sábado, 13 de junio de 2020

ROALD DAHL CORDERO ASADO

    ROALD DAHL    

    CORDERO ASADO    

La habitación estaba limpia y acogedora, las cortinas corridas, las dos lámparas de mesa encendidas, la suya y la de la silla vacía, frente a ella. Detrás, en el aparador, dos vasos altos de whisky. Cubos de hielo en un recipiente.

Mary Maloney estaba esperando a que su marido volviera del trabajo.

De vez en cuando echaba una mirada al reloj, pero sin preocupación, simplemente para complacerse de que cada minuto que pasaba acercaba el momento de su llegada. Tenía un aire sonriente y optimista. Su cabeza se inclinaba hacia la costura con entera tranquilidad. Su piel -estaba en el sexto mes del embarazo- había adquirido un maravilloso brillo, los labios suaves y los ojos, de mirada serena, parecían más grandes y más oscuros que antes.

Cuando el reloj marcaba las cinco menos diez, empezó a escuchar, y pocos minutos más tarde, puntual como siempre, oyó rodar los neumáticos sobre la grava y cerrarse la puerta del coche, los pasos que se acercaban, la llave dando vueltas en la cerradura.

Dejó a un lado la costura, se levantó y fue a su encuentro para darle un beso en cuanto entrara.

-¡Hola, querido! -dijo ella.

-¡Hola! -contestó él.

Ella le colgó el abrigo en el armario. Luego volvió y preparó las bebidas, una fuerte para él y otra más floja para ella; después se sentó de nuevo con la costura y su marido enfrente con el alto vaso de whisky entre las manos, moviéndolo de tal forma que los cubitos de hielo golpeaban contra las paredes del vaso. Para ella ésta era una hora maravillosa del día. Sabía que su esposo no quería hablar mucho antes de terminar la primera bebida, y a ella, por su parte, le gustaba sentarse silenciosamente, disfrutando de su compañía después de tantas horas de soledad. Le gustaba vivir con este hombre y sentir -como siente un bañista al calor del sol- la influencia que él irradiaba sobre ella cuando estaban juntos y solos. Le gustaba su manera de sentarse descuidadamente en una silla, su manera de abrir la puerta o de andar por la habitación a grandes zancadas. Le gustaba esa intensa mirada de sus ojos al fijarse en ella y la forma graciosa de su boca, especialmente cuando el cansancio no le dejaba hablar, hasta que el primer vaso de whisky le reanimaba un poco.

-¿Cansado, querido?

-Sí -respondió él-, estoy cansado.

Mientras hablaba, hizo una cosa extraña. Levantó el vaso y bebió su contenido de una sola vez aunque el vaso estaba a medio llenar.

Ella no lo vio, pero lo intuyó al oír el ruido que hacían los cubitos de hielo al volver a dejar él su vaso sobre la mesa. Luego se levantó lentamente para servirse otro vaso.

-Yo te lo serviré -dijo ella, levantándose.

-Siéntate -dijo él secamente.

Al volver observó que el vaso estaba medio lleno de un líquido ambarino.

-Querido, ¿quieres que te traiga las zapatillas? -Le observó mientras él bebía el whisky-. Creo que es una vergüenza para un policía que se va haciendo mayor, como tú, que le hagan andar todo el día -dijo ella.

El no contestó; Mary Maloney inclinó la cabeza de nuevo y continuó con su costura. Cada vez que él se llevaba el vaso a los labios se oía golpear los cubitos contra el cristal.

-Querido, ¿quieres que te traiga un poco de queso? No he hecho cena porque es jueves.

-No -dijo él.

-Si estás demasiado cansado para comer fuera -continuó ella-, no es tarde para que lo digas. Hay carne y otras cosas en la nevera y te lo puedo servir aquí para que no tengas que moverte de la silla.

Sus ojos se volvieron hacia ella; Mary esperó una respuesta, una sonrisa, un signo de asentimiento al menos, pero él no hizo nada de esto.

-Bueno -agregó ella-, te sacaré queso y unas galletas.

-No quiero -dijo él.

Ella se movió impaciente en la silla, mirándole con sus grandes ojos.

-Debes cenar. Yo lo puedo preparar aquí, no me molesta hacerlo. Tengo chuletas de cerdo y cordero, lo que quieras, todo está en la nevera.

-No me apetece -dijo él.

-¡Pero querido! ¡Tienes que comer! Te lo sacaré y te lo comes, si te apetece.

Se levantó y puso la costura en la mesa, junto a la lámpara.

-Siéntate -dijo él-, siéntate sólo un momento. Desde aquel instante, ella empezó a sentirse atemorizada -. Vamos -dijo él-, siéntate.

Se sentó de nuevo en su silla, mirándole todo el tiempo con sus grandes y asombrados ojos. Él había acabado su segundo vaso y tenía los ojos bajos.

-Tengo algo que decirte.

-¿Qué es ello, querido? ¿Qué pasa?

El se había quedado completamente quieto y mantenía la cabeza agachada de tal forma que la luz de la lámpara le daba en la parte alta de la cara, dejándole la barbilla y la boca en la oscuridad.

-Lo que voy a decirte te va a trastornar un poco, me temo -dijo-, pero lo he pensado bien y he decidido que lo mejor que puedo hacer es decírtelo en seguida. Espero que no me lo reproches demasiado.

Y se lo dijo. No tardó mucho, cuatro o cinco minutos como máximo. Ella no se movió en todo el tiempo, observándolo con una especie de terror mientras él se iba separando de ella más y más, a cada palabra.

-Eso es todo -añadió-, ya sé que es un mal momento para decírtelo, pero no hay otro modo de hacerlo. Naturalmente, te daré dinero y procuraré que estés bien cuidada. Pero no hay necesidad de armar un escándalo. No sería bueno para mi carrera.

Su primer impulso fue no creer una palabra de lo que él había dicho. Se le ocurrió que quizá él no había hablado, que era ella quien se lo había imaginado todo. Quizá si continuara su trabajo como si no hubiera oído nada, luego, cuando hubiera pasado algún tiempo, se encontraría con que nada había ocurrido.

-Prepararé la cena -dijo con voz ahogada.

Esta vez él no contestó.

Mary se levantó y cruzó la habitación. No sentía nada, excepto un poco de náuseas y mareo. Actuaba como un autómata. Bajó hasta la bodega, encendió la luz y metió la mano en el congelador, sacando el primer objeto que encontró. Lo sacó y lo miró. Estaba envuelto en papel, así que lo desenvolvió y lo miró de nuevo.

Era una pierna de cordero.

Muy bien, cenarían pierna de cordero. Subió con el cordero entre las manos y al entrar en el cuarto de estar encontró a su marido de pie junto a la ventana, de espaldas a ella.

Se detuvo.

-Por el amor de Dios -dijo él al oírla, sin volverse-, no hagas cena para mí. Voy a salir.

En aquel momento, Mary Maloney se acercó a él por detrás y sin pensarlo dos veces levantó la pierna de cordero congelada y le golpeó en la parte trasera de la cabeza tan fuerte como pudo. Fue como si le hubiera pegado con una barra de acero. Retrocedió un paso, esperando a ver qué pasaba, y lo gracioso fue que él quedó tambaleándose unos segundos antes de caer pesadamente en la alfombra.

La violencia del golpe, el ruido de la mesita al caer por haber sido empujada, la ayudaron a salir de su ensimismamiento.

Salió retrocediendo lentamente, sintiéndose fría y confusa, y se quedó por unos momentos mirando el cuerpo inmóvil de su marido, apretando entre sus dedos el ridículo pedazo de carne que había empleado para matarle.

«Bien -se dijo a sí misma-, ya lo has matado.»

Era extraordinario. Ahora lo veía claro. Empezó a pensar con rapidez. Como esposa de un detective, sabía cuál sería el castigo; de acuerdo. A ella le era indiferente. En realidad sería un descanso. Pero por otra parte. ¿Y el niño? ¿Qué decía la ley acerca de las asesinas que iban a tener un hijo? ¿Los mataban a los dos, madre e hijo? ¿Esperaban hasta el noveno mes? ¿Qué hacían?

Mary Maloney lo ignoraba y no estaba dispuesta a arriesgarse.

Llevó la carne a la cocina, la puso en el horno, encendió éste y la metió dentro. Luego se lavó las manos y subió a su habitación. Se sentó delante del espejo, arregló su cara, puso un poco de rojo en los labios y polvo en las mejillas. Intentó sonreír, pero le salió una mueca. Lo volvió a intentar.

-Hola, Sam -dijo en voz alta. La voz sonaba rara también-. Quiero patatas, Sam, y también una lata de guisantes.

Eso estaba mejor. La sonrisa y la voz iban mejorando. Lo ensayó varias veces. Luego bajó, cogió el abrigo y salió a la calle por la puerta trasera del jardín.

Todavía no eran las seis y diez y había luz en las tiendas de comestibles.

-Hola, Sam -dijo sonriendo ampliamente al hombre que estaba detrás del mostrador.

-¡Oh, buenas noches, señora Maloney! ¿Cómo está?

-Muy bien, gracias. Quiero patatas, Sam, y una lata de guisantes.

El hombre se volvió de espaldas para alcanzar la lata de guisantes.

-Patrick dijo que estaba cansado y no quería cenar fuera esta noche -le dijo-. Siempre solemos salir los jueves y no tengo verduras en casa.

-¿Quiere carne, señora Maloney?

-No, tengo carne, gracias. Hay en la nevera una pierna de cordero.

-¡Oh!

-No me gusta asarlo cuando está congelado, pero voy a probar esta vez. ¿Usted cree que saldrá bien?

-Personalmente -dijo el tendero-, no creo que haya ninguna diferencia. ¿Quiere estas patatas de Idaho?

-¡Oh, sí, muy bien! Dos de ésas.

-¿Nada más? -El tendero inclinó la cabeza, mirándola con simpatía-. ¿Y para después? ¿Qué le va a dar luego?

-Bueno. ¿Qué me sugiere, Sam?

El hombre echó una mirada a la tienda.

-¿Qué le parece una buena porción de pastel de queso? Sé que le gusta a Patrick.

-Magnífico -dijo ella-, le encanta.

Cuando todo estuvo empaquetado y pagado, sonrió agradablemente y dijo:

-Gracias, Sam. Buenas noches.

Ahora, se decía a sí misma al regresar, iba a reunirse con su marido, que la estaría esperando para cenar; y debía cocinar bien y hacer comida sabrosa porque su marido estaría cansado; y si cuando entrara en la casa encontraba algo raro, trágico o terrible, sería un golpe para ella y se volvería histérica de dolor y de miedo. ¿Es que no lo entienden? Ella no esperaba encontrar nada. Simplemente era la señora Maloney que volvía a casa con las verduras un jueves por la tarde para preparar la cena a su marido.

«Eso es -se dijo a sí misma-, hazlo todo bien y con naturalidad. Si se hacen las cosas de esta manera, no habrá necesidad de fingir.»

Por lo tanto, cuando entró en la cocina por la puerta trasera, iba canturreando una cancioncilla y sonriendo.

-¡Patrick! -llamó-, ¿dónde estás, querido? Puso el paquete sobre la mesa y entró en el cuarto de estar. Cuando le vio en el suelo, con las piernas dobladas y uno de los brazos debajo del cuerpo, fue un verdadero golpe para ella.

Todo su amor y su deseo por él se despertaron en aquel momento. Corrió hacia su cuerpo, se arrodilló a su lado y empezó a llorar amargamente. Fue fácil, no tuvo que fingir.

Unos minutos más tarde, se levantó y fue al teléfono. Sabía el número de la jefatura de Policía, y cuando le contestaron al otro lado del hilo, ella gritó:

-¡Pronto! ¡Vengan en seguida! ¡Patrick ha muerto!

-¿Quién habla?

-La señora Maloney, la señora de Patrick Maloney.

-¿Quiere decir que Patrick Maloney ha muerto?

-Creo que sí -gimió ella-. Está tendido en el suelo y me parece que está muerto.

-Iremos en seguida -dijo el hombre.

El coche vino rápidamente. Mary abrió la puerta a los dos policías. Los reconoció a los dos en seguida -en realidad conocía a casi todos los del distrito- y se echó en los brazos de Jack Nooan, llorando histéricamente. El la llevó con cuidado a una silla y luego fue a reunirse con el otro, que se llamaba O’Malley, el cual estaba arrodillado al lado del cuerpo inmóvil.

-¿Está muerto? -preguntó ella.

-Me temo que sí… ¿qué ha ocurrido?

Brevemente, le contó que había salido a la tienda de comestibles y al volver lo encontró tirado en el suelo. Mientras ella hablaba y lloraba, Nooan descubrió una pequeña herida de sangre cuajada en la cabeza del muerto. Se la mostró a O’Malley y éste, levantándose, fue derecho al teléfono.

Pronto llegaron otros policías. Primero un médico, después dos detectives, a uno de los cuales conocía de nombre. Más tarde, un fotógrafo dela Policía que tomó algunos planos y otro hombre encargado de las huellas dactilares. Se oían cuchicheos por la habitación donde yacía el muerto y los detectives le hicieron muchas preguntas. No obstante, siempre la trataron con amabilidad.

Volvió a contar la historia otra vez, ahora desde el principio. Cuando Patrick llegó ella estaba cosiendo, y él se sintió tan fatigado que no quiso salir a cenar. Dijo que había puesto la carne en el horno -allí estaba, asándose- y se había marchado a la tienda de comestibles a comprar verduras. De vuelta lo había encontrado tendido en el suelo.

-¿A qué tienda ha ido usted? -preguntó uno de los detectives.

Se lo dijo, y entonces el detective se volvió y musitó algo en voz baja al otro detective, que salió inmediatamente a la calle.

«…, parecía normal…, muy contenta…, quería prepararle una buena cena…, guisantes…, pastel de queso…, imposible que ella…»

Transcurrido algún tiempo el fotógrafo y el médico se marcharon y los otros dos hombres entraron y se llevaron el cuerpo en una camilla. Después se fue el hombre de las huellas dactilares. Los dos detectives y los policías se quedaron. Fueron muy amables con ella; Jack Nooan le preguntó si no se iba a marchar a otro sitio, a casa de su hermana, quizá, o con su mujer, que cuidaría de ella y la acostaría.

-No -dijo ella.

No creía en la posibilidad de que pudiera moverse ni un solo metro en aquel momento. ¿Les importaría mucho que se quedara allí hasta que se encontrase mejor? Todavía estaba bajo los efectos de la impresión sufrida.

-Pero ¿no sería mejor que se acostara un poco? -preguntó Jack Nooan.

-No -dijo ella.

Quería estar donde estaba, en esa silla. Un poco más tarde, cuando se sintiera mejor, se levantaría.

La dejaron mientras deambulaban por la casa, cumpliendo su misión. De vez en cuando uno de los detectives le hacía una pregunta. También Jack Nooan le hablaba cuando pasaba por su lado. Su marido, le dijo, había muerto de un golpe en la cabeza con un instrumento pesado, casi seguro una barra de hierro. Ahora buscaban el arma. El asesino podía habérsela llevado consigo, pero también cabía la posibilidad de que la hubiera tirado o escondido en alguna parte.

-Es la vieja historia -dijo él-, encontraremos el arma y tendremos al criminal.

Más tarde, uno de los detectives entró y se sentó a su lado.

-¿Hay algo en la casa que pueda haber servido como arma homicida? -le preguntó-. ¿Le importaría echar una mirada a ver si falta algo, un atizador, por ejemplo, o un jarrón de metal?

-No tenemos jarrones de metal -dijo ella.

-¿Y un atizador?

-No tenemos atizador, pero puede haber algo parecido en el garaje.

La búsqueda continuó.

Ella sabía que había otros policías rodeando la casa. Fuera, oía sus pisadas en la grava y a veces veía la luz de una linterna infiltrarse por las cortinas de la ventana. Empezaba a hacerse tarde, eran cerca de las nueve en el reloj de la repisa de la chimenea. Los cuatro hombres que buscaban por las habitaciones empezaron a sentirse fatigados.

-Jack -dijo ella cuando el sargento Nooan pasó a su lado-, ¿me quiere servir una bebida?

-Sí, claro. ¿Quiere whisky?

-Sí, por favor, pero poco. Me hará sentir mejor. Le tendió el vaso.

-¿Por qué no se sirve usted otro? -dijo ella-; debe de estar muy cansado; por favor, hágalo, se ha portado muy bien conmigo.

-Bueno -contestó él-, no nos está permitido, pero puedo tomar un trago para seguir trabajando.

Uno a uno, fueron llegando los otros y bebieron whisky. Estaban un poco incómodos por la presencia de ella y trataban de consolarla con inútiles palabras.

El sargento Nooan, que rondaba por la cocina, salió y dijo:

-Oiga, señora Maloney. ¿Sabe que tiene el horno encendido y la carne dentro?

-¡Dios mío! -gritó ella-. ¡Es verdad!

-¿Quiere que vaya a apagarlo?

-¿Sería tan amable, Jack? Muchas gracias.

Cuando el sargento regresó por segunda vez lo miró con sus grandes y profundos ojos.

-Jack Nooan -dijo.

-¿Sí?

-¿Me harán un pequeño favor, usted y los otros?

-Si está en nuestras manos, señora Maloney…

-Bien -dijo ella-. Aquí están ustedes, todos buenos amigos de Patrick, tratando de encontrar al hombre que lo mató. Deben de estar hambrientos porque hace rato que ha pasado la hora de la cena, y sé que Patrick, que en gloria esté, nunca me perdonaría que estuviesen en su casa y no les ofreciera hospitalidad. ¿Por qué no se comen el cordero que está en el horno? Ya estará completamente asado.

-Ni pensarlo -dijo el sargento Nooan.

-Por favor -pidió ella-, por favor, cómanlo. Yo no voy a tocar nada de lo que había en la casa cuando él estaba aquí, pero ustedes sí pueden hacerlo. Me harían un favor si se lo comieran. Luego, pueden continuar su trabajo.

Los policías dudaron un poco, pero tenían hambre y al final decidieron ir a la cocina y cenar. La mujer se quedó donde estaba, oyéndolos a través de la puerta entreabierta. Hablaban entre sí a pesar de tener la boca llena de comida.

-¿Quieres más, Charlie?

-No, será mejor que no lo acabemos.

-Pero ella quiere que lo acabemos, eso fue lo que dijo. Le hacemos un favor.

-Bueno, dame un poco más.

-Debe de haber sido un instrumento terrible el que han usado para matar al pobre Patrick —decía uno de ellos—, el doctor dijo que tenía el cráneo hecho trizas.

-Por eso debería ser fácil de encontrar.

-Eso es lo que a mí me parece.

-Quienquiera que lo hiciera no iba a llevar una cosa así, tan pesada, más tiempo del necesario. Uno de ellos eructó:

-Mi opinión es que tiene que estar aquí, en la casa.

-Probablemente bajo nuestras propias narices. ¿Qué piensas tú, Jack?

En la otra habitación, Mary Maloney empezó a reírse entre dientes.

martes, 9 de junio de 2020

9 JUNIO DE 1956 FUSILAMIENTOS EN JOSÉ LEÓN SUÁREZ

9 JUNIO DE 1956

FUSILAMIENTOS EN JOSÉ LEÓN 

SUÁREZ

Declararon sitio histórico al predio donde ocurrieron los ...
Se produjo un alzamiento contra el gobierno  militar del general Pedro Eugenio Aramburu, que había derrocado al presidente Perón un año antes. Algunas cifras hablan de 200 alzados entre civiles y militares y otras de 500. La represión a los rebeldes fue de una dureza inusitada, al punto que entre el 10 y los días siguientes fueron fusiladas 27 personas, incluyendo a su jefe, el general Juan José Valle. Un grupo de obreros fue secuestrado de la casa donde se habían reunido y fueron masacrados en los basurales de José León Suárez. A partir de la investigación de esa matanza, el escritor Rodolfo Walsh escribió el libro Operación 
Masacre. Elterrorismo de Estado marcaba con sangre los comienzos de un período de violencia, golpes militares y rebeliones.


domingo, 7 de junio de 2020

FRANCISCO "PACO" URONDO LA VERDAD ES LA ÚNICA REALIDAD

FRANCISCO "PACO" URONDO

LA VERDAD ES LA ÚNICA REALIDAD

La verdad es la única realidad – ZONA LIBRE RADIO 1

Del otro lado de la reja está la realidad, de
este lado de la reja también está
la realidad; la única irreal
es la reja; la libertad es real aunque no se sabe bien
si pertenece al mundo de los vivos, al
mundo de los muertos, al mundo de las
fantasías o al mundo de la vigilia, al de la
explotación o de la producción.
Los sueños, sueños son; los recuerdos, aquel
cuerpo, ese vaso de vino, el amor y
las flaquezas del amor, por supuesto, forman
parte de la realidad; un disparo en
la noche, en la frente de estos hermanos, de estos
hijos, aquellos gritos irreales de dolor real de los torturados en
el angelus eterno y siniestro en una brigada de
policía cualquiera son parte de la memoria, no suponen
necesariamente el presente, pero pertenecen a
la realidad. La única aparente
es la reja cuadriculando el cielo, el canto
perdido de un preso, ladrón o combatiente, la voz
fusilada, resucitada al tercer día en un vuelo
inmenso cubriendo la Patagonia
porque las masacres, las redenciones, pertenecen a la realidad,
como la esperanza rescatada de la pólvora, de la inocencia
estival: son la realidad, como el coraje y la
convalecencia del miedo, ese aire que se resiste a volver
después del peligro como los designios de todo un pueblo que
marcha hacia la victoria o hacia la muerte, que tropieza, que aprende a
defenderse, a rescatar lo suyo, su realidad.
Aunque parezca a veces una mentira, la única
mentira no es siquiera la traición, es
simplemente una reja que no pertenece a la realidad.

Poema escrito desde la Cárcel de Villa Devoto, en abril de 1973.

7 DE JUNIO DE 1987 MUERE: HUMBERTO COSTANTINI

7 DE JUNIO DE  1987 MUERE:
HUMBERTO COSTANTINI
Escritor argentino que nació en Lobos (provincia de Buenos Aires). Es integrante de la generación del 50, a la que pertenecen también David Viñas, Pedro G. Orgambide, Beatriz Guido, Marta Lynch .
Su producción literaria recoge prácticamente todos los géneros literarios, novela, teatro, cuento, poesía; obras en las que refleja las peculiaridades de una sociedad predominantemente urbana, a la que retrata con gran fidelidad en sus particularidades lingüísticas y psicológicas. A pesar de haber practicado esta gran variedad en su obra, Costantini destaca principalmente por su labor como cuentista. De su extensa producción destacan los títulos: De por aquí no más (1958), Un señor alto, rubio, de bigotes y Tres monólogos para teatro (ambas del año 1963), Cuestiones de la vida (1964), Una vieja historia de caminantes (1966) y Libro de Trelew (1973). Se ha hecho popularmente conocido por Háblenme de Funes (1970), una adaptación del mito de Orfeo al tango.
Humberto Costantini, el que se comprometió con la vida – Diario El ...

domingo, 31 de mayo de 2020

JUAN SASTURAIN FALTA PALMIERI

JUAN SASTURAIN

FALTA PALMIERI

La CGT le pidió al cardenal Poli iniciar el proceso para ...
El agregado comercial es un hombre joven y preferiría escuchar cualquier otra cosa esta tarde, pero al secretario del embajador le gusta Rivero con guitarras. Y cuanto más lunfardo mejor:

–Escuche Ramos lo que es eso, olvídese del sonido sucio. Esa letra: ....y en la lona de los giles, me tendió en el cuarto round– canta Beltrame. El secretario de voz finita entona sobre los graves del cantor.

El agregado no dice nada. Se levanta despacio del otro sillón de caña, coloca la novela de Soriano abierta y boca abajo a un costado, deja al secretario solo y tendido en la lona y camina hasta la ventana. Las guitarras que puntean y subrayan las amarguras tangueras de Barajando acompasan a sus espaldas mientras afuera no comienza o no termina de atardecer sobre el raleado jardín y las palmeras excesivas. En la avenida de asfalto roto con canteros de tierra roja, los taxis verdes y negros brillan como escarabajos bajo la lluvia.

–Siempre me da la impresión de que los guitarristas de Gardel tocaran bajo el agua –dice Ramos–. Parecen metidos adentro de una pileta llena, por ese ruido metálico, distorsionado que hacen las guitarras: tingui-ting, ting-tingui,tingui-ting.

–Pero estas no... –corrige el secretario.

–Ya sé que no canta Gardel, Beltrame. En estos meses me ha hecho escuchar más tango que en el resto de mi vida. Pero estas violas también suenan así...

–No. Esta grabación de Rivero no es acústica. Por la fecha; es del sesenta y pico.

–Estas también hacen tingui tingui –se obstina el agregado–. Debe ser por este puto clima...

El exabrupto no es común en el trato entre ambos y confirma que es un día muy especial, un domingo raro en que la embajada está abierta y escuchan música alevosa. Cierto mínimo sentido del pudor les impide estar tomando mate pero a esa altura casi han desagotado una preciosa botella de Legui aportada por uno de los primeros votantes.

–Ya está lloviendo otra vez –agrega Ramos, tapa la puteada anterior con un parchecito convencional–. Creo que no me voy a acostumbrar nunca.

–Yo decía lo mismo hace cuatro años –dice el secretario, interesado de repente–. Y seguro que me costó más que a usted, porque mi destino anterior fue Luxemburgo, que es otro mundo en serio. En cambio, esta humedad es como la de Buenos Aires. Como si fuera Buenos Aires.

Y el agregado siente que el otro lo descalifica: son años de servicio exterior, una ristra de países; él en cambio es un recién llegado al club.

–La verdad, una de las razones por las que quiero que pierdan hoy es que seguro nos van a mandar de vuelta. Si no, renuncio igual –exagera Ramos–. Me voy.

Hace solo ocho meses que está en la isla y se supone que debería hacer negocios, firmar acuerdos comerciales, vender zapatos y camperas de cuero, pero ya ha comprobado que –como dice en sus cartas a casa– “estos morochos son marcianos que prefieren andar en patas y solo conocen el frío por las películas”. Sin embargo, según el embajador, para superar esos detalles se supone que ha estudiado Comercio Exterior en la mejor privada.

En realidad, para Ramos, desde que llegó el único comercio exterior efectivo han sido tres oscuras excursiones a un burdel de la islita de enfrente, la misma que se apoya verde en la repisa del horizonte borroneado por la lluvia, cortado por la bandera que pende del mástil frente a la ventana.

La memoria de aquellas transacciones acordadas por señas universales acaso no sea del todo grata porque el agregado se aparta de la ventana y dice:

–Con todo respeto, Beltrame: no le parece que tenemos una bandera bastante boluda.

–Es cierto –concede imprevistamente el secretario–. Y es una cosa que uno siente de pibe. En la escuela, cuando mirábamos el cuadro de las banderas de América para el 12 de Octubre no decíamos nada pero nos parecía la más aburrida de todas.

–Con ese celestito maricón. Ni siquiera el sol es algo original. Un país de mierda como este tiene una mucho más vistosa: tiene rojo, amarillo, verde, dibujitos...

–Que no lo escuche el embajador.

–No hay peligro. Está viendo el rugby: Argentina-Francia en el Mundial.

El agregado mira el reloj:

–¿Qué hora es ahora en Buenos Aires?

Debería saberlo y tal vez lo sabe pero no le gusta hacer la cuenta. Al secretario sí, porque él es quien se comunica regularmente.

–Tenemos diez horas de diferencia.

Ramos nunca sabe si es a favor o en contra, más tarde o más temprano, sin embargo se larga a afirmar porque está harto de la espera.

–Quiere decir que allá ya se acabó todo –dice como si mirara una estrella demasiado lejana–. Levantemos y listo.

–Hay que esperar. Media hora más. Después abrimos, hacemos el acta, firmamos y mandamos un e-mail con todo.

–Es tan ridículo. Estamos acá como unos pelotudos custodiando un cajoncito como si fuera un velorio.

–¿Y a quién estamos enterrando hoy?

El agregado señala con un cabezazo el retrato del Presidente que gobierna ortodoxamente la sala desde detrás del escritorio.

–¿Les parece? Este no se va a morir nunca –dice el embajador desde la puerta de la otra sala–. Ya van a ver.

Con un gesto mínimo, un toquecito apenas al equipo, Beltrame reduce los poderosos versos de Audacia por Rivero a un susurro.

–Terminó el primer tiempo –anuncia el embajador y deja pasar a la colorida pero calladísima Tanya–. Es en diferido; todo es en diferido acá.

Y se ríe. No se puede saber si el gordo está contento por el resultado del partido, por las elecciones o porque está fuera de horario y de programa con la única mujer que trabaja en la embajada.

Ramos tiene que admitir que Tanya está muy buena, dentro del estilo de las mujeres del lugar. Las mujeres son un problema. El embajador está separado, su mujer se volvió con los hijos chicos el año pasado, Ramos es soltero, Beltrame también: “Un trolo melancólico” sospecha y escribe el agregado en sus quejosas cartas a Buenos Aires.

–¿Quién falta? –dice ahora el embajador consultando el padroncito de argentinos residentes que se han encolumnado para cumplir deberes cívicos tan lejos de casa y sin necesidad.

–Hace más de una hora que votó el último –dice el agregado comercial desde la ventana y dispuesto a irse ya.

–Sí, pero falta Palmieri –dice el secretario.

–¿Qué Palmieri?

–Palmieri, Imperio. Clase 1928 –y Beltrame señala casi al final de la lista, junto al número de documento cómicamente bajo.

–¿Quién es este viejo?

El embajador tira la pregunta con fastidio. Cree o debe creer que conoce a todos los argentinos diseminados por la isla.

–No es de la capital; es de un lugar del interior, de la selva –asegura Tanya.

Asomada sobre el hombro del secretario, señala el domicilio, uno de esos largos nombres locales impronunciables que ella pronuncia y que no dicen nada a los demás.

–Comerciante no es –se cubre el agregado.

–Bueno... Sea quien sea no va a venir ya –dice el gordo mirando la hora–. Dejémoslo ahí. Contamos los votos, hacemos el acta y usted se queda a enviar el e-mail, Beltrame...

–Esperen... –interrumpe Ramos siempre en la ventana–. Me parece que ahí viene Palmieri.

El vehículo, un viejo jeep con todas las lonas desplegadas y las ruedas cubiertas de barro se detiene en la puerta de la embajada. No llueve ya, pero el atardecer es un hecho y no se ven los rostros con claridad desde la ventana. Sin embargo, el agregado ve que el chofer que da la vuelta al jeep es un hombre joven y que la monja a la que ayuda a bajar es una especie de Madre Teresa algo encorvada pero ágil, de hábito blanco, bastón vigoroso y botas de goma amarillas desproporcionadamente grandes para su tamaño.

Dos minutos después, acompañada por el chofer y con las botas en la mano, la monja está adentro.

–Vengo a votar. Espero que no sea demasiado tarde –dice en un argentino raro, viejo, contaminado de inflexiones–. ¿Puedo pasar?

–Pase, hermana. ¿Cómo es su nombre?

–Eva me puse cuando entré a la orden. Soy la Madre Eva ahora, desde hace muchos años... –le apunta al gordo y no le erra–. Señor embajador...

–Sí.

–No quiero ensuciar el piso con las botas una vez que estoy en mi tierra... ¿Tenés un diario o algo? –dice volviéndose a la mujer.

Tanya le alcanza un periódico local y un ejemplar viejo de La Nación. La monja pone las botas encima y se queda mirando el diario.

–El camino desde la misión está muy malo en algunas partes –dice excusándose–. Aunque ha mejorado mucho con el afirmado. Hace cincuenta años no había nada en este país; ni caminos, ni agua potable ni nada. Yo le decía a Bamboli –y le toca la camisa al muchacho que la acompaña– que en la Argentina nunca llueve así. Al menos en Mendoza de donde soy yo. Pero qué puede entender él, esto es lo único que conoce, solo le queda imaginárselo.

–Claro.

Están todos a su alrededor. Nadie hace nada. Hasta que el secretario se anima:

–Bueno: viene a votar.

–Por primera vez.

Hay sonrisas. Por alguna estupida razón esa vieja monja provoca cierta actitud condescendiente, como si fuera un chico.

–Es la primera vez que voy a votar porque antes no nos dejaban y casi seguro que va a ser la última, porque tengo algo acá –y se señala el corazón– que no creo que me deje llegar muy lejos.

–No diga eso. Venga, siéntese. Usted se llama...

–Imperio Palmieri.

La monja se sienta frente al escritorio y saca una vieja libreta cívica que el secretario hojea con cuidado.

–No es un nombre común.

–Mi madre me puso Imperio por una cantante muy buena que vivió muchos años en España: Imperio Argentina.

–¿Y lo de Madre Eva?

–Lo de Eva lo elegí yo misma. No por la Eva de la Biblia, claro que no, Dios me libre y guarde. Fue por Evita, que era tan buena. Usted sabe, ella les dio el voto a las mujeres. Y fíjese lo que son las cosas: si no se hubiera muerto tan joven y yo no me hubiera hecho monja por cosas que me pasaron cuando tenía dieciocho años, la hubiera votado, pobrecita...

El secretario está a punto de interrumpirla, de decirle que no se pueden hacer comentarios políticos en esas circunstancias pero Imperio Palmieri está más allá de toda sospecha o voluntad de trasgresión.

–Hace más de cincuenta años que estoy en la misión –dice ahora–. Primero el Señor me quiso en la India, y después acá. Hay mucho que hacer. Siempre hay mucho que hacer.

–Claro–. El secretario le da el sobre con una sonrisa forzada y le indica el camino–. Ahí, en la otra habitación, están todas las boletas.

Entonces la Madre Eva, sobre en mano por primera vez, vacila:

–¿Quiénes? ¿Quiénes son?

–¿Quiénes son quiénes?

–Los candidatos, los que hay que elegir –y recupera La Nación que en sus manos arrugadas es repentinamente nueva, inédita, valiosa– ¿Están acá, se pueden conocer? Para verlos una vez al menos, cómo son. Un ratito.

–Seguro que están –dice el secretario.

El agregado comercial no sabe si reírse o qué. Pero el embajador le hace un gesto con el mentón y primero con timidez y después con absoluta vergüenza se sienta junto a Imperio Palmieri, la Madre Eva, a analizar los candidatos contra reloj.

–¿Este qué tal es? –y señala a uno subido a un palco lleno de gente.

Mientras comienza a explicar en voz baja, Ramos oye la respiración regular, siente la concentración de la vieja monja, ve de reojo el ceño perplejo del joven Bamboli, asomado, y se siente repentinamente muy bien y enseguida muy mal.

Diez minutos después, Imperio Palmieri ha votado y el embajador firma con cuidado su libreta cívica vieja y virgen. La monja les da un beso a cada uno, les acaricia la cara y sale con las botas puestas a la noche precozmente estrellada.

Finalmente abren la urna y hay empate entre los dos mayoritarios. En el acta consignan, además, tres votos en blanco y uno nulo. Ha quedado todo disperso sobre la mesa.

–Vuelvan a meter todo en la urna y mande un e-mail con el acta, Beltrame –dice el embajador–. Me voy a ver el segundo tiempo de Los Pumas.

Antes de irse con él, Tanya abre el sobre impugnado y se lleva la estampita.

viernes, 29 de mayo de 2020

29 DE MAYO DE 1265 NACE "DANTE ALIGHIERI"

29 DE MAYO DE 1265  NACE 
"DANTE ALIGHIERI"
Biografia de Dante Alighieri
(Florencia, 1265 - Rávena, 1321) Poeta italiano. Si bien sus padres, Alighiero de Bellincione y Gabriella (Bella), pertenecían a la burguesía güelfa florentina, Dante aseguró siempre que procedía de familia noble, y así lo hizo constar en el Paraíso (cantos XV y XVI), en donde trazó un vínculo familiar con su supuesto antepasado Cacciaguida, quien habría sido armado caballero por el emperador Conrado II de Suabia.
Durante sus años de estudio Dante Alighieri coincidió con el poeta Guido Cavalcanti, representante del dolce stil nuovo, unos quince años mayor que él, con quien intimó y de quien se convirtió en discípulo. Según explica en su autobiografía más o menos recreada poéticamente Vida nueva, en 1274 vio por primera vez a Beatriz Portinari, cuando ella contaba ocho años y él tan sólo uno más; el apasionado y platónico enamoramiento de Dante tendría lugar al coincidir de nuevo con ella nueve años más tarde.

En 1285 Dante tomó parte en el asedio de Poggio di Santa Cecilia, defendido por los aretinos, y dos años más tarde se trasladó a Bolonia, quizás a estudiar, si bien se tienen dudas en lo referente a su paso por la universidad de dicha ciudad. Sí hay pruebas, en cambio, de su participación, en calidad de «feritore» de a caballo, en la batalla de Campaldino, en la cual se enfrentó a los gibelinos de Arezzo.
En 1290 murió Beatriz, y un año más tarde Dante contrajo matrimonio con Gemma di Manetto, con quien tuvo cuatro hijos. En 1295 se inscribió en el gremio de médicos y boticarios, y a partir del mes de noviembre empezó a interesarse por la política municipal florentina; entre mayo y septiembre del año siguiente fue miembro del Consejo de los Ciento, y en 1298 participó en la firma del tratado de paz con Arezzo. En 1300, y en calidad de embajador, se trasladó a San Gimignano para negociar la visita de representantes de la Liga Güelfa a Florencia, y entre el 15 de junio y el 14 de agosto ocupó el cargo de prior, máxima magistratura florentina.
En octubre de 1301, y tras oponerse al envío de tropas para ayudar al papa Bonifacio VIII, Dante fue designado embajador ante el pontífice, a quien ofreció un tratado de paz. El Papa, sin embargo, lo retuvo en Roma en contra de su voluntad, con la intención de ayudar en Florencia a la facción güelfa opuesta a la de Dante, sector que a la postre se hizo con el control de la ciudad y desterró a sus oponentes. Acusado de malversación de fondos, Dante fue condenado a multa, expropiación y exilio, y más tarde a muerte en caso de que regresara a Florencia.
A partir de esta fecha Dante inició un largo exilio que iba a durar el resto de su vida: residió en Verona, Padua, Rímini, Lucca y, finalmente, Ravena, ciudad en la cual fue huésped de Guido Novello de Polenta y donde permaneció hasta su muerte.
Obras de Dante Alighieri
La influencia de la poesía trovadoresca y estilnovista sobre Dante Alighieri queda reflejada en su Vida nueva, conjunto de poemas y prosas dirigidos a Beatriz, razón de la vida del poeta y también de sus tormentos, y sus Rime Petrose, dirigidas a una amada supuesta, a la que escribe sólo para disimular ante los demás su verdadero amor. El juego poético-amoroso oscila entre la pasión imposible y la espiritualizada idealización de la figura de su amada, aunque las rígidas formas del estilnovismo adquieren una fuerza y sinceridad nuevas en manos de Dante.
El experimentalismo de los poemas de Dante Alighieri y la búsqueda consciente de un estilo propio culminarán finalmente en La Divina Comedia, una de las cumbres de la literatura universal. Escrita en tercetos, se resume en ella toda la cosmología medieval mediante la presentación del recorrido del alma de Dante, guiada primero por Virgilio y más adelante por Beatriz, en la expiación de sus pecados en tres cantos: el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso. Con un lenguaje vívido y de gran riqueza expresiva, el poeta mezcla los elementos simbólicos con referencias a personajes históricos y mitológicos, hasta construir una equilibrada y grandiosa síntesis del saber acumulado por el hombre desde la Antigüedad clásica hasta la Edad Media.

ROBERTO ARLT AGUAFUERTES PORTEÑAS YO NO TENGO LA CULPA

     ROBERTO ARLT        AGUAFUERTES PORTEÑAS     YO NO TENGO LA CULPA   Yo siempre que me ocupo de cartas de lectores, suelo admitir que se...