viernes, 21 de febrero de 2020

21 DE FEBRERO DE 1903 NACE ANAÏS NIN

 21 DE FEBRERO DE 1903 NACE
ANAÏS NIN
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Anais Nin nació en Neuilly, cerca de París, el 21 de febrero de 1903. Su padre era el famoso compositor y pianista cubano-español Joaquín Nin y su madre, Rosa Culmell, era hija de un diplomático danés establecido en La Habana.
Su padre Joaquín Nin, era un notable pianista, padre adorado por Anais, en 1914 cuando Anaïs contaba sólo once años, sufrió el mayor y más determinante desconsuelo que marcaría el resto de sus días: su padre se enamoró de una joven heredera y abandonó a su mujer y a los tres hijos habidos de ese matrimonio.
Anais Nin nació en Neuilly, cerca de París, el 21 de febrero de 1903. Su padre era el famoso compositor y pianista cubano-español Joaquín Nin y su madre, Rosa Culmell, era hija de un diplomático danés establecido en La Habana.
Rosa Culmell decidió entonces poner mar de por medio, y embarcó junto con sus hijos rumbo a Nueva York. Anais confía en que la separación será temporal; pero cuando se reencuentre con su padre habrá cumplido ya los treinta.
Y lo que sucederá entonces entre ellos dará un nuevo y dramático vuelco a una relación que nunca fue muy regular…
En su viaje a New York, durante el largo viaje, inaugura un hábito del que nunca se desprendería: la escritura de todo lo que iba viviendo en un diario personal.
Un año más tarde, escribe: «Nunca me he tomado la molestia de describirme en el Diario, tiene gracia hablar con alguien sin decirle quién se es. Ahora voy a cumplir ese pequeño deber.
Soy Angeles, Anais, Juana, Antolina, Rosa, Edelmira Nin y Culmell. Tengo doce años y estoy bastante alta para mi edad, todo el mundo lo dice. Soy delgada, tengo los pies grandes y las manos también, con los dedos largos, que suelo crispar por nerviosismo. Tengo la cara muy pálida, unos grandes ojos castaños, perdidos, y temo que revelen mis insensatos pensamientos. La boca grande, me río muy mal, y sonrío regular.
Cuando me enfado, hago una mueca con los labios. En general estoy seria, un poco distraída. Mi nariz es un poco Culmell, quiero decir, un poco larga, como la de la abuela. Tengo el pelo castaño, no muy claro, que me llega un poco por debajo del hombro. Mamá dice que son mechas, y yo siempre las oculto en una trenza o recogiéndomelo con una cinta. Mi carácter: me enfado con facilidad, no puedo soportar la menor broma, pero me gusta hacerlas».
Anaís llegó a escribir un diario del que se conservaron quince mil páginas, repletas de erotismo y sinceridad, en el que describe sin ningún tipo de censura sus variadas y múltiples relaciones sexuales, sus sentimientos más íntimos en una búsqueda permanente de conocerse a sí misma a través de su voz interior; una vez más, una mujer retaba a su tiempo sobreviviendo a los prejuicios que imperaban en los primeros años del siglo pasado.
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En Nueva York, después de estudiar hasta los dieciséis años, ya adolescente, se hizo bailarina de flamenco y modelo.
Para divertirse con sus hermanos, Anais improvisa situaciones teatrales en las que muestra su temperamento dramático: es Juana de Arco en la hoguera, María Antonieta conducida hacia la guillotina o Carlota Corday apuñalando a Marat.
Son tiempos difíciles, en los que la niña destaca en la escuela, a pesar de sus dificúltales iniciales con el inglés, pero vive mortificada por su apariencia: se mira en el espejo y sólo ve el gastado vestido de sarga azul que antes usó su prima.
Cuando por fin estrena un vestido, lo anota en su diario, fascinada por el cambio en la imagen reflejada: ojos y labios brillantes, cuerpo erguido, Anais la coqueta se siente otra.
En esa ciudad fue donde conoció al que sería su marido, Hugh Guiler, un banquero norteamericano con el que se casó en 1923 con sólo veinte años. Parece ser que el matrimonio no se consumó hasta dos años después, ya que Anais sentía verdadero temor ante la posibilidad de mantener reilaciones sexuales.
Ella se había casado sin estar enamorada y él esperó pacientemente a que la joven madurara y pudiera dar rienda suelta a sus sentimientos. Ambos llegaban al matrimonio sin ningún tipo de experiencia sexual. Por un tiempo largo, hasta tuvieron problemas para consumar la unión…
La joven comenzó a reflexionar cada vez más sobre el sexo y su importancia en la vida de la mujer, a contramano de la visión de una sociedad pacata. Después de ocho años de casados, en 1931, se radican en la efervescente París de los «tiempos modernos». Anais quiere a su marido, pero está insatisfecha: «Hugo huele a banco», escribe en su diario. Y comienza a frecuentar la bohemia parisina.
Un año más tarde, conoció al escritor Henry Miller y a su mujer June. Entre los tres se creó una relación apasionada y absolutamente insólita. Se querían los tres, se tenían celos y admiración, a veces se odiaban pero la mayor parte del tiempo fue una relación fructífera y productiva. Este triángulo amoroso se mantuvo durante un año; aunque Anais intentaba engañar a su marido, él constituía en cierta medida la cuarta pata de la mesa. Hugh sabía que la única forma de retener a Anais para que permaneciera a su lado era dándole la libertad que necesitaba y no preguntar, sólo amarla.
En 1932, Anáís conoció al psicoanalista francés Allendy, quien fue el cofundador, junto con Sigmund Freud, de la Sociedad Psicoanalítica de París. Pronto se estableció una relación íntima entre ambos Ella buscaba conciliar con el psicoanálisis los diferentes matices de mi personalidad lo real y lo simbólico, la pasión y la razón, los acontecimientos y los deseos.
Sin embargo, Rene Allendy, en su intento de curarla, trató de castrar su personalidad, su desenfreno, intentando eliminar todo aquello que definía su ser, por lo que Anaís después de un periodo de tratamiento y sexo, terminó por evitar a aquel hombre que pretendía que ella fuera una mujer «normal».
Anais escribe en su diario su relación con los hombres: «Es absolutamente cierto que nunca pienso en Hugh cuando estoy con Allendy o con Henry, como tampoco pienso en Henry cuando estoy con Allendy. Una especie de separación tiene lugar en ese momento -una totalidad pasajera-, que impide cualquier duda o parálisis. Es sólo después cuando se revela la mezcla y el conflicto. No veo nada malo en acostarme con Henry en la cama de Hugh, como tampoco vería nada malo en entregarme a Allendy en la misma cama. No tengo ninguna moralidad. Sé que la gente se horroriza, pero no yo. Ninguna moralidad mientras el daño hecho no se manifieste por sí mismo».
Mas tarde Anais comienza una nueva etapa de psicoanálisis con un recién conocido Dr. Otto Rank , y surge entre ellos un amor y una amistad profundas. En 1933,Anais parece necesitar más que nunca de la terapia: como si no tuviese bastante con Miller y Allendy, además de los amores fugaces con el poeta surrealista Antonin Artaud y de los esfuerzos para no herir a Hugh, el 5 de mayo de ese año se reencuentra con su padre, y —según se cuenta en los diarios no expurgados, que comenzaron a ver la luz recién a mediados de los ’80— mantiene con él una relación incestuosa.
Anais había vivido desde la infancia con la obsesión de volver a verlo, que al fin se concreta en un viaje de él a París. Su padre no la decepciona: le gustan sus arrugas, la firmeza de su mandíbula, la risa juguetona que le ilumina el rostro… El le dice que se ha convertido en «la mujer ideal». Se ven casi a diario, y un mes y medio después del reencuentro van a un agradable hotel en Valescure donde toman dos habitaciones.
El 2 de julio de 1933, después de contar (en contra del pedido de su padre) con abrumadores, ardientes detalles las relaciones con Joaquín, concluye: «Quería que mi amor incestuoso quedara sin escribir. Había prometido a mi Padre el más absoluto secreto. Pero una noche, aquí en el hotel, cuando me di cuenta de que no había nadie para hablarle de mi Padre, me sentí ahogada. Y empecé a escribir otra vez, mientras Henry leía a mi lado. Era inevitable. No podía eliminar mi diario cuando alcanzaba el climax de mi vida, en el preciso momento en que más lo necesitaba para conservar mi sinceridad, por grande que fuera mi crimen.»
En 1934 Otto Rank en invitado a New York y éste invita a Anais a que lo acompañé y que también aproveche su tiempo para estudiar psicología. Ya en New York sumamente dedicada al estudio serio del psicoanálisis, se convierte en la ayudante del Dr. Rank, aunque en 1935 decide regresar a Francia y dedicarse a lo que mas le gusta, escribir.
Allí funda una casa editora, Ediciones Siana, en parte porque ninguna editorial se anima a publicar sus audaces obras. El resto de su vida alternará la residencia en Estados Unidos con estadías más breves en Europa.
Entre los avatares vitales y literarios de Anais, hay uno muy difundido que se inició a finales de 1940 en Nueva York. Ya había publicado Invierno de artificio, pero el reconocimiento no llegaba; en un momento en que sus propios medios económicos no le alcanzaban para apoyar a todos los jóvenes escritores que requerían su protección, quiso la casualidad que apareciera un coleccionista de libros solicitándole a Henry Miller que escribiera para él unas decenas de cuentos eróticos. Miller empezó a hacerlo por diversión, pero luego, todos los amigos necesitados se reunían y contaban historias amorosas verdaderas o falsas, para elaborar con ellas el material necesario.
Comienza a psicoanalizarse con una mujer, la doctora Martha Jaeger, y ésta le hace ver el agotamiento al que la ha llevado su exagerada entrega a las necesidades de los demás, que la persiguen con exigencias cada vez más locas y disparatadas. Anai’s nunca dejará de ser solidaria; pero para un poco la máquina, deja de correr todo el día y se dedica sin culpa a escribir, escuchar música y disfrutar de la vida.
Luego, se editan: Escaleras hacia el fuego (1946), La casa del incesto (1949), Una espía en la casa del amor(1954), Ciudades interiores (1959), Seducción del Minotauro (1961) y Collages (1964). En 1966 publica su primer diario, El diario deAnais Nin, que no tiene pensado continuar. Pero la repercusión es importante y decide editar seis libros más —igualmente, sólo una parte le las quince mil páginas originales, expurgada además de todo lo que pudiese herir y dejar en mal lugar a Hugh—. Así, las relaciones con Henry, con June, con el peruano Gonzalo More —otro de sus amores—, con tantos amigos, muestran gran riqueza humana e intelectual.
Los manuscritos originales de sus diarios, que constan de 35.000 páginas, se encuentran actualmente en el Departamento de Colecciones Especiales de la UCLA (Universidad de California en Los Ángeles).
Anais nunca cesó de escribir, ni de frecuentar y estimular a los jóvenes escritores. Sus últimos años, en los que publica La novela del futuro (1972), Pájaros de fuego y Delta de Venus (1977), los vivió junto a Rupert Pole, un actor más joven que ella que fue su compañero y albacea literario. Pero la amistad y el respeto hacia Hugh Guiler, el hombre que la dejó crecer y creció con ella —llegando a dirigir cine y a ilustrar varios relatos de su esposa— nunca se perdieron. Cuando Anáis enferma de cáncer y siente la muerte cercana, imparte instrucciones precisas a Rupert de no publicar el contenido completo de los diarios mientras Hugh viva. Anais parte de este mundo en 1977, en Los Ángeles, y Hugh lo hará ocho años después.

miércoles, 19 de febrero de 2020

HORACIO QUIROGA
La gallina degollada
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La gallina degollada
 Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con la boca abierta.
El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.
Otra veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.
Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.
—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
—A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.
—¡Sí!... ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que...?
—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar detenidamente.
Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente el segundo hijo amanecía idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.
Mas por encima de su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo, abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más.
Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.
—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos—que podrías tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.
Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
—De nuestros hijos, ¿me parece?
—Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.
Esta vez Mazzini se expresó claramente:
—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?
—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!... ¡No faltaba más!... —murmuró.
—¿Qué no faltaba más?
—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.
Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.
—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.
—Como quieras; pero si quieres decir...
—¡Berta!
—¡Como quieras!
Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.
Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complaciencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza.
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.
—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces...?
—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!
—Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti... ¡tisiquilla!
—¡Qué! ¿Qué dijiste?...
—¡Nada!
—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!
—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto infames fueran los agravios.
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.
A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.
El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar la frescura de la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación... Rojo... rojo...
—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.
—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.
Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.
De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero aun no alcanzaba. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.
—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
—Me parece que te llama—le dijo a Berta.
Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.
—¡Bertita!
Nadie respondió.
—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento.
—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:
—¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.
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La gallina degollada
19 DE FEBRERO DE 1937 SE SUICIDA
HORACIO QUIROGA
(Salto, 1878 - Buenos Aires, 1937) Narrador uruguayo radicado en Argentina, considerado uno de los mayores cuentistas latinoamericanos de todos los tiempos, cuya obra se sitúa entre la declinación del modernismo y la emergencia de las vanguardias. Las tragedias marcaron la vida del escritor: su padre murió en un accidente de caza, y su padrastro y posteriormente su primera esposa se suicidaron; además, Quiroga mató accidentalmente de un disparo a su amigo Federico Ferrando.


Estudió en Montevideo y pronto comenzó a interesarse por la literatura. Inspirado en su primera novia escribió Una estación de amor (1898) y fundó en su ciudad natal la Revista de Salto (1899). Marchó luego a Europa, donde conoció a Rubén Darío, y resumió sus recuerdos de esta experiencia en Diario de viaje a París (1900). A su regreso fundó el Consistorio del Gay Saber, cenáculo modernista que pese a su corta existencia presidió la vida literaria de Montevideo y las polémicas con el grupo de Julio Herrera y Reissig.
Ya instalado en Buenos Aires publicó Los arrecifes de coral (1901) poemas, cuentos y prosas líricas de gusto modernista, seguidos de los relatos de El crimen del otro (1904), la novela breve Los perseguidos (1905), producto de un viaje con Leopoldo Lugones por la selva misionera hasta la frontera con Brasil, y la más extensa Historia de un amor turbio (1908). En 1909 se radicó precisamente en la provincia de Misiones, donde se desempeñó como juez de paz en San Ignacio, localidad famosa por sus ruinas de las misiones jesuíticas, a la par que cultivaba yerba mate y naranjas.
Nuevamente en Buenos Aires, trabajó en el consulado de Uruguay y dio a la prensa las colecciones de relatos breves Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917), Cuentos de la selva (1918) y El salvaje (1920), y la obra teatral Las sacrificadas (1920). Le siguieron nuevas recopilaciones de cuentos, como Anaconda (1921), El desierto (1924), La gallina degollada y otros cuentos (1925) y el que es quizá su mejor libro de relatos, Los desterrados (1926). Colaboró en diferentes periódicos y revistas: Caras y Caretas, Fray Mocho, La Novela Semanal y La Nación, entre otros.
En 1927 contrajo segundas nupcias con una joven amiga de su hija Eglé, con quien tuvo una niña. Dos años después publicó la novela Pasado amor, sin mucho éxito. Sintiendo el rechazo de las nuevas generaciones literarias, regresó a Misiones para dedicarse a la floricultura. En 1935 publicó su último libro de cuentos, Más allá. Hospitalizado en Buenos Aires, se le descubrió un cáncer gástrico, enfermedad que parece haber sido la causa que lo impulsó al suicidio, ya que puso fin a sus días ingiriendo cianuro.
  Los cuentos de Horacio Quiroga

Quiroga sintetizó las técnicas de su oficio en el Decálogo del perfecto cuentista (publicado en 1928 en la revista Babel), estableciendo pautas relativas a la estructura, la tensión narrativa, la consumación de la historia y el impacto del final; en este texto manifestó sus ideas sobre el cuento como unidad emocional y apuntó sus modelos preferidos: Edgar Allan Poe, Rudyard Kipling, Guy de Maupassant y Antón Chéjov, autores que habían de dejar huella en algunos de sus relatos, en los que también puede rastrearse la influencia de Joseph Conrad, Jack London o Fiódor Dostoievski.
Sus primeros intentos fueron meras imitaciones de Poe, con quien compartía una especial preferencia por la violencia y la locura; así, algunos de sus primeros cuentos, como La gallina degollada o El perseguidor, pueden calificarse dentro de los denominados relatos sangrientos. La mayoría de sus narraciones aparecieron publicadas en periódicos y revistas y se recogieron posteriormente en forma de libro en las recopilaciones Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917), Cuentos de la selva (1918), Anaconda (1921) y El desierto (1924). Sus relatos más característicos dramatizan la pugna entre la razón y la voluntad humanas por una parte, y el azar o la naturaleza por otra; su fuerza se fundamenta, más que en un minucioso y detallado análisis psicológico, en el estudio de la conducta humana en condiciones extremas. En la última parte de su producción, sin embargo, sus cuentos experimentaron un giro considerable; en Los desterrados (1926), por ejemplo, las narraciones aparecen menos estructuradas y generalmente más próximas a los estudios de caracteres.
Horacio Quiroga destiló una notoria precisión de estilo que le permitió narrar magistralmente la violencia y el horror que se esconden detrás de la aparente apacibilidad de la naturaleza. Muchos de sus relatos tienen por escenario la selva de Misiones, en el norte argentino, lugar donde Quiroga residió largos años y del que extrajo situaciones y personajes para sus narraciones. Sus personajes suelen ser víctimas propiciatorias de la hostilidad de la naturaleza y la desmesura de un mundo bárbaro e irracional, que se manifiesta en inundaciones, lluvias torrenciales y la presencia de animales feroces.
Quiroga manejó con destreza las leyes internas de la narración y se abocó con ahínco a la búsqueda de un lenguaje que lograra transmitir con veracidad aquello que deseaba narrar; ello lo alejó paulatinamente de los presupuestos de la escuela modernista, a la que había adherido en un principio. Fuera de sus cuentos ambientados en el espacio selvático de Misiones, abordó los relatos de temática parapsicológica o paranormal, al estilo de lo que hoy conocemos como literatura de anticipación. Sus publicaciones póstumas incluyen Cartas inéditas de Horacio Quiroga (1959, dos tomos) y Obras inéditas y desconocidas (ocho volúmenes, 1967-1969).
En el desarrollo de la literatura hispanoamericana, cabe situar la cuentística de Quiroga en una nueva línea surgida del ambiente intelectual del posmodernismo y del magisterio de autores como Edgar Allan Poe, que había tenido su primer anuncio en algunos relatos de Leopoldo Lugones. La naturaleza americana empezó a ser enfocada por entonces en sus características más alucinantes, en las extrañas mutaciones que anulan cualquier plan preconcebido a quienes se sumergen en ella; así se refleja incluso en novelas de signo realista como La vorágine (1924), de José Eustasio Rivera. Por otra parte, el singular acercamiento de Quiroga a lo extraño y lo inquietante (apreciable también en contemporáneos como el argentino Macedonio Fernández o el peruano Clemente Palma, hijo de Ricardo Palma) preludió el altísimo nivel que alcanzaría el cuento fantástico durante el «Boom» de los años 60, con maestros como Jorge Luis Borges y Julio Cortázar.

viernes, 31 de enero de 2020

JUAN RULFO
EL LLANO EN LLAMAS
NOS HAN DADO LA TIERRA
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EL LLANO EN LLAMAS



NOS HAN DADO LA TIERRA
Después de tantas horas de caminar sin encontrar ni una sombra de árbol, ni una semilla de árbol, ni una raíz de nada, se oye el ladrar de los perros.Uno ha creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada habría después; que no se podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura rajada de grietas y de arroyos secos. Pero sí, hay algo. Hay un pueblo. Se oye que ladran los perros y se siente en el aire el olor del humo, y se saborea ese olor de la gente como si fuera una esperanza.Pero el pueblo está todavía muy allá. Es el viento el que lo acerca.Hemos venido caminando desde el amanecer. Ahorita son algo así como las cuatro de la tarde. Alguien se asoma al cielo, estira los ojos hacia donde está colgado el sol y dice:-Son como las cuatro de la tarde.Ese alguien es Melitón. Junto con él, vamos Faustino, Esteban y yo. Somos cuatro. Yo los cuento: dos adelante, otros dos atrás. Miro más atrás y no veo a nadie. Entonces me digo: "Somos cuatro." Hace rato, como a eso de las once, éramos veintitantos, pero puñito a puñito se han ido desperdigando hasta quedar nada más que este nudo que somos nosotros.Faustino dice:-Puede que llueva.Todos levantamos la cara y miramos una nube negra y pesada que pasa por encima de nuestras cabezas. Y pensamos: "Puede que sí."No decimos lo que pensamos. Hace ya tiempo que se nos acabaron las ganas de hablar. Se nos acabaron con el calor. Uno platicaría muy a gusto en otra parte, pero aquí cuesta trabajo. Uno platica aquí y las palabras se calientan en la boca con el calor de afuera, y se le resecan a uno en la lengua hasta que acaban con el resuello. Aquí así son las cosas. Por eso a nadie le da por platicar.Cae una gota de agua, grande, gorda, haciendo un agujero en la tierra y dejando una plasta como la de un salivazo. Cae sola. Nosotros esperamos a que sigan cayendo más y las buscamos con los ojos. Pero no hay ninguna más. No llueve. Ahora si se mira el cielo se ve a la nube aguacera corriéndose muy lejos, a toda prisa. El viento que viene del pueblo se le arrima empujándola contra las sombras azules de los cerros. Y a la gota caída por equivocación se la come la tierra y la desaparece en su sed.¿Quién diablos haría este llano tan grande? ¿Para qué sirve, eh?Hemos vuelto a caminar. Nos habíamos detenido para ver llover. No llovió. Ahora volvemos a caminar. Y a mí se me ocurre que hemos caminado más de lo que llevamos andado. Se me ocurre eso. De haber llovido quizá se me ocurrieran otras cosas. Con todo, yo sé que desde que yo era muchacho, no vi llover nunca sobre el llano, lo que se llama llover.No, el Llano no es cosa que sirva. No hay ni conejos ni pájaros. No hay nada. A no ser unos cuantos huizaches trespeleques y una que otra manchita de zacate con las hojas enroscadas; a no ser eso, no hay nada.Y por aquí vamos nosotros. Los cuatro a pie. Antes andábamos a caballo y traíamos terciada una carabina. Ahora no traemos ni siquiera la carabina.Yo siempre he pensado que en eso de quitarnos la carabina hicieron bien. Por acá resulta peligroso andar armado. Lo matan a uno sin avisarle, viéndolo a toda hora con "la 30" amarrada a las correas. Pero los caballos son otro asunto. De venir a caballo ya hubiéramos probado el agua verde del río, y paseado nuestros estómagos por las calles del pueblo para que se les bajara la comida. Ya lo hubiéramos hecho de tener todos aquellos caballos que teníamos. Pero también nos quitaron los caballos junto con la carabina. Vuelvo hacia todos lados y miro el Llano. Tanta y tamaña tierra para nada. Se le resbalan a uno los ojos al no encontrar cosa que los detenga. Sólo unas cuantas lagartijas salen a asomar la cabeza por encima de sus agujeros, y luego que sienten la tatema del sol corren a esconderse en la sombrita de una piedra. Pero nosotros,cuando tengamos que trabajar aquí, ¿qué haremos para enfriarnos del sol, eh? Porque a nosotros nos dieron esta costra de tapetate para que la sembráramos.Nos dijeron:-Del pueblo para acá es de ustedes.Nosotros preguntamos:-¿El Llano?-Sí, el Llano. Todo el Llano Grande.Nosotros paramos la jeta para decir que el Llano no lo queríamos. Que queríamos lo que estaba junto al río. Del río para allá, por las vegas, donde están esos árboles llamados casuarinas y las paraneras y la tierra buena. No este duro pellejo de vaca que se llama Llano.Pero no nos dejaron decir nuestras cosas. El delegado no venía a conversar con nosotros. Nos puso los papeles en la mano y nos dijo:-No se vayan a asustar por tener tanto terreno para ustedes solos.-Es que el Llano, señor delegado...-Son miles y miles de yuntas.-Pero no hay agua. Ni siquiera para hacer un buche hay agua.¿Y el temporal? Nadie les dijo que se les iba a dotar con tierras de riego. En cuanto allí llueva, se levantará el maíz como si lo estiraran.-Pero, señor delegado, la tierra está deslavada, dura. No creemos que el arado se entierre en esa como cantera que es la tierra del Llano. Habría que hacer agujeros con el azadón para sembrar la semilla y ni aun así es positivo que nazca nada; ni maíz ni nada nacerá.-Eso manifiéstenlo por escrito. Y ahora váyanse. Es al latifundio al que tienen que atacar, no al Gobierno que les da la tierra.-Espérenos usted, señor delegado. Nosotros no hemos dicho nada contra el Centro. Todo es contra el Llano... No se puede contra lo que no se puede. Eso es lo que hemos dicho... Espérenos usted para explicarle. Mire, vamos a comenzar por donde íbamos...Pero él no nos quiso oír.Así nos han dado esta tierra. Y en este comal acalorado quieren que sembremos semillas de algo, para ver si algo retoña y se levanta. Pero nada se levantará de aquí. Ni zopilotes. Uno los ve allá cada y cuando, muy arriba, volando a la carrera; tratando de salir lo más pronto dposible de este blanco terregal endurecido, donde nada se mueve y por donde uno camina como reculando.Melitón dice:-Esta es la tierra que nos han dado.Faustino dice:-¿Qué?Yo no digo nada. Yo pienso: "Melitón no tiene la cabeza en su lugar. Ha de ser el calor el que lo hace hablar así. El calor, que le ha traspasado el sombrero y le ha calentado la cabeza. Y si no, ¿por qué dice lo que dice? ¿Cuál tierra nos han dado, Melitón? Aquí no hay ni la tantita que necesitaría el viento para jugar a los remolinos."Melitón vuelve a decir:-Servirá de algo. Servirá aunque sea para correr yeguas .-¿Cuáles yeguas? -le pregunta Esteban.Yo no me había fijado bien a bien en Esteban. Ahora que habla, me fijo en él.Lleva puesto un gabán que le llega al ombligo, y debajo del gabán saca la cabeza algo así como una gallina.Sí, es una gallina colorada la que lleva Esteban debajo del gabán. Se le ven los ojos dormidos y el pico abierto como si bostezara. Yo le pregunto:-Oye, Teban, ¿de dónde pepenaste esa gallina?-Es la mía- dice él.-No la traías antes. ¿Dónde la mercaste, eh?-No la merque, es la gallina de mi corral.-Entonces te la trajiste de bastimento, ¿no?-No, la traigo para cuidarla. Mi casa se quedó sola y sin nadie para que le diera de comer; por eso me la traje. Siempre que salgo lejos cargo con ella.-Allí escondida se te va a ahogar. Mejor sácala al aire.Él se la acomoda debajo del brazo y le sopla el aire caliente de su boca. Luego dice:-Estamos llegando al derrumbadero.Yo ya no oigo lo que sigue diciendo Esteban. Nos hemos puesto en fila para bajar la barranca y él va mero adelante. Se ve que ha agarrado a la gallina por las patas y la zangolotea a cada rato, para no, golpearle la cabeza contra las piedras.Conforme bajamos, la tierra se hace buena. Sube polvo desde nosotros como si fuera un atajo de mulas lo que bajará por allí; pero nos gusta llenarnos de polvo. Nos gusta. Después de venir durante once horas pisando la dureza del Llano, nos sentimos muy a gusto envueltos en aquella cosa que brinca sobre nosotros y sabe a tierra.Por encima del río, sobre las copas verdes de las casuarinas, vuelan parvadas de chachalacas verdes. Eso también es lo que nos gusta.Ahora los ladridos de los perros se oyen aquí, junto a nosotros, y es que el viento que viene del pueblo retacha en la barranca y la llena de todos sus ruidos.Esteban ha vuelto a abrazar su gallina cuando nos acercamos a las primeras casas. Le desata las patas para desentumecerla, y luego él y su gallina desaparecen detrás de unos tepemezquites.-¡Por aquí arriendo yo! -nos dice Esteban.Nosotros seguimos adelante, más adentro del pueblo.La tierra que nos han dado está allá arriba.

viernes, 24 de enero de 2020

ABELARDO CASTILLO
EL MARICA
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Escuchame, César: yo no sé por dónde andarás ahora, pero cómo me gustaría que leyeras esto. Sí. Porque hay cosas, palabras, que uno lleva mordidas adentro, y las lleva toda la vida. Pero una noche siente que debe escribirlas, decírselas a alguien porque si no las dice van a seguir ahí, doliendo, clavadas para siempre en la vergüenza. Y entonces yo siento que tengo que decírtelo. Escuchame.
Vos eras raro. Uno de esos pibes que no pueden orinar si hay otro en el baño. En la laguna, me acuerdo, nunca te desnudabas delante de nosotros. A ellos les daba risa, y a mí también, claro; pero yo decía que te dejaran, que cada uno es como es. Y vos eras raro. Cuando entraste a primer año, venías de un colegio de curas; San Pedro debió de parecerte, no sé, algo así como Brobdignac. No te gustaba trepar a los árboles, ni romper faroles a cascotazos, ni correr carreras hacia abajo entre los matorrales de la barranca. Ya no recuerdo cómo fue. Cuando uno es chico, encuentra cualquier motivo para querer a la gente. Solo recuerdo que de pronto éramos amigos y que siempre andábamos juntos. Una mañana hasta me llevaste a misa. Al pasar frente al café, el colorado Martínez dijo con voz de flauta: “Adiós, los novios”. A vos se te puso la cara como fuego. Y yo me di vuelta, puteándolo, y le pegué tan tremendo sopapo, de revés, en los dientes, que me lastimé la mano. Después, vos me la querías vendar. Me mirabas.
–Te lastimaste por mí, Abelardo.
Cuando hablaste sentí frío en la espalda: yo tenía mi mano entre las tuyas y tus manos eran blancas, delgadas. No sé. Demasiado blancas, demasiado delgadas.
–Soltame –dije.
A lo mejor no eran tus manos, a lo mejor era todo: tus manos y tus gestos y tu manera de moverte, de hablar. Yo ahora pienso que antes también lo entendía, y alguna vez lo dije: dije que todo eso no significaba nada, que son cuestiones de educación, de andar siempre entre mujeres, entre curas. Pero ellos se reían y uno también, César, acaba riéndose. Acaba por reírse de macho que es.
Y pasa el tiempo y una noche cualquiera es necesario recordar, decirlo todo.
Fuimos inseparables. Hasta el día en que pasó aquello yo te quise de verdad. Oscura e inexplicablemente como quieren los que todavía están limpios. Me gustaba ayudarte. A la salida del colegio íbamos a tu casa y yo te enseñaba las cosas que no comprendías. Hablábamos. Entonces era fácil contarte, escuchar todo lo que a los otros se les calla. A veces me mirabas con una especie de perplejidad, con una mirada rara; la misma mirada, acaso, con la que yo no me atrevía a mirarte. Una tarde me dijiste:
–Sabés, te admiro.
No pude aguantar tus ojos; mirabas de frente, como los chicos y decías las cosas del mismo modo. Eso era.
–Es un marica.
–Déjense de macanas. Qué va a ser marica.
–Por algo lo cuidás tanto…
Y se reían. Y entonces daban ganas de decir que todos nosotros, juntos, no valíamos la mitad de lo que valía él, de lo que valías, pero en aquel tiempo la palabra era difícil, y la risa fácil. Y uno también acepta –uno también elige–, acaba por enroñarse, quiere la brutalidad de esa noche, cuando vino el negro y dijo me pasaron un dato. Me pasaron un dato, dijo, que por las quintas hay una gorda que cobra cinco pesos, vamos y de paso lo hacemos debutar al machón, al César. Y yo dije macanudo.
–César, esta noche vamos a dar una vuelta con los muchachos. Quiero que vengas.
–¿Con los muchachos?…
–Sí. Qué tiene.
–Y bueno, vamos.
Porque no solo dije macanudo, sino que te llevé engañado. Y fuimos. Y vos te diste cuenta de todo cuando llegamos al rancho. La luna enorme, me acuerdo: alta entre los árboles.
–Abelardo, vos lo sabías.
–Callate y entrá.
–¡Lo sabías!
–Entrá, te digo.
El marido de la gorda, grandote como la puerta, nos miraba socarronamente. Dijo que eran cinco pesos. Cinco pesos por cabeza, pibes: siete por cinco treinta y cinco. Verle la cara a Dios, había dicho el negro. De la pieza salió un chico, tendría cuatro o cinco años. Moqueando, se pasaba el revés de la mano por la boca. Nunca me voy a olvidar de aquel gesto. Sus piecitos desnudos eran del mismo color que el piso de tierra.
El negro hizo punta. Yo sentía una cosa, una pelota en el estómago. No me atrevía a mirarte. Los demás hacían chistes brutales. Desacostumbradamente brutales, en voz de secreto. Estaban, todos estábamos asustados como locos. A Roberto le tembló el fósforo cuando me dio fuego.
–Debe estar sucia.
Después, el negro salió de la pieza y venía sonriendo. Triunfador. Abrochándose.
Nos guiñó un ojo.
–Pasa vos, Cacho.
–No, yo no. Yo, después.
Entró el colorado, después Roberto. Y cuando salían, salían distintos. Salían no sé, salían hombres. Sí, esa era la impresión que yo tenía.
Después entré yo. Y cuando salí, vos no estabas.
–¿Dónde está César?
No recuerdo si grité, pero quise gritar. Alguien me había contestado: disparó. Y el ademán –un ademán que pudo ser idéntico al del negro– se me heló en la punta de los dedos, en la cara, me lo borró el viento del patio, porque de pronto yo estaba fuera del rancho.
–Vos también te asustaste, pibe.
Tomando mate contra un árbol vi al marido de la gorda; el chico jugaba entre sus piernas.
–Qué me voy a asustar. Busco al otro, al que se fue.
–Agarró pa ayá –con la misma mano que sostenía la pava, señaló el sitio. Y el chico sonreía. El chico también dijo pa ayá.
Te alcancé frente al Matadero Viejo; quedaste arrinconado contra un cerco. Me mirabas. Siempre me mirabas.
–Lo sabías.
–Volvé.
–No puedo, Abelardo, te juro que no puedo.
–Volvé, ¡animal!
–Por Dios que no puedo.
–Volvé o te llevo a patadas en el culo.
La luna grande, no me olvido, blanquísima luna de verano entre los árboles y tu cara de tristeza o de vergüenza, tu cara de pedirme perdón, a mí, tu hermosa cara iluminada, desfigurándose de pronto. Me ardía la mano. Pero había que golpear, lastimar, ensuciarte para olvidarme de aquella cosa, como una arcada, que me estaba atragantando.
–Bruto –dijiste–. Bruto de porquería. Te odio. Sos igual, sos peor que los otros.
Te llevaste la mano a la boca, igual que el chico cuando salía de la pieza. No te defendiste.
Cuando te ibas, todavía alcancé a decir:
–Maricón. Maricón de mierda.
Y después lo grité.
Escuchame, César. Es necesario que leas esto. Porque hay cosas que uno lleva mordidas, trampeadas en la vergüenza toda la vida, hay cosas por las que uno, a solas, se escupe la cara en el espejo. Pero de golpe, un día, necesita decirlas, confesárselas a alguien. Escuchame.
Aquella noche, al salir de la pieza de la gorda, yo le pedí, por favor, que no se lo vaya a contar a los otros.
Porque aquella noche yo no pude. Yo tampoco pude.

lunes, 20 de enero de 2020

20 DE ENERO DE 1925 NACE
ERNESTO CARDENAL
 
(Granada, Nicaragua, 1925) Poeta nicaragüense. Poeta revolucionario y sacerdote católico, se dio a conocer con la obra El corno emplumado. Comprometido políticamente con los conflictos sociales de su país, desde 1954 participó en las luchas contra el dictador Somoza, y posteriormente fue ordenado sacerdote, tras lo cual residió durante un tiempo en un monasterio de Estados Unidos. Esta reclusión religiosa supuso para el poeta un oasis de serenidad frente a la deslumbrante ciudad moderna. De regreso en Nicaragua fundó una comunidad en la isla de Solentiname. Su poesía, reflejo de su radicalismo personal, denunció el sufrimiento y la explotación de las llamadas repúblicas bananeras, temática que centra su Canto nacional. También se aproximó a las ideas de la teología de la liberación, las cuales se dejan entrever en sus poemarios Salmos, de 1964, y Oración por Marilyn Monroe y otros poemas, de 1965.
Ernesto Cardenal ingresó en 1935 en el Colegio Centro América de los Jesuitas en Granada, donde estudió el bachillerato. Cursó luego filosofía y letras en la Universidad Nacional Autónoma de México, graduándose en 1947. Entre 1948 y 1949 hizo el posgrado en la Universidad de Columbia, Nueva York. Discípulo de J. Coronel Urtecho, integró la llamada "Generación del 40" junto con los poetas E. Mejía Sánchez y C. Martínez Rivas. Viajó por Europa y en 1950 regresó a Nicaragua. Empezó a escribir sus poemas históricos y a traducir con Coronel Urtecho poesía norteamericana, hasta formar una voluminosa antología.
En 1952 fundó una editorial exclusiva del género, El hilo azul, y en 1954 participó en un movimiento armado que intentó asaltar el Palacio Presidencial, que fue conocido como la Rebelión de Abril. En 1956 escribió su extenso poema político "Hora cero". Pero ese año cambió el rumbo de su vida: resolvió profesar e ingresó al Monasterio de Nuestra Señora de Gethsemani, en Kentucky, Estados Unidos, donde Thomas Merton fue su maestro y mentor espiritual. Continuó sus estudios religiosos en México y en Colombia.
Ordenado sacerdote en Managua en 1965, viajó a Estados Unidos para planear la creación de una pequeña comuna contemplativa en Nicaragua, que fundó al año siguiente en el archipiélago de Solentiname. En 1970 visitó Cuba, relatando su experiencia de la revolución en el libro En Cuba. También conoció los procesos del Perú y Chile. En octubre de 1977, cuando se inició la primera ofensiva insurreccional, participaron en ella como guerrilleros un grupo de jóvenes de Solentiname, que asaltaron el cuartel San Carlos, por lo que la Guardia somocista destruyó su comunidad y Cardenal fue condenado en ausencia a muchos años de prisión. En 1979, con el triunfo de la Revolución Sandinista, fue nombrado ministro de Cultura, cargo que desempeñó hasta 1988.
La obra de Ernesto Cardenal es coloquialista y a la vez profundamente lírica. Su poesía, una de las más sólidas y reconocibles de América Latina, se sustenta en el legado del modernismo norteamericano (sobre todo Pound y Williams), pero con otras influencias como la cultura popular o las tradiciones religiosas y científicas, a través de un verso claro pero de gran impacto.
Perteneciente a un brillante grupo de poetas entre los que destacan Coronel Urtecho, P. A. Cuadra y Joaquín Pasos, ya en sus primeros libros, La ciudad deshabitada (1946) y El conquistador (1947), muestra su inclinación hacía una poesía narrativa y épica. Fue decisiva, para su futura poesía, su lectura de Ezra Pound. En verso libre, con una ironía y un sentido mágico de lo cotidiano, su mejor poesía capta la intensidad alucinante de la vida moderna y se inspira en motivos de su compromiso cívico y en sus experiencias religiosas: Hora cero (1960), Epigramas (1961), Gethsemani Ky (1960) Salmos (1964), Oración por Marilyn Monroe y otros poemas (1965), El estrecho dudoso (1966) y Homenaje a los indios americanos (1969).
A partir de los años setenta su poesía se radicaliza y se vuelve primordialmente instrumento de la acción política: Canto nacional (1972), Oráculo sobre Managua (1973), Tocar el cielo (1981) y Vuelos de victoria (1984). Entre sus últimos libros de poesía se encuentran Cántico cósmico (1989), Los ovnis de oro (1992), Telescopio en la noche oscura (1993), Antología nueva (1996) y Vida en el amor (1997). Como ensayista son destacables el volumen dedicado a La poesía nicaragüense de Pablo Antonio Cuadra (1973) y Cristianismo y revolución (1974). En 1998 se publicó el primer volumen de su autobiografía.

ROBERTO ARLT AGUAFUERTES PORTEÑAS YO NO TENGO LA CULPA

     ROBERTO ARLT        AGUAFUERTES PORTEÑAS     YO NO TENGO LA CULPA   Yo siempre que me ocupo de cartas de lectores, suelo admitir que se...