda de repuesto.
—Naturellement -repetí-. Estos artículos escasean. Acabamos de salir de una guerra. ¿O no lo sabía usted?
—Tenemos una suerte de perros. ¿Qué vamos a hacer? —Entonces, antes de que pudiera darle una respuesta sarcástica, agregó—: Comprendo; nos toca andar, ¿no?
—Eso me temo -le aseguré, mientras nos sumergíamos en la oscuridad del parque, con las cabezas agachadas para protegernos algo del viento.

El ventarrón trataba de arrebatarnos los sombreros. Se nos metía por las mangas y azotaba nuestros abrigos. La nieve se acumulaba en las suelas de nuestros zapatos formando pirámides invertidas que nos dificultaban aún más la marcha. De vez en cuando una rama de árbol sobrecargada dejaba caer la nieve sobre nuestras cabezas.

—Feu noir du diable -maldijo De Grandin cuando le cayó enci¬ma un montón particularmente desagradable de nieve—, quelle nuit sauvage! Si al menos... Morbieu!, otro peregrino infortunado de la noche. Obsérvela, amigo Trowbridge.

Seguí la dirección que señalaba con el dedo y vi una mujer, en realidad una joven, cubierta de pieles desde el cuello hasta las rodillas, con la cabeza descubierta y calzada con zapatos de tacón alto, a juzgar por su andar torpe, que avanzaba con un apuro frenético entre los montones desiguales de nieve acumulada. Cuando pasó cerca de nosotros me di cuenta de que sollozaba en voz baja mientras corría.

-Pardonnez-moi, mademoiselle —intervino De Grandin tocando el borde de su sombrero de fieltro negro-. ¿Podemos servirle de algo? Parece que está usted en dificultades...
-¡Ah! —exclamó, dando un gritito de sorpresa—. Ah, sí, sí; me pueden ayudar. ¡Pueden! -y su voz ascendió hasta casi media octava por debajo de la histeria—. Por favor, ayúdenme; estoy...
-Tiens. Está nerviosa sin motivo, mademoiselle. Será un placer poder ayudarla. ¿Qué sucede?
-Yo... —y tragó saliva entre sollozos para recobrar el resuello-. Necesito encontrar un tranvía, un taxi, cualquier cosa para volver a casa cuanto antes. Por favor, yo...
-Estamos en el mismo caso, ma petit -la interrumpió De Grandin—. Pero por desgracia no se puede encontrar ningún tranvía, taxi o autobús. Si quiere venir con nosotros hasta el otro lado del parque...
-¡No, no! -rechazó ella con terror—. Por ahí no. Tengo miedo. Por favor, no me lleven por ese lado. ¡El está ahí!
-¿Eh? —preguntó bruscamente mi amigo-, ¿Y quién es él, si me permite preguntar?
-Ese.., ese hombre -dijo, jadeando, mientras se volvía para reanudar su camino—. ¡Oh, caballero, por favor, no me lleve por ahí! Estoy tremendamente asustada —y empezaron a castañetearle los dientes con frío y miedo a la vez.
-Tranquilícese, mademoiselle -le ordenó De Grandin-. Esto no puede seguir así. No, en absoluto. ¿Cuál es su problema, por qué teme usted volver sobre sus pasos? ¿Hay alguien por ahí del que no puedan protegerla dos hombres saludables y fuertes?
-Yo... -comenzó nuevamente la joven, y pareció dominar sus nervios—. No, por supuesto, no tengo miedo estando con ustedes. Iré. —Dio media vuelta y empezó a caminar entre nosotros dos—, Volvía a mi casa de una reunión en casa de una amiga -comenzó, hablando apresuradamente—. Mi..., mi amigo tenía que salir hacia Filadelfia en el tren de las doce de la noche y no me podía acompañar, así que me quedé esperando el autobús en la esquina. Poco después pasó un hombre en un coche y me preguntó si no quería que me llevara, y yo, como una idiota, le dije que sí. Le di las señas del MacKenzie Boulevard, pero el hombre se metió en el parque, y cuando llegamos al pie de la colina, él... ¡Ay, yo estaba tan aterrada! Salté del coche y eché a correr, y..., y tengo miedo, señor. Le tengo un miedo espantoso.

La luz de una de las pocas farolas que alumbraban la carretera cayó sobre el rostro de De Grandin y mostró una expresión de asombro y diversión a la vez.

-La entiendo, pero sólo en parte, mademoiselle. Usted ha sido muy imprudente al aceptar que un extraño la lleve en su coche. ¿No se ha enterado usted de que con demasiada frecuencia la que acepta la invitación tiene que pagar su transporte? No es extraño que ese joven resultara ser un lobo, pero usted lo ha evitado. ¿Por qué se muestra tan aterrada entonces? ¿Es que...?
La exclamación de temor que dejó escapar la joven cortó la pregunta, mientras sus manos crispadas por el susto se aferraban a nuestros brazos.
-Miren. Son las luces de su coche. Me está esperando. ¡Qué horror!
El francés le aflojó suavemente los dedos.
-Cuídela, amigo Trowbridge. Voy a hablar con ese majadero. Avanzó con largas zancadas hacia el coche que se hallaba estacionado a un lado del camino y se dirigió a su invisible ocupante.
-Monsieur esta joven nos dice que usted la ha ofendido. A mí no me gustan estas cosas. Haga el favor de apearse, monsieur y tendré la satisfacción de romperle su odiosa nariz.
Como no llegaba respuesta alguna, puso el pie en el estribo.
-Le estoy viendo, condenado. El silencio no le servirá de nada. Apéese y defiéndase... -gritó De Grandin, y levantó la mano a la al¬tura del rostro del hombre que estaba al volante. Se oyó el frote de una manga cubierta de nieve contra una ventanilla. Luego me llamó; Monsieur! Acérquese, amigo Trowbridge y mire —gritó, mientras metía la mano en el bolsillo del abrigo en busca de su linterna—, Mire, por favor, y no suelte a la mujer.

Agarré a la joven por la muñeca y me acerqué mientras la luz de la linterna se abría camino en la oscuridad. Entonces di un paso atrás, agarrando más fuerte aún el brazo de la mujer. Erguido ante el volante se encontraba un joven rubio y corpulento, con la cabeza descubierta y el cuello del abrigo abierto. Pude ver que tenía un guante grueso en la mano izquierda mientras que la diestra, que reposaba en el volante, estaba desnuda. Sus ojos azul claro, que sin duda eran siempre saltones, estaban abiertos con una mirada fíja, idiota, y sobresalían mucho de su rostro. Tenía la boca abierta, la mandíbula colgante y una expresión estúpida, con la lengua fuera y la barbilla apoyada en la tela del cuello vuelto del abrigo.

-¡Ay! —gritó la muchacha-, está muerto.
-Comme un maquereau —completó De Grandin lacónicamente-. Pero no ha muerto de indigestión. Mírelo, por favor, amigo Trowbridge.
Entonces apoyó la mano sobre los suaves cabellos del joven e hizo un movimiento circular. La cabeza que tenía bajo la mano cedió a su presión como si estuviera sujeta a los hombros con un resorte poco ajustado.
-¿Coincide usted con mi diagnóstico? —preguntó.
-No cabe duda de que se trata de una fractura, probablemente en la tercera vértebra cervical -confirmé—, Pero que haya muerto como resultado de...
-Perfectamente -asintió-. La autopsia lo aclarará. -Entonces, dirigiéndose a la joven, añadió-: ¿Por eso no quería usted volver sobre sus pasos, mademoiselle ?
-No lo hice yo..., de verdad, yo no lo hice —contestó con voz quebrada—, Estaba vivo, vivo y se reía cuando eché a correr. Lo último que oí fue su voz, que me gritaba: «No irás muy lejos con esta tormenta, hermanita. Vuelve cuando tengas demasiado frío.» Les suplico que me crean.
-¡Ejem! -dijo De Grandin, apagando su linterna y bajándose del estribo—. No creo que lo hiciera usted, mademoiselle, no tiene fuerza suficiente. Pero este es un caso para el coronel y la policía. Tenemos que pedirle que nos acompañe.
-¿La policía? -su voz era apenas algo más que un susurro, pero encerraba tanto miedo como un alarido-, ¡Oh, no! No deben hacer que me arresten. No sé nada de este asunto...
Su negativa la ahogó; cayó hacia mí y finalmente se derrumbó sobre la nieve.
-La típica huida femenina -murmuró De Grandin cínicamente. Vamos a llevarla... así... -Me cogió de las muñecas, haciendo una silla para la joven inconsciente-. Así la llevaremos mejor. "No pesa mucho.
-Por eso creo que decía la verdad al negar haberlo hecho —repliqué mientras avanzábamos hacia la salida del parque-. Es una mujer frágil que no podría hacer más daño tratando de romper el cuello de un hombre que yo dando patadas en las costillas de un hipopótamo.
-Es cierto -reconoció, apoyando la morena cabecita de la joven sobre un hombro-. Creo que dice la verdad cuando niega haber matado, pero alguien le mató con mucha eficacia hace menos de media hora. Podría ser que sepa más de lo que ha dicho, y me propongo descubrir lo que sabe antes de llamar a la policía. Si es culpable, tendrá que pagar, pero si es inocente, nuestro deber es protegerla. En tout cas, me propongo averiguar la verdad.

Frágil o no, el peso de la muchacha parecía aumentar en progresión geométrica a medida que avanzábamos por la nieve pegajosa. Cuando llegamos a las puertas del parque, me sentí agotado y las luces brillantes del taxi que De Grandin llamó me hicieron el mismo efecto que un faro a un marinero náufrago. La llevamos a la casa y la tendimos en el sofá del escritorio. Mientras De Grandin servía una dosis de amoniaco aromático en un vaso y dos dedos de jerez en otro, yo le desabroché el abrigo de pieles y se lo quité.

-No creo que tengamos derecho a hacer lo que estamos haciendo -dije- No tenemos representación oficial y ningún derecho legal para interrogarla. ¡Cielos!
-Comment? —preguntó De Grandin.
-Mire usted -le indiqué-. Su pecho.,.
Justo debajo de la parte interna de la clavícula izquierda, siguiendo hacia abajo, casi hasta donde comenzaba su pecho izquierdo, había tres incisiones superficiales, verticales y paralelas, algo más que arañazos y más profundas al comenzar que al terminar. Estaban más o menos a un centímetro de distancia una de otra, y sus bordes estaban dañados y levantados como la tierra removida por el arado. La sangre había corrido y manchado el corpino de su vestido de noche escotado, y el propio corpiño estaba rasgado de tal forma que se veía el encaje negro de la ropa interior que cubría su delgado busto.
—Morbleu! —exclamó De Grandin, y se inclinó detrás de mí para inspeccionar los arañazos-, Chose étrange! Si no supiera de lo que se trata, ¿a qué causa achacaría usted esas heridas, amigo Trowbridge?
Yo sacudí la cabeza confuso.
—No sé. Si fueran más pequeñas, diría que las hizo un gato...
—Tu parles, mon vieux!... Usted lo ha dicho. Sólo un gato ha podido causar esos arañazos en una carne tan suave, pero, ¡qué gato! Nom d’une pipe, tiene que haber sido por lo menos un ocelote, y aun así... Mademoiselle, ¿despierta usted? -Se interrumpió cuando vio que la joven parpadeaba—. Eso es bueno. Beba esto. —Llevó el amoniaco hasta sus labios y se quedó mirándola sin pestañear mientras se lo tragaba—. No nos ha dicho usted todo, ni mucho menos -agregó, tendiéndole el jerez—. El joven la levanta. No. ¿Cómo se dice?, la recoge. Sí. Cuando la tiene dentro del parque se vuelve atrevido, ¿no? Usted sale del auto con su pudor ultrajado y huye en la tormenta. Sí, eso es seguro. Es lo que nos ha contado, ya lo sabemos. Pero —y su mirada se endureció al tiempo que su voz se volvía fría—, no nos ha dicho cómo se hizo esas heridas en el tórax. Ni una palabra. Nuestros ojos y nuestra experiencia nos indican que esas heridas han sido causadas por un gato..., un gato muy grande, quizá una pantera o un puma. Nuestra razón rechaza esa hipótesis. Y sin embargo —encogió los angostos hombros-, ¿es voilá..., ahí están.
La muchacha se echó hacía atrás como si la hubieran abofeteado.
—No me creerían ustedes.
—Tenez, mademoiselle, mi credulidad la asombraría. Díganos exactamente lo sucedido, por favor, y no omita nada.
Agradecida, bebió un traguito de jerez y pareció poner en orden sus ideas.
—Todo lo que les conté es cierto, la verdad honrada y absoluta —contestó lentamente—, pero no se lo conté todo. Tenía miedo de que pensaran que mentía, o que estaba loca o borracha, quizá las tres cosas. Como les dije, me encontraba en la esquina esperando a que pasara el autobús cuando llegó el joven con su coche y me preguntó si no quería que me llevara. Parecía tan amable, tan simpático, y yo estaba tan helada y abatida que acepté su oferta. Aun cuando se metió en el parque no me preocupé demasiado. He andado mucho por allí y sé cómo defenderme. Pero cuando detuvo el coche y se inclinó hacia mí, me asusté, me espanté. ¿Han visto ustedes un rostro humano convertirse en bestia...?
—Morbleu! ¿Quiere decir...?
—No, no quiero decir que sus facciones cambiaran realmente de forma; era su expresión. Sus ojos parecían brillar intensamente en la oscuridad y sus labios se separaron enseñando unos dientes como los de un perro o un gato, y empezó a hacer ruidos horribles con la garganta. No era nn gruñido, y sin embargo..., ¡ay!, no lo puedo describir, pero me aterroricé...
—¿Y qué más? —preguntó De Grandin dulcemente mientras ella se interrumpía y tragaba saliva con nerviosismo.
—No me había dado cuenta, pero se había quitado el guante de la mano derecha, y cuando la tendió hacia mí, ¡se había convertido en una zarpa de pantera!
—Cordieu! ¿Cómo dice usted, mademoiselle; La patte d''une panthére?
—Quiero decir exactamente lo que estoy diciendo, señor. Literalmente. Era de piel peluda, negra, con garras curvas y me la acercó con una especie de jugueteo aterrador..., como un gato cuando atormenta a un ratón con suavidad burlona, ya saben. Cada vez que la movía, la acercaba un poco más. De repente sentí que las garras me rasgaban el vestido, y un momento después sentí un dolor en el pecho. Entonces fue como si me despertara de repente..., me había sentido totalmente paralizada de miedo..., y salté fuera del coche- Exactamente como les conté en el parque. El no trató de seguirme; se quedó sentado en el coche, riéndose, y me dijo que no llegaría muy lejos con la tormenta. Entonces, me encontré con ustedes, y cuando regresamos al lugar, él estaba...
Volvió a callar y De Grandin terminó su frase:
—...totalmente muerto, parbleu!, con el pescuezo muy limpiamente roto.
—Sí, señor. Usted me cree, ¿verdad? Tenía una voz lastimosa, pero los ojos que levantó hacia él tenían una expresión más lastimosa aún.
Mi amigo enderezó las puntas de su bigotito rubio como el trigo.
—Quizá sea tonto, mademoiselle, pero le creo. Sin embargo, es más que probable que la policía no comparta mi naíveté. Por lo tanto, no le diremos nada de la parte que le corresponde en este desdichado asunto. Pero como debemos ponerles al corriente del asesinato, yo le curaré las heridas mientras el doctor Trowbridge informa del asunto por teléfono. -Me tendió un pedacito de papel con un número escrito—. Esa es la matrícula del coche del muerto, amigo Trowbridge. Tenga la bondad de pedirle al bueno de Costello que compruebe el número de la licencia para que nos diga quién era el propietario y dónde vivía.
—Habla Costello —pronunció la conocida voz cuando comuniqué con el cuartel general—. ¿Es usted, señor Trowbridge? Estaba a punto de llamar a su casa. ¿Qué sucede?
—No estoy muy seguro —respondí—. El doctor De Grandin y yo acabamos de tropezar en el Soldier's Park con algo que parece asesinato...
—¿Otro? Me estoy volviendo tarumba, señor, del todo, como se suele decir. Es el cuarto de la noche, y me da miedo coger el auricular cuando suena el teléfono, no sea que me anuncien otro. ¿Cómo mataron a ese?
—No estoy muy seguro, pero me parece que le rompieron el pescuezo...
—¿Eso le parece? -rugió-. De veras, puede estar seguro de que así fue; sí, señor. Todos sus pescuezos están rotos. El cuello de todos está roto. Por San Patricio, quisiera que el mío también lo estuviera, así no tendría que escuchar más historias sobre esos tipos con el pescuezo roto. ¿Que número dice que es? Gracias. Voy a comprobar en los archivos y estaré con usted en veinte minutos más o menos. Mientras tanto, enviaré una patrulla para que recoja el auto y el cuerpo en el parque.
Oí que se cerraba suavemente la puerta de la consulta mientras dejaba el teléfono, y un momento después se acercaba De Grandin a mi escritorio.
—Le he embadurnado las heridas con mercromina -me informó-. Eran superficiales y no parece que se vayan a infectar, pero me asombran. Sí, de veras.
—¿Por qué le asombran? —pregunté.
—Porque son evidentemente huellas de las zarpas de un gato grande. Tiene los bordes irregulares debido al hecho de que la piel se retiró cuando las zarpas la rasgaban, pero un examen microscópico no ha revelado la menor partícula extraña. Eso no debería ser así... Como bien sabe usted, las zarpas de animales, especialmente los de la familia felina, son cóncavas por debajo, y como el animal no las retrae totalmente al caminar, siempre se les queda algo de materia extraña en los surcos. Por eso la herida de un arañazo de león, leopardo o gato doméstico siempre está más o menos infectada, Las suyas, no. Amigo mío, ha sido un gato muy particular el que le ha infligido esos arañazos.
—¿Particular? Ya lo creo —afirmé-. Todavía la oigo cuando le contó a usted que la mano de aquel hombre se convirtió en zarpa de pantera. No lo cree usted, ¿verdad? Probablemente le hizo algunas jugadas con la mano desnuda, después le rompió el vestido y la arañó sin querer...
—Non, eso sí que no, amigo mío. No he comenzado a ejercer la medicina la semana pasada, ni siquiera la antepasada. Estoy dema¬siado familiarizado con las huellas de uñas humanas para equivocarme. No digo que la mano se le convirtiera en zarpa, es demasiado pronto para afirmar nada, pero hay algo que sí sé: esos araña¬zos no fueron hechos en su pecho por uñas humanas. Además...
-¿Dónde está ella ahora? -pregunté.
-Camino de su casa, supongo. La saqué por la puerta de la consulta y la acompañé hasta la esquina. Detuve un taxi y la metí dentro.
-Pero Costello querrá interrogarla.
-¿Le dijo usted que estaba aquí?
-No, pero...
-Tres bon. Eso está bien, es excelente. No la involucraremos en el escándalo. Si resulta que la necesitamos ya sé dónde hallarla. Sí. La obligué a darme sus señas y las comprobé en la guía telefónica antes de soltarla... Mientras tanto, lo que el bueno de Costello ignore no puede hacerle daño ni a él ni a mademoiselle Upchurch. Y así...

Los furiosos timbrazos de la puerta de entrada le interrumpieron y un minuto después el teniente de detectives Costello se precipitó dentro con el abrigo y el sombrero brillantes de nieve, y una expresión tremendamente infeliz en su rostro habitualmente amable.

-Buenas noches, señores —saludó, colgando el abrigo y el som¬brero en la percha del vestíbulo—. Así pues, se trata de uno de esos asesinatos con pescuezo roto de lo que me van a hablar ustedes.
-Así es en realidad, amigo mío -respondió Jules De Grandin con una sonrisa desprovista de alegría, aunque algo irónica—, ¿Tiene usted el nombre y la dirección del que encontramos asesinado en el parque?
-Aquí lo tiene, señor. John Percy Singletary, 1652 Atwater Dri-ve, y...
-Un momento, por favor -dijo De Grandin, y entró apresura¬damente en la biblioteca, de donde salió con un ejemplar del Who's Who. Ah, aquí está su dossier: « Singletary, John Percy. Nacido en Fairfield County, Massachusetts, 16 de julio de 1917. Hijo de George Angus y Martha Perry. Educado en colegios privados y en la Universidad de Harvard; se mudó a Harrisonville, N.J., en 1937; sirvió en el ejército de U.S. Teatro de operaciones: China-Birmania-India. Retirado honrosamente, CDD, 1945; Clubes: Lotus, Plumb Blossom, Exploradores. Señas: 1652 Atwater Drive, Harrisonville, N.J.» Aquí hay algo, aunque muy oscuro.
-¿Qué es lo que ve, claro u oscuro? Por lo que yo he leído, diría que ese tipo es uno de esos ricos caprichosos con más dinero que seso y sin otra cosa que hacer que buscar líos. Su ficha indica que lo han detenido más de doce veces por exceso de velocidad. No me explico cómo no le han retirado su carnet. No voy a derramar lá¬grimas saladas porque haya muerto; será uno menos, si me lo pregunta. Pero, ¿quién lo mató? ¿Quién demonios lo mató, y por qué?
De Grandin señaló el sifón y la botella.
—Sírvase una copa, mi viejo amigo. El mundo le parecerá mucho más brillante en cuanto la haya tomado. Mientras tanto, déme los nombres de los otros tres jóvenes que han tenido la desgracia de dejarse romper los pescuezos. Gracias -agregó, al recibir la relación de manos de Costeño—, Veamos... —Se puso a ojear el Whoís Who—. Dieu des porcs de Dieu des porcs de Dieu des cochons! —juró mientras cerraba el libro-. Pas possible!
—¿Qué ocurre, señor?
—Los dossiers de esos jóvenes tan desdichados son casi idénticos. El joven monsieur Singletary, a quien encontramos difunto en el parque, y los messieurs George William Cherry, Francis Agnew Marlow y Jonathan Smith Goforth eran de la misma edad más o menos y asistieron a las mismas escuelas. Probablemente serían condiscípulos. Tres de ellos sirvieron en el ejército de los Estados Unidos y uno en el británico, pero en el mismo teatro de operaciones, China-Birmania- India, y en la misma época. La forma en que han encontrado la muerte ha sido idéntica, el momento casi el mismo. Tres bon. ¿Qué significa esto?
—0,K., señor. Voy a morder... fuerte. ¿Qué significa?
El francesito se encogió de hombros.
—Helas! No lo sé. Pero hay más... mucho más... de lo que se ve a primera vista. Pensaré sobre el asunto y haré las investigaciones oportunas. Ya empieza a esbozarse un diseño posible de todo el caso. Reflexionemos, por favor. ¿Qué sabemos de ellos? —levantó un dedo hacia Costello, como si le apuntara con una pistola—, ¿Fueron asesinados porque eran ricos? Posible, pero no probable. ¿Porque fueron a la Universidad de Harvard? Conozco a exalumnos de esa institución a los que de buena gana mataría, pero en este caso dudo mucho que su alma mater tenga que ver gran cosa en cuanto al momento y el modo de morir. Podría ser que fueran asesinados debido al servicio militar, pero eso, creo yo, es puramente incidental. Tres bon. Al parecer existe otro factor. ¿Cuál?
—Conozco la respuesta, señor. Lo que falta es saber quién los mató y por qué.
—Así es, en verdad, amigo mío. Hábleme de sus muertes, si tiene la bondad.
Costello contó con sus gruesos dedos las circunstancias de las muertes respectivas.
—El joven Cherry fue hallado muerto en el patio delantero de su casa. Había salido de una fiesta y volvió a su casa a eso de las diez de la noche. El policía de la zona. Logan, lo vio tendido en el patio y pensó que se iba a helar, hasta que se acercó más. Marlow vive en el club Lotus, al cual pertenecen todos, como hemos visto. Lo encontró en la cama uno de sus amigos que fue a visitarlo poco después de las ocho de la noche. Goforth fue muerto, o por lo menos fue hallado muerto, en el lavabo de caballeros del teatro Acmé. Todos ellos tenían el cuello roto y no presentaban más señales. Ni huellas de dedos ni marcas de garrote. No debían estar muertos, según los reglamentos, pero lo están. El francés asintió:
-¿Quién era el amigo que encontró muerto al joven Marlow en su cama?
-Un tipo que se apellida Ambergrast. Vive en el mismo piso, en el club. Iba a visitarlo para pasar la noche en Nueva York y lo encontró tan muerto como un diario de ayer.
-Ya veo. Vamos rápidamente a hablar con ese monsieur Ambergrast. Puede ser que tenga algo que decirnos. También puede estar en la lista de los elegidos para la ceremonia de los cuellos rotos. Sí. Ciertamente.

Wilfred Bailey Ambergrast, hijo, parecía un representante típico de su clase. Un joven más bien apagado, no necesariamente vi¬cioso, pero saltaba a la vista que era el hijo demasiado mimado de un padre rico. Como dijo más tarde De Grandin, era «una de esas personas de quien se puede dar una impresión falsa al intentar describirla». Estaba obviamente impresionado por la muerte de su amigo y no tenía ganas de hablar.

-No puedo imaginar quién ha podido matar a Tubby, ni por qué -nos dijo, mirando con abatimiento el vaso que contenía su jaibol—. Todo lo que sé ya se lo he dicho a la policía. Cuando fui a llamarlo a eso de las ocho de la noche, me lo encontré tendido, la mitad en la cama, la mitad fuera... —Se interrumpió, tomó un largo sorbo y terminó—: Estaba muerto. Tenía la boca abierta y los ojos fijos. ¡Dios mío, fue terrible!
-Monsieur—De Grandin se quedó mirándolo fijamente, sin pestañear—, ¿no podría haber alguna relación entre la muerte de sus amigos y el servicio militar en la India o Birmania, por ejemplo?
-¿Cómo?
-Précisément. Supongo que estaban ustedes agregados a la fuerza aérea, no en candad de pilotos sino de meteorólogos. Su misión les permitía visitar algunos lugares poco conocidos y frecuentados, y relacionarse con asuntos que mejor sería no tocar...
El joven Ambergrast levantó rápidamente la mirada.
-¿Cómo puede usted suponer eso? —preguntó.
-No estoy adivinando, monsieur. Soy Jules De Grandin. Es asunto mío saber cosas, especialmente cosas que se supone que ignoro. Bien. Ahora, ¿dónde conocieron ustedes a..-? —y se detuvo frunciendo el entrecejo e invitando al joven a que terminara la frase.
El joven asintió con abatimiento.
-Puesto que ya sabe tanto, será mejor que le cuente el resto. Tubby Goforth, Bill Cherry y Jack Singletary estaban destacados conmigo cerca de Gontur. Frank Marlow estaba con los británicos, pues su padre era canadiense, pero se encontraba lo suficientemente cerca para que nos pudiéramos reunir en cuanto teníamos unos días de licencia. Un día nos dijo Jack que algo nos estaba esperando en Stuartpuram, una especie de campamento donde se reunían las tribus criminales que establecen allí su cuartel general. Nos llevamos un garry y llegamos al lugar cuando ya era de noche. Los nativos estaban desfilando en círculos, una y otra vez, alrededor de una cabaña de tierra que llamaban templo, agitando antorchas y cantando mantras a Bogiri, que es uno de los avalares de Kali. Mientras observábamos la procesión, un viejo se acercó sigilosamente hasta nosotros y nos propuso introducirnos al templo por una rupia por persona. Le tomamos la palabra y nos condujo por una puerta trasera hasta un cuartito a espaldas de una enorme representación en barro de la diosa.
»No sé qué era exactamente lo que esperábamos encontrar, pero lo que vimos nos decepcionó. Habíamos estado seguros de que allí habría mujeres... nautchnis, y esa clase de cosas; quizá algo de lo que aparece labrado en los muros de la Pagoda Negra, en Zarnak. Pero allí, todos eran hombres, y una pandilla de mala catadura, por cierto. Uno de ellos, que parecía ser una especie de sacerdote, se levantó y pronunció un discurso en industani, que naturalmente no entendimos, y luego repartió entre la congregación lo que nos pareció ser un lote de mitones negros. Después se interrumpió la reunión; estábamos a punto de salir cuando el viejo que nos había introducido en el templo apareció de nuevo. No hablaba muy buen inglés pero finalmente comprendimos que estaba ofreciéndonos en venta mitones de aquellos que habíamos visto. «¿Para qué sirven?», quiso saber Jack, y el viejo pecador empezó a reírse has¬ta que pensamos que le estaba dando un ataque de asma. «¿Les gusta hacer amor yum-yum a muchacha morena?», preguntó, y cuan¬do Jack contestó que sí, se rió todavía más. «Usted llevar ese guante y se lo muestra a muchacha morena, y no tiene problemas en hacer amor yum-yum», prometió. «Le dan un pequeño arañazo con esto y todo sale como usted quiere.» Por lo tanto, cada uno de nosotros compró un guante por tres rupias.

Cuando los examinamos a la luz, vimos que estaban hechos con una especie de piel negra y que tenían ajustadas tres uñas hechas con clavos de herradura. No podíamos imaginar cómo actuarían a modo de talismanes en el juego del amor, pero a la noche siguiente Tubby lo intentó y le salió bien. Tenía puestos los ojos en una muchacha parsi desde hacía algún tiempo, pero ella no le hacía caso. Esos parsis son los aristócratas de la India, orgullosos como el demonio. La mayoría son ricos y no es posible comprarlos ni sobornarlos, y los que carecen de dinero tienen suficiente orgullo para ir tirando. Tubby no había conseguido nada de la dama hasta la noche siguiente a nuestra compra de los guantes. Se puso el guante en la mano derecha y gruñó y le arañó ligeramente el brazo; resultó algo mágico, nos contó. Ella estuvo de lo más cariñosa toda la noche y parecía que su vocabulario no tenía ni un solo «no».

El francesito asintió con la cabeza.
-¿Encuentra usted alguna explicación a tan extraño fenómeno, monsieur?
-Pues bien, creo que sí. Al cabo de unos días oímos que había aparecido mucha gente de todo tipo: hombres, mujeres y niños, tendidos en lugares apartados y a veces en las carreteras, arañados como si hubieran sido atacados por leopardos. La policía no sabía qué hacer porque jamás se había visto nada igual. Nos imaginamos que los Grima habían reemplazado su antigua toalla de estrangular por aquellas zarpas y que la población estaba aterrorizada; por esa razón, en cuanto las muchachas veían nuestros guantes y sentían el arañazo de las garras, se imaginaban que formábamos parte de las tribus criminales...; no se sabe nunca quién está en eso y quién no, ¿sabe usted? Tienen más disfraces de los que pudiera haber imaginado Lon Chaney; por eso, las muchachas consideraban más prudente no llevarnos la contraria.
—Ya veo. ¿Y el venerable viejo picaro que les vendió las zarpas?
—Lo encontraron muerto, estrangulado, en las afueras de su aldea dos días después. Supusimos que alguno había advertido en él señales de una riqueza repentina (ya ven, nos había cobrado dieciséis rupias, y para el campesino indio corriente esa cantidad representa una fortuna) y que lo mató para robarle. Jamás había oído decir que esos tipos se robaran entre sí. Divertido, ¿no?
—Muy divertido, muy divertido en verdad, monsieur. Pero pongo en duda que el viejo o sus cuatro amigos hayan encontrado la cosa divertida.
-¿Mis cuatro amigos? ¿Quiere usted decir que Jack y Frank...
—Precisamente, monsieur. De los que visitaron el templo aquella noche y compraron al viejo las zarpas de gato, el único superviviente es usted.
-Pero, ¡qué me dice, hombre!, eso significa que quizá anden tras mi rastro...
—A menos que esté yo muy equivocado, ha establecido usted la ecuación con gran exactitud, monsieur. Ahora, ¿quiere tener la bondad de mostrarnos la habitación de monsieur Marlow?
-¡Ejem! -gruñó Costello cuando entramos en el cuartito-. Olvidé decírselo: el tipo que hizo esto ha tenido que ser pájaro o algo por el estilo. —Abrió la ventana y nos lo señaló—. Estamos en el segundo piso, a más de siete metros de la calle. Cualquiera que tuviera que salir por esta ventana debería tener alas o algo así, pero para entrar, ¿qué iba a hacer? No hay tubería cerca de la ventana por la que trepar, y no pudo haber apoyado una escalera en la pared. No se pueden llevar escaleras por las calles sin llamar la atención, ya lo saben ustedes. Por supuesto, podría haberse descolgado desde el tejado con una cuerda, pero, ¿cómo podría haber llegado allá arriba? El salón de abajo está lleno de lacayos, socios y visitantes que van de un lado a otro sin cesar.
Como no hay edificio adyacente, no puede haber pasado por los tejados...
—Como usted dice, amigo mío, es un misterio —concedió De Gran-din—, pero ahora estamos más interesados en saber quién cometió esos extraños asesinatos que en la forma en que consiguió entrar o salir de esta habitación. Podría ser que..., morbleu!, claro, me siento bastante inspirado.
—Seguro, seguro, ¿verdad que sí, señor? —dijo blandamente Costello-. Quizá en honor a los viejos tiempos, nos lo cuente usted, ¿no?
—Seguramente, mon ami. Pour quoi pas? Vamos a consultar a nuestro amigo Rain Chitra Das. Puede decirnos más en media ho¬ra de lo que podríamos inventar nosotros en veinticuatro. Espérenme aquí. Voy corriendo a llamarle por teléfono.
Cinco minutos después regresó haciéndonos señas.
—Tenemos suerte, mes amis. Monsieur et madame Das acaban de regresar de la ópera y no se han acostado aún. Nos esperarán. Vamos, vayamos a verlos ahora mismo. Entre tanto... —dijo cogiendo a Costello del brazo. Se lo llevó aparte y le susurró algo al oído con mucha seriedad.
—O.K., señor —contestó el detective—. Lo haré, pero esto es muy irregular. Lo sacarán antes de que amanezca.
—Eso nos dará suficiente tiempo —respondió De Grandin—, Va¬ya a telefonear al cuartel general y dése prisa; tenemos poco tiem¬po que perder.
—¿Qué estaban diciéndose al oído? —pregunté mientras tomábamos la dirección de Nueva York—, ¿Qué es irregular, y a quién van a sacar?
—Al joven monsieur Ambergrast —contestó De Grandin—. Se me¬ten en cuartos cerrados cuyas ventanas son totalmente inaccesibles. ¡Ah!, pero no creo que puedan meterse en una cárcel. No. Hasta ellos encontrarán la cosa difícil. Por eso, puesto que no podemos traernos al joven y no nos atrevemos a dejarlo en su cuarto, le haremos arrestar como testigo material y le dejaremos a salvo en la Bastilla por unas cuantas horas. Por supuesto, conseguirá una fianza, pero mientras tanto, no lo tendremos en nuestra conciencia. No, desde luego que no. En absoluto.
—Hola. ¿Qué tal? Me alegro de verles -fue el saludo de Ram Chitra Das mientras subíamos los escalones de su apartamento del segundo piso en East 86th Street—. ¿Cómo está usted, doctor Trow-bridge? Me alegro de verle, teniente Costello.

Nos estrechó cordialmente las manos y nos introdujo en una habitación que podía haber servido para una representación imponente de las mil y una noches. Las paredes eran de un blanco de cáscara de huevo y tenían tapices tan ricos como los colores del sueño de un mascador de hachís; a través del piso de pino amarillo encerado se extendían pieles de leopardos, lobos de la montaña con piel platinada y, cerca del sofá que había en la pared opuesta, es taba tendida la piel de un tigre de ébano viviente con oro. El lugar olía a una mezcla de perfumes exóticos, fragancia de flores, madera de manzano que ardía en la chimenea y humo de cigarrillo.

Vestido con traje de etiqueta y camisa inmaculada, nuestro huésped no parecía oriental. Podía haber sido italiano o español, con sus cabellos lisos y brillantes, sus ojos despiertos y oscuros y sus facciones suaves y regulares; indiscutiblemente, hablaba con el acento de Oxford. La mujer, que se levantó del sofá y avanzó hacia nosotros para saludarnos, era de una belleza que cortaba la respiración. Alta, delgada, de pecho estrecho, se movía con tal gracia que más parecía flotar que caminar, como si la llevara una brisa silenciosa e imperceptible. Tenía la piel de un matiz increíblemente bello de oro pálido, suave e iridiscente. Sus cabellos, separados por una raya en medio y recogidos en un moño pequeño en la nuca, eran una nube negra. Pero el modelado extraño, exótico, de sus facciones, era lo que retenía nuestras miradas. Su alta frente bajada hasta la nariz sin indicar en lo más mínimo una curva. Debía de correr por sus venas la sangre de los conquistadores griegos de Alejandro; debajo de las cejas delgadas y altas, sus ojos eran dos charcos de un verde de musgo. Tenía la boca grande, los labios eran delgadas líneas escarlata. Llevaba un vestido de noche de seda mate cortado con una sencillez griega y ceñido en el talle por un cinturón de plata. En el brazo derecho, justo encima del codo, llevaba un ancho bra¬zalete de platino con esmeraldas y rubíes, y en las orejas tenía bo¬tones de esmeralda que repetían y acentuaban el verde de sus ojos. Su aspecto era un conjunto de gracia soberbia y flexible.

-Querida mía —dijo nuestro anfitrión, y se inclinó para presentarnos uno por uno-, el doctor De Grandin, el doctor Trowhbridge, el teniente Costello. Caballeros, mi esposa Naraini, que, de no ser por un error en la elección de marido, podría ser ahora maharani de Khandawah.
-Tiens, madame —murmuró De Grandin elevando la delgada mano de ella hasta sus labios—. Tanto en la India como en Islandia, Nepal o Nueva York, usted no podría ser otra cosa que una reina.

Sus grandes ojos se posaron en él por un instante, en una abstracción verde, y después apareció en ellos una sonrisa, al tiempo que unos dientes como perlas asomaban entre sus labios escarlata- No conozco a ninguna mujer que no le sonría a Julos de Grandin.
-Merci, monsieur —murmuró con voz tan profundamente musical que me recordó el arrullo de las palomas—; vous me. faites honneur.
-Y ahora -preguntó Ram Chitra Das mientras nos sentábamos—, ¿de qué se trata? Por el mensaje algo apresurado que me dio, imagino que está sospechando de alguna maniobra hindú.
-En verdad, amigo mío, ha adivinado muy bien —asintió De Grandin con solemnidad-. Consideremos lo que sabemos y lo que sospechamos, y veremos si puede usted encontrar la clave del enigma.
El hindú no hizo ningún comentario mientras De Grandin presentaba nuestro problema, pero cuando concluyó el francesito, dijo:
—Creo que sus sospechas están bien fundadas. Esos descocados tropezaron con algo que no deberían haber tocado, y el castigo que habrían de pagar podía haber sido previsto por alguien que conozca la India y a los hindúes.

Supongo que ya saben ustedes que las tribus criminales de la India cuentan con más o menos diez millones de miembros —continuó—. Por lo general no son ladrones, asesinos y rateros corrientes; son literalmente criminales natos, del mismo modo que ustedes los americanos nacen protestantes o católicos o demócratas o republicanos. Cada uno de sus niños es criminal por herencia, y está registrado como tal en los libros de los archivos de la policía hindú. Robar, asesinar y dedicarse a cualquier otra actividad criminal es para ellos un deber religioso, como para los judíos, cristianos o mu¬sulmanes dar limosna a los pobres. Fracasar en la carrera criminal equivale para ellos a desprestigiarse.

Desprestigiarse es cosa seria para un hindú, algo así como la excomunión para un cristiano medieval, sólo que aún peor. Espiritualmente lo condena a múltiples reencarnaciones a través de un sinnúmero de épocas. También físicamente tiene sus inconvenientes. Si yo tuviera que regresar al palacio de mi tío en Nepal, no sería mas que un perfecto don Nadie. Ningún sirviente me atendería, ningún comerciante aceptaría venderme mercancías, sólo los basureros y barrenderos se atreverían a hablarme. En cuanto a Narai-ni, que huyó de su principesco padre para casarse con un vagabundo desprestigiado, si volviera la meterían probablemente dentro de un saco y la lanzarían al río más cercano.

Eso, en lo que respecta a ese problema. Ustedes saben de sobra que los trabajadores hindúes han llegado a casi todas partes: China, las Indias holandesas y, naturalmente, las colonias inglesas de África. Al parecer, algunos de esos «Crims», como los llaman familiarmente, aunque sin afecto, en la policía hindú, emigraron hacia Sierra Leona hace algún tiempo, y aprendieron unos cuantos trucos de los hombres-leopardo en el Protectorado y la Liberia limítrofe. Algunos de ellos retornaron a la madre India e introdujeron la innovación de las «zarpas de gato» (un guante de piel provisto de uñas de acero) entre sus correligionarios. He oído decir que hace un par de anos hubo un resurgimiento de crímenes en la pre¬sidencia de Madrás y que al parecer las víctimas habían sido maltratadas por leopardos. Creo que es aquí donde entran esos jóvenes. No cabe duda de que presenciaron una reunión de los tribeños criminales en la que se distribuían «zarpas de gato», y el viejo picado que los conducía decidió ganarse una rupia fácil vendiéndoles los instrumentos endemoniados.

Ya saben lo que le sucedió -agregó-, Al joven Ambergrast le pareció chistoso que los tribeños criminales se hubieran vuelto contra uno de los suyos; era previsible. El tipo había vendido un secreto de logia, y a las sociedades secretas no les agradan esta clase de cosas. Parece ser que ese renegado en particular no sobrevivió lo suficiente para disfrutar de sus ganancias mal obtenidas. El roomal (ya saben ustedes, la toalla de estrangular de loa asesinos) fue suficiente para él, pero quedaba por resolver el asunto de los jóvenes extranjeros —finalizó—, Al comprar aquellas «zarpas de gato» y emplearlas, no para crímenes legítimos, sino para aterrorizar a muchachas indígenas reacias y obligarlas a doblegarse, los jóvenes blancos habían infligido una afrenta a toda la secta criminal. Habían hecho «perder la faz» a los Cmns. En Oriente, perder la faz es casi tan malo como desprestigiarse, y tenían que hacer algo drástico al respecto. Por consiguiente —y levantó las manos como para tender una cuerda, juntándolas después con un movimiento brusco-, Exeunt omnes como reza un pasaje de una escena de Shakespeare.

-¿Entonces cree usted, señor...? -comenzó a decir De Grandin, pero Das le interrumpió.
—Casi estoy seguro de ello, teniente. El hombre encargado de la tarea de dar a esos jóvenes el billete de partida es probablemente algún miembro de las tribus criminales; estará desprestigiado y recuperará su rango gracias a esos asesinatos. El o ellos no se detendrán ante nada, y si son varios los que tienen que matar, la muerte de alguno de ellos no detendrá a los demás, pues creen implícitamente que el camino más seguro y rápido hacia el Paraíso es ser muerto mientras cometen un crimen, del mismo modo que se desprestigian si se dejan atrapar.
—¿Y no tiene usted la menor idea de cómo penetró ese asesino en el cuarto del pobre muchacho? A mí me pareció que tendría que ser un pájaro para poder entrar o salir, pero, como usted dice, son muy listos y pueden conocer algunos trucos que ni siquiera se nos ocurrirían a nosotros.
—Tengo una idea bastante precisa, teniente —replicó Ram Chitra Das-, ¿Dónde se encuentra actualmente Ambergrast?
-En la cárcel y a buen recaudo, así lo espero al menos.
-Está más seguro allí que en cualquier otra parte, pero si queremos atrapar a nuestros pájaros, tendremos que cebar la trampa. ¿Creen ustedes que se las habrá arreglado ya para conseguir una fianza?
—Lo ignoro, señor; pero si usted quiere, telefonearé.
-Podría ser una buena idea. Dígales que lo retengan allí bajo cualquier pretexto hasta que usted les diga, y después envíelo de regreso a su habitación en un coche patrulla.
Ram Chitra Das, De Grandin y yo estábamos agachados en un ángulo del muro que corría a lo largo del callejón, en la parte trasera del Lotus Club. Un frío entumecedor nos mordía los huesos como un perro hambriento, y cuando el cielo empezó a clarear ligeramente en el este, el viento cortante agregó un pinchazo adicional al aire.
-Mille douleurs —murmuró tristemente el francesito—, una hora más aquí parados y Jules de Grandin se habrá convertido en un cadáver rígido, parbleu!
-Paciencia, mi buen amigo -susurró Ram Chitra Das-. Hemos invertido ya tanto tiempo e incomodidad que sería una vergüenza abandonarlo ahora. Es casi seguro que vendrá. Esos bribones no suelen perder el tiempo y casi siempre actúan en la oscuridad. ¿Cree usted que Costello estará al pie del cañón, ahí adentro?
—Lo dejé con un inspector vestido de paisano en la habitación contigua a la de Ambergrast -respondí-. Han dejado la puerta entreabierta y solo un ratón podría pasar sin ser visto. Si se produce el menor ruido en la habitación de Ambergrast, ellos...
—Si el tipo a quien esperamos entra en ese dormitorio, no oirán el menor ruido —repuso sombríamente Ram Chitra Das— Esos bagrees pueden quitarle un pendiente de la oreja a una mujer dormida sin que deje de roncar, y cuando se trata de emplear el roomal..., pueden matar a un hombre casi tan rápidamente como una hala, pero con menos ruido que una mosca caminando por el techo. He visto algunas de esas hazañas y..., ¡por san Jorge!, creo que tenemos visita.

Avanzando sin ruido y con pasos ligeros como un gato sobre la nieve helada, un hombre venía hacia nosotros. Era un tipo de corta estatura, flaco, envuelto en un abrigo demasiado grande y con la cabeza metida en un sombrero que tampoco era de su medida. Pude entrever que era de tez morena, pero seguro que no era negro. Por un momento se detuvo como un perro que pierde el rastro, miró hacia las ventanas del segundo piso del edificio del club, y echó a andar decididamente hacia un lugar que se encontraba justo debajo de la ventana entreabierta del cuarto de Ambergrast.

—Estén atentos —ordenó Ram Chitra Das, en un susurro casi inaudible—. Si es lo que yo creo, va a ser bueno.
El hombre se detuvo, sacó un frasquito del bolsillo y lo destapó, dejando caer en el suelo algo de su contenido.
-Son las libaciones -murmuró Das-. Siempre vierten algo para Bhowanee, como ofrenda, antes de beber el mhowa sagrado como parte de un asesinato ritual.

El tipo bebió el contenido del frasco y se metió el recipiente vacío en el bolsillo; después, tan despreocupado como un muchacho que va a nadar, se quitó el abrigo, el elástico, el pantalón y los zapatos y se quedó desnudo en el crudo invierno, con la excepción de un taparrabos y de su absurdo sombrero. Esto fue lo último que se quitó, y vimos que llevaba un turbante enrollado de tela blanca y sucia debajo.

-Parbleu!, esto sí que es mortificar la carne —susurro De Grandin, pero se quedó sin aliento cuando vio que el hombre moreno sa¬caba una cuerda que llevaba alrededor del talle, la enrollaba sobre la nieve que tenía a sus pies, y se inclinaba sobre el rollo haciendo gestos rápidos y misteriosos con las manos.
Yo no quería creer lo que veían mis ojos: lentamente, como una serpiente que despierta de su sopor, la cuerda pareció cobrar vida. Su extremo se estiró, se torció, se levantó unas cuantas pulgadas, cayó de nuevo al suelo y volvió a subir, pero esta vez se quedó levantado. Entonces, pulgada a pulgada, se enderezó, como si tanteara cautelosamente su camino, hasta que se quedó tan tensa y recta como un poste, con un extremo sobre el piso helado y el otro a menos de un pie de distancia de la ventana de Ambergrast.
-Gran dieu des porcs! ¡No es posible! —susurró De Grandin, con incredulidad-. Yo he oído contar este truco de la cuerda miles de veces, pero...
-Ver para creer, viejo amigo —le interrumpió Ram Chitra Das con una carcajada ahogada—. Ha oído usted a viejos y atezados viajeros decirle que el truco de la cuerda es un engaño, y que no puede hacerse; pero ahí lo tiene, y podrá apuntarlo en su diario.

El hombrecillo moreno había empezado a trepar por la cuerda rígida. Sus manos se aferraban con agilidad simiesca y me pareció que tenía los dedos de los pies tan hábiles como los de un mono, pues en lugar de sujetar la cuerda con los tobillos para subir, lo hacía con los pies. Ya había llegado frente a la ventana entreabierta y empezaba a aflojar la toalla que le rodeaba la cintura cuando Das avanzó rápidamente con las dos manos en alto y, con voz estridente gritó:
-Darwaza hundo!

El efecto fue galvanizador. La cuerda cayó al suelo como un globo desinflado y el hombre que la agarraba se precipitó sobre los la¬drillos cubiertos de nieve con una fuerza aplastante. A medio camino entre las ventanas y el suelo, giró en el aire, con los dos brazos extendidos, asiéndose con las manos a la nada y con la boca abierta en un pánico desesperado e indefenso, y siguió dando vueltas hasta golpear con la espalda en el pavimento helado-
-¡Sujétenlo! -gritó Ram Chitra Das, abalanzándose hacía el cuerpo caído. Cogió la toalla de manos del hombre y trató de atarlo con ella—. No se preocupen -agregó con desgano—, está tan frío como un pescado de ayer.
-Y esto lo explica todo, yin lugar a dudas —nos informó Ram Chitra Das cuando nos encontramos frente a él, en su estudio, del otro lado de una mesa servida con café y sandwiches-. Yo temía que fueran varios, pero Sookdee Singh, pues tal es el nombre de nuestro amiguito bagree, me dijo que él sólito llevó a cabo todos los ase¬sinatos. Es un muchacho muy emprendedor, a mi juicio.
—¿Puftde usted fiarse de su palabra? —le preguntó De Grandin.
—Por lo general, no, pero en esta ocasión, sí. A un bagree no le importa mentir; miente sin querer, como respira, pero cuando mete su mano en sangre y afirma: «Que la ira de Bhowanee me consu¬ma por completo si no estoy diciendo la verdad», puede usted creerle. Pedí prestada una esponja en el cuarto de operaciones del hospital y obligué al bellaco a decir la verdad antes de prometerle nada.
—Pero, ¿qué podía prometerle usted, señor? —preguntó Costello.— Lo tenemos convicto y confeso; es seguro que habrá de sufrir la pena máxima por asesinato.
—Temo que no, teniente. Se lastimó bastante al caer; una costilla fracturada le atravesó el pulmón y el médico del hospital me ha dicho que no acabará el día. Eso es lo que me dio los medios para negociar.
—Pero no veo como... —comenzó Costello. El hindú prosiguió, sonriendo:
—Estos tribeños criminales son hindúes devotos, aun cuando la ética de su devoción podría entrar en tela de juicio. Sin embargo, tienen algo en común con sus correligionarios más honrados: consideran una deshonra que los entierren. La cremación es el único medio decente de disponer de sus cuerpos. Si sus cenizas son arrojadas al Ganges, se encuentran mucho más cerca del cielo..., algo como cuando un cristiano es sepultado en tierra sagrada, ¿comprenden?

Así fue como conseguí su confesión; le prometí que si decía la verdad, y toda la verdad, si quedaba «limpio», creo que suele decirse así, me ocuparía de que su cuerpo fuera quemado y sus cenizas enviadas a la India para ser esparcidas por el Ganges. No podría haberle hecho una oferta más atractiva.
—Si no es un secreto profesional, ¿podría usted decirme lo que le gritó para hacer que cayera la cuerda? —pregunté.
—En absoluto, Dije darwaza bundo!, lo que significa simplemente «cierre la puerta» en indostano. Realmente no importa lo que dijera, ¿comprenden? Con el fin de llevar a cabo sus trucos, un adepto necesita concentrar su mente totalmente, y la menor distracción, aunque sea de un segundo, rompe el hechizo. La sorpresa de oír que de repente le hablaban en su idioma materno fue tan grande que distrajo su atención. Durante una fracción de segundo, es cierto, pero fue suficiente. Una vez que la cuerda se hubo aflojado, ya no podía hacer nada sin enrollarla nuevamente y comenzar su encantamiento desde el principio.
—Mon brave! —exclamó De Grandin, encantado-, mi viejo y sin par amigo, mon homme sensé. Parbieuf, estoy casi convencido de que después de Jules De Grandin, es usted el hombre más inteligente que hay sobre la tierra- Bebamos por ello.

MARQUÉS DE SADE (1740-1814) EL APARECIDO

MARQUÉS DE SADE 
(1740-1814)
EL APARECIDO

La cosa del mundo a la cual los filósofos otorgan menos fe es a los aparecidos. No obstante, si el caso extraordinario que voy a contar, caso certificado con la firma de muchos testigos y consignado en archivos respetables, si ese caso, digo, y teniendo en cuenta esos títulos y la autenticidad que tuvo en su tiempo, puede volverse susceptible de ser creído, será necesario, a pesar del escepticismo de nuestros estoicos, persuadirse de que si todos los cuentos de aparecidos no son verdaderos, al menos hay acerca de eso cosas muy extraordinarias.

Una gruesa Madame Dallemand, que todo París conocía entonces como una mujer alegre, viuda, franca, ingenua y de buena compañía, vivía con un cierto Ménou, hombre de negocios que habitaba cerca de Saint Jean-en-Grève. Madame Dallemand se encontraba un día cenando en casa de cierta Madame Duplatz, mujer de su apostura y de su sociedad, cuando en medio de una partida que habían comenzado al levantarse de la mesa, un lacayo vino a rogar a Madame Dallemand que pasara a un cuarto vecino, visto que una persona de su conocimiento demandaba insistentemente hablarle por un asunto tan apurado como consecuente; Madame Dallemand dijo que la esperara, que no quería interrumpir su partida; el lacayo vuelve e insiste de tal manera que la dueña de la casa es la primera en apurar a Madame Dallemand para que vaya a ver qué es lo que quiere. Ella sale y reconoce a Ménou.

—¿Qué asunto tan urgente —le dice ella— puede hacerle venir a turbarme de esta manera en una casa en la que no eres conocido?

—Uno muy esencial, señora —responde el corredor—, y debe creer que es bien necesario que sea de esa especie, para que haya obtenido de Dios el permiso de venir a hablarle por última vez en mi vida...

Ante esas palabras que no anunciaban un hombre muy en sus cabales, Madame Dallemand se turbó. Observando a su amigo que no había visto desde hacía unos días, se espanta aun más al verlo pálido y desfigurado.

—¿Qué tienes, señor? —le dice— ¿Cuáles son los motivos del estado en que te veo y de las cosas siniestras de que me hablas... acláramelo rápidamente, qué te ha ocurrido?

—Sólo algo muy ordinario, señora —dice Ménou—, después de sesenta años de vida era muy simple llegar a puerto, he pagado a la naturaleza el tributo que todos los hombres le deben, no me lamento más que de haberte olvidado en mis últimos instantes, y es por esa falta, señora, que vengo a pedirte perdón.

—Pero, señor, tú bates el campo, no hay ningún ejemplo de una tal sinrazón; o vuelves en ti o voy a pedir socorro.

—No llames, señora. Esta visita inoportuna no será muy larga, me aproximo al término que me ha sido acordado por el Eterno; escucha, pues, mis últimas palabras, y es para siempre que vamos a dejarnos... Estoy muerto, te dije, señora. Muy pronto serás informada de la verdad de lo que te adelanto. Te he olvidado en mi testamento, vengo a reparar mi falta; toma esta llave, transpórtate al instante a mi casa; detrás de la tapicería de mi lecho encontrarás una puerta de hierro, la abrirás con la llave que te doy, y te llevarás el dinero que contendrá el armario cerrado por esa puerta; esa suma es desconocida por mis herederos, es tuya, nadie te la disputará. Adiós, señora, no me sigas...

Y Ménou desapareció.

Es fácil imaginar con qué turbación Madame Dallemand volvió al salón de su amiga; le fue imposible esconder el tema...

—La cosa merece ser reconocida —le dijo Madame Duplatz—; no perdamos un instante.

Se piden caballos, se sube en coche, se llega hasta casa de Ménou... Él estaba ante su puerta, yaciendo en su ataúd; las dos mujeres suben a los apartamentos. La amiga del dueño, demasiado conocida para ser rechazada, recorre todas las habitaciones, llega entonces a aquella indicada, encuentra la puerta de hierro, la abre con la llave que le han dado, reconoce el tesoro y se lo lleva.

He aquí sin duda pruebas de amistad y de reconocimiento cuyos ejemplos no son frecuentes y que, si los aparecidos espantan, deben al menos, se convendrá en ello, hacerse perdonar los miedos que pueden causarnos, en favor de los motivos que los conducen hacia nosotros.

16 DE JUNIO DE 1955 ES BOMBARDEADA LA PLAZA DE MAYO

16 DE JUNIO DE 1955 ES BOMBARDEADA LA PLAZA DE MAYO Pocas veces en la historia mundial, miembros de las Fuerzas Armadas de un país, con la c...