martes, 23 de junio de 2020

23 DE JUNIO DE 1889 NACE:ANNA AJMÁTOVA

23 DE JUNIO DE 1889
NACE:
ANNA AJMÁTOVA


(Anna Andréievna Gorenko; Bolshoj, 1889 - Komarovo, 1966) Poetisa rusa. Pasó su infancia y adolescencia entre Tsarkoe Selo y Kiev. Al divorciarse sus padres en 1905, Ajmátova partió con su madre a Crimea, de donde partirá, a su vez, para Kiev, al objeto de terminar sus estudios secundarios y estudiar Derecho. En San Petersburgo, por último, seguirá los cursos de altos estudios de Literatura e Historia.
Fundó, junto a los poetas N. Gumiliov (con quien se casó en 1910) y Serguéi Gorodetsky, el movimiento poético ruso conocido como "acmeísmo", que constituyó una reacción contra la vaguedad y el misticismo decadente del simbolismo, en favor de las imágenes concretas y la realidad inmediata. De métrica conservadora, su concepción de la rima es enteramente clásica, herencia directa de A. Pushkin, su gran maestro. La poesía de Ajmátova es un perpetuo diálogo con la vasta tradición poética en la que se inscribe Horacio, Dante, W. Shakespeare y el propio A. Pushkin y con sus contemporáneos O. Mandelshtam y T. S. Eliot.
Sus dotes se revelaron muy pronto y sus tempranos versos se imprimieron en 1907. Su primer libro, Anochecer (1912), tiene como tema central el amor, con versos breves, sencillos e intimistas, intentando constantemente el diálogo entre el lector y la autora. Su estilo se perfeccionó muy pronto y apenas cambió en el transcurso de su vida.
Tras la revolución comunista de 1917, en su obra aparecieron motivos cívicos, patrióticos y religiosos, sin que ello incidiera en la intensidad y originalidad de su voz. De este período destacan sus poemarios Belaia staia (1917) y Podorozhnik (1921), por los que fue criticada y catalogada de burguesa y aristocrática. Tras la publicación de Anno Domini MCMXXI (1921), dejaron de aparecer originales suyos, hasta la edición de Iz shesti knig (1940), una compilación de su obra anterior.
Durante la guerra comenzó su largo y reconocido Poema bez geroia (1940-1962), obra de extraordinaria complejidad que constituye una suerte de suma lírica de toda la filosofía y la poética de Ajmátova, que no apareció hasta 1966. Su emotivo ciclo en memoria de las víctimas de Stalin, entre las que estuvo su hijo Lev, Requiem (1935-1940), está considerado una obra maestra y un monumento poético al sufrimiento del pueblo soviético bajo la dictadura estalinista.
Después del "deshielo" en el ámbito de la cultura, que se produjo tras la muerte de Stalin, Ajmátova fue parcialmente rehabilitada. En 1958 apareció un nuevo volumen con su poesía y algunas traducciones de poemas de G. Leopardi y R. Tagore. Dentro de su variada y vasta obra también destacan los poemarios Chetki (1912) y Beg vremeni (1965). Escribió numerosos ensayos sobre Pushkin, recogidos en el volumen O Pushkine: statí i zametki (1977). Publicó unas memorias donde relata sus estrechas relaciones con A. Blok, Amedeo Modigliani y Mandelshtam.
Sufrió la censura en razón de su "misticismo, erotismo e indiferencia política", y en 1946 fue expulsada de la Unión de Escritores Soviéticos. En vida fue objeto de constantes ataques y sólo unos años antes de su muerte recibió la aprobación y el elogio de sus contemporáneos en su país y en el extranjero. Su funeral, celebrado en la catedral de San Nicolás, en San Petersburgo, fue multitudinario.
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domingo, 21 de junio de 2020

JEAN PAUL SARTRE LA NÁUSEA (FRAG.)

JEAN PAUL SARTRE
LA NÁUSEA (FRAG.)
Jean Paul Sartre y "La náusea": El ser y la nada - Reseña y Resumen

DIARIO
Lunes 29 de enero de 1932.
Algo me ha sucedido, no puedo seguir dudándolo.Vino como una enfermedad, no como una certeza ordinaria, o una evidencia. Se instaló solapadamente poco a poco; yo me sentí algo raro, algo molesto, nada más. Una vez en su sitio, aquello no se movió, permaneció tranquilo, y pude persuadirme de que no tenía nada, de que era una falsa alarma. Y ahora crece.No creo que el oficio de historiador predisponga al análisis psicológico. En nuestro trabajo sólo tenemos que habérnoslas con sentimientos a los cuales se aplican nombres genéricos, como Ambición, Interés.Sin embargo, si tuviera una sombra de conocimiento de mí mismo, ahora debería utilizarlo.Por ejemplo, en mis manos hay algo nuevo, cierta manera de tomar la pipa o el tenedor. O es el tenedor el que ahora tiene cierta manera de hacerse tomar; no sé. Hace un instante, cuando iba a entrar en mi cuarto,me detuve en seco al sentir en la mano un objeto frío que retenía mi atención con una especie de personalidad. Abrí la mano, miré: era simplemente el picaporte. Esta mañana en la biblioteca, cuando el  Autodidacto vino a darme los buenos días, tardé diez segundos en reconocerlo. Veía un rostro desconocido,apenas un rostro. Y además su mano era como un grueso gusano blanco en la mía. La solté en seguida y el brazo cayó blandamente.También en la calle hay una cantidad de ruidos turbios que se arrastran.Por lo tanto se ha producido un cambio durante estas últimas semanas. ¿Pero dónde? Es un cambio abstracto que no se apoya en nada. ¿Soy yo quien ha cambiado? Si no soy yo, entonces es este cuarto, esta ciudad, esta naturaleza; hay que elegir.Creo que soy yo quien ha cambiado; es la solución más simple. También la más desagradable.Pero debo reconocer que estoy sujeto a estas súbitas transformaciones. Lo que pasa es que rara vez pienso;entonces sin darme cuenta, se acumula en mí una multitud de pequeñas metamorfosis, y un buen día se produce una verdadera revolución. Es lo que ha dado a mi vida este aspecto desconcertante, incoherente.Cuando salí de Francia, por ejemplo, muchos dijeron que había partido por capricho. Y cuando regresé bruscamente después de seis años de viaje, todavía se hubiera podido hablar muy bien de capricho. Aún me veo en la oficina de aquel funcionario francés que renunció el año pasado a consecuencia del asunto Pétrou. Marcel se dirigía a Bengala con una misión arqueológica. Yo siempre había deseado ir a Bengala y Marcel me apremiaba para que me uniera a él. Ahora me pregunto por qué. Pienso que no estaba seguro del Portal y contaba conmigo para no perderlo de vista.Yo no
tenía ningún motivo para negarme. Y aunque en aquella época hubiese presentido la pequeña tramoya contra Portal, era una razón más para aceptar con entusiasmo. Bueno, pues estaba paralizado y no podía decir una palabra. Miraba fijo una pequeña estatuita kmer, sobre una carpeta verde, al lado de un aparato telefónico. Me sentía lleno de linfa o leche tibia.
Mercier me decía, con cierta irritación velada por una paciencia angélica:
—Claro, yo necesito estar seguro oficialmente.Sé que acabará usted por decir que sí; sería preferible aceptar en seguida.Marcel tiene una barba de un negro rojizo, muy perfumada. A cada movimiento de su cabeza, yo respiraba una bocanada de perfume. Y de pronto me desperté de un sueño de seis años. La estatua me pareció desagradable y estúpida,y sentí que me aburría profundamente. No lograba comprender por qué estaba yo en Indochina. ¿Qué hacía allí? ¿Por qué hablaba con esa gente? ¿Por qué iba vestido de una manera tan rara? Mi pasión estaba muerta.
Me había arrebatado y arrastrado: en la actualidad me sentía vacío. Pero esto no era lo peor;delante de mí, plantada con una especie de indolencia,había una idea voluminosa e insípida. No sé muy bien qué era, pero no podía mirarla, tanto me repugnaba.Todo esto se confundía para mí con el perfume de la barba de Mercier. Me sacudí, exasperado y colérico contra él; respondí secamente:
—Se lo agradezco, pero creo que be viajado bastante; ahora tengo que volver a Francia.A los dos días tomaba el barco para Marsella.Si no me equivoco, si todos los signos que se acumulan son precursores de una nueva conmoción en mi vida, bueno, tengo miedo. No es que mi vida sea rica, ni densa, ni preciosa.Pero tengo miedo de lo que va a nacer, de lo que va a apoderarse de mí, ¿y arrastrarme a dónde? ¿Será necesario una vez más que me vaya, que deje todo lo proyectado, mis investigaciones, mi libro? ¿Me despertaré dentro de algunos meses, dentro de algunos años, roto, decepcionado, en medio de nuevas ruinas?Quisiera ver claro en mí antes de que sea demasiado tarde.

JORGE LUIS BORGES LA INTRUSA

JORGE LUIS BORGES
LA INTRUSA
Cuentos para sobrellevar la cuarentena: La intrusa, de Jorge Luis ...

Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de los Nelson, en el velorio de Cristián, el mayor, que falleció de muerte natural, hacia mil ochocientos noventa y tantos, en el partido de Morón. Lo cierto es que alguien la oyó de alguien, en el decurso de esa larga noche perdida, entre mate y mate, y la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe. Años después, volvieron a contármela en Turdera, donde había acontecido. La segunda versión, algo más prolija, confirmaba en suma la de Santiago, con las pequeñas variaciones y divergencias que son del caso. La escribo ahora porque en ella se cifra, si no me engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos. Lo haré con probidad, pero ya preveo que cederé a la tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor.

En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor recordaba, no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una gastada Biblia de tapas negras, con caracteres góticos; en las últimas páginas entrevió nombres y fechas manuscritas. Era el único libro que había en la casa. La azarosa crónica de los Nilsen, perdida como todo se perderá. El caserón, que ya no existe, era de ladrillo sin revocar; desde el zaguán se divisaban un patio de baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron ahí; los Nilsen defendían su soledad. En las habitaciones desmanteladas dormían en catres; sus lujos eran el caballo, el apero, la daga de hojas corta, el atuendo rumboso de los sábados y el alcohol pendenciero. Sé que eran altos, de melena rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por la sangre de esos dos criollos. El barrio los temía a los Colorados; no es imposible que debieran alguna muerte. Hombro a hombro pelearon una vez a la policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan Iberra, en el que no llevó la peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho. Fueron troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de avaros, salvo cuando la bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos nada se sabe y ni de dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de bueyes.

Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava. Esto, y lo que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Malquistarse con uno era contar con dos enemigos.

Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta entonces de zaguán o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando Cristián llevó a vivir con él a Juliana Burgos. Es verdad que ganaba así una sirvienta, pero no es menos cierto que la colmó de horrendas baratijas y que la lucía en las fiestas. En las pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y el corte estaban prohibidos y donde se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana era de tez morena y de ojos rasgados; bastaba que alguien la mirara, para que se sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las mujeres, no era mal parecida.

Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a Arrecifes por no sé qué negocio; a su vuelta llevó a la casa una muchacha, que había levantado por el camino, y a los pocos días la echó. Se hizo más hosco; se emborrachaba solo en el almacén y no se daba con nadie. Estaba enamorado de la mujer de Cristián. El barrio, que tal vez lo supo antes que él, previó con alevosa alegría la rivalidad latente de los hermanos.

Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristián atado al palenque En el patio, el mayor estaba esperándolo con sus mejores pilchas. La mujer iba y venía con el mate en la mano. Cristián le dijo a Eduardo:

-Yo me voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a la Juliana; si la querés, usala.

El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no sabía qué hacer. Cristián se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que era una cosa, montó a caballo y se fue al trote, sin apuro.

Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa sórdida unión, que ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por unas semanas, pero no podía durar. Entre ellos, los hermanos no pronunciaban el nombre de Juliana, ni siquiera para llamarla, pero buscaban, y encontraban razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de unos cueros, pero lo que discutían era otra cosa. Cristián solía alzar la voz y Eduardo callaba. Sin saberlo, estaban celándose. En el duro suburbio, un hombre no decía, ni se decía, que una mujer pudiera importarle, más allá del deseo y la posesión, pero los dos estaban enamorados. Esto, de algún modo, los humillaba.

Una tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo felicitó por ese primor que se había agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo lo injurió. Nadie, delante de él, iba a hacer burla de Cristián.

La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar alguna preferencia por el menor, que no había rechazado la participación, pero que no la había dispuesto.

Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y que no apareciera por ahí, porque tenían que hablar. Ella esperaba un diálogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato la recordaron. Le hicieron llenar una bolsa con todo lo que tenía, sin olvidar el rosario de vidrio y la crucecita que le había dejado su madre. Sin explicarle nada la subieron a la carreta y emprendieron un silencioso y tedioso viaje. Había llovido; los caminos estaban muy pesados y serían las once de la noche cuando llegaron a Morón. Ahí la vendieron a la patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho; Cristián cobró la suma y la dividió después con el otro.

En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la mañana (que también era una rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de hombres entre hombres. Volvieron a las trucadas, al reñidero, a las juergas casuales. Acaso, alguna vez, se creyeron salvados, pero solían incurrir, cada cual por su lado, en injustificadas o harto justificadas ausencias. Poco antes de fin de año el menor dijo que tenía que hacer en la Capital. Cristián se fue a Morón; en el palenque de la casa que sabemos reconoció al overo de Eduardo. Entró; adentro estaba el otro, esperando turno. Parece que Cristián le dijo:

-De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a mano.

Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La Juliana iba con Cristián; Eduardo espoleó al overo para no verlos.

Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución había fracasado; los dos habían cedido a la tentación de hacer trampa. Caín andaba por ahí, pero el cariño entre los Nilsen era muy grande -¡quién sabe qué rigores y qué peligros habían compartido!- y prefirieron desahogar su exasperación con ajenos. Con un desconocido, con los perros, con la Juliana, que habían traído la discordia.

El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo (los domingos la gente suele recogerse temprano) Eduardo, que volvía del almacén, vio que Cristián uncía los bueyes. Cristián le dijo:

-Vení, tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo; ya los cargué; aprovechemos la fresca.

El comercio del Pardo quedaba, creo, más al Sur; tomaron por el Camino de las Tropas; después, por un desvío. El campo iba agrandándose con la noche.

Orillaron un pajonal; Cristián tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro:

-A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se quede aquí con su pilchas, ya no hará más perjuicios.

Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro círculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla.

FIN

21 DE JUNIO DE 1905 NACE: JEAN PAUL SARTRE

21 DE JUNIO DE 1905 NACE:
JEAN PAUL SARTRE

(París, 1905-id., 1980) Filósofo y escritor francés. Precoz lector de los clásicos franceses, en 1915 ingresó en el liceo Henri IV de París y conoció a Paul Nizan, con quien inició una estrecha amistad. Al año siguiente, el segundo matrimonio de su madre (considerado por Jean-Paul como «una traición») lo obligó a trasladarse a La Rochelle; hasta 1920 no regresó a París. En 1924 inició sus estudios universitarios en la École Normale Supérieure, donde conoció a Simone de Beauvoir, con quien estableció una relación que duraría toda su vida.
Tras cumplir el servicio militar, empezó a ejercer como profesor de instituto; en 1933 obtuvo una beca de estudios que le permitió trasladarse a Alemania, donde entró en contacto con la filosofía de Husserl y de Heidegger. En 1938 publicó La náusea, novela que pretendía divulgar los principios del existencialismo y que le proporcionó cierta celebridad, al tiempo que se convertía en símbolo de aquel movimiento filosófico. Movilizado en 1939, fue hecho prisionero, aunque consiguió evadirse en 1941 y regresar a París, donde trabajó en el liceo Condorcet y colaboró con A. Camus en Combat, el periódico de la Resistencia.
En 1943 publicó El Ser y la Nada, su obra filosófica más conocida, versión personal de la filosofía existencialista de Heidegger. El ser humano existe como cosa (en sí), pero también como conciencia (para sí), que sabe de la existencia de las cosas sin ser ella misma un en sí como esas cosas, sino su negación (la Nada). La conciencia sitúa al hombre ante la posibilidad de elegir lo que será; ésta es la condición de la libertad humana. Eligiendo su acción, el hombre se elige a sí mismo, pero no elige su existencia, que le viene ya dada y es requisito de su elección; de aquí la famosa máxima existencialista: «la existencia precede a la esencia».
Dos años más tarde, alcanzada ya la popularidad, abandonó la enseñanza para dedicarse exclusivamente a escribir; en colaboración con Aron, Merleau-Ponty y Simone de Beauvoir, fundó Les Temps Modernes, una de las revistas de pensamiento de la izquierda más influyentes de la posguerra.
Por esa época, Sartre inició una fluctuante relación con el comunismo, hecha de acercamientos (uno de los cuales provocó su ruptura con Camus en 1956) y alejamientos motivados por su denuncia del estalinismo o su protesta por la intervención soviética en Hungría. En su última obra filosófica, Crítica de la razón dialéctica (1960), se propuso una reconciliación del materialismo dialéctico con el existencialismo, al cual pasó a considerar como una ideología parásita del marxismo, y trató de establecer un fundamento de la dialéctica marxista mostrando que la actividad racional humana, la praxis, es necesariamente dialéctica.
En 1964 rechazó el Premio Nobel de Literatura para no «dejarse recuperar por el sistema»; decididamente contrario a la política estadounidense en Vietnam, colaboró con Bertrand Russell en el establecimiento del Tribunal internacional de Estocolmo para la persecución de los crímenes de guerra.
Tras participar directamente en la revuelta estudiantil de mayo de 1968, multiplicó sus gestos públicos de izquierdismo, asumió la dirección del periódico La Cause du Peuple y fundó Tout!, de orientación maoísta y libertaria. En 1975 se inició el progresivo quebranto de su salud; la ceguera lo apartó de la lectura y la escritura durante los últimos años de su vida, tras haber completado su postrera gran obra, El idiota de la familia (1971-1972), dedicada al tema de la creación literaria, fruto de diez años que dedicó a la investigación de la personalidad de Gustave Flaubert

sábado, 20 de junio de 2020

20 DE JUNIO DE 1920 NACE: AMOS TUTUOLA

20 DE JUNIO DE 1920 NACE:

AMOS TUTUOLA
Author spotlight Meet Amos Tutuola who wrote the first novel from ...
El escritor nigeriano Amos Tutuola (nacido en 1920) es famoso por sus cuentos fantásticos que, en su contenido, dependen en gran medida en el folclore de sus ancestrales pueblo Yoruba.
Amos Tutuola nació en Abeokuta (Yoruba). La muerte de su padre en 1939 le impidió proseguir sus estudios. Durante la Segunda Guerra Mundial se unió a la Royal Air Force como herrero, y cuando la guerra había terminado, él se convirtió en un mensajero en el departamento de trabajo en Lagos.
Como le gustaba cierta reputación como narrador entre sus amigos, Tutuola dedicó el ocio amplia ofrecida por sus funciones poco exigente a encerrar en su propia marca idiosincrásica de Nigeria Inglés algunos de los cuentos extraños que abundan en la tradición oral de Yoruba y que no se había registrado en Fagunwa sus libros de cuentos en lengua vernácula. El resultado fue El Palmwine Drinkard y Su Dead Palmwine Tapster en Ciudad de los muertos (1952). El libro fue un éxito inmediato.
Mientras ingleses y americanos revisores fueron hechizados por la imaginación exuberante de Tutuola y su discurso no convencional, los intelectuales nigerianos fueron al principio muy hostil: sentían que sus supersticiones, historias "incivilizados" y su-en su visión del zafio, no estándar Inglés era probable que empañar la la imagen de Nigeria en los ojos del mundo exterior. Su crítica y el desprecio, sin embargo, no le restó Tutuola de traer tranquilamente dictan otras novelas similares: Mi Vida en el Bush de los fantasmas (1954), Simbi y el sátiro de la Selva Oscura (1956), The African Huntress Brave (1958), La mujer Pluma de la jungla (1962), La Bruja Herbolario de la ciudad a distancia (1980), El cazador salvaje en la selva de los fantasmas (1982) y el mendigo, Brawler, Calumniador (1987).
La receta de Tutuola es de los más sencillos: el valiente héroe o heroína embarca en una búsqueda a menudo motivado perfunctorily que le lleva al bosque de la selva y proporciona un marco para lo que realmente importa, una variedad inagotable de aventuras entre los dioses y los fantasmas, ogros y pigmeos , sátiros y magos, y diversos otros, monstruos Bosch-como extraños, como el olfato-Ghost, el reverendo Diablo, la Diosa-handed Televisión, el Velloso gigante y unos pocos "ghostesses," todos los cuales experimentan ninguna dificultad en transformarse en casi cualquier tipo de formas, incluso humanos mineral, vegetal, animal o.
Una comparación con colecciones de cuentos tradicionales muestra que muchos de estos episodios son parte integrante del folklore Yoruba, que se caracteriza por su familiaridad con lo sobrenatural, su poder de inventiva prodigiosa, y su peculiar sentido de horror como una fuente de humor. Pero al fondo ancestral, Tutuola añade su propio toque inimitable: introduce elementos de la civilización cristiana y occidental, que parece extrañamente exótico en este mítico mundo de fantasía de África; sobre todo, se resuelve a sí mismo y la satisfacción de sus lectores el problema lingüístico del escritor africano, acuñar nuevas palabras, la traducción de idiomas vernáculos, y por lo general distorsionan el vocabulario de Inglés, la sintaxis y la ortografía, incluso con la garantía impermeable y desarmar la eficiencia.
En 1963 Tutuola tuvo su venganza sobre sus críticos intelectuales nigerianos cuando los populares el actor-director-productor EK Ogunmola adaptado El Palmwine Drinkard en un folk-ópera vernácula, que se realizó con gran éxito en todo el país.
Además de su escritura, Tutuola ha trabajado como investigador visitante en la Universidad de Ife (1979) y como asociado a la International Writing Program de la Universidad de Iowa (1983). Sus honores incluyen ser nombrado ciudadano honorario de Nueva Orleans en 1983 y recibiendo premios de segundo lugar en Turín, Italia, en 1985 por El Palmwine Drinkard y Mi vida en el Bush de los fantasmas.

20 DE JUNIO DE 1820 MUERE : MANUEL JOSÉ JOAQUÍN DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS BELGRANO

20 DE JUNIO DE 1820 MUERE :

MANUEL JOSÉ JOAQUÍN DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS BELGRANO
Manuel Belgrano enarbola por primera vez la Bandera Nacional | El ...
(Buenos Aires, 1770-1820) Abogado, político y militar argentino, una de las figuras fundamentales del proceso que condujo a la independencia del país. Recordado como el creador de la bandera nacional y el general que consolidó la independencia con sus victorias en las batallas de Tucumán y Salta (1812-1813), Manuel Belgrano fue ante todo un intelectual de intachable integridad y firmes convicciones patrióticas, un trabajador desinteresado e infatigable al servicio del progreso del país y la educación de sus habitantes. Las circunstancias de la lucha emancipadora y su propia coherencia de pensamiento y acción lo abocaron, sin embargo, a asumir misiones militares para las que no estaba preparado, y en las que cosechó éxitos y fracasos.

Criollo de origen italiano, Manuel Belgrano era hijo de un comerciante genovés radicado en Buenos Aires, don Domingo Belgrano Peri, y de doña María Josefa González Casero. El joven Manuel estudió latín, filosofía y teología en el Real Colegio de San Carlos; marchó luego a España y cursó estudios en Salamanca, Valladolid (se graduó de bachiller en 1789) y Madrid, en cuya universidad obtuvo en 1792 el diploma de abogado, dedicando especial atención a la economía política. Desde allí siguió los acontecimientos de la Revolución Francesa de 1789, que le influyeron hasta el punto de llevarle a adoptar la ideología liberal. Regresó al Río de la Plata al ser nombrado secretario del Consulado de Buenos Aires (1794-1810).
Desde este cargo abogó por la libertad de comercio, el desarrollo de la agricultura y la creación de escuelas comerciales y de náutica. En 1806 participó como capitán de las milicias urbanas en la defensa frente la invasión inglesa; fue designado sargento mayor del regimiento de Patricios y sirvió como ayudante de Santiago Liniers. Sin descuidar su tarea en el Consulado, colaboró en el Semanario de agricultura, industria y comercio, fundó una Sociedad Patriótica, Literaria y Económica y el periódico Correo de Comercio, siempre con el ánimo de difundir y llevar a la práctica su ideario liberal y de contribuir al desarrollo educativo, cultural y económico del país.
Pronto tomó conciencia, sin embargo, de que sus proyectos modernizadores eran irrealizables en el anquilosado marco de la administración colonial, y de que sólo la independencia podía traer el progreso. Ganado para la causa emancipadora, empezó a conspirar contra la dominación española desde que en 1809 llegaron noticias de la ocupación de la metrópoli por el ejército francés. Belgrano fue uno de los dirigentes de la Revolución de mayo (18-25 de mayo de 1810), punto de partida del proceso independentista, y formó parte como vocal de la Junta que se creó en Buenos Aires el 25 de mayo de 1810, embrión del futuro gobierno argentino.
La Junta de Buenos Aires intentó preservar la unidad del hasta entonces Virreinato del Río de Plata, que englobaba aproximadamente los territorios actuales de Argentina, Paraguay, Uruguay y Bolivia, más una parte de Chile y el sur de Brasil. Aunque no era militar profesional, Manuel Belgrano fue nombrado general al mando del ejército del Paraguay, formado con el objetivo de obtener la adhesión de este territorio al proceso independentista, pero resultó vencido por los paraguayos, fracasando el intento de mantener a Paraguay unido a Argentina (1811); pese a la derrota en las armas, dejó sembrado entre los jefes paraguayos el anhelo de libertad.
En 1812 Manuel Belgrano asumió la jefatura del Ejército del Norte y creó y enarboló por primera vez, en las barrancas rosarinas del Paraná, la bandera azul y blanca que había de convertirse en enseña oficial de la nación. Al mando de sus tropas venció a las fuerzas españolas del general Juan Pío de Tristán y Moscoso en las batallas de Tucumán (1812) y Salta (1813), que salvaguardaron la independencia argentina al contener la contraofensiva realista lanzada desde el norte; pero en 1813 volvió a ser derrotado cuando intentaba proseguir su avance invadiendo el Alto Perú (la actual Bolivia), que quedó bajo el dominio de los españoles.
Destituido del mando militar, Manuel Belgrano siguió prestando servicios a la causa argentina en el plano diplomático; en 1815 fue enviado junto con Bernardino Rivadavia a Europa para negociar, sin resultados, el reconocimiento de la independencia. Regresó al cierre del Congreso de Tucumán (1816), en cuyo seno expuso sus convicciones monárquicas. Conforme a los planteamientos de Belgrano, el Congreso declaró formalmente la independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata, núcleo de la actual Argentina, y aprobó como bandera nacional la que Belgrano había diseñado e izado en 1812; sin embargo, su recomendación de constituir una monarquía fue desoída: el Congreso consolidó el Directorio como principal órgano ejecutivo y nombró director supremo a Juan Martín de Pueyrredón (1816-1819).
Entretanto, las disensiones entre centralistas y federalistas dieron inicio a una serie de convulsiones y pugnas civiles que marcarían las primeras décadas de la Argentina independiente. Otra vez al frente del ejército auxiliar de Perú, Manuel Belgrano hubo de contener las sublevaciones de los jefes militares que se pronunciaron a favor del federalista José Gervasio Artigas. Cooperó con las fuerzas de Martín Miguel de Güemes para frenar una contraofensiva española, pero hallándose en Cruz Alta contrajo una grave dolencia, a causa de la cual se retiró a Tucumán. En noviembre de 1819, enfermo de muerte, regresó a Buenos Aires; sumido en la pobreza, falleció de hidropesía el 20 de junio de 1820, después de haber pronunciado las palabras "¡Ay, patria mía!": ese día la ciudad de Buenos Aires, presa de la anarquía, contaba con tres gobernadores al mismo tiempo. Sus restos se conservan en un mausoleo, obra del escultor Ximenes, en la basílica del Rosario de la Capital Federal.

viernes, 19 de junio de 2020

O. HENRY LOS REGALOS PERFECTOS

O. HENRY

LOS REGALOS PERFECTOS
El regalo de los Reyes Magos
Un dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en céntimos. Céntimos ahorrados, uno por uno, discutiendo con el almacenero y el verdulero y el carnicero hasta que las mejillas de uno se ponían rojas de vergüenza ante la silenciosa acusación de avaricia que implicaba un regateo tan obstinado. Delia los contó tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad.

Evidentemente no había nada que hacer fuera de echarse al miserable lecho y llorar. Y Delia lo hizo. Lo que conduce a la reflexión moral de que la vida se compone de sollozos, lloriqueos y sonrisas, con predominio de los lloriqueos.

Mientras la dueña de casa se va calmando, pasando de la primera a la segunda etapa, echemos una mirada a su hogar, uno de esos departamentos de ocho dólares a la semana. No era exactamente un lugar para alojar mendigos, pero ciertamente la policía lo habría descrito como tal.

Abajo, en la entrada, había un buzón al cual no llegaba carta alguna, Y un timbre eléctrico al cual no se acercaría jamás un dedo mortal. También pertenecía al departamento una tarjeta con el nombre de “Señor James Dillingham Young”.

La palabra “Dillingham” había llegado hasta allí volando en la brisa de un anterior período de prosperidad de su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus entradas habían bajado a veinte dólares, las letras de “Dillingham” se veían borrosas, como si estuvieran pensando seriamente en reducirse a una modesta y humilde “D”. Pero cuando el señor James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su departamento, le decían “Jim” y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young, a quien hemos presentado al lector como Delia. Todo lo cual está muy bien.

Delia dejó de llorar y se empolvó las mejillas con el cisne de plumas. Se quedó de pie junto a la ventana y miró hacia afuera, apenada, y vio un gato gris que caminaba sobre una verja gris en un patio gris. Al día siguiente era Navidad y ella tenía solamente un dólar y ochenta y siete centavos para comprarle un regalo a Jim. Había estado ahorrando cada centavo, mes a mes, y éste era el resultado. Con veinte dólares a la semana no se va muy lejos. Los gastos habían sido mayores de lo que había calculado. Siempre lo eran. Sólo un dólar con ochenta y siete centavos para comprar un regalo a Jim. Su Jim. Había pasado muchas horas felices imaginando algo bonito para él. Algo fino y especial y de calidad -algo que tuviera justamente ese mínimo de condiciones para que fuera digno de pertenecer a Jim. Entre las ventanas de la habitación había un espejo de cuerpo entero. Quizás alguna vez hayan visto ustedes un espejo de cuerpo entero en un departamento de ocho dólares. Una persona muy delgada y ágil podría, al mirarse en él, tener su imagen rápida y en franjas longitudinales. Como Delia era esbelta, lo hacía con absoluto dominio técnico. De repente se alejó de la ventana y se paró ante el espejo. Sus ojos brillaban intensamente, pero su rostro perdió su color antes de veinte segundos. Soltó con urgencia sus cabellera y la dejó caer cuan larga era.

Los Dillingham eran dueños de dos cosas que les provocaban un inmenso orgullo. Una era el reloj de oro que había sido del padre de Jim y antes de su abuelo. La otra era la cabellera de Delia. Si la Reina de Saba hubiera vivido en el departamento frente al suyo, algún día Delia habría dejado colgar su cabellera fuera de la ventana nada más que para demostrar su desprecio por las joyas y los regalos de Su Majestad. Si el rey Salomón hubiera sido el portero, con todos sus tesoros apilados en el sótano, Jim hubiera sacado su reloj cada vez que hubiera pasado delante de él nada más que para verlo mesándose su barba de envidia.

La hermosa cabellera de Delia cayó sobre sus hombros y brilló como una cascada de pardas aguas. Llegó hasta más abajo de sus rodillas y la envolvió como una vestidura. Y entonces ella la recogió de nuevo, nerviosa y rápidamente. Por un minuto se sintió desfallecer y permaneció de pie mientras un par de lágrimas caían a la raída alfombra roja.

Se puso su vieja y oscura chaqueta; se puso su viejo sombrero. Con un revuelo de faldas y con el brillo todavía en los ojos, abrió nerviosamente la puerta, salió y bajó las escaleras para salir a la calle.

Donde se detuvo se leía un cartel: “Mme. Sofronie. Cabellos de todas clases”. Delia subió rápidamente Y, jadeando, trató de controlarse. Madame, grande, demasiado blanca, fría, no parecía la “Sofronie” indicada en la puerta.

-¿Quiere comprar mi pelo? -preguntó Delia.

-Compro pelo -dijo Madame-. Sáquese el sombrero y déjeme mirar el suyo.

La áurea cascada cayó libremente.

-Veinte dólares -dijo Madame, sopesando la masa con manos expertas.

-Démelos inmediatamente -dijo Delia.

Oh, y las dos horas siguientes transcurrieron volando en alas rosadas. Perdón por la metáfora, tan vulgar. Y Delia empezó a mirar los negocios en busca del regalo para Jim.

Al fin lo encontró. Estaba hecho para Jim, para nadie más. En ningún negocio había otro regalo como ése. Y ella los había inspeccionado todos. Era una cadena de reloj, de platino, de diseño sencillo y puro, que proclamaba su valor sólo por el material mismo y no por alguna ornamentación inútil y de mal gusto… tal como ocurre siempre con las cosas de verdadero valor. Era digna del reloj. Apenas la vio se dio cuenta de que era exactamente lo que buscaba para Jim. Era como Jim: valioso y sin aspavientos. La descripción podía aplicarse a ambos. Pagó por ella veintiún dólares y regresó rápidamente a casa con ochenta y siete centavos. Con esa cadena en su reloj, Jim iba a vivir ansioso de mirar la hora en compañía de cualquiera. Porque, aunque el reloj era estupendo, Jim se veía obligado a mirar la hora a hurtadillas a causa de la gastada correa que usaba en vez de una cadena.

Cuando Delia llegó a casa, su excitación cedió el paso a una cierta prudencia y sensatez. Sacó sus tenacillas para el pelo, encendió el gas y empezó a reparar los estragos hechos por la generosidad sumada al amor. Lo cual es una tarea tremenda, amigos míos, una tarea gigantesca.

A los cuarenta minutos su cabeza estaba cubierta por unos rizos pequeños y apretados que la hacían parecerse a un encantador estudiante holgazán. Miró su imagen en el espejo con ojos críticos, largamente.

“Si Jim no me mata, se dijo, antes de que me mire por segunda vez, dirá que parezco una corista de Coney Island. Pero, ¿qué otra cosa podría haber hecho? ¡Oh! ¿Qué podría haber hecho con un dólar y ochenta y siete centavos?.”

A las siete de la noche el café estaba ya preparado y la sartén lista en la estufa para recibir la carne.

Jim no se retrasaba nunca. Delia apretó la cadena en su mano y se sentó en la punta de la mesa que quedaba cerca de la puerta por donde Jim entraba siempre. Entonces escuchó sus pasos en el primer rellano de la escalera y, por un momento, se puso pálida. Tenía la costumbre de decir pequeñas plegarias por las pequeñas cosas cotidianas y ahora murmuró: “Dios mío, que Jim piense que sigo siendo bonita”.

La puerta se abrió, Jim entró y la cerró. Se le veía delgado y serio. Pobre muchacho, sólo tenía veintidós años y ¡ya con una familia que mantener! Necesitaba evidentemente un abrigo nuevo y no tenía guantes.

Jim franqueó el umbral y allí permaneció inmóvil como un perdiguero que ha descubierto una codorniz. Sus ojos se fijaron en Delia con una expresión que su mujer no pudo interpretar, pero que la aterró. No era de enojo ni de sorpresa ni de desaprobación ni de horror ni de ningún otro sentimiento para los que que ella hubiera estado preparada. Él la miraba simplemente, con fijeza, con una expresión extraña.

Delia se levantó nerviosamente y se acercó a él.

-Jim, querido -exclamó- no me mires así. Me corté el pelo y lo vendí porque no podía pasar la Navidad sin hacerte un regalo. Crecerá de nuevo ¿no te importa, verdad? No podía dejar de hacerlo. Mi pelo crece rápidamente. Dime “Feliz Navidad” y seamos felices. ¡No te imaginas qué regalo, qué regalo tan lindo te tengo!

-¿Te cortaste el pelo? -preguntó Jim, con gran trabajo, como si no pudiera darse cuenta de un hecho tan evidente aunque hiciera un enorme esfuerzo mental.

-Me lo corté y lo vendí -dijo Delia-. De todos modos te gusto lo mismo, ¿no es cierto? Sigo siendo la misma aún sin mi pelo, ¿no es así?

Jim pasó su mirada por la habitación con curiosidad.

-¿Dices que tu pelo ha desaparecido? -dijo con aire casi idiota.

-No pierdas el tiempo buscándolo -dijo Delia-. Lo vendí, ya te lo dije, lo vendí, eso es todo. Es Nochebuena, muchacho. Lo hice por ti, perdóname. Quizás alguien podría haber contado mi pelo, uno por uno -continuó con una súbita y seria dulzura-, pero nadie podría haber contado mi amor por ti. ¿Pongo la carne al fuego? -preguntó.

Pasada la primera sorpresa, Jim pareció despertar rápidamente. Abrazó a Delia. Durante diez segundos miremos con discreción en otra dirección, hacia algún objeto sin importancia. Ocho dólares a la semana o un millón en un año, ¿cuál es la diferencia? Un matemático o algún hombre sabio podrían darnos una respuesta equivocada. Los Reyes Magos trajeron al Niño regalos de gran valor, pero aquél no estaba entre ellos. Este oscuro acertijo será explicado más adelante.

Jim sacó un paquete del bolsillo de su abrigo y lo puso sobre la mesa.

-No te equivoques conmigo, Delia -dijo-. Ningún corte de pelo, o su lavado o un peinado especial, harían que yo quisiera menos a mi mujercita. Pero si abres ese paquete verás por qué me has provocado tal desconcierto en un primer momento.

Los blancos y ágiles dedos de Delia retiraron el papel y la cinta. Y entonces se escuchó un jubiloso grito de éxtasis; y después, ¡ay!, un rápido y femenino cambio hacia un histérico raudal de lágrimas y de gemidos, lo que requirió el inmediato despliegue de todos los poderes de consuelo del señor del departamento.

Porque allí estaban las peinetas -el juego completo de peinetas, una al lado de otra- que Delia había estado admirando durante mucho tiempo en una vitrina de Broadway. Eran unas peinetas muy hermosas, de carey auténtico, con sus bordes adornados con joyas y justamente del color para lucir en la bella cabellera ahora desaparecida. Eran peinetas muy caras, ella lo sabía, y su corazón simplemente había suspirado por ellas y las había anhelado sin la menor esperanza de poseerlas algún día. Y ahora eran suyas, pero las trenzas destinadas a ser adornadas con esos codiciados adornos habían desaparecido.

Pero Delia las oprimió contra su pecho y, finalmente, fue capaz de mirarlas con ojos húmedos y con una débil sonrisa, y dijo:

-¡Mi pelo crecerá muy rápido, Jim!

Y enseguida dio un salto como un gatito chamuscado y gritó:

-¡Oh, oh!

Jim no había visto aún su hermoso regalo. Delia lo mostró con vehemencia en la abierta palma de su mano. El precioso y opaco metal pareció brillar con la luz del brillante y ardiente espíritu de Delia.

-¿Verdad que es maravillosa, Jim? Recorrí la ciudad entera para encontrarla. Ahora podrás mirar la hora cien veces al día si se te antoja. Dame tu reloj. Quiero ver cómo se ve con ella puesta.

En vez de obedecer, Jim se dejo caer en el sofá, cruzó sus manos debajo de su nuca y sonrió.

-Delia -le dijo- olvidémonos de nuestros regalos de Navidad por ahora. Son demasiado hermosos para usarlos en este momento. Vendí mi reloj para comprarte las peinetas. Y ahora pon la carne al fuego.

CONRADO NALÉ ROXLO EL CUERVO DEL ARCA

CONRADO NALÉ ROXLO

EL CUERVO DEL ARCA

Blog De Cita 40 Dias Del Diluvio - Servicio De Citas En Estados Unidos
La historia comenzó, poco más o menos, como el poema de Edgar Poe. En la alta noche un cuervo tristísimo entró por mi ventana y fue a posarse, en el respaldo de un sillón de cuero. Sacudió las alas, parpadeó y, clavando en la mía su mirada fatídica, me dijo:    
–He venido a buscar una pluma.   
–Lo siento – le respondí –, pero las únicas plumas de que dispongo no son dignas de un ave tan ilustre como tú (pensaba en el plumero y en el “duvet” de los almohadones), un ave cantada por la lira del “celeste Edgardo” aunque, a la verdad, estás bastante desplumado, hermano.
Pero él me atajó explicándome que lo que necesitaba era una pluma que refiriera a su historia. 
Puse un papel limpio en la maquina de escribir e incliné la cabeza, pues mi obligación es repetir todo lo que me cuentan los pájaros, vengan de la oscuridad de la noche o del misterio del alma. 
Y el ave me contó lo que sigue, con una voz desagradable, pero tan triste que parecía un disco rayado con una espina de la corona de Cristo. Dijo:
–No siempre fui un pájaro calvo, de enlutado plumaje y lúgubre graznido. Los ornitólogos, cuyos libros se perdieron cuando el diluvio, me describían así: Ave canora de hermoso plumaje azul oscuro y brillante, que ostenta en la frente un airón de un blanco tan purísimo que sólo puede comparársele al de la garza real. Su canto es tan melodioso y variado que de él aprenden los ruiseñores. Se lo considera ave de buen agüero.
Ante un gesto de incredulidad que no pude reprimir, agregó:
–Te cito la opinión de los hombres de ciencia como una concesión a las supersticiones actuales, ya que cualquiera que tenga dos dedos de frente comprenderá que nada feo ni triste pudo salir de las manos de Dios en la hora feliz de la creación, cuando estaba tan lleno de esperanzas en todos nosotros. A mí, como a muchas de sus criaturas, como a ti mismo, lo que nos ha entristecido y afeado es la vanidad.
– ¿A mí? – pregunté, algo molesto.
– Sí, hermano. De no haberte pasado la juventud buscando ideas y metáforas con las que crees mejorar el mundo, no tendrías esa tez amarillenta, esos ojos mortecinos y afiebrados detrás de turbios cristales, esa frente surcada de arrugas, esos labios quemados por el cigarrillo y esa boca contraída…
Como el retrato no me gustara, le rogué continuar su historia y dejar en paz la mía. Prosiguió:
– Cuando el gran navegante me invitó por orden superior a acompañarle en la más importante aventura naval de la historia, era yo, como te digo, un ave hermosa y feliz entre las aves. Y mi canto amenizó las interminables tardes de lluvia en el interior del Arca Santa. Era, aunque esto resulte un poco ridículo en el pico de un viejo, la mascota de a bordo.
“El patriarca no pasaba nunca por mi lado sin silbar algún salmo melodioso para incitarme a cantar; y en la palma de su mano me ofrecía semillas de girasol. Sus nueras, las tres eran jóvenes, bonitas y elegantes, interrumpían sus largas charlas para lanzar una mirada de reojo a mi blanco airón, y era que alguna había dicho: ‘¡Que bien quedaría adornado un turbante!’
Mucho mas me conto el cuervo de su belleza pretérita y del lugar privilegiado que tenía en el Arca, pero cuando le leí el dictado me rogo tacharlo, por pudo, según dijo. Recompongo el hilo de su relato.
–Y así continuaba la travesía interminable bajo la lluvia eterna y mortal, que caía en silencio de los cielos desilusionados.
“En las enormes noches veíamos a veces, a la luz de un relámpago, entre la densa lluvia, las alas del ángel que empuñaba el timón. Pero al fin dejó de llover; y los fuertes vientos se calmaron y hundieron suavemente en el circuito sin límites de las aguas desérticas. Y ya no se habló en la nave más que de si la inundación bajaba o no. Hasta que una noche de luna el viejo almirante me llevó a una ventana y me dijo: ‘Hijo mío, tus alas son tan poderosas como es de bello tu canto, clara tu inteligencia y segura tu lealtad; sal y vuela hasta que encuentres tierra seca, y tráeme una ramita, una brizna de hierba, algo, en fin, para que yo sepa cómo andan las cosas’. Y después de bendecirme me arrojó al aire. “Apoyados en la borda todos me gritaban cariñosos saludos y palabras de aliento, y vi que la menor de las nueras de Noé lloraba.
“Y así emprendí el vuelo más entusiasta que ave alguna haya levantado nunca. Les traeré una flora tan hermosa, pensaba, que palidecerán al verla.
“Toda la noche volé en línea recta hacia el horizonte. A la mañana siguiente vi sobresalir de las aguas la copa de un olivo, pero no me detuve. ¿Cómo iba a presentarme ante aquella familia que tanto me quería con una rama pálida y sin gracia? ¡Una flor, la flor de las flores, era lo que yo deseaba para ellos!
“Varias horas después, en un altozano, encontré un granado en flor, y ya iba a cortar una cuando me acordé de que al viejo patriarca le desagradaban las granadas; decía que tenían algo de sensual e impúdico en el modo de abrirse, y que, a poco que uno se descuidara al comerlas, le dejaban en la boca un amargor como el del pecado. No iba a presentarle como la primera flor de la tierra reconquistada la de un fruto que le desagradaba. Habría sido una falta de tacto.
“Mas lejos encontré un rosal silvestre, pero eran muy pobres flores para tan gran noticia. Y así, por una razón o por otra, fui desechando todos los testimonios del perdón de Dios, y seguí volando en busca de una flor tan hermosa como lo que estaba ocurriendo. ¿Cuánto duró mi viaje? No lo sé; pues como mi vida se cuenta por siglos tengo una noción del tiempo que no va a tono con la del hombre, cuya existencia es tan breve… Pero no quisiera cansarte con el relato de mis aventuras. Por fin, muy lejos, hallé una flor, que aunque sólo se parecía muy vagamente a la sombra de la que yo venia soñando durante todo el vuelo, podía presentarse decentemente a quienes no hubieran visto la mía. La corté y con ella en el pico emprendí el regreso por el mismo camino.“¡Qué cambiado estaba todo! ¡Los hombres, otra vez, cultivaban los campos, apacentaban los ganados, levantaban ciudades y puentes! Pero lo que más me sorprendió fue ver una procesión que, detrás de una imagen dorada, imploraba al cielo la lluvia como un bien supremo. ¿Es que ya habían olvidado el Diluvio? Comencé a pensar que, acaso, se me había hecho tarde. Y al fin llegué a los montes de Armenia. Por una clara estrella en que me fije al partir, supe el lugar exacto donde había quedado anclada el Arca.
“Plegué las alas y me dejé caer. Pero no hallé ni rastros de la nave salvador. Entre sus ovejas dormidas, apoyado en el tronco de cedro, un pastor tocaba la flauta dulcemente, como se hace de noche. Posado en una rama baja esperé que terminara, y después canté yo para hacérmele agradable y que respondiera a mis preguntas. Pero no esperé a que su mano soltara la piedra que había cogido para arrojármela; mi propia voz, la que tengo ahora, me hizo huir espantado. Pasé la noche escondido en un matorral, lleno de confusión y angustia, y por la mañana fui a mirarme en el espejo de un arroyo... ¿Qué te voy a contar? Era tal como soy ahora: calvo, feo, negro, triste, ronco. Aquel gran vuelo en busca de una flor ideal me había destruido para siempre.
“Después, poco a poco, por conversaciones oídas en los vivaques de los pastores y los cazadores; por las canciones de las doncellas que iban por la tarde a buscar agua a las fuentes; por furtivas lecturas de los libros que los escolares escondían entre las zarzas cuando se hacían la rabona, fui enterándome de muchas cosas: el viaje del Arca Santa era una leyenda, en la que unos creían y otros no, pero mi nombre era universalmente infamado y se me citaba en horribles refranes; los niños destruían los huevos de los de mi raza, y se decía que era un ave fatídica y el símbolo de la ingratitud. ¡Ingrato yo que perdí la juventud, la belleza y el buen nombre por querer servir demasiado bien a la humanidad, representada por aquella familia errante sobre las aguas del castigo!”                                                                                                                                     El cuervo enmudeció un momento y dos lágrimas le rodaron por el pecho flaco y arratonado. Y yo contuve el gesto tonto de pasarle una mano consoladora por el lomo, como se hace con los loros disgustados.
Prosiguió:
–No vayas a creer que me resigné, así como así, a las calumnias. Muchas veces intenté justificarme, pero mi voz era tan desagradable que destruía todos mis argumentos. Decían que era vanidoso y tonto y me colgaron una ridícula historia en que salían una zorra y un queso. Incomprendido y despreciado, busqué entonces la soledad y la noche y, de tanto en tanto, me presento a los poetas para llorar mi desdicha con la esperanza de que alguno me defienda, ya que ellos, como yo, pierden con frecuencia el Arca Salvadora por volver en busca de flores imposibles.
Enmudeció el ave y largo rato permanecimos callados, frente a frente, alicaídos, con la cabeza hundida entre los hombros, sombríos y con la mirada fija en el suelo, muy semejantes.
De pronto las palomas del palomar de enfrente comenzaron a arrullarse, pues ya estaba amaneciendo. El cuervo se sobresaltó y me dijo:
– Adiós. Me voy, pues ando demasiado raído para mostrarme a la luz del sol.                            
Salí a la ventana para verlo partir en la luz rosada del amanecer. Y fue entonces cuando una paloma blanca, redonda y pulida, vino a posarse en el alfeizar, y después de darme cortésmente los buenos días, me preguntó:
– ¿Qué contaba ese pajarraco, si no es indiscreción?
– Nada, historias…
–Sí, siempre anda contando historias ridículas y lamentándose de su suerte, como si no lo tuviera bien empleado por desobediente… Yo, en cambio, en cuanto encontré la ramita de olivo me volví volando. Hacía un frío aquella mañana que no veía las horas de regresar al nido del Arca.
Quizá fui injusto al cerrarle la ventana, pero su historia no me interesaba.

ROBERTO ARLT AGUAFUERTES PORTEÑAS YO NO TENGO LA CULPA

     ROBERTO ARLT        AGUAFUERTES PORTEÑAS     YO NO TENGO LA CULPA   Yo siempre que me ocupo de cartas de lectores, suelo admitir que se...