JUAN SASTURAIN
FALTA PALMIERI
El agregado comercial es un hombre joven y preferiría escuchar
cualquier otra cosa esta tarde, pero al secretario del embajador le
gusta Rivero con guitarras. Y cuanto más lunfardo mejor:
–Escuche Ramos lo que es eso, olvídese del sonido sucio. Esa letra: ....y en la lona de los giles, me tendió en el cuarto round– canta Beltrame. El secretario de voz finita entona sobre los graves del cantor.
El agregado no dice nada. Se levanta despacio del otro sillón de
caña, coloca la novela de Soriano abierta y boca abajo a un costado,
deja al secretario solo y tendido en la lona y camina hasta la ventana.
Las guitarras que puntean y subrayan las amarguras tangueras de Barajando acompasan
a sus espaldas mientras afuera no comienza o no termina de atardecer
sobre el raleado jardín y las palmeras excesivas. En la avenida de
asfalto roto con canteros de tierra roja, los taxis verdes y negros
brillan como escarabajos bajo la lluvia.
–Siempre me da la impresión de que los guitarristas de Gardel tocaran
bajo el agua –dice Ramos–. Parecen metidos adentro de una pileta llena,
por ese ruido metálico, distorsionado que hacen las guitarras: tingui-ting, ting-tingui,tingui-ting.
–Pero estas no... –corrige el secretario.
–Ya sé que no canta Gardel, Beltrame. En estos meses me ha hecho
escuchar más tango que en el resto de mi vida. Pero estas violas también
suenan así...
–No. Esta grabación de Rivero no es acústica. Por la fecha; es del sesenta y pico.
–Estas también hacen tingui tingui –se obstina el agregado–. Debe ser por este puto clima...
El exabrupto no es común en el trato entre ambos y confirma que es un
día muy especial, un domingo raro en que la embajada está abierta y
escuchan música alevosa. Cierto mínimo sentido del pudor les impide
estar tomando mate pero a esa altura casi han desagotado una preciosa
botella de Legui aportada por uno de los primeros votantes.
–Ya está lloviendo otra vez –agrega Ramos, tapa la puteada anterior
con un parchecito convencional–. Creo que no me voy a acostumbrar nunca.
–Yo decía lo mismo hace cuatro años –dice el secretario, interesado
de repente–. Y seguro que me costó más que a usted, porque mi destino
anterior fue Luxemburgo, que es otro mundo en serio. En cambio, esta
humedad es como la de Buenos Aires. Como si fuera Buenos Aires.
Y el agregado siente que el otro lo descalifica: son años de servicio
exterior, una ristra de países; él en cambio es un recién llegado al
club.
–La verdad, una de las razones por las que quiero que pierdan hoy es
que seguro nos van a mandar de vuelta. Si no, renuncio igual –exagera
Ramos–. Me voy.
Hace solo ocho meses que está en la isla y se supone que debería
hacer negocios, firmar acuerdos comerciales, vender zapatos y camperas
de cuero, pero ya ha comprobado que –como dice en sus cartas a casa–
“estos morochos son marcianos que prefieren andar en patas y solo
conocen el frío por las películas”. Sin embargo, según el embajador,
para superar esos detalles se supone que ha estudiado Comercio Exterior
en la mejor privada.
En realidad, para Ramos, desde que llegó el único comercio exterior
efectivo han sido tres oscuras excursiones a un burdel de la islita de
enfrente, la misma que se apoya verde en la repisa del horizonte
borroneado por la lluvia, cortado por la bandera que pende del mástil
frente a la ventana.
La memoria de aquellas transacciones acordadas por señas universales
acaso no sea del todo grata porque el agregado se aparta de la ventana y
dice:
–Con todo respeto, Beltrame: no le parece que tenemos una bandera bastante boluda.
–Es cierto –concede imprevistamente el secretario–. Y es una cosa que
uno siente de pibe. En la escuela, cuando mirábamos el cuadro de las
banderas de América para el 12 de Octubre no decíamos nada pero nos
parecía la más aburrida de todas.
–Con ese celestito maricón. Ni siquiera el sol es algo original. Un
país de mierda como este tiene una mucho más vistosa: tiene rojo,
amarillo, verde, dibujitos...
–Que no lo escuche el embajador.
–No hay peligro. Está viendo el rugby: Argentina-Francia en el Mundial.
El agregado mira el reloj:
–¿Qué hora es ahora en Buenos Aires?
Debería saberlo y tal vez lo sabe pero no le gusta hacer la cuenta.
Al secretario sí, porque él es quien se comunica regularmente.
–Tenemos diez horas de diferencia.
Ramos nunca sabe si es a favor o en contra, más tarde o más temprano,
sin embargo se larga a afirmar porque está harto de la espera.
–Quiere decir que allá ya se acabó todo –dice como si mirara una estrella demasiado lejana–. Levantemos y listo.
–Hay que esperar. Media hora más. Después abrimos, hacemos el acta, firmamos y mandamos un e-mail con todo.
–Es tan ridículo. Estamos acá como unos pelotudos custodiando un cajoncito como si fuera un velorio.
–¿Y a quién estamos enterrando hoy?
El agregado señala con un cabezazo el retrato del Presidente que gobierna ortodoxamente la sala desde detrás del escritorio.
–¿Les parece? Este no se va a morir nunca –dice el embajador desde la puerta de la otra sala–. Ya van a ver.
Con un gesto mínimo, un toquecito apenas al equipo, Beltrame reduce los poderosos versos de Audacia por Rivero a un susurro.
–Terminó el primer tiempo –anuncia el embajador y deja pasar a la
colorida pero calladísima Tanya–. Es en diferido; todo es en diferido
acá.
Y se ríe. No se puede saber si el gordo está contento por el
resultado del partido, por las elecciones o porque está fuera de horario
y de programa con la única mujer que trabaja en la embajada.
Ramos tiene que admitir que Tanya está muy buena, dentro del estilo
de las mujeres del lugar. Las mujeres son un problema. El embajador está
separado, su mujer se volvió con los hijos chicos el año pasado, Ramos
es soltero, Beltrame también: “Un trolo melancólico” sospecha y escribe
el agregado en sus quejosas cartas a Buenos Aires.
–¿Quién falta? –dice ahora el embajador consultando el padroncito de
argentinos residentes que se han encolumnado para cumplir deberes
cívicos tan lejos de casa y sin necesidad.
–Hace más de una hora que votó el último –dice el agregado comercial desde la ventana y dispuesto a irse ya.
–Sí, pero falta Palmieri –dice el secretario.
–¿Qué Palmieri?
–Palmieri, Imperio. Clase 1928 –y Beltrame señala casi al final de la lista, junto al número de documento cómicamente bajo.
–¿Quién es este viejo?
El embajador tira la pregunta con fastidio. Cree o debe creer que conoce a todos los argentinos diseminados por la isla.
–No es de la capital; es de un lugar del interior, de la selva –asegura Tanya.
Asomada sobre el hombro del secretario, señala el domicilio, uno de
esos largos nombres locales impronunciables que ella pronuncia y que no
dicen nada a los demás.
–Comerciante no es –se cubre el agregado.
–Bueno... Sea quien sea no va a venir ya –dice el gordo mirando la
hora–. Dejémoslo ahí. Contamos los votos, hacemos el acta y usted se
queda a enviar el e-mail, Beltrame...
–Esperen... –interrumpe Ramos siempre en la ventana–. Me parece que ahí viene Palmieri.
El vehículo, un viejo jeep con todas las lonas desplegadas y las
ruedas cubiertas de barro se detiene en la puerta de la embajada. No
llueve ya, pero el atardecer es un hecho y no se ven los rostros con
claridad desde la ventana. Sin embargo, el agregado ve que el chofer que
da la vuelta al jeep es un hombre joven y que la monja a la que ayuda a
bajar es una especie de Madre Teresa algo encorvada pero ágil, de
hábito blanco, bastón vigoroso y botas de goma amarillas
desproporcionadamente grandes para su tamaño.
Dos minutos después, acompañada por el chofer y con las botas en la mano, la monja está adentro.
–Vengo a votar. Espero que no sea demasiado tarde –dice en un argentino raro, viejo, contaminado de inflexiones–. ¿Puedo pasar?
–Pase, hermana. ¿Cómo es su nombre?
–Eva me puse cuando entré a la orden. Soy la Madre Eva ahora, desde
hace muchos años... –le apunta al gordo y no le erra–. Señor
embajador...
–Sí.
–No quiero ensuciar el piso con las botas una vez que estoy en mi
tierra... ¿Tenés un diario o algo? –dice volviéndose a la mujer.
Tanya le alcanza un periódico local y un ejemplar viejo de La Nación.
La monja pone las botas encima y se queda mirando el diario.
–El camino desde la misión está muy malo en algunas partes –dice
excusándose–. Aunque ha mejorado mucho con el afirmado. Hace cincuenta
años no había nada en este país; ni caminos, ni agua potable ni nada. Yo
le decía a Bamboli –y le toca la camisa al muchacho que la acompaña–
que en la Argentina nunca llueve así. Al menos en Mendoza de donde soy
yo. Pero qué puede entender él, esto es lo único que conoce, solo le
queda imaginárselo.
–Claro.
Están todos a su alrededor. Nadie hace nada. Hasta que el secretario se anima:
–Bueno: viene a votar.
–Por primera vez.
Hay sonrisas. Por alguna estupida razón esa vieja monja provoca cierta actitud condescendiente, como si fuera un chico.
–Es la primera vez que voy a votar porque antes no nos dejaban y casi
seguro que va a ser la última, porque tengo algo acá –y se señala el
corazón– que no creo que me deje llegar muy lejos.
–No diga eso. Venga, siéntese. Usted se llama...
–Imperio Palmieri.
La monja se sienta frente al escritorio y saca una vieja libreta cívica que el secretario hojea con cuidado.
–No es un nombre común.
–Mi madre me puso Imperio por una cantante muy buena que vivió muchos años en España: Imperio Argentina.
–¿Y lo de Madre Eva?
–Lo de Eva lo elegí yo misma. No por la Eva de la Biblia, claro que
no, Dios me libre y guarde. Fue por Evita, que era tan buena. Usted
sabe, ella les dio el voto a las mujeres. Y fíjese lo que son las cosas:
si no se hubiera muerto tan joven y yo no me hubiera hecho monja por
cosas que me pasaron cuando tenía dieciocho años, la hubiera votado,
pobrecita...
El secretario está a punto de interrumpirla, de decirle que no se
pueden hacer comentarios políticos en esas circunstancias pero Imperio
Palmieri está más allá de toda sospecha o voluntad de trasgresión.
–Hace más de cincuenta años que estoy en la misión –dice ahora–.
Primero el Señor me quiso en la India, y después acá. Hay mucho que
hacer. Siempre hay mucho que hacer.
–Claro–. El secretario le da el sobre con una sonrisa forzada y le
indica el camino–. Ahí, en la otra habitación, están todas las boletas.
Entonces la Madre Eva, sobre en mano por primera vez, vacila:
–¿Quiénes? ¿Quiénes son?
–¿Quiénes son quiénes?
–Los candidatos, los que hay que elegir –y recupera La Nación que en
sus manos arrugadas es repentinamente nueva, inédita, valiosa– ¿Están
acá, se pueden conocer? Para verlos una vez al menos, cómo son. Un
ratito.
–Seguro que están –dice el secretario.
El agregado comercial no sabe si reírse o qué. Pero el embajador le
hace un gesto con el mentón y primero con timidez y después con absoluta
vergüenza se sienta junto a Imperio Palmieri, la Madre Eva, a analizar
los candidatos contra reloj.
–¿Este qué tal es? –y señala a uno subido a un palco lleno de gente.
Mientras comienza a explicar en voz baja, Ramos oye la respiración
regular, siente la concentración de la vieja monja, ve de reojo el ceño
perplejo del joven Bamboli, asomado, y se siente repentinamente muy bien
y enseguida muy mal.
Diez minutos después, Imperio Palmieri ha votado y el embajador firma
con cuidado su libreta cívica vieja y virgen. La monja les da un beso a
cada uno, les acaricia la cara y sale con las botas puestas a la noche
precozmente estrellada.
Finalmente abren la urna y hay empate entre los dos mayoritarios. En
el acta consignan, además, tres votos en blanco y uno nulo. Ha quedado
todo disperso sobre la mesa.
–Vuelvan a meter todo en la urna y mande un e-mail con el acta,
Beltrame –dice el embajador–. Me voy a ver el segundo tiempo de Los
Pumas.
Antes de irse con él, Tanya abre el sobre impugnado y se lleva la estampita.