GEMELOS
El leve viento había cesado; ya oscurecía. Ernesto Chico comenzaba a
sentir frío, pero ni siquiera por eso intentó moverse. Estaba cansado y
aburrido de incorporarse, dar unos trancos breves alrededor y volverse a
sentar. También estaba cansado de hablar, murmurar; le resultaba a esa
altura dificultoso encontrar palabras nuevas y construir nuevas frases.
Antes de que le diera el último golpe ya el otro en realidad no se
movía. Luego Ernesto Chico se sentó en el mismo tronco en que ahora
estaba. Sentía la lengua endurecida, amarga de abundante saliva, la
transpiración le mojaba la cara y no podía sacar los ojos del brillante
hilo de sangre que a Ernesto Grande le corría desde la boca al cuello,
metiéndosele por debajo de la camiseta; hasta que el hilo se detuvo,
perdiendo brillo.
Pero ahora oscurecía nuevamente y Ernesto Chico ya comenzaba a
impacientarse. Además, el mal olor era cada vez menos soportable. Hacía
dos días que le hablaba y se sentía por ello fatigado, cansado de
pronunciar casi las mismas palabras. Hoy le había estado diciendo toda
la tarde idéntica letanía. Le decía:
Ernesto Grande, ¡eh!... Cómo hiedes, hermano. No lo hagas, vas a
ahuyentar los animales... Hermanito, no lo hagas. O te entierro en un
pozo. Aspamentarás a los vecinos... Hermano, no seas testarudo y ayúdame
como antes lo hacías y juntos encerrábamos las vacas...
Ernesto Grande y Ernesto Chico fueron gemelos; el primero había
precedido al segundo por un par de minutos, y sus nacimientos le habían
costado al padre, un capataz de la cuadrilla ferroviaria, tres años de
cárcel purgando el delito de violación a una muda criada de un puestero
de la vecindad; años que luego el padre se cobró con creces dándole
palos en la cabeza a los dos chicos que, para evitárselos, habían vivido
merodeando por los alrededores, hurtando comida de la casa paterna y
holgazaneando por el monte.
El monte no tenía secretos para los gemelos. Podían identificar desde
muy lejos a un animal por su olor; conocían la edad de los árboles por
el color de su corteza y advertían la inminencia de las crecientes por
el leve cambio de tonalidad del agua de los ríos. Eran en ese mundo como
un árbol más, terrones confundidos en aquel ritmo silencioso y eterno.
Si algo les tornaba alegres eso era el lejano sonido de las locomotoras.
A veces predecían la llegada de un tren escuchando la vibración con sus
orejas enormes puestas sobre los rieles. Entonces se preparaban y
salían hacia la estación gritando alborozados a las primeras señales del
negro humo de petróleo quemado sobre el horizonte; luego, cuando el
tren avanzaba, corrían a esconderse detrás de los gruesos eucaliptos
junto a un brete abandonado y desde allí miraban pasar el tren, riendo y
vociferando con sus anchas bocas.
Pero cuando no había trenes también les agradaba ir hasta la estación y
allí, sentados al borde del andén, el uno junto al otro dialogaban; y
siempre el diálogo era el mismo, acerca de un lugar:
—¿Adónde plantaba los cayotes el abuelo? —preguntaba Ernesto Chico.
—Al otro lado del puente, junto al río —contestaba Ernesto Grande.
—¿Lejos es? —preguntaba Ernesto Chico.
—Cerquita es —respondía Ernesto Grande.
Y entones el otro volvía a empezar:
—¿Adónde plantaba los cayotes el abuelo?
El padre, por sus ocupaciones, debía realizar frecuentes viajes hacia
ambas puntas de las vías ferroviarias. Desde entrada la noche comenzaba
el viejo los preparativos, que consistían sobre todo en llamar
primeramente a los peones, dando terribles gritos y apedreándoles el
techo de las casillas que retumbaban como trueno en la oscuridad, luego
hacía sonar estridentemente el riel colgado de uno de los tirantes de la
galería y, sin abandonar sus imprecaciones, ayudaba a los hombres a
colocar la zorra sobre las vías, se calaba en ese momento más
hondo su sombrero aludo y de pie sobre el vehículo, cara al viento,
emprendían la marcha. Cuando esto sucedía los dos chicos sabían ya que
tendrían toda una mañana de libertad para entrar a saco en la casa y
hartarse de comer. Abandonaban entonces sus variados escondites y, junto
a los perros y los cerdos, que también participaban del festín,
avanzaban sobre la galería, el patio, la cocina y finalmente sobre el
dormitorio, donde colgaba la hamaca. Ésta era la última diversión
después del jolgorio; Ernesto Grande y Ernesto Chico se trepaban a la
hamaca del padre y allí permanecían, adormecidos por el suave balanceo,
hasta que los perros, enloquecidos por no poder alcanzarles se cansaban
de gritar y los chanchos daban cuenta incluso de las flores, que a pesar
de todo nacían en medio de la desolación de piedras y terrones del
antiguo jardín.
A eso del mediodía niños, perros y chanchos se replegaban para espiar
ocultos la llegada del viejo capataz y escuchar las terribles
maldiciones que desde más allá del cerco de cañas huecas que rodeaba la
casa le anunciaban.
Pero el padre murió un amanecer.
Ya era tarde; el sol había comenzado hacía rato su camino y la casa
estaba en silencio. Los gemelos pensaron que tal vez el viejo habría ido
de viaje, aunque nada escucharon: ni los gritos, ni los insultos, ni
siquiera el sonar del riel que colgaba de la galería.
Escondidos detrás de un matorral que crecía en los confines del
chiquero, se acercaron sigilosamente, cruzaron el jardín abandonado,
penetrando en el patio. Dos perros los seguían gruñendo con temerosa
desconfianza; ya cerca de la cocina el silencio fue roto
estruendosamente por Ernesto Chico al derribar involuntariamente una
batea de sobre el viejo cajón que la sostenía. Ante el escándalo Ernesto
Grande y los perros huyeron despavoridos a ocultarse y desde allí
contemplaron la cara de Ernesto Chico que, en el suelo, esperaba la
tandada de garrotazos del viejo. Pero no pasó nada y Ernesto Chico fue
saliendo poco a poco de abajo de la batea, mientras Ernesto Grande y los
perros se aventuraban nuevamente unos pasos patio adentro. Una vez allí
husmearon, caminaron unos cuantos metros y por fin llegaron hasta la
puerta de la cocina. Todo estaba en silencio. De la cocina pasaron al
dormitorio. Uno de los perros comenzó nuevamente a gruñir y luego a
aullar oliendo un supuesto peligro.
De pronto un sordo gorgoteo como el de un ahogado y luego un doloroso
estertor les heló la sangre, levantaron entonces la vista descubriendo
la hamaca, balanceándose aún. Más allá, contra un cajón, yacía el viejo
capataz. Tenía los ojos cruzados y abiertos y una baba espumosa hacía
brillar su encanecida barba.
Ante él todos quedaron petrificados, sin atinar a huir; hasta que uno de
los perros se acercó al viejo y comenzó a olerlo y luego a lamerle la
cara. Pero el viejo no se movía. Entonces los chicos se acercaron, se
inclinaron sobre el padre, lo contemplaron detenidamente y Ernesto
Grande dijo:
—¡Buuu!... viejo.
—Viejo, viejo, viejo —agregó Ernesto Chico.
Pero el viejo continuó inmóvil.
Entonces los chicos saltaron sobre la hamaca, como cuando el capataz
estaba ausente y comenzaron a balancearse, primero leve, muy levemente
hasta llegar a un loco vaivén, mientras el perro ladraba,
desesperadamente.
Por la tarde vinieron los hombres que alzaron al capataz, depositándolo,
rígido, sobre una mesa. Entonces le pusieron piedritas sobre los
párpados para sostenérselos, porque estaban aterrados de sus ojos.
Al anochecer ya estaba el viejo dentro de un cajón. Los dos chicos no
durmieron esa noche, observando desde afuera a los hombres, sobre el
fondo mortecino de las luces de los faroles a querosén; los hombres
conversaban en voz baja alrededor del cajón, donde yacía el ex violador
de la muda y bebían el contenido de sus jarros.
Al cabo de unos días vino una mujer con la cabeza envuelta en un pañuelo
rojo y dijo que tenía que llevarles; ellos se fueron, sobre todo,
porque en la casa ya no quedaba un solo mendrugo. Después la mujer se
llevó también los cerdos, los perros y los pocos muebles destartalados.
Colocó todo eso en un carro, subió al pescante, pero luego bajó, arrancó
una brazada de flores que crecían en el antiguo jardín, volvió a
treparse al carro y entonces partió alejándose por el camino de hondas
huellas a quien había asesinado el ferrocarril. La hamaca desapareció.
Lo mató con un golpe de azada. Primero le dio un golpe y luego otro, y
cuando escuchó un estertor le dio otro más. Después lo miró; Ernesto
Grande tenía, como el capataz, los ojos enormemente abiertos y
brillantes, grandes y de pacífica mirada, como los de una vaca. Él nunca
le había visto los ojos así, tan grandes y hermosos, como los de una
vaca.
Ernesto Chico había vuelto cambiado; ahora deambulaba solitario y quería que todos fueran buenos y rezaran a Dios.
Los quince años transcurridos lo cambiaron; no los golpes, ni los
azotes, ni los insultos —que no comprendía—; sino simplemente los quince
años.
Un maestro sastre lo mantuvo al principio durante dos años, pero luego
lo echó dándole unas patadas a causa de que él nunca alcanzó a enhebrar
un solo hilo, porque sus manos eran duras y grandes y justo cuando
estaba en trance de acertar la punta mojada del hilo en el ojo de la
aguja, el hilo se iba para un lado y para el otro. Por eso el maestro
sastre se puso impaciente y lo despidió.
Vagó por las calles escarbando primeramente los tachos de basura,
juntando papeles y botellas en desuso, vendiendo pájaros a las amas de
casa, cardenales, jilgueros, tordos, canarios, chalchaleros que
él mismo cazaba. Hasta que ese tuerto que tenía el empleo público para
cavar fosas en el cementerio municipal, lo llevó consigo a fin de que le
ayudara.
Con el tuerto estuvo tres años, o quizá cinco; hasta que por fin supo
perfectamente que debía detener la excavación cuando la fosa llegaba a
la altura de su cabeza más la pala. Entonces conoció al cura y se fue
con él para tocar las campanas, ayudarle a vestirse, a sembrar, a
barrer, a planchar las hostias, a colocar las pesadas imágenes sobre los
altares.
Cuando regresó la mujer ya no tenía la cabeza envuelta en un pañuelo rojo sino negro.
Regresó pronto sin decir palabra y se instaló en los fondos, cerca del
depósito de maíz desgranado. Allí ubicó también, en un rincón oscuro de
su pieza, un pequeño altar y una imagen de yeso a la que siempre
alumbraba una vela. Junto al altar y la imagen tan sólo permitía estar a
una gallina que empollaba en silencio.
Ernesto Grande mataba las horas calcinadas de la siesta espiando la
imagen alumbrada junto a la gallina por entremedio de las maderas del
tabuco. También observaba al hermano persignarse en mudos ademanes, de
rodilla, y luego besar la tierra, junto a la gallina silenciosa e
inmóvil. Y eso le daba risa.
No fue cuestión que la mujer dueña de casa le permitiera o prohibiera la
entrada cuando Ernesto Chico regresó. Sino que simplemente él vino con
un bulto y se quedó. La mujer estaba ya muy vieja y por eso o por
cualquier otra razón no le dijo nada. Pero Ernesto Grande lo reconoció y
fue corriendo a su lado y le palmeó riéndose con su ancha boca y desde
entonces le acompañó nuevamente a todos lados. Sacaban juntos agua del
pozo y lo limpiaban para el tiempo de las lluvias, remendaban los techos
y marchaban juntos a esconderse entre los matorrales, para desde allí
ver en las noches pasar los trenes envueltos en la estela de sus luces.
Hasta que con un golpe de azada lo dejó muerto.
Ernesto Chico vivía en silencio, decía que todos debían ser buenos y no
andar por ahí cometiendo pecados. Les hablaba de Dios a las flores, a
las piedras, a los trenes que raudamente pasaban como una extraña
aparición, o simplemente a nadie.
Al séptimo golpe de azada recién descansó.
Para la fiesta de San Santiago salió al callejón portando una gran cruz
de madera. Se había estado preparando durante días, en silencio. Salió
al callejón con ese gran crucifijo que le encorvaba, pero también
vestido extrañamente: un blanco camisón de la vieja tenía puesto sobre
su ropa y la cabeza envuelta con un pañuelo rojo; también llevaba una
vela en la mano. Así salió al camino y pronto se unieron a él algunos
chicos, algunos perros, un asno y una vaca.
Ernesto Grande, que le había ayudado incluso a cantear los troncos con
que luego su hermano hizo la cruz, estaba sorprendido. Había presenciado
los preparativos, espiando como siempre por las rendijas del tabuco,
pero nunca se pudo imaginar lo que luego vería a la luz de la luna. Y
cuando su hermano salió al callejón sintió un escozor incontenible en la
garganta y lanzó una estruendosa carcajada, luego otra y otra y después
otra. Y ya no pudo parar. Se unió al grupo, por detrás de los chicos,
los perros, el asno y la vaca, sin poder contener la risa. Y cuando los
demás se cansaron de deambular, él continuaba riéndose. Era una risa
amplia, estentórea, pura, que no pudo contener, ni siquiera cuando
Ernesto Chico dejando la cruz a un lado comenzó a perseguirle. Era una
risa metálica y endemoniadamente ruidosa; aún cuando el otro lo
perseguía sin poder alcanzarlo. Una risa que se escuchaba nítidamente
desde los techos, las copas de los árboles, detrás de las barrancas
donde el hermano se escondía huyendo del duro golpe de la azada.
Hasta que Ernesto Chico lo alcanzó. Ya era de día. Un diáfano día
largamente anunciado por los gallos y por un enrojecido y amplio
resplandor de sol.
Ernesto chico alcanzó a su hermano y sólo se detuvo luego del séptimo
golpe de la azada con que se armara durante la persecución, aunque el
otro había dejado de reírse inmediatamente después del primero.
El anunciado sol ya iluminaba sus pies cuando comenzó a hablarle:
—Hermano —le dijo—, Ernesto Grande, no te rías. Dios es malo y no hay que reírse. ¡Eh!
Volvió a mirarle el hilo de sangre que se extendía desde la boca al cuello.
El fuerte calor del día había alborotado a las hormigas que luchaban tenazmente por subirse a la cabeza de Ernesto Grande.
El amanecer de un nuevo día le sorprendió mirándose las manos. Lejos de
él, estaba la azada. Echó instintivamente la mano al bolsillo sacando un
pedazo de bollo endurecido que empezó a comer, hasta que sintió una
profunda arcada.
—Ernesto Grande... —volvió a decirle—. Cómo hiedes, hermano. No lo hagas. La gente se va llegar con tanto hedor.
Después lanzó un alarido.
—¡Hermanitooo!
Y la noche le cubrió de silencio.
Finalmente, cuando se decidió a cavar el pozo, una honda fosa en donde
él mismo cabía de pie, más la pala extendida, cuando ya la tierra
alrededor formaba un montículo, Ernesto Chico miró a los ojos de su
hermano y le preguntó:
—¿Adónde plantaba los cayotes el abuelo?
Rato después la tierra apisonada era una sola cosa con el suelo del rastrojo.
Apenas despuntó el sol, Ernesto Chico de rodillas, con un manojo de
pequeñas flores arrancadas no lejos del lugar, entre las manos, con los
ojos cerrados, alcanzó a decir claramente: —"Al otro lado del puente,
junto al río".