domingo, 9 de noviembre de 2014

9 DE NOVIEMBRE DE 1938

Se produce la feroz “Noche de los Cristales Rotos” o “Kristallnacht"


La Noche de los cristales rotos fue una serie de ataques ocurridos en la Alemania nazi y Austria durante la noche del 9 al 10 de noviembre de 1938, llevado a cabo por las tropas de asalto de las SA conjuntamente con la población civil, mientras las autoridades alemanas observaban sin intervenir. Presentado por los nazis como una reacción espontánea de la población tras el asesinato, el 7 de noviembre de 1938, de Ernst vom Rath, secretario de la embajada alemana en París por un joven judío polaco de origen alemán, Herschel Grynszpan, los pogroms fueron ordenados en realidad por el canciller del Reich, Adolf Hitler, organizados por Joseph Goebbels y cometidos por miembros de la Sturmabteilung (SA), la Schutzstaffel (SS) y las Juventudes Hitlerianas, apoyadas por el Sicherheitsdienst (SD), la Gestapo y otras fuerzas de la policía alemana. Los ataques virulentos fueron dirigidos contra ciudadanos judíos y sus propiedades, así como también la destrucción de las sinagogas. Los ataques dejaron las calles cubiertas de vidrios rotos pertenecientes a las vidrieras de los negocios y ventanas de los edificios de propiedad judía. Al menos 91 ciudadanos judíos fueron asesinados durante los ataques y otros 30 000 fueron detenidos y deportados a los campos de concentración de Sachsenhausen, Buchenwald y Dachau. Más de 1000 sinagogas fueron quemadas -95 solo en Viena-, y más de 7.000 negocios de propiedad de judíos fueron destruidos o seriamente dañados. La Kristallnacht el paso previo del inicio de la mal llamada `Solución Final` propuesta por el nazismo y del Holocausto.

9 DE NOVIEMBRE DE 1968 MUERE
ANTONIO PORCHIA

Antonio Porchia nació el 13 de noviembre de 1885 en el pueblo de Conflenti, perteneciente a la provincia de Catanzaro, en la Calabria italiana. En Avellino transcurrió la niñez y principio de la adolescencia de Antonio, el mayor de los siete hijos (tres mujeres y cuatro varones) de Francisco Porchia y Rosa Vescio.

El padre muere hacia 1900 y Antonio, de sólo 15 años de edad, asume la responsabilidad de cuidar de los suyos: abandona los estudios y comienza a trabajar duramente. Tiempo después la madre decide emigrar a la Argentina con seis de sus siete hijos; en Génova abordan el vapor “Bulgaria” de bandera alemana, que tras un prolongado transcurso los deposita en Buenos Aires el 30 de octubre de 1906. Eran épocas en que Argentina recibía de buena gana a los inmigrantes, puesto que necesitaba una repoblación y mano de obra para trabajar la tierra. Por otra parte, Italia estaba sumida en una gran crisis económica: apenas una década atrás había logrado reunificarse luego de la ocupación de Francia en parte del territorio.

A los 20 años, Porchia, asumiendo siempre la responsabilidad familiar, se dedica a diversos oficios manuales (carpintero, tejedor de cestas, apuntador en el puerto) en una época en que son comunes las jornadas de trabajo de catorce o más horas. Inicialmente, la familia habita en una casa del barrio de Barracas; más tarde, hacia 1918, consigue otra, de mayor tamaño, en San Telmo. Este mismo año, Antonio y su hermano Nicolás compran una pequeña imprenta en ese barrio, en la calle Bolívar; ahí Antonio es aprendiz de tipógrafo y trabaja en la guillotina cortando y perforando fichas. Esta imprenta tuvo un impulso alrededor de 1925 y fue trasladada y ampliada; Porchia laboraría en ella hasta 1935.

Al año siguiente, cuando ya sus hermanos se valen por sí mismos y han establecido respectivas familias, Porchia decide aislarse: deja la imprenta, compra una casa en la calle San Isidro del barrio de Saavedra y la llena de canteros de flores y árboles frutales. Durante un tiempo albergará ahí a sus sobrinas que han quedado huérfanos de madre; una de ellas, Nélida Orcinoli, recuerda: “Vivimos varios años juntos. Tío ya había comenzado a escribir sus Voces; cada voz le llevaba mucho tiempo, como si fueran el resultado de una elaboración muy cuidada y muy lenta”.

En ese tiempo Porchia muestra una conciencia social: milita en las filas de la FORA (Federación Obrera Regional Argentina) y llega a colaborar en una publicación de izquierda llamada La Fragua (1938-39), donde aparecen por vez primera los fragmentos o sentencias que caracterizan su conversación cotidiana y que él decide llamar voces. Una de ellas afirma: En todas partes mi lado es el izquierdo. Nací de ese lado.

Desde el comienzo de su vida en solitario, Porchia frecuenta un barrio bonaerense llamado La Boca, donde viven los inmigrantes italianos. Ahí hace amistad con un grupo de pintores y escultores anarquistas; en 1940 funda con ellos la “Asociación de Arte y Letras Impulso”. Varios de esos amigos lo instan a reunir en un libro esas reflexiones a través de las cuales se expresa y que a veces escribe en modestas hojas de papel. No sin reticencia inicial, Porchia termina por dejarse convencer. Para esta edición elige el título con que, en La Fragua, había ya bautizado a sus textos: Voces.

Es 1943, Porchia tiene 57 años y, puesto que no se asume como escritor, no sabe qué hacer con esa primera edición de autor. Termina donando todos los ejemplares a la “Sociedad Protectora de Bibliotecas Populares”, organización que coordina modestas bibliotecas diseminadas por toda la Argentina; a cada una de ellas son enviados ejemplares, hoy joyas bibliográficas. Muchos de los eventuales lectores copian a mano las voces y comienzan a hacerlas circular de este modo personal y callado. Porchia emprende una segunda edición de autor en 1948, también bajo el sello de Impulso y con el material que ha ido acumulando en esos cinco años. Un ejemplar de la primera edición llega a manos del poeta y crítico francés Roger Caillois, que durante la segunda guerra mundial se encuentra en la Argentina trabajando en la redacción de la prestigiosa revista Sur, dirigida por Victoria Ocampo. Deslumbrado, Caillois busca a Porchia y cuando al fin lo encuentra tras una prolongada pesquisa, le dice: “Por esas líneas yo cambiaría todo lo que he escrito”.

Cuando Caillois regresa a Francia, traduce las voces e incluye algunas de ellas en un número anual de Dits (edición de Gallimard) y en la revista parisina Le Licorne. Luego las hace publicar en una plaqueta de la serie G.L.M. (Voix, París, 1949). La lectura de esta traducción despierta la admiración de Henry Miller (que incluye a Porchia entre los cien libros de una biblioteca ideal), y lleva a André Breton a exclamar: “El pensamiento más dúctil de expresión española es, para mí, el de Antonio Porchia, argentino” (Entretiens 1913-1952, N.R.F., París, 1952).

José Luis Lanuza, entonces miembro de “Impulso”, relata: “Porchia, místico independiente, vio su nombre en la vidriera de una librería céntrica. Allí no le habían admitido su libro en castellano, ni siquiera en consignación. Pero ahora el libro se llamaba Voix y estaba datado en París. Porchia entró y compró un ejemplar. Era mucho más caro que en castellano, pero el dependiente se lo recomendó con efusión. Otro que no fuera él, tal vez se hubiera indignado por el cambio de trato dado a su obra. Pero no. Pudo pensar, con su amplia sonrisa de comprensión, una de sus voces: Estoy tan poco en mí, que lo que hacen de mí, casi no me interesa” (“Las Voces de Antonio Porchia”, en Clarín, Buenos Aires, julio 8 de 1952).

En París el Club Francés del Libro considera a Porchia en 1949 para el premio internacional a autores extranjeros, pero no se lo otorga bajo el argumento de que “la elevación del texto atentará contra su difusión en los círculos más amplios”. A manera de desagravio, Porchia es invitado a visitar Francia y conversar con los surrealistas; mas el autor de Voces declinará humildemente la propuesta, respondiéndola con una de sus frases inefables: Las distancias no hicieron nada. Todo está aquí. Aquel viaje trasatlántico de sus veinte años sería el único en la vida de Porchia: jamás viajará más allá de las provincias argentinas. El renombre de la edición francesa dio pie a que las voces llegaran por fin a la prestigiosa revista Sur; Porchia, pese a que vivía del monto de una casi simbólica jubilación, pidió a la directora, Victoria Ocampo, que los honorarios se entregaran a algún poeta necesitado.

En Argentina, la editorial Sudamericana se percata de estas admiraciones y en 1956 le ofrece publicar Voces; para esta publicación masiva, Porchia hace una rigurosa selección de todas las voces publicadas en las dos ediciones de autor, y decide excluir casi la mitad; a la vez, agrega un conjunto de Voces nuevas. Esta será la edición “oficial”, marcada así por el propio Porchia a través de su dedicatoria a Roger Caillois. Se irá imprimiendo y agotando regularmente, lo mismo que las ediciones de Francisco A. Colombo en 1964 y Hachette en 1966.

A principio de los años cincuenta había sobrevenido una estrechez económica y Porchia vende su casa de San Isidro y ocupa otra, de menores dimensiones, en la calle Malaver del barrio de Olivos. Habitará en ella hasta su muerte, en 1968. A menudo era invitado los fines de semana a la quinta del matrimonio García Orozco; un aciago día, en este lugar resbaló de una escalera cuando estaba podando un árbol. Un fuerte golpe en la cabeza le produjo un coágulo que lo dejó en coma; fue operado y llegó a restablecerse: ya repuesto, viajó unos días a la ciudad de Mar del Plata, invitado por los García Orozco. Tristemente, vendría más tarde una recaída. Porchia fallece en una clínica de Vicente López el sábado 9 de noviembre de 1968, a cuatro días de cumplir 83 años. Una de sus voces lo había anticipado: Cuando yo muera, no me veré morir, por primera vez.

Sólo hasta que sobreviene la muerte del autor de Voces, la editorial Hachette se decide a lanzar ediciones masivas de este libro. En Estados Unidos el poeta W.S. Merwin vierte al inglés y prologa su propia selección de voces (1969). En Milán, Vincenzo Capitelli publica otra selección el año 1979.

Quienes a lo largo de las décadas se consideraron “descubridores” de Porchia desde el mundo cultural, se apresuraron a “contextualizar” las voces y encontrarles antecedentes ya sea en los presocráticos, o bien en nombres como los de Lao Tse, Kafka, Pascal, Nietzsche, Blake, La Rochefoucault o Lichtenberg. Luego de publicar sendos ensayos eruditos, los “descubridores” quedaron estupefactos al enterarse de que Porchia negaba conocer cualquiera de esas fuentes. Descubrir a un autor secreto que ilumina con una luz inaudita el mundo de la cultura, y que además no se preocupa demasiado por ese mundo en particular, representa un desafío a veces insostenible. Todo marco de referencia de la crítica se revela obsoleto, insustancial, precario. En las voces siempre hay algo más.

Jamás Antonio Porchia se asumió como escritor “profesional” y mucho menos buscó integrarse a la comunidad literaria. Prefería trabajar en su pequeño jardín y de vez en cuando escribir alguna voz menos para la posteridad que con objeto de regalarla a sus amigos en un supremo acto de creación de realidad, es decir, de verdadera poesía: Un amigo, una flor, una estrella no son nada, si no pones en ellos un amigo, una flor, una estrella. En su pequeña biblioteca había ejemplares de La divina comedia y La Jerusalén liberada. Hablaba con fluidez el italiano pese a que había pasado más de medio siglo en el mundo hispanoparlante.

En 1979 sobreviene la gran edición francesa promovida por Fayard en su colección Documents Spirituels, en traducción de Roger Munier, con prólogo de Jorge Luis Borges y postfacio de Roberto Juarroz. Desde el momento en que la primera edición de autor se diseminó por toda la Argentina, las Voces de Antonio Porchia se han extendido en una red secreta que hoy abarca al mundo entero. Esa red no sólo implica las numerosas traducciones (las más recientes, al ruso, japonés, griego, árabe y malayalam) o la amplia presencia de las Voces en Internet, sino, sobre todo, se debe al gesto individual de quien recibe las voces, independientemente del modo en que llegan a sus manos (ejemplar, fotocopia, transmisión oral): recibir una voz, leerla, oírla, acariciarla, implica la necesidad de comunicarla a quien pueda apreciarla, como la transmisión de esos regalos que se presentan una sola vez en la vida. Del mismo modo, quien intenta hacerlas pasar por el ojo de la crítica literaria, termina por entender (o de otro modo no entiende) que las voces son, más que un género en sí mismas, un espíritu.

Si el mundo literario se rigiera por leyes humanas y no mercantiles, las palabras “secreto”, “clandestino” o “subterráneo”, tan aplicadas a la obra de Antonio Porchia, se cambiarían por el único concepto que en verdad le corresponde: íntimo. Si fuera posible enumerar cada transmisión silenciosa de sus voces, cada vida que ellas han cambiado, cada destino que han expuesto, cada conciencia que han lanzado al infinito, el término secreto a voces resultaría óptimo.

Mientras llega el momento en que la biografía de Porchia se reconozca como la de todos (es decir, la de cada uno), queda una imagen imborrable aportada por Roberto Juarroz: “Sólo a él le he escuchado la singular frase con que siempre nos despedía: Traten de estar bien. Era casi un pedido, algo así como una apelación infinitamente tierna y delicada: un llamado a nuestra posibilidad de ser a pesar de todo. Era como si nos recomendase: Hagan también lo posible, aunque persigan lo imposible. Y a veces agregaba una exhortación conmovedora, que sintetizaba de algún modo su mejor deseo y una recóndita nostalgia: Acompáñense”.

martes, 28 de octubre de 2014

GERLILIBROS: 28 DE OCTUBRE DE 1999 MUERERAFAEL ALBERTI(Puerto...

GERLILIBROS: 28 DE OCTUBRE DE 1999 MUERE RAFAEL ALBERTI (Puerto...: 28 DE OCTUBRE DE 1999 MUERE RAFAEL ALBERTI (Puerto de Santa María, 1902 - 1999) Poeta español, miembro de la Generación del 27. Sus padres...

GERLILIBROS: RAFAEL ALBERTIA galoparLas tierras, las tierras,...

GERLILIBROS: RAFAEL ALBERTI A galopar Las tierras, las tierras,...: RAFAEL ALBERTI A galopar Las tierras, las tierras, las tierras de España, las grandes, las solas, desiertas llanuras. Galopa, caballo cu...
RAFAEL ALBERTI

A galopar

Las tierras, las tierras, las tierras de España,
las grandes, las solas, desiertas llanuras.
Galopa, caballo cuatralbo,
jinete del pueblo,
al sol y a la luna.
¡A galopar,
a galopar,
hasta enterrarlos en el mar!
A corazón suenan, resuenan, resuenan,
las tierras de España, en las herraduras.
Galopa, jinete del pueblo
caballo de espuma
¡A galopar,
a galopar,
hasta enterrarlos en el mar!
Nadie, nadie, nadie, que enfrente no hay nadie;
que es nadie la muerte si va en tu montura.
Galopa, caballo cuatralbo,
jinete del pueblo
que la tierra es tuya.
¡A galopar,
a galopar,
hasta enterrarlos en el mar!


28 DE OCTUBRE DE 1999 MUERE RAFAEL ALBERTI

28 DE OCTUBRE DE 1999 MUERE
RAFAEL ALBERTI


(Puerto de Santa María, 1902 - 1999) Poeta español, miembro de la Generación del 27. Sus padres pertenecían a familias de origen italiano asentadas en la región y dedicadas al negocio vinícola. Las frecuentes ausencias del padre por razones de trabajo le permitieron crecer libre de toda tutela, correteando por las dunas y las salinas a orillas del mar en compañía de su fiel perra Centella. Una infancia despreocupada, abierta al sol y a la luz, que se ensombrecerá cuando tenga que ingresar en el colegio San Luis Gonzaga de El Puerto, dirigido por los jesuitas de una forma estrictamente tradicional.
Alberti se asfixiaba en las aulas de aquel establecimiento donde la enseñanza no era algo vivo y estimulante sino un conjunto de rígidas y monótonas normas a las que había que someterse. Se interesaba por la historia y el dibujo, pero parecía totalmente negado para las demás materias y era incapaz de soportar la disciplina del centro. A las faltas de asistencia siguieron las reprimendas por parte de los profesores y de su propia familia. Quien muchos años después recibiría el Premio Cervantes de Literatura no acabó el cuarto año de bachillerato y en 1916 fue expulsado por mala conducta.
En 1917 la familia Alberti se trasladó a Madrid, donde el padre veía la posibilidad de acrecentar sus negocios. Rafael había decidido seguir su vocación de pintor, y el descubrimiento del Museo del Prado fue para él decisivo. Los dibujos que hace en esta época el adolescente Alberti demuestran ya su talento para captar la estética del vanguardismo más avanzado, hasta el punto de que no tardará en conseguir que algunas de sus obras sean expuestas, primero en el Salón de Otoño y luego en el Ateneo de Madrid.
No obstante, cuando la carrera del nuevo artista empieza a despuntar, un acontecimiento triste le abrirá las puertas de otra forma de creación. Una noche de 1920, ante el cadáver de su padre, Alberti escribió sus primeros versos. El poeta había despertado y ya nada detendría el torrente de su voz. Una afección pulmonar le llevó a guardar obligado reposo en un pequeño hotel de la sierra de Guadarrama. Allí, entre los pinos y los límpidos montes, comenzará a trabajar en lo que luego será su primer libro, Marinero en tierra, muy influido por los cancioneros musicales españoles de los siglos XV y XVI. Comprende entonces que los versos le llenan más que la pintura, y en adelante ya nunca volverá a dudar sobre su auténtica vocación.
Al descubrimiento de la poesía sigue el encuentro con los poetas. De regreso a Madrid se rodeará de sus nuevos amigos de la Residencia de Estudiantes. Conoce a Federico García Lorca, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Vicente Aleixandre, Gerardo Diego y otros jóvenes autores que van a constituir el más brillante grupo poético del siglo. Cuando en 1925 su Marinero en tierra reciba el Premio Nacional de Literatura, el que algunos conocidos llamaban "delgado pintorcillo medio tuberculoso que distrae sus horas haciendo versos" se convierte en una figura descollante de la lírica.
De aquel grupo de poetas hechizados por el surrealismo, que escribían entre risas juveniles versos intencionadamente disparatados o sublimes, surgió en 1927 la idea de rendir homenaje, con ocasión del tricentenario de su muerte, al maestro del barroco español Luis de Góngora, olvidado por la cultura oficial. Con el entusiasmo que les caracterizaba organizaron un sinfín de actos que culminaron en el Ateneo de Sevilla, donde Salinas, Lorca y el propio Alberti, entre otros, recitaron sus poemas en honor del insigne cordobés. Aquella hermosa iniciativa reforzó sus lazos de amistad y supuso la definitiva consolidación de la llamada Generación del 27, protagonista de la segunda edad de oro de la poesía española.
En los años siguientes Rafael Alberti atraviesa una profunda crisis existencial. A su precaria salud se unirá la falta de recursos económicos y la pérdida de la fe. La evolución de este conflicto interior puede rastrearse en sus libros, desde los versos futuristas e innovadores de Cal y canto hasta las insondables tinieblas de Sobre los ángeles. El poeta muestra de pronto su rostro más pesimista y asegura encontrarse "sin luz para siempre". Su alegría desbordante y su ilusionada visión del mundo quedan atrás, dejando paso a un espíritu torturado y doliente que se interroga sobre su misión y su lugar en el mundo. Se trata de una prueba de fuego de la que renacerá con más fuerza, provisto de nuevas convicciones y nuevos ideales.
En adelante, la pluma de Alberti se propondrá sacudir la conciencia dormida de un país que está a punto de vivir uno de los episodios más sangrientos de su historia: la Guerra Civil. Ha llegado el momento del compromiso político, que el poeta asume sin reservas, con toda la vehemencia de que es capaz. Participa activamente en las revueltas estudiantiles, apoya el advenimiento de la República y se afilia al Partido Comunista, lo que le acarreará graves enemistades. Para Alberti, la poesía se ha convertido en una forma de cambiar el mundo, en un arma necesaria para el combate.
En 1930 conocerá a María Teresa León, la mujer que más honda huella dejó en él y con la que compartió los momentos más importantes de su vida. Dotada de claridad política y talento literario, esta infatigable luchadora por la igualdad femenina dispersó con su fuerza y su valentía todas las dudas del poeta. Con ella fundó la revista revolucionaria Octubre y viajó por primera vez a la Unión Soviética para asistir a una reunión de escritores antifascistas.
El dramático estallido de la Guerra Civil en 1936 reforzó si cabe su compromiso con el pueblo. Enfundado en el mono azul de los milicianos, colaboró en salvar de los bombardeos los cuadros del Museo del Prado, acogió a intelectuales de todo el mundo que se unían a la lucha en favor de la República y llamó a la resistencia en el Madrid asediado, recitando versos urgentes que desde la capital del país llegaron a los campos de batalla más lejanos.
Al terminar la contienda, como tantos españoles que se veían abocados a un incierto destino, Rafael Alberti y María Teresa León abandonaron su patria y se trasladaron a París. Allí residieron hasta que el gobierno de Pétain, que les consideraba peligrosos militantes comunistas, les retiró el permiso de trabajo. Ante la amenaza de las tropas alemanas, en 1940 decidieron cruzar el Atlántico rumbo a Chile, acompañados por su amigo Pablo Neruda.
El exilio de Rafael Alberti fue largo. No regresó a España hasta 1977, después de haber vivido en Buenos Aires y Roma. Esperó a que el general Franco estuviese muerto para reencontrarse con algunos viejos amigos y descubrir que en su tierra no sólo le recordaban, sino que las nuevas generaciones leían ávidamente su poesía. Su corazón no albergaba rencor: "Me fui con el puño cerrado y vuelvo con la mano abierta". El mismo año de su llegada el Congreso de los Diputados le abrió sus puertas, tras haber sido elegido por las listas del Partido Comunista, pero no tardó en renunciar al escaño porque ante todo quería estar en contacto con el pueblo al que había cantado tantas veces.
Perplejo y regocijado, asistió a recitales, conferencias y homenajes multitudinarios en los que se ensalzaba su figura de poeta comprometido con la causa de la libertad. Fue distinguido con todos los premios literarios que un escritor vivo puede recibir en España, pero renunció al Príncipe de Asturias por sus convicciones republicanas. En la madrugada del 28 de octubre de 1999 murió plácidamente en su casa de El Puerto de Santa María, junto a las playas de su infancia, y en aquel mar que le pertenecía fueron esparcidas sus cenizas de marinero que hubo de vivir anclado en la tierra.
La poesía de Rafael Alberti
Sus primeras poesías quedaron recogidas bajo el título de Marinero en tierra, libro que obtuvo el Premio Nacional de Literatura (1924-25), otorgado por un jurado que integraban Antonio Machado, Menéndez Pidal y Gabriel Miró. A Marinero en tierra siguieron La Amante (1925) y El alba de alhelí (1925-26). En estos sus primeros libros, Rafael Alberti se revela como un virtuoso de la forma con influjos de Gil Vicente, los anónimos del Cancionero y Romancero españoles, Garcilaso, Góngora, Lope, Bécquer, Baudelaire, Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado. La suya es una poesía "popular" -como explicó Juan Ramón Jiménez-, "pero sin acarreo fácil; personalísima; de tradición española, pero sin retorno innecesario; nueva; fresca y acabada a la vez; rendida, ágil, graciosa, parpadeante: andalucísima".
La etapa neogongorista y humorista de Cal y canto (1926-1927) marca la transición de este autor a la fase surrealista de Sobre los ángeles (1927-1928). Ésta última supone en su obra la irrupción violenta del verso libre y de un lenguaje simbólico y onírico, rotas ya las ataduras con la tradición anterior. Los ángeles aparecen como representaciones de las fuerzas del espíritu, íntimamente relacionadas con los ángeles del Antiguo Testamento.
A partir de entonces su obra deriva al tono político al afiliarse nuestro poeta al partido comunista. Esta actitud le lleva a considerar su obra anterior como un cielo cerrado y una contribución irremediable a la poesía burguesa. "Antes -escribió Alberti- mi poesía estaba al servicio de mí mismo y unos pocos. Hoy no. Lo que me impulsa a ello es la misma razón que mueve a los obreros y a los campesinos: o sea una razón revolucionaria."
La poesía de Alberti cobra así cada vez más un tono irónico y desgarrado con frecuentes caídas en el prosaísmo y el mal gusto. Así los poemas burlescos Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos (1929), Sermones y moradas (1929-1930) y la elegía cívica Con los zapatos puestos tengo que morir (1930). A partir de 1931 abordó el teatro, estrenando El hombre deshabitado y El adefesio. Recorrió luego con su esposa María Teresa León varios países de Europa, pensionado por la Junta de Ampliación de Estudios, para estudiar las nuevas tendencias del teatro. En 1933 escribió Consignas y Un fantasma recorre Europa, y en 1935, 13 bandas y 48 estrellas.
Tras la guerra civil, ya en el exilio, publicó en Buenos Aires A la pintura: Poema del color y la línea (1945) y un volumen que abarca la casi totalidad de su obra lírica, Poesía. La última voz de Alberti de esa época (reincidente en el primer tono neopopular) se nos aparece henchida de nostalgia por la patria, como se aprecia especialmente en Retornos de lo vivo lejano (1952). Otros títulos de esta etapa son Baladas y canciones del Paraná (1953), Abierto a todas horas (1964), Roma, peligro para caminantes (1968), Los ocho nombres de Picasso (1970) y Canciones del alto valle del Aniene (1972).
Después de su regreso a España en 1977, su producción poética continuó con la misma intensidad, prolongándose sin fisuras hasta muy avanzada edad. De entre los muy numerosos libros publicados cabe mencionar Fustigada luz (1980), Lo que canté y dije de Picasso (1981), Versos sueltos de cada día (1982), Golfo de sombras (1986), Accidente. Poemas del hospital (1987) y Canciones de Altair (1988). En los años ochenta publicó una continuación a su autobiografía, iniciada en 1942, La arboleda perdida. Memorias.
28 DE OCTUBRE DE 1999 MUERE
RAFAEL ALBERTI
(Puerto de Santa María, 1902 - 1999) Poeta español, miembro de la Generación del 27. Sus padres pertenecían a familias de origen italiano asentadas en la región y dedicadas al negocio vinícola. Las frecuentes ausencias del padre por razones de trabajo le permitieron crecer libre de toda tutela, correteando por las dunas y las salinas a orillas del mar en compañía de su fiel perra Centella. Una infancia despreocupada, abierta al sol y a la luz, que se ensombrecerá cuando tenga que ingresar en el colegio San Luis Gonzaga de El Puerto, dirigido por los jesuitas de una forma estrictamente tradicional.
Alberti se asfixiaba en las aulas de aquel establecimiento donde la enseñanza no era algo vivo y estimulante sino un conjunto de rígidas y monótonas normas a las que había que someterse. Se interesaba por la historia y el dibujo, pero parecía totalmente negado para las demás materias y era incapaz de soportar la disciplina del centro. A las faltas de asistencia siguieron las reprimendas por parte de los profesores y de su propia familia. Quien muchos años después recibiría el Premio Cervantes de Literatura no acabó el cuarto año de bachillerato y en 1916 fue expulsado por mala conducta.
En 1917 la familia Alberti se trasladó a Madrid, donde el padre veía la posibilidad de acrecentar sus negocios. Rafael había decidido seguir su vocación de pintor, y el descubrimiento del Museo del Prado fue para él decisivo. Los dibujos que hace en esta época el adolescente Alberti demuestran ya su talento para captar la estética del vanguardismo más avanzado, hasta el punto de que no tardará en conseguir que algunas de sus obras sean expuestas, primero en el Salón de Otoño y luego en el Ateneo de Madrid.
No obstante, cuando la carrera del nuevo artista empieza a despuntar, un acontecimiento triste le abrirá las puertas de otra forma de creación. Una noche de 1920, ante el cadáver de su padre, Alberti escribió sus primeros versos. El poeta había despertado y ya nada detendría el torrente de su voz. Una afección pulmonar le llevó a guardar obligado reposo en un pequeño hotel de la sierra de Guadarrama. Allí, entre los pinos y los límpidos montes, comenzará a trabajar en lo que luego será su primer libro, Marinero en tierra, muy influido por los cancioneros musicales españoles de los siglos XV y XVI. Comprende entonces que los versos le llenan más que la pintura, y en adelante ya nunca volverá a dudar sobre su auténtica vocación.
Al descubrimiento de la poesía sigue el encuentro con los poetas. De regreso a Madrid se rodeará de sus nuevos amigos de la Residencia de Estudiantes. Conoce a Federico García Lorca, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Vicente Aleixandre, Gerardo Diego y otros jóvenes autores que van a constituir el más brillante grupo poético del siglo. Cuando en 1925 su Marinero en tierra reciba el Premio Nacional de Literatura, el que algunos conocidos llamaban "delgado pintorcillo medio tuberculoso que distrae sus horas haciendo versos" se convierte en una figura descollante de la lírica.
De aquel grupo de poetas hechizados por el surrealismo, que escribían entre risas juveniles versos intencionadamente disparatados o sublimes, surgió en 1927 la idea de rendir homenaje, con ocasión del tricentenario de su muerte, al maestro del barroco español Luis de Góngora, olvidado por la cultura oficial. Con el entusiasmo que les caracterizaba organizaron un sinfín de actos que culminaron en el Ateneo de Sevilla, donde Salinas, Lorca y el propio Alberti, entre otros, recitaron sus poemas en honor del insigne cordobés. Aquella hermosa iniciativa reforzó sus lazos de amistad y supuso la definitiva consolidación de la llamada Generación del 27, protagonista de la segunda edad de oro de la poesía española.
En los años siguientes Rafael Alberti atraviesa una profunda crisis existencial. A su precaria salud se unirá la falta de recursos económicos y la pérdida de la fe. La evolución de este conflicto interior puede rastrearse en sus libros, desde los versos futuristas e innovadores de Cal y canto hasta las insondables tinieblas de Sobre los ángeles. El poeta muestra de pronto su rostro más pesimista y asegura encontrarse "sin luz para siempre". Su alegría desbordante y su ilusionada visión del mundo quedan atrás, dejando paso a un espíritu torturado y doliente que se interroga sobre su misión y su lugar en el mundo. Se trata de una prueba de fuego de la que renacerá con más fuerza, provisto de nuevas convicciones y nuevos ideales.
En adelante, la pluma de Alberti se propondrá sacudir la conciencia dormida de un país que está a punto de vivir uno de los episodios más sangrientos de su historia: la Guerra Civil. Ha llegado el momento del compromiso político, que el poeta asume sin reservas, con toda la vehemencia de que es capaz. Participa activamente en las revueltas estudiantiles, apoya el advenimiento de la República y se afilia al Partido Comunista, lo que le acarreará graves enemistades. Para Alberti, la poesía se ha convertido en una forma de cambiar el mundo, en un arma necesaria para el combate.
En 1930 conocerá a María Teresa León, la mujer que más honda huella dejó en él y con la que compartió los momentos más importantes de su vida. Dotada de claridad política y talento literario, esta infatigable luchadora por la igualdad femenina dispersó con su fuerza y su valentía todas las dudas del poeta. Con ella fundó la revista revolucionaria Octubre y viajó por primera vez a la Unión Soviética para asistir a una reunión de escritores antifascistas.
El dramático estallido de la Guerra Civil en 1936 reforzó si cabe su compromiso con el pueblo. Enfundado en el mono azul de los milicianos, colaboró en salvar de los bombardeos los cuadros del Museo del Prado, acogió a intelectuales de todo el mundo que se unían a la lucha en favor de la República y llamó a la resistencia en el Madrid asediado, recitando versos urgentes que desde la capital del país llegaron a los campos de batalla más lejanos.
Al terminar la contienda, como tantos españoles que se veían abocados a un incierto destino, Rafael Alberti y María Teresa León abandonaron su patria y se trasladaron a París. Allí residieron hasta que el gobierno de Pétain, que les consideraba peligrosos militantes comunistas, les retiró el permiso de trabajo. Ante la amenaza de las tropas alemanas, en 1940 decidieron cruzar el Atlántico rumbo a Chile, acompañados por su amigo Pablo Neruda.
El exilio de Rafael Alberti fue largo. No regresó a España hasta 1977, después de haber vivido en Buenos Aires y Roma. Esperó a que el general Franco estuviese muerto para reencontrarse con algunos viejos amigos y descubrir que en su tierra no sólo le recordaban, sino que las nuevas generaciones leían ávidamente su poesía. Su corazón no albergaba rencor: "Me fui con el puño cerrado y vuelvo con la mano abierta". El mismo año de su llegada el Congreso de los Diputados le abrió sus puertas, tras haber sido elegido por las listas del Partido Comunista, pero no tardó en renunciar al escaño porque ante todo quería estar en contacto con el pueblo al que había cantado tantas veces.
Perplejo y regocijado, asistió a recitales, conferencias y homenajes multitudinarios en los que se ensalzaba su figura de poeta comprometido con la causa de la libertad. Fue distinguido con todos los premios literarios que un escritor vivo puede recibir en España, pero renunció al Príncipe de Asturias por sus convicciones republicanas. En la madrugada del 28 de octubre de 1999 murió plácidamente en su casa de El Puerto de Santa María, junto a las playas de su infancia, y en aquel mar que le pertenecía fueron esparcidas sus cenizas de marinero que hubo de vivir anclado en la tierra.

La poesía de Rafael Alberti

Sus primeras poesías quedaron recogidas bajo el título de Marinero en tierra, libro que obtuvo el Premio Nacional de Literatura (1924-25), otorgado por un jurado que integraban Antonio Machado, Menéndez Pidal y Gabriel Miró. A Marinero en tierra siguieron La Amante (1925) y El alba de alhelí (1925-26). En estos sus primeros libros, Rafael Alberti se revela como un virtuoso de la forma con influjos de Gil Vicente, los anónimos del Cancionero y Romancero españoles, Garcilaso, Góngora, Lope, Bécquer, Baudelaire, Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado. La suya es una poesía "popular" -como explicó Juan Ramón Jiménez-, "pero sin acarreo fácil; personalísima; de tradición española, pero sin retorno innecesario; nueva; fresca y acabada a la vez; rendida, ágil, graciosa, parpadeante: andalucísima".
La etapa neogongorista y humorista de Cal y canto (1926-1927) marca la transición de este autor a la fase surrealista de Sobre los ángeles (1927-1928). Ésta última supone en su obra la irrupción violenta del verso libre y de un lenguaje simbólico y onírico, rotas ya las ataduras con la tradición anterior. Los ángeles aparecen como representaciones de las fuerzas del espíritu, íntimamente relacionadas con los ángeles del Antiguo Testamento.
A partir de entonces su obra deriva al tono político al afiliarse nuestro poeta al partido comunista. Esta actitud le lleva a considerar su obra anterior como un cielo cerrado y una contribución irremediable a la poesía burguesa. "Antes -escribió Alberti- mi poesía estaba al servicio de mí mismo y unos pocos. Hoy no. Lo que me impulsa a ello es la misma razón que mueve a los obreros y a los campesinos: o sea una razón revolucionaria." 
La poesía de Alberti cobra así cada vez más un tono irónico y desgarrado con frecuentes caídas en el prosaísmo y el mal gusto. Así los poemas burlescos Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos (1929), Sermones y moradas (1929-1930) y la elegía cívica Con los zapatos puestos tengo que morir (1930). A partir de 1931 abordó el teatro, estrenando El hombre deshabitado y El adefesio. Recorrió luego con su esposa María Teresa León varios países de Europa, pensionado por la Junta de Ampliación de Estudios, para estudiar las nuevas tendencias del teatro. En 1933 escribió Consignas y Un fantasma recorre Europa, y en 1935, 13 bandas y 48 estrellas.
Tras la guerra civil, ya en el exilio, publicó en Buenos Aires A la pintura: Poema del color y la línea (1945) y un volumen que abarca la casi totalidad de su obra lírica, Poesía. La última voz de Alberti de esa época (reincidente en el primer tono neopopular) se nos aparece henchida de nostalgia por la patria, como se aprecia especialmente en Retornos de lo vivo lejano (1952). Otros títulos de esta etapa son Baladas y canciones del Paraná (1953), Abierto a todas horas (1964), Roma, peligro para caminantes (1968), Los ocho nombres de Picasso (1970) y Canciones del alto valle del Aniene (1972).
Después de su regreso a España en 1977, su producción poética continuó con la misma intensidad, prolongándose sin fisuras hasta muy avanzada edad. De entre los muy numerosos libros publicados cabe mencionar Fustigada luz (1980), Lo que canté y dije de Picasso (1981), Versos sueltos de cada día (1982), Golfo de sombras (1986), Accidente. Poemas del hospital (1987) y Canciones de Altair (1988). En los años ochenta publicó una continuación a su autobiografía, iniciada en 1942, La arboleda perdida. Memorias.

martes, 16 de septiembre de 2014

Esfuerzos para salvar la casa de Mujica Láinez en Córdoba

Esfuerzos para salvar la casa de Mujica Láinez en Córdoba


Esfuerzos para salvar la casa de Mujica Láinez en Córdoba

Hoy se hará un evento para juntar fondos. Por falta de recursos, la casa donde el autor pasó sus últimos 25 años podría ser cerrada.

lunes, 15 de septiembre de 2014

LITERATURA › CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE ADOLFO BIOY CASARES
La fantasía y la memoria, sus mejores invenciones
Los tributos al autor de La invención de Morel comenzaron la semana pasada en la Biblioteca Nacional y continuarán durante este mes en la Casa de la Lectura. Su Obra completa será reeditada en tres tomos por Emecé, sello que además lanzará la Biblioteca Aniversario.

martes, 26 de agosto de 2014

JULIO CORTAZAR
Rayuela
1
¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua. Y era tan natural cruzar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico.
Pero ella no estaría ahora en el puente. Su fina cara de translúcida piel se asomaría a viejos portales en el ghetto del Marais, quizá estuviera charlando con una vendedora de papas fritas o comiendo una salchicha caliente en el boulevard de Sébastopol. De todas maneras subí hasta el puente, y la Maga no estaba. Ahora la Maga no estaba en mi camino, y aunque conocíamos nuestros domicilios, cada hueco de nuestras dos habitaciones de falsos estudiantes en París, cada tarjeta postal abriendo una ventanita Braque o Ghirlandaio o Max Ernst contra las molduras baratas y los papeles chillones, aun así no nos buscaríamos en nuestras casas. Preferíamos encontrarnos en el puente, en la terraza de un café, en un cine-club o agachados junto a un gato en cualquier patio del barrio latino. Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos. Oh Maga, en cada mujer parecida a vos se agolpaba como un silencio ensordecedor, una pausa filosa y cristalina que acababa por derrumbarse tristemente, como un paraguas mojado que se cierra. Justamente un paraguas, Maga, te acordarías quizá de aquel paraguas viejo que sacrificamos en un barranco del Parc Montsouris, un atardecer helado de marzo. Lo tiramos porque lo habías encontrado en la Place de la Concorde, ya un poco roto, y lo usaste muchísimo, sobre todo para meterlo en las costillas de la gente en el metro y en los autobuses, siempre torpe y distraída y pensando en pájaros pintos o en un dibujito que hacían dos moscas en el techo del coche, y aquella tarde cayó un chaparrón y vos quisiste abrir orgullosa tu paraguas cuando entrábamos en el parque, y en tu mano se armó una catástrofe de relámpagos fríos y nubes negras, jirones de tela destrozada cayendo entre destellos de varillas desencajadas, y nos reíamos como locos mientras nos empapábamos, pensando que un paraguas encontrado en una plaza debía morir dignamente en un parque, no podía entrar en el ciclo innoble del tacho de basura o del cordón de la vereda; entonces yo lo arrollé lo mejor posible, lo llevamos hasta lo alto del parque, cerca del puentecito sobre el ferrocarril, y desde allí lo tiré con todas mis fuerzas al fondo de la barranca de césped mojado mientras vos proferías un grito donde vagamente creí reconocer una imprecación de walkyria. Y en el fondo del barranco se hundió como un barco que sucumbe al agua verde, al agua verde y procelosa, a la mer qui est plus félonesse en été qu’en hiver, a la ola pérfida, Maga, según enumeraciones que detallamos largo rato, enamorados de Joinville y del parque, abrazados y semejantes a árboles mojados o a actores de cine de alguna pésima película húngara. Y quedó entre el pasto, mínimo y negro, como un insecto pisoteado. Y no se movía, ninguno de sus resortes se estiraba como antes. Terminado. Se acabó. Oh Maga, y no estábamos contentos.
¿Qué venía yo a hacer al Pont des Arts? Me parece que ese jueves de diciembre tenía pensado cruzar a la orilla derecha y beber vino en el cafecito de la rue des Lombards donde madame Léonie me mira la palma de la mano y me anuncia viajes y sorpresas. Nunca te llevé a que madame Léonie te mirara la palma de la mano, a lo mejor tuve miedo de que leyera en tu mano alguna verdad sobre mí, porque fuiste siempre un espejo terrible, una espantosa máquina de repeticiones, y lo que llamamos amarnos fue quizá que yo estaba de pie delante de vos, con una flor amarilla en la mano, y vos sostenías dos velas verdes y el tiempo soplaba contra nuestras caras una lenta lluvia de renuncias y despedidas y tickets de metro. De manera que nunca te llevé a que madame Léonie, Maga; y sé, porque me lo dijiste, que a vos no te gustaba que yo te viese entrar en la pequeña librería de la rue de Verneuil, donde un anciano agobiado hace miles de fichas y sabe todo lo que puede saberse sobre historiografía. Ibas allí a jugar con un gato, y el viejo te dejaba entrar y no te hacía preguntas, contento de que á veces le alcanzaras algún libro de los estantes más altos. Y te calentabas en su estufa de gran caño negro y no te gustaba que yo supiera que ibas a ponerte al lado de esa estufa. Pero todo esto había que decirlo en su momento, sólo que era difícil precisar el momento de una cosa, y aún ahora, acodado en el puente, viendo pasar una pinaza color borravino, hermosísima como una gran cucaracha reluciente de limpieza, con una mujer de delantal blanco que colgaba ropa en un alambre de la proa, mirando sus ventanillas pintadas de verde con cortinas Hansel y Gretel, aún ahora, Maga, me preguntaba si este rodeo tenía sentido, ya que para llegar a la rue des Lombards me hubiera convenido más cruzar el Pont Saint-Michel y el Pont au Change. Pero si hubieras estado ahí esa noche, como tantas otras veces, yo habría sabido que el rodeo tenía un sentido, y ahora en cambio envilecía mi fracaso llamándolo rodeo. Era cuestión, después de subirme el cuello de la canadiense, de seguir por los muelles hasta entrar en esa zona de grandes tiendas que se acaba en el Chátelet, pasar bajo la sombra violeta de la Tour Saint-Jacques y subir por mi calle pensando en que no te había encontrado y en madame Léonie.
Sé que un día llegué a París, sé que estuve un tiempo viviendo de prestado, haciendo lo que otros hacen y viendo lo que otros ven. Sé que salías de un café de la rue du Cherche-Midi y que nos hablamos. Esa tarde todo anduvo mal, porque mis costumbres argentinas me prohibían cruzar continuamente de una vereda a otra para mirar las cosas más insignificantes en las vitrinas apenas iluminadas de unas calles que ya no recuerdo. Entonces te seguía de mala gana, encontrándote petulante y malcriada, hasta que te cansaste de no estar cansada y nos metimos en un café del Boul’Mich’ y de golpe, entre dos medialunas, me contaste un gran pedazo de tu vida Cómo podía yo sospechar que aquello que parecía tan mentira era verdadero, un Figari con violetas de anochecer, con caras lívidas, con hambre y golpes en los rincones. Más tarde te creí, más tarde hubo razones, hubo madame Léonie que mirándome la mano que había dormido con tus senos me repitió casi tus mismas palabras. «Ella sufre en alguna parte. Siempre ha sufrido. Es muy alegre, adora el amarillo, su pájaro es el mirlo, su hora la noche, su puente el Pont des Arts.» (Una pinaza color borravino, Maga, y por qué no nos habremos ido en ella cuando todavía era tiempo.)
Y mirá que apenas nos conocíamos y ya la vida urdía lo necesario para desencontrarnos minuciosamente. Como no sabías disimular me di cuenta en seguida de que para verte como yo quería era necesario empezar por cerrar los ojos, y entonces primero cosas como estrellas amarillas (moviéndose en una jalea de terciopelo), luego saltos rojos del humor y de las horas, ingreso paulatino en un mundo-Maga que era la torpeza y la confusión pero también helechos con la firma de la araña Klee, el circo Miró, los espejos de ceniza Vieira da Silva, un mundo donde te movías como un caballo de ajedrez que se moviera como una torre que se moviera como un alfil. Y entonces en esos días íbamos a los cineclubs a ver películas mudas, porque yo con mi cultura, no es cierto, y vos pobrecita no entendías absolutamente nada de esa estridencia amarilla convulsa previa a tu nacimiento, esa emulsión estriada donde corrían los muertos; pero de repente pasaba por ahí Harold Lloyd y entonces te sacudías el agua del sueño y al final te convencías de que todo había estado muy bien, y que Pabst y que Fritz Lang. Me hartabas un poco con tu manía de perfección, con tus zapatos rotos, con tu negativa a aceptar lo aceptable. Comíamos hamburgers en el Carrefour de l’Odéon, y nos íbamos en bicicleta a Montparnasse, a cualquier hotel, a cualquier almohada. Pero otras veces seguíamos hasta la Porte d’Orléans, conocíamos cada vez mejor la zona de terrenos baldíos que hay más allá del Boulevard Jourdan, donde a veces a medianoche se reunían los del Club de la Serpiente para hablar con un vidente ciego, paradoja estimulante. Dejábamos las bicicletas en la calle y nos internábamos de a poco, parándonos a mirar el cielo porque ésa es una de las pocas zonas de París donde el cielo vale más que la tierra. Sentados en un montón de basuras fumábamos un rato, y la Maga me acariciaba el pelo o canturreaba melodías ni siquiera inventadas, melopeas absurdas cortadas por suspiros o recuerdos. Yo aprovechaba para pensar en cosas inútiles, método que había empezado a practicar años atrás en un hospital y que cada vez me parecía más fecundo y necesario. Con un enorme esfuerzo, reuniendo imágenes auxiliares, pensando en olores y caras, conseguía extraer de la nada un par de zapatos marrones que había usado en Olavarría en 1940. Tenían tacos de goma, suelas muy finas, y cuando llovía me entraba el agua hasta el alma. Con ese par de zapatos en la mano del recuerdo, el resto venía solo: la cara de doña Manuela, por ejemplo, o el poeta Ernesto Morroni. Pero los rechazaba porque el juego consistía en recobrar tan sólo lo insignificante, lo inostentoso, lo perecido. Temblando de no ser capaz de acordarme, atacado por la polilla que propone la prórroga, imbécil a fuerza de besar el tiempo, terminaba por ver al lado de los zapatos una latita de Té Sol que mi madre me había dado en Buenos Aires. Y la cucharita para el té, cuchara-ratonera donde las lauchitas negras se quemaban vivas en la taza de agua lanzando burbujas chirriantes. Convencido de que el recuerdo lo guarda todo y no solamente a las Albertinas y a las grandes efemérides del corazón y los riñones, me obstinaba en reconstruir el contenido de mi mesa de trabajo en Floresta, la cara de una muchacha irrecordable llamada Gekrepten, la cantidad de plumas cucharita que había en mi caja de útiles de quinto grado, y acababa temblando de tal manera y desesperándome (porque nunca he podido acordarme de esas plumas cucharita, sé que estaban en la caja de útiles, en un compartimento especial, pero no me acuerdo de cuántas eran ni puedo precisar el momento justo en que debieron ser dos o seis), hasta que la Maga, besándome y echándome en la cara el humo del cigarrillo y su aliento caliente, me recobraba y nos reíamos, empezábamos a andar de nuevo entre los montones de basura en busca de los del Club. Ya para entonces me había dado cuenta de que buscar era mi signo, emblema de los que salen de noche sin propósito fijo, razón de los matadores de brújulas. Con la Maga hablábamos de patafísica hasta cansarnos, porque a ella también le ocurría (y nuestro encuentro era eso, y tantas cosas oscuras como el fósforo) caer de continuo en las excepciones, verse metida en casillas que no eran las de la gente, y esto sin despreciar a nadie, sin creernos Maldorores en liquidación ni Melmoths privilegiadamente errantes. No me parece que la luciérnaga extraiga mayor suficiencia del hecho incontrovertible de que es una de las maravillas más fenomenales de este circo, y sin embargo basta suponerle una conciencia para comprender que cada vez que se le encandila la barriguita el bicho de luz debe sentir como una cosquilla de privilegio. De la misma manera a la Maga le encantaban los líos inverosímiles en que andaba metida siempre por causa del fracaso de las leyes en su vida. Era de las que rompen los puentes con sólo cruzarlos, o se acuerdan llorando a gritos de haber visto en una vitrina el décimo de lotería que acaba de ganar cinco millones. Por mi parte ya me había acostumbrado a que me pasaran cosas modestamente excepcionales, y no encontraba demasiado horrible que al entrar en un cuarto a oscuras para recoger un álbum de discos, sintiera bullir en la palma de la mano el cuerpo vivo de un ciempiés gigante que había elegido dormir en el lomo del álbum. Eso, y encontrar grandes pelusas grises o verdes dentro de un paquete de cigarrillos, u oír el silbato de una locomotora exactamente en el momento y el tono necesarios para incorporarse ex officio a un pasaje de una sinfonía de Ludwig van, o entrar a una pissotière de la rue de Médicis y ver a un hombre que orinaba aplicadamente hasta el momento en que, apartándose de su compartimento, giraba hacia mí y me mostraba, sosteniéndolo en la palma de la mano como un objeto litúrgico y precioso, un miembro de dimensiones y colores increíbles, y en el mismo instante darme cuenta de que ese hombre era exactamente igual a otro (aunque no era el otro) que veinticuatro horas antes, en la Salle de Géographie, había disertado sobre tótems y tabúes, y había mostrado al público, sosteniéndolos preciosamente en la palma de la mano, bastoncillos de marfil, plumas de pájaro lira, monedas rituales, fósiles mágicos, estrellas de mar, pescados secos, fotografías de concubinas reales, ofrendas de cazadores, enormes escarabajos embalsamados que hacían temblar de asustada delicia a las infaltables señoras.
En fin, no es fácil hablar de la Maga que a esta hora anda seguramente por Belleville o Pantin, mirando aplicadamente el suelo hasta encontrar un pedazo de género rojo. Si no lo encuentra seguirá así toda la noche, revolverá en los tachos de basura, los ojos vidriosos, convencida de que algo horrible le va a ocurrir si no encuentra esa prenda de rescate, la señal del perdón o del aplazamiento. Sé lo que es eso porque también obedezco a esas señales, también hay veces en que me toca encontrar trapo rojo. Desde la infancia apenas se me cae algo al suelo tengo que levantarlo, sea lo que sea, porque si no lo hago va a ocurrir una desgracia, no a mí sino a alguien a quien amo y cuyo nombre empieza con la inicial del objeto caído. Lo peor es que nada puede contenerme cuando algo se me cae al suelo, ni tampoco vale que lo levante otro porque el maleficio obraría igual. He pasado muchas veces por loco a causa de esto y la verdad es que estoy loco cuando lo hago, cuando me precipito a juntar un lápiz o un trocito de papel que se me han ido de la mano, como la noche del terrón de azúcar en el restaurante de la rue Scribe, un restaurante bacán con montones de gerentes, putas de zorros plateados y matrimonios bien organizados. Estábamos con Ronald y Etienne, y a mí se me cayó un terrón de azúcar que fue a parar abajo de una mesa bastante lejos de la nuestra. Lo primero que me llamó la atención fue la forma en que el terrón se había alejado, porque en general los terrones de azúcar se plantan apenas tocan el suelo por razones paralelepípedas evidentes. Pero éste se conducía como si fuera una bola de naftalina, lo cual aumentó mi aprensión, y llegué a creer que realmente me lo habían arrancado de la mano. Ronald, que me conoce, miró hacia donde había ido a parar el terrón y se empezó a reír. Eso me dio todavía más miedo, mezclado con rabia. Un mozo se acercó pensando que se me había caído algo precioso, una Párker o una dentadura postiza, y en realidad lo único que hacía era molestarme, entonces sin pedir permiso me tiré al suelo y empecé a buscar el terrón entre los zapatos de la gente que estaba llena de curiosidad creyendo (y con razón) que se trataba de algo importante. En la mesa había una gorda pelirroja, otra menos gorda pero igualmente putona, y dos gerentes o algo así. Lo primero que hice fue darme cuenta de que el terrón no estaba a la vista y eso que lo había visto saltar hasta los zapatos (que se movían inquietos como gallinas). Para peor el piso tenía alfombra, y aunque estaba asquerosa de usada el terrón se había escondido entre los pelos y no podía encontrarlo. El mozo se tiró del otro lado de la mesa, y ya éramos dos cuadrúpedos moviéndonos entre los zapatos gallina que allá arriba empezaban a cacarear como locas. El mozo seguía convencido de la Párker o el luis de oro, y cuando estábamos bien metidos debajo de la mesa, en una especie de gran intimidad y penumbra y él me preguntó y yo le dije, puso una cara que era como para pulverizarla con un fijador, pero yo no tenía ganas de reír, el miedo me hacía una doble llave en la boca del estómago y al final me dio una verdadera desesperación (el mozo se había levantado furioso) y empecé a agarrar los zapatos de las mujeres y a mirar si debajo del arco de la suela no estaría agazapado el azúcar, y las gallinas cacareaban, los gallos gerentes me picoteaban el lomo, oía las carcajadas de Ronald y de Etienne mientras me movía de una mesa a otra hasta encontrar el azúcar escondido detrás de una pata Segundo Imperio. Y todo el mundo enfurecido, hasta yo con el azúcar apretado en la palma de la mano y sintiendo cómo se mezclaba con el sudor de la piel, cómo asquerosamente se deshacía en una especie de venganza pegajosa, esa clase de episodios todos los días.

JULIO
CORTÁZAR
historias de Cronopios y de Famas
PERDIDA Y RECUPERACIÓN DEL PELO
Para luchar contra el pragmatismo y la horrible tendencia a la consecución de fines útiles, mi primo el mayor propugna el procedimiento de sacarse un buen pelo de la cabeza, hacerle un nudo en el medio y dejarlo caer suavemente por el agujero del lavabo. Si este pelo se engancha en la rejilla que suele cundir en dichos agujeros, bastará abrir un poco la canilla para que se pierda de vista.
Sin malgastar un instante, hay que iniciar la tarea de recuperación del pelo. La primera operación se reduce a desmontar el sifón del lavabo para ver si el pelo se ha enganchado en alguna de las rugosidades del caño. Si no se lo encuentra, hay que poner en descubierto el tramo de caño que va del sifón a la cañería de desagüe principal. Es seguro que en esta parte aparecerán muchos pelos, y habrá que contar con la ayuda del resto de la familia para examinarlos uno a uno en busca del nudo. Si no aparece, se planteará el interesante problema de romper la cañería hasta la planta baja, pero esto significa un esfuerzo mayor, pues durante ocho o diez años habrá que trabajar en algún ministerio o casa de comercio para reunir el dinero que permita comprar los cuatro departamentos situados debajo del de mi primo el mayor, todo ello con la desventaja extraordinaria de que mientras se trabaja durante esos ocho o diez años no se podrá evitar la penosa sensación de que el pelo ya no está en la cañería y que sólo por una remota casualidad permanece enganchado en alguna saliente herrumbrada del caño.
Llegará el día en que podamos romper los caños de todos los departamentos, y durante meses viviremos rodeados de palanganas y otros recipientes llenos de pelos mojados, así como de asistentes y mendigos a los que pagaremos generosamente para que busquen, separen, clasifiquen y nos traigan los pelos posibles a fin de alcanzar la deseada certidumbre. Si el pelo no aparece, entraremos en una etapa mucho más vaga y complicada, porque el tramo siguiente nos lleva a las cloacas mayores de la ciudad. Luego de comprar un traje especial, aprenderemos a deslizamos por las alcantarillas a altas horas de la noche, armados de una linterna poderosa y una máscara de oxígeno, y exploraremos las galerías menores y mayores, ayudados si es posible por individuos del hampa, con quienes habremos trabado relación y a los que tendremos que dar gran parte del dinero que de día ganamos en un ministerio o una casa de comercio.
Con mucha frecuencia tendremos la impresión de haber llegado al término de la tarea, porque encontraremos (o nos traerán) pelos semejantes al que buscamos; pero como no se sabe de ningún caso en que un pelo tenga un nudo en el medio sin intervención de mano humana, acabaremos casi siempre por comprobar que el nudo en cuestión es un simple engrosamiento del calibre del pelo (aunque tampoco sabemos de ningún caso parecido) o un depósito de algún silicato u óxido cualquiera producido por una larga permanencia contra una superficie húmeda. Es probable que avancemos así por diversos tramos de cañerías menores y mayores, hasta llegar a ese sitio donde ya nadie se decidirá a penetrar: el caño maestro enfilado en dirección al río, la reunión torrentosa de los detritus en la que ningún dinero, ninguna barca, ningún soborno nos permitirán continuar la búsqueda.
Pero antes de eso, y quizá mucho antes, por ejemplo a pocos centímetros de la boca del lavabo, a la altura del departamento del segundo piso, o en la primera cañería subterránea, puede suceder que encontremos el pelo. Basta pensar en la alegría que eso nos produciría, en el asombrado cálculo de los esfuerzos ahorrados por pura buena suerte, para escoger, para exigir prácticamente una tarea semejante, que todo maestro consciente debería aconsejar a sus alumnos desde la más tierna infancia, en vez de secarles el alma con la regla de tres compuesta o las tristezas de Cancha Rayada
JULIO
CORTÁZAR
historias de Cronopios y de Famas
INSTRUCCIONES PARA CANTAR
Empiece por romper los espejos de su casa, deje caer los brazos, mire vagamente la pared, olvídese. Cante una sola nota, escuche por dentro. Si oye (pero esto ocurrirá mucho después) algo como un paisaje sumido en el miedo, con hogueras entre las piedras, con siluetas semidesnudas en cuclillas, creo que estará bien encaminado, y lo mismo si oye un río por donde bajan barcas pintadas de amarillo y negro, si oye un sabor de pan, un tacto de dedos, una sombra de caballo.
Después compre solfeos y un frac, y por favor no cante por la nariz y deje en paz a Schumann.
26 DE AGOSTO DE 1914 NACE JULIO CORTAZAR

(Bruselas, 1914 - París, 1984) Escritor argentino, una de la grandes figuras del «boom» de la literatura hispanoamericana del siglo XX. Emparentado con Borges como inteligentísimo cultivador del cuento fantástico, los relatos breves de Cortázar se apartaron sin embargo de la alegoría metafísica para indagar en las facetas inquietantes y enigmáticas de lo cotidiano, en una búsqueda de la autenticidad y del sentido profundo de lo real que halló siempre lejos del encorsetamiento de las creencias, patrones y rutinas establecidas. Su afán renovador se manifiesta sobre todo en el estilo y en la subversión de los géneros que se verifica en muchos de sus libros, de entre los cuales la novela Rayuela (1963), con sus dos posibles órdenes de lectura, sobresale como su obra maestra.

Hijo de un funcionario asignado a la embajada argentina en Bélgica, su nacimiento coincidió con el inicio de la Primera Guerra Mundial, por lo que sus padres permanecieron más de lo previsto en Europa. En 1918, a los cuatro años de edad, Julio Cortázar se desplazó con ellos a Argentina, para radicarse en el suburbio bonaerense de Banfield.

Tras completar sus estudios primarios, siguió los de magisterio y letras y durante cinco años fue maestro rural. Pasó más tarde a Buenos Aires, y en 1951 viajó a París con una beca. Concluida ésta, su trabajo como traductor de la UNESCO le permitió afincarse definitivamente en la capital francesa. Por entonces Julio Cortázar ya había publicado en Buenos Aires el poemario Presencia con el seudónimo de «Julio Denis», el poema dramático Los reyes y la primera de sus series de relatos breves, Bestiario, en la que se advierte la profunda influencia de Jorge Luis Borges.

En la década de 1960, Julio Cortázar se convirtió en una de las principales figuras del llamado «boom» de la literatura hispanoamericana y disfrutó del reconocimiento internacional. Su nombre se colocó al mismo nivel que el de los grandes protagonistas del «boom»: Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, los mexicanos Juan Rulfo y Carlos Fuentes o el también argentino Jorge Luis Borges, entre otros. A diferencia de su compatriota, Cortázar sumó a su sensibilidad artística su preocupación social: se identificó con las clases marginadas y estuvo muy cerca de los movimientos de izquierdas.

En este sentido, su viaje a Cuba en 1962 constituyó una experiencia decisiva en su vida y el detonante de un radical cambio de actitud que influiría profundamente en su vida y en su obra: el intelectual introvertido que había sido hasta entonces devendrá activista político. Merced a su concienciación social y política, en 1970 se desplazó a Chile para asistir a la ceremonia de toma de posesión como presidente de Salvador Allende y, más tarde, a Nicaragua para apoyar al movimiento sandinista. Como personaje público, Julio Cortázar intervino con firmeza en la defensa de los derechos humanos, y fue uno de los promotores y miembros más activos del Tribunal Russell.

Como parte de este compromiso escribió numerosos artículos y libros, entre ellos Dossier Chile: el libro negro, sobre los excesos del régimen del general Pinochet, y Nicaragua, tan violentamente dulce, testimonio de la lucha sandinista contra la dictadura de Somoza, en el que incluyó el cuento Apocalipsis en Solentiname y el poema Noticias para viajeros. Tres años antes de morir adoptó la nacionalidad francesa, aunque sin renunciar a la argentina. Falleció en París el 12 de febrero de 1984, poco después de enviudar de su segunda mujer, Carol Dunlop.

La literatura de Cortázar parte de un cuestionamiento vital, cercano a los planteamientos existencialistas en la medida en que puede caracterizarse como una búsqueda de la autenticidad, del sentido profundo de la vida y del mundo. Tal temática se expresó en ocasiones en obras de marcado carácter experimental, que lo convierten en uno de los mayores innovadores de la lengua y la narrativa en lengua castellana.

Como en Jorge Luis Borges, sus relatos ahondan en lo fantástico, aunque sin abandonar por ello el referente de la realidad cotidiana: de hecho, la aparición de lo fantástico en la vida cotidiana muestra precisamente la abismal complejidad de lo "real". Para Cortázar, la realidad inmediata significa una vía de acceso a otros registros de lo real, donde la plenitud de la vida alcanza múltiples formulaciones. De ahí que su narrativa constituya un permanente cuestionamiento de la razón y de los esquemas convencionales de pensamiento.

En la obra de Cortázar, el instinto, el azar, el goce de los sentidos, el humor y el juego terminan por identificarse con la escritura, que es a su vez la formulación del existir en el mundo. Las rupturas de los órdenes cronológico y espacial sacan al lector de su punto de vista convencional, proponiéndole diferentes posibilidades de participación, de modo que el acto de la lectura es llamado a completar el universo narrativo. Tales propuestas alcanzaron sus más acabadas expresiones en las novelas, especialmente en Rayuela, considerada una de las obras fundamentales de la literatura de lengua castellana, y en sus relatos breves, donde, pese a su originalísimo estilo y su dominio inigualable del ritmo narrativo, se mantuvo más cercano a la convenciones del género. Cabe destacar, entre otros muchos cuentos, Casa tomada o Las babas del diablo, ambos llevados al cine, y El perseguidor, cuyo protagonista evoca la figura del saxofonista negro Charlie Parker.

Aunque su primer libro fueron los poemas de Presencia (1938, firmados con el seudónimo de «Julio Denis»), seguidos por Los reyes, una reconstrucción igualmente poética del mito del Minotauro, esta etapa se considera en general la prehistoria cortazariana, y suelen darse como inicio de su bibliografía los relatos que integraron Bestiario (1951), publicados en la misma fecha en la que inició su exilio. A esta tardía iniciación (se acercaba por entonces a los cuarenta años) suele atribuirse la perfección de su obra, que desde esa entrega no contendrá un solo texto que pueda considerarse menor.

Cabe señalar, además, una singularidad inaugurada en simultáneo con esa entrega: las sucesivas recopilaciones de relatos de Cortázar conservarían esa especie de perfección estructural casi clasicista, dentro de los cánones del género. El resto de su producción (novelas extraordinariamente rupturistas y textos misceláneos) se aleja hasta tal punto de las convenciones genéricas que es difícilmente clasificable. De hecho, buena parte de la crítica aprecia más su faceta de cuentista impecable que la de prosista subversivo.

En el ámbito del cuento, Julio Cortázar es un exquisito cultivador del género fantástico, con una singular capacidad para fusionar en sus relatos los mundos de la imaginación y de lo cotidiano, obteniendo como resultado un producto altamente inquietante. Ilustración de ello es, en Bestiario (1951), un cuento como "Casa tomada", en el que una pareja de hermanos percibe cómo, diariamente, su amplio caserón va siendo ocupado por presencias extrañas e indefinibles que terminan provocando, primero, su confinamiento dentro de la propia casa, y, más tarde, su expulsión definitiva.

Lo mismo podría decirse a propósito de Las armas secretas (1959), entre cuyos cuentos destaca "El perseguidor", que tiene por protagonista a un crítico de jazz que ha escrito un libro sobre un célebre saxofonista borracho y drogadicto. Cuando se dispone a preparar la segunda edición del mismo, Jonnhy, el saxofonista, quiere exponerle sus opiniones acerca de su propia música y el libro, pero, en realidad, no le cuenta nada; no parece que tenga nada profundo que decir, como tampoco lo tiene el autor del libro, por lo que, muerto Jonnhy, la segunda edición únicamente se diferencia de la primera por el añadido de una necrológica.

En los cuentos de Final del juego (1964), encontramos algunas de las descripciones más crueles de Cortázar, como por ejemplo "Las ménades", una auténtica pesadilla; pero también hay sátiras, como ocurre en "La banda", en el que su protagonista, cansado del sistema imperante en su país (clara alusión al peronismo), se destierra voluntariamente, como Cortázar hizo a París en 1951. En "Axolotl", tras contemplar diaria y obsesivamente un ejemplar de estos anfibios en un acuario, el narrador del cuento se ve convertido en uno más de ellos, recuperando de tal manera el tema del viejo mito azteca.

De Todos los fuegos el fuego (1966), compuesto por otros ocho relatos, hay que destacar "La autopista del Sur", historia de un amor nacido durante un embotellamiento, cuyos protagonistas, que no se han dicho sus nombres, son arrastrados por la riada de vehículos cuando el atasco se deshace y no vuelven ya nunca a encontrarse. Impresionante es asimismo el cuento que da título a la colección, en el que se mezclan admirablemente una historia actual con otra ocurrida cientos de años atrás.

En los también ocho cuentos de Octaedro (1974), lo fantástico vuelve a mezclarse con la vida de los hombres, casi siempre en el momento más inesperado de su existencia. Más cercanas a lo cotidiano y abiertas a la normalidad son sus tres últimas colecciones de relatos, Alguien que anda por ahí (1977), Queremos tanto a Glenda y otros relatos (1980) y Deshoras (1982), sin que por ello dejen de estar presentes los temas y motivos que caracterizan su producción.

Pero es precisamente lejos del relato corto donde reside la huella revolucionaria e irrepetible que Julio Cortázar dejó en la literatura en lengua española, desde su novela inicial (Los premios, 1960) hasta la amorosa despedida textual de Nicaragua, tan violentamente dulce (1984). El momento álgido de esta propuesta innovadora que aniquilaba las convenciones genéricas fue la escritura de Rayuela (1963).

Protagonizada por un álter ego de Cortázar, Horacio Oliveira, Rayuela narra el itinerario de un intelectual argentino en París (primera parte) y luego en Argentina (segunda parte), para agregar, en la tercera parte y al modo de misceláneas, una serie de anotaciones, recortes periodísticos, poemas y citas que pueden intercalarse en la lectura de las dos primeras, según el recorrido que decida el lector, a partir de los dos que propone el autor.

Las desavenencias amorosas entre La Maga y Horacio Oliveira, los conflictos intelectuales de Horacio, una amplia red de referencias culturales, con el jazz en posición preferente, y la invitación a la participación del lector como coautor de esa obra abierta, encontraron en el clima de efervescencia cultural de la década de 1960 su perfecto campo de desarrollo. Rayuela ha quedado así como uno de los emblemas imprescindibles de la cultura argentina de ese momento, en el que la novela de Julio Cortázar ocupó un lugar central y fue objeto de toda clase de asedios y comentarios críticos.

Algunas de las sucesivas novelas de Cortazar fueron un intento de avanzar en la dirección de Rayuela: así, la titulada 62. Modelo para armar (1968) es un excelente comentario en paralelo, extraído de una propuesta sugerida en el capítulo 62 de su obra maestra. En el Libro de Manuel (1973), el experimentalismo deja paso a un intento de explicar la difícil convivencia entre el compromiso político y la libertad individual.

Por lo que respecta al género de los "almanaques", esa combinación específicamente cortazariana de todos los géneros en ninguno, es imprescindible referirse a títulos como La vuelta al día en ochenta mundos (1967) o Último round (1969). Tales volúmenes, de difícil clasificación, alternan el cuento con el ensayo, el poema y el fragmento narrativo o crítico. En este apartado merecen mención aparte las inefables Historias de cronopios y de famas (1962), graciosos y complejos personajes simbólicos con singulares actitudes frente a la vida, Un tal Lucas (1979), irónico retrato de un personaje de extraña coherencia, y el casi póstumo Los autonautas de la cosmopista (1983), irrepetible mezcla de diario de viaje y testamento de amor.

lunes, 25 de agosto de 2014

Jorge Luis Borges

Al triste

Ahí está lo que fue: la terca espada
del sajón y su métrica de hierro,
los mares y las islas del destierro
del hijo de Laertes, la dorada
luna del persa y los sin fin jardines
de la filosofía y de la historia,
el oro sepulcral de la memoria
y en la sombra el olor de los jazmines.
Y nada de eso importa. El resignado
ejercicio del verso no te salva
ni las aguas del sueño ni la estrella
que en la arrasada noche olvida el alba.
Una sola mujer es tu cuidado,
igual a las demás, pero que es ella.
25 DE AGOSTO MUERE TRUMAN CAPOTE

(Truman Streckfus Persons; Nueva Orleans, EE UU, 1924-Los Ángeles, 1984) Novelista estadounidense. Pese al carácter profundamente realista de su obra, combinó en sus narraciones el misterio y el refinamiento literario, poniendo de manifiesto las oscuras profundidades psicológicas del sistema norteamericano a través de caracteres inquietantes, como en el caso de A sangre fría (1966), la más famosa de sus novelas.

A los cuatro años sus padres se divorciaron y durante el resto de su niñez vivió la peripecia y la soledad del típico producto de "hogares separados" (inestabilidad o bonanza, traslados entre uno y otro progenitor), todo ello con el horizonte imperturbable de las granjas del Sur profundo y rural. Su madre se volvió a casar con un próspero hombre de negocios apellidado Capote, nombre que adoptó Truman casi de inmediato.

Escritor precoz, desde muy adolescente había comenzado a pergeñar historias para, como él mismo diría, paliar la soledad de su infancia. A los dieciocho años entra a trabajar en el New Yorker y a los veintiuno deja el periódico y publica un relato, Miriam, en la revista Mademoiselle, que atrae la atención de los críticos y es seleccionado para el volumen de cuentos del premio O'Henry de 1946.

Después del galardón y tras haber conseguido que se hablara de su estilo "gótico e introspectivo" y de la influencia de Poe en sus cuentos, Truman Capote escribe, durante dos años, Otras voces, otros ámbitos (1948). Esta novela impresionó más por su abierto planteamiento de las relaciones homosexuales que por sus verdaderos méritos literarios, y por sus reflejos autobiográficos más que por su delicada exposición de las vivencias infantiles: un niño solo, Joel, que busca a su padre en el profundo Sur y termina por elegir a un transvestido como figura paternal. En esta su primera novela, Capote fue comparado con Alain-Fournier, el autor de El gran Meaulnes, por su peculiar objetivación poética del mundo de la infancia, por su atmósfera lírica y por su exaltación de la naturaleza.

Vinieron luego los años de sus viajes y de residencia en Italia, Grecia y España; visitó también la Unión Soviética. Durante la década de los cincuenta publica insuperables entrevistas en Playboy y termina una de sus novelas más deliciosas, Desayuno en Tiffany's (1958). El relato gira en torno a Holly Golightly, una joven sofisticada a quien el supuesto autor del relato (está escrito en primera persona) tuvo por vecina antes de convertirse en escritor famoso. Holly es una muchacha que vive su vida, sin tener en cuenta los convencionalismos sociales y dispuesta a conservar su libertad como sea. Le gusta vivir y vestir bien, para lo cual no tiene inconveniente en aceptar dinero de los hombres; fingiendo ser su prima, visita en la cárcel a un gangster, Sally Tomato, de quien más o menos inconscientemente hace de mensajera, y que le paga por ello 200 dólares cada semana.

En sus "horas negras", el mejor remedio que encuentra Holly "es tomar un taxi e ir a Tiffany's"; el ambiente elegante y la tranquilidad que allí se respira tienen la virtud de calmarla. Así pasa Holly por la vida, sin preocuparse por el pasado ni por el futuro; conservando un fondo de inocencia en medio de su alocada vida, que en muchos ambientes se consideraría reprobable. Al final, su amistad con el gangster le hará tropezar con la justicia y la obligará a abandonar el país, desapareciendo de la vida del autor.

Su interés por el periodismo y su intensa colaboración con la revista New Yorker lo acercaron a la disciplina del reportaje de investigación, lo que dio como fruto su célebre obra A sangre fría (1966), creadora del género de la non-fiction novel, que relata el caso real del asesinato de la familia Cutters, basándose en documentos policiales y el testimonio de los implicados. Por esta novela, junto a Norman Mailer y Tom Wolfe, Capote es considerado uno de los padres del new journalism (nuevo periodismo), que combina la ficción narrativa y el periodismo de reportaje, dentro de una nueva concepción de la relación entre realidad y ficción. La escritura de esta novela le llevó siete largos años y la crítica no tardó en saludarla como la novela más "dura" y significativa de la década de los sesenta.

Minuciosa reconstrucción de un crimen real (el despiadado asesinato de una familia de granjeros de Kansas), A sangre fría llegó a ser, tras su publicación, el mejor exponente de la novela-documento o novela-reportaje, y un claro ejemplo del nuevo género narrativo que diluye los límites del periodismo y la literatura. Para la realización de su novela, Capote llevó a cabo una dilatada investigación de los terribles hechos que relata y realizó numerosas entrevistas, manteniendo un estrecho contacto con los asesinos antes de ser ejecutados. Narrada con detallado realismo y una fría distancia, la novela es en un estudio incisivo de la América de su época que expone el desorden y la violencia que laten bajo una feliz apariencia de progreso y desarrollo.

A principio de los setenta, Capote comenzó a escribir la que sería su obra póstuma e inacabada, Plegarias atendidas. En 1975 publica Música para camaleones, un conjunto de relatos escritos con el magistral estilo de Capote, en los que bucea con implacable lucidez en la poesía y el horror de la vida. Capote, tal vez uno de los mayores narradores del siglo veinte norteamericano, fue un maestro en el arte de la construcción imaginativa (tanto en el relato corto, reportajes o novelas), y sobre todo un poseso de la perfección estilística. Su obra quedará al lado de las ya clásicas de Faulkner, Penn, Welty y McCullers.

ROBERTO ARLT AGUAFUERTES PORTEÑAS YO NO TENGO LA CULPA

     ROBERTO ARLT        AGUAFUERTES PORTEÑAS     YO NO TENGO LA CULPA   Yo siempre que me ocupo de cartas de lectores, suelo admitir que se...