lunes, 13 de enero de 2020

13 DE ENERO DE 1882 NACE :

JAMES JOYCE

(Dublín, 1882 - Zurich, 1941) Escritor irlandés en lengua inglesa. Nacido en el seno de una familia de arraigada tradición católica, estudió en el colegio de jesuitas de Belvedere entre 1893 y 1898, año en que se matriculó en la National University de Dublín, en la que comenzó a aprender varias lenguas y a interesarse por la gramática comparada.

James Joyce
Su formación jesuítica, que siempre reivindicó, le inculcó un espíritu riguroso y metódico que se refleja incluso en sus composiciones literarias más innovadoras y experimentales. Manifestó cierto rechazo por la búsqueda nacionalista de los orígenes de la identidad irlandesa, y su voluntad de preservar su propia experiencia lingüística, que guiaría todo su trabajo literario, le condujo a reivindicar su lengua materna, el inglés, en detrimento de una lengua gaélica que estimaba readoptada y promovida artificialmente.
En 1902 se instaló en París, con la intención de estudiar literatura, pero en 1903 regresó a Irlanda, donde se dedicó a la enseñanza. En 1904 contrajo matrimonio y se trasladó a Zurich, donde vivió hasta 1906, año en que pasó a Trieste, donde dio clases de inglés en una academia de idiomas.
Su primer libro, el volumen de poemas Música de cámara (Chamber Music), apareció en 1907; en 1912 volvió a su país con la intención de publicar una serie de quince relatos cortos dedicados a la gente de Dublín, Dublineses (Dubliners), que finalmente vieron la luz en 1914.
Durante la Primera Guerra Mundial vivió pobremente junto a su mujer y sus dos hijos en Zurich y Locarno. La novela semiautobiográfica Retrato del artista adolescente (Portrait of the Artist as a Young Man), de sentido profundamente irónico, que empezó a publicarse en 1914 en la revista The Egoist y apareció dos años después en forma de libro en Nueva York, lo dio a conocer a un público más amplio.

Joyce en una imagen de 1904
Pero su consagración literaria completa sólo le llegó con la publicación de su obra maestra, Ulises (Ulysses, 1922), novela experimental en la que intentó que cada uno de sus episodios o aventuras no sólo condicionara, sino que también «produjera» su propia técnica literaria: así, al lado del «flujo de conciencia» (técnica que había usado ya en su novela anterior), se encuentran capítulos escritos al modo periodístico o incluso imitando los catecismos. Inversión irónica del Ulises de Homero, la novela explora meticulosamente veinticuatro horas en la vida del protagonista, durante las cuales éste intenta no volver a casa, porque sabe que su mujer le está siendo infiel.
Una breve estancia en Inglaterra, en 1922, le sugirió el tema de una nueva obra, que emprendió en 1923 y de la que fue publicando extractos durante muchos años, pero que no alcanzaría su forma definitiva hasta 1939, fecha de su publicación, con el título de Finnegan's wake. En ella, la tradicional aspiración literaria al «estilo propio» es llevada al extremo y, con ello, al absurdo, pues el lenguaje deriva experimentalmente, desde el inglés, hacia un idioma propio del texto y de Joyce. Para su composición, el autor amalgamó elementos de hasta sesenta idiomas diferentes, vocablos insólitos y formas sintácticas completamente nuevas. Durante la Segunda Guerra Mundial se trasladó de nuevo a Zurich, donde murió ya casi completamente ciego.
La obra de Joyce está consagrada a Irlanda, aunque vivió poco tiempo allí, y mantuvo siempre una relación conflictiva con su compleja realidad política e histórica. Sus innovaciones narrativas, entre ellas el uso excepcional del «flujo de conciencia», así como la exquisita técnica mediante la que desintegra el lenguaje convencional y lo dobla con otro, completamente personal, simbólico e íntimo a la vez, y la dimensión irónica y profundamente humana que, sin embargo, recorre toda su obra, lo convierten en uno de los novelistas más influyentes y renovadores del siglo XX.

viernes, 10 de enero de 2020

10 DE ENERO DE 1883 NACE :

ALEXÉI NIKOLÁIEVICH TOLSTÓI
(Alexéi, Alekséi o Aleksey Nikoláievich Tolstoy o Tolstói; Nikoláievsk, 1883 - Moscú, 1945) Escritor soviético. Es uno de los pioneros de la ciencia ficción soviética. Empezó su carrera literaria publicando poemas (Más allá de las flores, 1907), novelas cortas (Los cuentos de la urraca, 1912) y narraciones costumbristas (El señor cojo, 1912; Los barrancos).
En 1917, a raíz de la Revolución, marchó a París y, posteriormente, a Berlín. De esta época son las novelas La infancia de Nikita (1922) y Las hermanas (1922). En 1923 regresó a Rusia, donde publicó El año 1918 (1927-1928) y Mañana sombrío(1940-1941), que, junto con Las hermanas, forman una trilogía titulada El camino de los tormentos, que constituye un análisis del papel de los intelectuales ante la revolución.
Entre sus relatos fantásticos destacan Aelita (1923) y El hiperboloide del ingeniero Garin (1925). Es autor, además, de las novelas históricas Pedro I (1929-1945), en tres volúmenes, e Iván el Terrible (1943).

lunes, 6 de enero de 2020

OSVALDO SORIANO
OTOÑO DEL 53
Salimos temprano de Neuquén, en un ómnibus todo destartalado, indigno de la acción patriótica que nos había encomendado el General Perón. Íbamos a jugarles un partido de fútbol a los ingleses de las Falklands y ellos se comprometían a que si les ganábamos, las islas pasarían a llamarse Malvinas para siempre y en todos los mapas del mundo. La nuestra era, creíamos, una misión patriótica que quedaría para siempre en los libros de Historia y allí íbamos, jubilosos y cantando entre montañas y bosques de tarjeta postal. Era el lejano otoño de 1953 y yo tenía diez años. En los recreos de la escuela jugábamos a la guerra soñando con las batallas de las películas en blanco y negro, donde había buenos y malos, héroes y traidores. La Argentina nunca había peleado contra nadie y no sabíamos cómo era una guerra de verdad. Lo nuestro, lo que nos ocupaba entonces, era la escuela, que yo detestaba, y la Copa Infantil Evita, que nuestro equipo acababa de ganar en una final contra los de Buenos Aires. A poco de salir pasó exactamente lo que el jorobado Toledo dijo que iba a pasar. El ómnibus era tan viejo que no aguantaba el peso de los veintisiete pasajeros, las valijas y los tanques de combustible que llevábamos de repuesto para atravesar el desierto. El jorobado había dicho que las gomas del Ford se iban a reventar y no bien entramos a vadear el río, explotó la primera. El profesor Seguetti, que era el director de la escuela, iba en el primer asiento, rodeado de funcionarios de la provincia y la nación. Los chicos habíamos pasado por la peluquería y los mayores iban todos de traje y gomina. En un cajón atado al techo del Ford había agua potable, conservas y carne guardada en sal. Teníamos que atravesar montañas, lagos y desiertos para llegar al Atlántico, donde nos esperaba un barco secreto que nos conduciría a las islas tan añoradas. Como la rueda de auxilio estaba desinflada tuvimos que llamar a unos paisanos que pasaban a caballo para que nos ayudaran a arrastrar el ómnibus fuera del agua. Uno de los choferes, un italiano de nombre Luigi, le puso un parche sobre otro montón de parches y entre todos bombeamos el inflador hasta que la rueda volvió a ser redonda y nos internamos en las amarillas dunas del Chubut. Cada tres o cuatro horas se reventaba la misma goma u otra igual y Luigi hacía maravillas al volante para impedir que el Ford, alocado, se cayera al precipicio. El otro chofer, un chileno petiso que decía conocer la región, llevaba un mapa del ejército editado en 1910 y que sólo él podía descifrar. Pero al tercer día, cuando cruzábamos un lago sobre una balsa, nos azoto un temporal de granizo y el mapa se voló con la mayoría de las provisiones. Los ríos que bajaban de la Cordillera venían embravecidos y resonaban como si estuvieramos a las puertas del infierno. Al cuarto día nos alejamos de las montañas y avistamos una estancia abandonada que, según el chileno, estaba en la provincia de Santa Cruz. Luigi prendió unos leños para hacer un asado y se puso a reparar el radiador agujereado por un piedrazo. El profesor Seguetti, para lucirse delante de los funcionarios, nos hizo cantar el Himno Nacional y nos reunió para repasar las lecciones que habíamos aprendido sobre las Malvinas. Sentados en las dunas, cerca del fuego, escuchamos lo mismo de siempre. En ese tiempo todavía creíamos que entre los pantanos y los pelados cerros de las islas había tesoros enterrados y petróleo para abastecer al mundo entero. Ya no recordábamos por qué las islas nos pertenecían ni cómo las habíamos perdido y lo único que nos importaba era ganarles el partido a los ingleses y que la noticia de nuestro triunfo diera la vuelta al mundo. —Elemental, las Malvinas son de ustedes porque están más cerca de la Argentina que de Inglaterra —dijo Luigi mientras pasaba los primeros mates. —No sé —porfió el chofer chileno—, también estén cerca del Uruguay. El profesor Seguetti lo fulminó con la mirada. Los chilenos nunca nos tuvieron cariño y nos disputan las fronteras de la Patagonia, donde hay lagos de ensueño y bosques petrificados con ciervos y pájaros gigantes parecidos a los loros que hablan el idioma de los indios. Sentados en el suelo, en medio del desierto, Seguetti nos recordó al gaucho Rivero, que fue el último valiente que defendió las islas y terminó preso por contrabandista en un calabozo de Londres. A los chicos todo eso nos emocionaba, y a medida que el profesor hablaba se nos agrandaba el corazón de sólo pensar que el General nos había elegido para ser los primeros argentinos en pisar Puerto Stanley. El General Perón era sabio, sonreía siempre y tenía ideas geniales. Así nos lo habían enseñado en el colegio y lo decía la radio; ¡qué nos importaban las otras cosas! Cuando ganamos la Copa en Buenos Aires, el General vino a entregarla en persona, vestido de blanco, manejando una Vespa. Nos llamó por el nombre a todos, como sinos conociera de siempre, y nos dio la mano igual que a los mayores. Me acuerdo de que al jorobado Tolosa, que iba de colado por ser hijo del comisario, lo vio tan desvalido, tan poca cosa, que se le acercó y le preguntó: "¿Vos qué vas a ser cuando seas grande, pibe?". Y el jorobado le contestó: "Peronista, mi General". Ahí nomás se ganó el viaje a las Malvinas. De regreso a Río Negro, me pasé las treinta y seis horas de tren llorando porque Evita se-había muerto antes de verme campeón. Yo la conocía por sus fotos de rubia y por los noticieros de cine. En cambio mi padre, después de cenar, cerraba las ventanas para que no lo oyeran los vecinos e insultaba el retrato que yo tenía en mi cuarto hasta que se quedaba sin aliento. Pero ahora estaba orgulloso porque en el pueblo le hablaban de su hijo que iba a ser el goleador de las Malvinas. Seguimos a la deriva por caminos en los que no pasaba nadie y cada vez que avistábamos un lago creíamos que por fin llegábamos al mar, donde nos esperaba el barco secreto. Soportamos vientos y tempestades con el último combustible y poca comida, corridos por los pumas y escupidos por los guanacos. El ómnibus había perdido el capó, los paragolpes y todas las valijas que llevaba en el techo. Seguetti y los funcionarios parecían piltrafas. El profesor desvariaba de fiebre y había olvidado la letra del Himno Nacional y el número exacto de islas que forman el archipiélago de Malvinas. Una mañana, cuando Luigi se durmió al volante, el ómnibus se empantanó en un salitral interminable. Entonces ya nadie supo quién era quién, ni dónde diablos quedaban las gloriosas islas. En plena alucinación, Seguetti se tomó por el mismísimo General Perón y los funcionarios se creyeron ministros, y hasta Luigi dijo ser la reencarnación de Benito Mussolini. Desbordado por el horizonte vacío y el sol abrumador, Seguetti se trepó al mediodía al techo del Ford y empezó a gritar que había que pasar lista y contar a los pasajeros para saber cuántos hombres se le habían perdido en el camino. Fue entonces cuando descubrimos al intruso. Era un tipo canoso, de traje negro, con un lunar peludo en la frente y un libro de tapas negras bajo el brazo. Estaba en una hondonada y eso lo hacía parecer más petiso. No parecía muy hablador pero antes de que el profesor se recuperara de la sorpresa se presentó solo, con un vozarrón que desafiaba al viento. —William Jones, de Malvinas —levantó el libro como si fuera un pasaporte—, apóstol del Señor Jesucristo en estos parajes. Hablaba un castellano dificultoso y escupió un cascote de saliva y arena. El profesor Seguetti lo miró alelado y saltó al suelo. Los funcionarios se asomaron a las ventanillas del ómnibus. —¿De dónde? —preguntó el profesor que de a poco se iba animando a acercársele. —De Port Stanley —respondió el tipo, que hablaba como John Wayne en la frontera mexicana—. Argentino hasta la muerte. De golpe también los chicos empezamos a interesarnos en él. No hay argentinos en las Malvinas —dijo Seguetti y se le arrimó hasta casi rozarle la nariz. Jones levantó el libro y miró al horizonte manso sobre el que planeaban los chimangos. — ¡Cómo que no, si hasta me hicieron una fiesta cuando llegué! —dijo. Entonces Seguetti se acordó de que nuestra ley dice que todos los nacidos en las Malvinas son argentinos, hablen lo que hablen y tengan la sangre que tengan. Jones contó que había subido al ómnibus dos noches atrás en Bajo Caracoles, cuando paramos a cazar guanacos. Si no lo habíamos descubierto antes, dijo, había sido por gracia del Espíritu Santo que lo acompañaba a todas partes. Eso duró toda la noche porque nadie, entre nosotros, sabía inglés y Jones mezclaba los dos idiomas. Cada uno contaba su historia hablando para sí mismo y al final todos nos creíamos héroes de conquistas, capitanes de barcos fantasmas y emperadores aztecas. Luigi, que ahora hablaba en italiano, le preguntó si todavía estábamos muy lejos del Atlántico. —Oh, very much! —gritó Jones y hasta ahí le entendimos. Luego siguió en inglés y cuando intentó el castellano fue para leernos unos pasajes de la Biblia que hablaban de Simón perdido en el desierto. 
 Al día siguiente todos caminamos rezando detrás de Jones y llegamos a un lugar de nombre Río Alberdi, o algo así. Enseguida, el General Perón nos mandó dos helicópteros de la gendarmería. Cuando llegaron, los adultos tenían grandes barbas y nosotros habíamos ganado dos partidos contra los chilenos de Puerto Natales, que queda cerca del fin del mundo. El comandante de gendarmería nos pidió, en nombre del General, que olvidáramos todo, porque si los ingleses se enteraban de nuestra torpeza jamás nos devolverían las Malvinas. Conozco poco de lo que ocurrió después. Jones predicó el Evangelio por toda la Patagonia y más tarde se fue a cultivar tabaco a Corrientes, donde tuvo un hijo con una mujer que hablaba guaraní. Ahora que ha pasado mucho tiempo y nadie se acuerda de los chicos que pelearon en la guerra, puedo contar esta vieja historia. Si nosotros no nos hubiéramos extraviado en el desierto en aquel otoño memorable, quizá no habría pasado lo que pasó en 1982. Ahora Jones está enterrado en un cementerio británico de Buenos Aires y su hijo, que cayó en Mount Tumbledown, yace en el cementerio argentino de Puerto Stanley.
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