sábado, 7 de marzo de 2015

MAGDA PORTAL

Miedo

Miedo de decir miedo de que fluyeran en río incontenible
las palabras dulces y extrañas unas veces con sabor a sal
a yodo a olores profundos otras siniestras y terribles como
sangre recién vertida otras ay! como el agudo grito
que de salir podrá taladrar la noche

Pero estabas cerrada en tu silencio de piedra mientras
te bullía en el corazón en los ojos en los oídos todo
el tumulto de las palabras esa música jamás gustada
con tonalidades de infierno y trémolos de muerte

¿Por qué no te darían otra boca otras manos tal vez?
otros pies para ir por los caminos del mundo nueva Niobe
perseguida por el aguijón cruel de todos los deseos
cantando tu dolor diciendo tu inesperanza vertiendo a
raudales tu voz enloquecida?

En tus ojos lejanos se reflejaba el sol con los oros
temblorosos del atardecer

Blanca Varela



Morir cada día un poco más


morir cada día un poco más
recortarse las uñas
el pelo
los deseos
aprender a pensar en lo pequeño
y en lo inmenso
en las estrellas más lejanas
e inmóviles
en el cielo
manchado como un animal que huye
en el cielo
espantado por mi


ALAÍDE FOPPA


Destierro


Mi vida
es un destierro sin retorno.
No tuvo casa
mi errante infancia perdida,
no tiene tierra
mi destierro.
Mi vida navegó
en nave de nostalgia.
Viví a orillas del mar
mirando el horizonte:
hacia mi casa ignorada
pensaba zarpar un día,
y el presentido viaje
me dejó en otro puerto de partida.
¿Es el amor, acaso,
mi última rada?
Oh brazos que me hicieron prisionera,
sin darme abrigo...
También del cruel abrazo
quise escaparme.
Oh huyentes brazos,
que en vano buscaron mis manos...
Incesante fuga
y anhelo incesante
el amor no es puerto seguro.
Ya no hay tierra prometida
para mi esperanza.



IDEA VILARIÑO


El mar no es más que un pozo de agua oscura...

El mar no es más que un pozo de agua oscura,
los astros sólo son barro que brilla,
el amor, sueño, glándulas, locura,
la noche no es azul, es amarilla.

Los astros sólo son barro que brilla,
el mar no es más que un pozo de agua amarga,
la noche no es azul, es amarilla,
la noche no es profunda, es fría y larga.

El mar no es más que un pozo de agua amarga,
a pesar de los versos de los hombres,
el mar no es más que un pozo de agua oscura.

La noche no es profunda, es fría y larga;
a pesar de los versos de los hombres,
el amor, sueño, glándulas, locura.



DOS RELATOS DE
LYDIA DAVIS


La luna

Me levanto de la cama en mitad de la noche para ir al baño. La habitación en la que estoy es grande y, salvo por el perro blanco sobre el suelo, oscura. El distribuidor, ancho y largo, parece inmerso en algún tipo de crepúsculo submarino. Cuando alcanzo la puerta del baño veo que está inundado por un resplandor. La luna llena brilla, suspendida, en lo alto. Alumbra a través de la ventana e ilumina directamente el asiento del retrete, como si estuviera enviada por un dios servicial. De vuelta en la cama me echo un rato sin dormirme. La habitación se ve más iluminada de lo que estaba. Pienso que la luna ha debido dar la vuelta al edificio. Pero no, es el inicio del amanecer.




En la estación de trenes

La estación de trenes está muy concurrida. La gente camina al mismo tiempo en todas direcciones. Algunos permanecen parados. Un monje budista tibetano con la cabeza afeitada y una larga túnica color vino está en medio de la multitud, con aspecto preocupado. Yo estoy de pie, contemplándole. Tengo mucho tiempo antes de la salida de mi tren porque acabo de perder el anterior. El monje me ve mirarle. Se acerca hasta mí y me dice que está buscando el andén número 3. Sé dónde están los andenes. Le enseño el camino.
FELISBERTO HERNÁNDEZ
(Montevideo, 20 de octubre de 1902 - Montevideo, 13 de enero de 1964)

EL COCODRILO
En una noche de otoño hacía calor húmedo y yo fui a una ciudad que me era casi desconocida; la poca luz de las calles estaba atenuada por la humedad y por algunas hojas de los árboles. Entré a un café que estaba cerca de una iglesia, me senté a una mesa del fondo y pensé en mi vida. Yo sabía aislar las horas de felicidad y encerrarme en ellas; primero robaba con los ojos cualquier cosa descuidada de la calle o del interior de las casas y después la llevaba a mi soledad. Gozaba tanto al repasarla que si la gente lo hubiera sabido me hubiera odiado. Tal vez no me quedara mucho tiempo de felicidad. Antes yo había cruzado por aquellas ciudades dando conciertos de piano; las horas de dicha habían sido escasas, pues vivía en la angustia de reunir gentes que quisieran aprobar la realización de un concierto; tenía que coordinarlos, influirlos mutuamente y tratar de encontrar algún hombre que fuera activo. Casi siempre eso era como luchar con borrachos lentos y distraídos: cuando lograba traer uno el otro se me iba. Además yo tenía que estudiar y escribirme artículos en los diarios.
Desde hacía algún tiempo ya no tenía esa preocupación: alcancé a entrar en una gran casa de medias para mujer. Había pensado que las medias eran más necesarias que los conciertos y que sería más fácil colocarlas. Un amigo mío le dijo al gerente que yo tenía muchas relaciones femeninas, porque era concertista de piano y había recorrido muchas ciudades: entonces, podría aprovechar la influencia de los conciertos para colocar medias.
El gerente había torcido el gesto; pero aceptó, no sólo por la influencia de mi amigo, sino porque yo había sacado el segundo premio en las leyendas de propaganda para esas medias. Su marca era "Ilusión". Y mi frase había sido: "¿Quién no acaricia, hoy, una media Ilusión?". Pero vender medias también me resultaba muy difícil y esperaba que de un momento a otro me llamaran de la casa central y me suprimieran el viático. Al principio yo había hecho un gran esfuerzo. (La venta de medias no tenía nada que ver con mis conciertos: y yo tenía que entendérmelas nada más que con los comerciantes). Cuando encontraba antiguos conocidos les decía que la representación de una gran casa comercial me permitía viajar con independencia y no obligar a mis amigos a patrocinar conciertos cuando no eran oportunos. Jamás habían sido oportunos mis conciertos. En esta misma ciudad me habían puesto pretextos poco comunes: el presidente del Club estaba de mal humor porque yo lo había hecho levantar de la mesa de juego y me dijo que habiendo muerto una persona que tenía muchos parientes, media ciudad estaba enlutada. Ahora yo les decía: estaré unos días para ver si surge naturalmente el deseo de un concierto; pero le producía mala impresión el hecho de que un concertista vendiera medias. Y en cuanto a colocar medias, todas las mañanas yo me animaba y todas las noches me desanimaba; era como vestirse y desnudarse. Me costaba renovar a cada instante cierta fuerza grosera necesaria para insistir ante comerciantes siempre apurados. Pero ahora me había resignado a esperar que me echaran y trataba de disfrutar mientras me duraba el viático.
De pronto me di cuenta que había entrado al café un ciego con un arpa; yo le había visto por la tarde. Decidí irme antes de perder la voluntad de disfrutar de la vida; pero al pasar cerca de él volví a verlo con un sombrero de alas mal dobladas y dando vuelta los ojos hacia el cielo mientras hacia el esfuerzo de tocar; algunas cuerdas del arpa estaban añadidas y la madera clara del instrumento y todo el hombre estaban cubiertos de una mugre que yo nunca había visto. Pensé en mí y sentí depresión.
Cuando encendí la luz en la pieza de mi hotel, vi mi cama de aquellos días. Estaba abierta y sus varillas niqueladas me hacían pensar en una loca joven que se entregaba a cualquiera. Después de acostado apagué la luz pero no podía dormir. Volví a encendería y la bombita se asomó debajo de la pantalla como el globo de un ojo bajo un párpado oscuro. La apagué en seguida y quise pensar en el negocio de las medias pero seguí viendo por un momento, en la oscuridad, la pantalla de luz. Se había convertido a un color claro; después, su forma, como si fuera el alma en pena de la pantalla, empezó a irse hacia un lado y a fundirse en lo oscuro. Todo eso ocurrió en el tiempo que tardaría un secante en absorber la tinta derramada.
Al otro día de mañana, después de vestirme y animarme, fui a ver si el ferrocarril de la noche me había traído malas noticias. No tuve carta ni telegrama. Decidí recorrer los negocios de una de las calles principales. En la punta de esa calle había una tienda. Al entrar me encontré en una habitación llena de trapos y chucherías hasta el techo. Sólo había un maniquí desnudo, de tela roja, que en vez de cabeza tenía una perilla negra. Golpeé las manos y en seguida todos los trapos se tragaron el ruido. Detrás del maniquí apareció una niña, como de diez años, que me dijo con mal modo:
-¿Qué quieres?
-¿Está el dueño?
-No hay dueño. La que manda es mi mamá.
-¿Ella no está?
-Fue a lo de doña Vicenta y viene en seguida.
Apareció un niño como de tres años. Se agarró de la pollera de la hermana y se quedaron un rato en fila, el maniquí, la niña y el niño. Yo dije:
-Voy a esperar.
La niña no contestó nada. Me senté en un cajón y empecé a jugar con el hermanito. Recordé que tenía un chocolatín de los que había comprado en el cine y lo saqué del bolsillo. Rápidamente se acercó el chiquilín y me lo quitó. Entonces yo me puse las manos en la cara y fingí llorar con sollozos. Tenía tapados los ojos y en la oscuridad que había en el hueco de mis manos abrí pequeñas rendijas y empecé a mirar al niño. Él me observaba inmóvil y yo cada vez lloraba más fuerte. Por fin él se decidió a ponerme el chocolatín en la rodilla. Entonces yo me reí y se lo di. Pero al mismo tiempo me di cuenta que yo tenía la cara mojada.
Salí de allí antes que viniera la dueña. Al pasar por una joyería me miré en un espejo y tenía los ojos secos. Después de almorzar estuve en el café; pero vi al ciego del arpa revolear los ojos hacia arriba y salí en seguida. Entonces fui a una plaza solitaria de un lugar despoblado y me senté en un banco que tenía enfrente un muro de enredaderas. Allí pensé en las lágrimas de la mañana. Estaba intrigado por el hecho de que me hubieran salido; y quise estar solo como si me escondiera para hacer andar un juguete que sin querer había hecho funcionar, hacía pocas horas. Tenía un poco de vergüenza ante mí mismo de ponerme a llorar sin tener pretexto, aunque fuera en broma, como lo había tenido en la mañana. Arrugué la nariz y los ojos, con un poco de timidez para ver si me salían las lágrimas; pero después pensé que no debería buscar el llanto como quien escurre un trapo; tendría que entregarme al hecho con más sinceridad; entonces me puse las manos en la cara. Aquella actitud tuvo algo de serio; me conmoví inesperadamente; sentí como cierta lástima de mí mismo y las lágrimas empezaron a salir.
Hacía rato que yo estaba llorando cuando vi que de arriba del muro venían bajando dos piernas de mujer con medias "Ilusión" semibrillantes. Y en seguida noté una pollera verde que se confundía con la enredadera. Yo no había oído colocar la escalera. La mujer estaba en el último escalón y yo me sequé rápidamente las lágrimas; pero volví a poner la cabeza baja y como si estuviese pensativo. La mujer se acercó lentamente y se sentó a mi lado. Ella había bajado dándome la espalda y yo no sabía cómo era su cara. Por fin me dijo:
-¿Qué le pasa? Yo soy una persona en la que usted puede confiar...
Transcurrieron unos instantes. Yo fruncí el entrecejo como para esconderme y seguir esperando. Nunca había hecho ese gesto y me temblaban las cejas. Después hice un movimiento con la mano como para empezar a hablar y todavía no se me había ocurrido qué podría decirle. Ella tomó de nuevo la palabra:
-Hable, hable nomás. Yo he tenido hijos y sé lo que son penas.
Yo ya me había imaginado una cara para aquella mujer y aquella pollera verde. Pero cuando dijo lo de los hijos y las penas me imaginé otra. Al mismo tiempo dije:
-Es necesario que piense un poco.
Ella contestó:
-En estos asuntos, cuanto más se piensa es peor.
De pronto sentí caer, cerca de mí, un trapo mojado. Pero resultó ser una gran hoja de plátano cargada de humedad. Al poco rato ella volvió a preguntar:
-Dígame la verdad, ¿cómo es ella?
Al principio a mí me hizo gracia. Después me vino a la memoria una novia que yo había tenido. Cuando yo no la quería acompañar a caminar por la orilla de un arroyo -donde ella se había paseado con el padre cuando él vivía- esa novia mía lloraba silenciosamente. Entonces, aunque yo estaba aburrido de ir siempre por el mismo lado, condescendía. Y pensando en esto se me ocurrió decir a la mujer que ahora tenía al lado:
-Ella era una mujer que lloraba a menudo.
Esta mujer puso sus manos grandes y un poco coloradas encima de la pollera verde y se rió mientras me decía:
-Ustedes siempre creen en las lágrimas de las mujeres.
Yo pensé en las mías; me sentí un poco desconcertado, me levanté del banco y le dije:
-Creo que usted está equivocada. Pero igual le agradezco el consuelo.
Y me fui sin mirarla.
Al otro día, cuando ya estaba bastante adelantada la mañana, entré a una de las tiendas más importantes. El dueño extendió mis medias en el mostrador y las estuvo acariciando con sus dedos cuadrados un buen rato. Parecía que no oía mis palabras. Tenía las patillas canosas como si se hubiera dejado en ellas el jabón de afeitar. En esos instantes entraron varias mujeres; y él, antes de irse, me hizo señas de que no me compraría, con uno de aquellos dedos que habían acariciado las medías. Yo me quedé quieto y pensé en insistir; tal vez pudiera entrar en conversación con él, más tarde, cuando no hubiera gente; entonces le hablaría de un yugo que disuelto en agua le teñiría las patillas. La gente no se iba y yo tenía una impaciencia desacostumbrada; hubiera querido salir de aquella tienda, de aquella ciudad y de aquella vida. Pensé en mi país y en muchas cosas más. Y de pronto, cuando ya me estaba tranquilizando, tuve una idea: "¿Qué ocurriría si yo me pusiera a llorar aquí, delante de toda la gente?". Aquello me pareció muy violento; pero yo tenía deseos, desde hacía algún tiempo, de tantear el mundo con algún hecho desacostumbrado; además yo debía demostrarme a mí mismo que era capaz de una gran violencia. Y antes de arrepentirme me senté en una sillita que estaba recostada al mostrador; y rodeado de gente, me puse las manos en la cara y empecé a hacer ruido de sollozos. Casi simultáneamente una mujer soltó un grito y dijo: "Un hombre está llorando". Y después oí el alboroto y pedazos de conversación: "Nena, no te acerques"... "Puede haber recibido alguna mala noticia"... "Recién llegó el tren y la correspondencia no ha tenido tiempo"... "Puede haber recibido la noticia por telegrama"... Por entre los dedos vi una gorda que decía: "Hay que ver cómo está el mundo. ¡Si a mí no me vieran mis hijos, yo también lloraría!". Al principio yo estaba desesperado porque no me salían lágrimas; y hasta pensé que lo tomarían como una burla y me llevarían preso. Pero la angustia y la tremenda fuerza que hice me congestionaron y fueron posibles las primeras lágrimas. Sentí posarse en mi hombro una mano pesada y al oír la voz del dueño reconocí los dedos que habían acariciado las medias. Él decía:
-Pero compañero, un hombre tiene que tener más animo...
Entonces yo me levanté como por un resorte; saqué las dos manos de la cara, la tercera que tenía en el hombro, y dije con la cara todavía mojada:
-¡Pero si me va bien! ¡Y tengo mucho ánimo! Lo que pasa es que a veces me viene esto; es como un recuerdo...
A pesar de la expectativa y del silencio que hicieron para mis palabras, oí que una mujer decía:
-¡Ay! Llora por un recuerdo...
Después el dueño anunció:
-Señoras, ya pasó todo.
Yo me sonreía y me limpiaba la cara. En seguida se removió el montón de gente y apareció una mujer chiquita, con ojos de loca, que me dijo:
-Yo lo conozco a usted. Me parece que lo vi en otra parte y que usted estaba agitado.
Pensé que ella me habría visto en un concierto sacudiéndome en un final de programa; pero me callé la boca. Estalló conversación de todas las mujeres y algunas empezaron a irse. Se quedó conmigo la que me conocía. Y se me acercó otra que me dijo:
-Ya sé que usted vende medias. Casualmente yo y algunas amigas mías...
Intervino el dueño:
-No se preocupe, señora (y dirigiéndose a mí): Venga esta tarde.
-Me voy después del almuerzo. ¿Quiere dos docenas?
-No, con media docena...
-La casa no vende por menos de una...
Saqué la libreta de ventas y empecé a llenar la hoja del pedido escribiendo contra el vidrio de una puerta y sin acercarme al dueño. Me rodeaban mujeres conversando alto. Yo tenía miedo que el dueño se arrepintiera. Por fin firmó el pedido y yo salí entre las demás personas.
Pronto se supo que a mí me venía "aquello" que al principio era como un recuerdo. Yo lloré en otras tiendas y vendí más medias que de costumbre. Cuando ya había llorado en varias ciudades mis ventas eran como las de cualquier otro vendedor.
Una vez me llamaron de la casa central -yo ya había llorado por todo el norte de aquel país- esperaba turno para hablar con el gerente y oí desde la habitación próxima lo que decía otro corredor:
-Yo hago todo lo que puedo; ¡pero no me voy a poner a llorar para que me compren!
Y la voz enferma del gerente le respondió:
-Hay que hacer cualquier cosa; y también llorarles...
El corredor interrumpió:
-Pero a mí no me salen lágrimas!
Y después de un silencio, el gerente:
-¿Cómo, y quién le ha dicho?
-¡Sí! Hay uno que llora a chorros...
La voz enferma empezó a reírse con esfuerzo y haciendo intervalos de tos. Después oí chistidos y pasos que se alejaron.
Al rato me llamaron y me hicieron llorar ante el gerente, los jefes de sección y otros empleados. Al principio, cuando el gerente me hizo pasar y las cosas se aclararon, él se reía dolorosamente y le salían lágrimas. Me pidió, con muy buenas maneras, una demostración; y apenas accedí entraron unos cuantos empleados que estaban detrás de la puerta. Se hizo mucho alboroto y me pidieron que no llorara todavía. Detrás de una mampara, oí decir:
-Apúrate, que uno de los corredores va a llorar.
-¿Y por qué?
-¡Yo qué sé!
Yo estaba sentado al lado del gerente, en su gran escritorio; habían llamado a uno de los dueños, pero él no podía venir. Los muchachos no se callaban y uno había gritado: "Que piense en la mamita, así llora más pronto". Entonces yo le dije al gerente.
-Cuando ellos hagan silencio, lloraré yo.
Él, con su voz enferma, los amenazó y después de algunos instantes de relativo silencio yo miré por una ventana la copa de un árbol -estábamos en un primer piso- , me puse las manos en la cara y traté de llorar. Tenía cierto disgusto. Siempre que yo había llorado los demás ignoraban mis sentimientos; pero aquellas personas sabían que yo lloraría y eso me inhibía. Cuando por fin me salieron lágrimas saqué una mano de la cara para tomar el pañuelo y para que me vieran la cara mojada. Unos se reían y otros se quedaban serios; entonces yo sacudí la cara violentamente y se rieron todos. Pero en seguida hicieron silencio y empezaron a reírse. Yo me secaba las lágrimas mientras la voz enferma repetía: "Muy bien, muy bien". Tal vez todos estuvieron desilusionados. Y yo me sentía como una botella vacía y chorreada; quería reaccionar, tenía mal humor y ganas de ser malo. Entonces alcancé al gerente y le dije:
-No quisiera que ninguno de ellos utilizara el mismo procedimiento para la venta de medias y desearía que la casa reconociera mi... iniciativa y que me diera exclusividad por algún tiempo.
-Venga mañana y hablaremos de eso.
Al otro día el secretario ya había preparado el documento y leía: "La casa se compromete a no utilizar y a hacer respetar el sistema de propaganda consistente en llorar..." Aquí los dos se rieron y el gerente dijo que aquello estaba mal. Mientras redactaban el documento, yo fui paseándome hasta el mostrador. Detrás de él había una muchacha que me habló mirándome y los ojos parecían pintados por dentro.
-¿Así que usted llora por gusto?
-Es verdad.
-Entonces yo sé más que usted. Usted mismo no sabe que tiene una pena.
Al principio yo me quedé pensativo; y después le dije:
-Mire: no es que yo sea de los más felices; pero sé arreglarme con mi desgracia y soy casi dichoso.
Mientras me iba -el gerente me llamaba- alcancé a ver la mirada de ella: la había puesto encima de mí como si me hubiera dejado una mano en el hombro.
Cuando reanudé las ventas, yo estaba en una pequeña ciudad. Era un día triste y yo no tenía ganas de llorar. Hubiera querido estar solo, en mi pieza, oyendo la lluvia y pensando que el agua me separaba de todo el mundo. Yo viajaba escondido detrás de una careta con lágrimas; pero yo tenía la cara cansada.
De pronto sentí que alguien se había acercado preguntándome:
-¿Qué le pasa?
Entonces yo, como el empleado sorprendido sin trabajar, quise reanudar mi tarea y poniéndome las manos en la cara empecé a hacer los sollozos.
Ese año yo lloré hasta diciembre, dejé de llorar en enero y parte de febrero, empecé a llorar de nuevo después de carnaval. Aquel descanso me hizo bien y volví a llorar con ganas. Mientras tanto yo había extrañado el éxito de mis lágrimas y me había nacido como cierto orgullo de llorar. Eran muchos más los vendedores; pero un actor que representara algo sin previo aviso y convenciera al público con llantos...
Aquel nuevo año yo empecé a llorar por el oeste y llegué a una ciudad donde mis conciertos habían tenido éxito; la segunda vez que estuve allí, el público me había recibido con una ovación cariñosa y prolongada; yo agradecía parado junto al piano y no me dejaban sentar para iniciar el concierto. Seguramente que ahora daría, por lo menos, una audición. Yo lloré allí, por primera vez, en el hotel más lujoso; fue a la hora del almuerzo y en un día radiante. Ya había comido y tomado café, cuando de codos en la mesa, me cubrí la cara con las manos. A los pocos instantes se acercaron algunos amigos que yo había saludado; los dejé parados algún tiempo y mientras tanto, una pobre vieja -que no sé de dónde había salido- se sentó a mi mesa y yo la miraba por entre los dedos ya mojados. Ella bajaba la cabeza y no decía nada; pero tenía una cara tan triste que daban ganas de ponerse a llorar...
El día en que yo di mi primer concierto tenía cierta nerviosidad que me venía del cansancio; estaba en la última obra de la primera parte del programa y tomé uno de los movimientos con demasiada velocidad; ya había intentado detenerme; pero me volví torpe y no tenía bastante equilibrio ni fuerza; no me quedó otro recurso que seguir; pero las manos se me cansaban, perdía nitidez, y me di cuenta de que no llegaría al final. Entonces, antes de pensarlo, ya había sacado las manos del teclado y las tenía en la cara; era la primera vez que lloraba en escena.
Al principio hubo murmullos de sorpresa y no sé por qué alguien intentó aplaudir, pero otros chistaron y yo me levanté. Con una mano me tapaba los ojos y con la otra tanteaba el piano y trataba de salir del escenario. Algunas mujeres gritaron porque creyeron que me caería en la platea; y ya iba a franquear una puerta del decorado, cuando alguien, desde el paraíso me gritó:
-¡¡Cocodriiilooooo!!
Oí risas; pero fui al camerín, me lavé la cara y aparecí en seguida y con las manos frescas terminé la primera parte. Al final vinieron a saludarme muchas personas y se comentó lo de "cocodrilo". Yo les decía:
-A mí me parece que el que me gritó eso tiene razón: en realidad yo no sé por qué lloro; me viene el llanto y no lo puedo remediar, a lo mejor me es tan natural como lo es para el cocodrilo. En fin, yo no sé tampoco por qué llora el cocodrilo.
Una de las personas que me habían presentado tenía la cabeza alargada; y como se peinaba dejándose el pelo parado, la cabeza hacía pensar en un cepillo. Otro de la rueda lo señaló y me dijo:
-Aquí, el amigo es médico. ¿Qué dice usted, doctor?
Yo me quedé pálido. Él me miró con ojos de investigador policial y me preguntó:
-Dígame una cosa: ¿cuándo llora más usted, de día o de noche?
Yo recordé que nunca lloraba en la noche porque a esa hora no vendía, y le respondí:
-Lloro únicamente de día.
No recuerdo las otras preguntas. Pero al final me aconsejó:
-No coma carne. Usted tiene una vieja intoxicación.
A los pocos días me dieron una fiesta en el club principal. Alquilé un frac con chaleco blanco impecable y en el momento de mirarme al espejo pensaba: "No dirán que este cocodrilo no tiene la barriga blanca. ¡Caramba! Creo que ese animal tiene papada como la mía. Y es voraz..."
Al llegar al Club encontré poca gente. Entonces me di cuenta que había llegado demasiado temprano. Vi a un señor de la comisión y le dije que deseaba trabajar un poco en el piano. De esa manera disimularía el madrugón. Cruzamos una cortina verde y me encontré en una gran sala vacía y preparada para el baile. Frente a la cortina y al otro extremo de la sala estaba el piano. Me acompañaron hasta allí el señor de la comisión y el conserje; mientras abrían el piano -el señor tenía cejas negras y pelo blanco- me decía que la fiesta tendría mucho éxito, que el director del liceo -amigo mío- diría un discurso muy lindo y que él ya lo había oído; trató de recordar algunas frases, pero después decidió que sería mejor no decirme nada. Yo puse las manos en el piano y ellos se fueron. Mientras tocaba pensé: "Esta noche no lloraré... quedaría muy feo... el director del liceo es capaz de desear que yo llore para demostrar el éxito de su discurso. Pero yo no lloraré por nada del mundo".
Hacía rato que veía mover la cortina verde; y de pronto salió de entre sus pliegues una muchacha alta y de cabellera suelta; cerró los ojos como para ver lejos; me miraba y se dirigía a mí trayendo algo en una mano; detrás de ella apareció una sirvienta que la alcanzó y le empezó a hablar de cerca. Yo aproveché para mirarle las piernas y me di cuenta que tenía puesta una sola media; a cada instante hacía movimientos que indicaban el fin de la conversación; pero la sirvienta seguía hablándole y las dos volvían al asunto como a una golosina. Yo seguí tocando el piano y mientras ellas conversaban tuve tiempo de pensar: "¿Qué querrá con la media?... ¿Le habrá salido mala y sabiendo que yo soy corredor...? Y tan luego en esta fiesta!"
Por fin vino y me dijo:
-Perdone, señor, quisiera que me firmara una media.
Al principio me reí; y en seguida traté de hablarle como si ya me hubieran hecho ese pedido otras veces. Empecé a explicarle cómo era que la media no resistía la pluma; yo ya había solucionado eso firmando una etiqueta y después la interesada la pegaba en la media. Pero mientras daba estas explicaciones mostraba la experiencia de un antiguo comerciante que después se hubiera hecho pianista. Ya me empezaba a invadir la angustia, cuando ella se sentó en la silla del piano, y al ponerse la media me decía:
-Es una pena que usted me haya resultado tan mentiroso... debía haberme agradecido la idea.
Yo había puesto los ojos en sus piernas; después los saqué y se me trabaron las ideas. Se hizo un silencio de disgusto. Ella, con la cabeza inclinada, dejaba caer el pelo; y debajo de aquella cortina rubia, las manos se movían como si huyeran. Yo seguía callado y ella no terminaba nunca. Al fin la pierna hizo un movimiento de danza, y el pie, en punta, calzó el zapato en el momento de levantarse, las manos le recogieron el pelo y ella me hizo un saludo silencioso y se fue.
Cuando empezó a entrar gente fui al bar. Se me ocurrió pedir whisky. El mozo me nombró muchas marcas y como yo no conocía ninguna le dije:
-Deme de esa última.
Trepé a un banco del mostrador y traté de no arrugarme la cola del frac. En vez de cocodrilo debía parecer un loro negro. Estaba callado, pensaba en la muchacha de la media y me trastornaba el recuerdo de sus manos apuradas.
Me sentí llevado al salón por el director del liceo. Se suspendió un momento el baile y él dijo su discurso. Pronunció varias veces las palabras "avatares" y "menester". Cuando aplaudieron yo levanté los brazos como un director de orquesta antes de "atacar" y apenas hicieron silencio dije:
-Ahora que debía llorar no puedo. Tampoco puedo hablar y no puedo dejar por más tiempo separados los que han de juntarse para bailar-. Y terminé haciendo una cortesía.
Después de mi vuelta, abracé al director del liceo y por encima de su hombro vi la muchacha de la media. Ella me sonrió y levantó su pollera del lado izquierdo y me mostró el lugar de la media donde había pegado un pequeño retrato mío recortado de un programa. Yo me sentí lleno de alegría pero dije una idiotez que todo el mundo repitió:
-Muy bien, muy bien, la pierna del corazón.
Sin embargo yo me sentí dichoso y fui al bar. Subí de nuevo a un banco y el mozo me preguntó:
-¿Whisky Caballo Blanco?
Y yo, con el ademán de un mosquetero sacando una espada:
-Caballo Blanco o Loro Negro.
Al poco rato vino un muchacho con una mano escondida en la espalda:
-El Pocho me dijo que a usted no le hace mala impresión que le digan "Cocodrilo".
-Es verdad, me gusta.
Entonces él sacó la mano de la espalda y me mostró una caricatura. Era un gran cocodrilo muy parecido a mí; tenía una pequeña mano en la boca, donde los dientes eran un teclado; y de la otra mano le colgaba una media; con ella se enjugaba las lágrimas.
Cuando los amigos me llevaron a mi hotel yo pensaba en todo lo que había llorado en aquel país y sentía un placer maligno en haberlos engañado; me consideraba como un burgués de la angustia. Pero cuando estuve solo en mi pieza, me ocurrió algo inesperado: primero me miré en el espejo; tenía la caricatura en la mano y alternativamente miraba al cocodrilo y a mi cara. De pronto y sin haberme propuesto imitar al cocodrilo, mi cara, por su cuenta, se echó a llorar. Yo la miraba como a una hermana de quien ignoraba su desgracia. Tenía arrugas nuevas y por entre ellas corrían las lágrimas. Apagué la luz y me acosté. Mi cara seguía llorando; las lágrimas resbalaban por la nariz y caían por la almohada. Y así me dormí. Cuando me desperté sentí el escozor de las lágrimas que se habían secado. Quise levantarme y lavarme los ojos; pero tuve miedo que la cara se pusiera a llorar de nuevo. Me quedé quieto y hacía girar los ojos en la oscuridad, como aquel ciego que tocaba el arpa.
WISLAWA SZYMBORSKA

Prospecto

Soy un tranquilizante.
Funciono en casa,
Soy eficaz en la oficina,
me siento en los exámenes,
Comparezco ante los tribunales,
pego cuidadosamente las tazas rotas:
sólo tienes que tomarme,
¡ disolverme bajo la lengua,
tragarme,
sólo tienes que beber un poco de agua.
Sé qué hacer con la desgracia,
cómo sobrellevar una mala noticia,
disminuir la injusticia,
iluminar la ausencia de Dios,
escoger un sombrero de luto que quede bien con una cara.
A qué esperas,
confía en la piedad química.
Eres todavía un hombre (una mujer) joven,
deberías sentar la cabeza de algún modo.
¿Quién ha dicho
que la vida hay que vivirla arriesgadamente?
Entrégame tu abismo,
lo cubriré de sueño,
me estarás agradecido (agradecida)
por haber caído de pies.
Véndeme tu alma.
No habrá más comprador.
Ya no hay otro demonio.

SILVIA TOMASA RIVERA
CAZADOR

Allá, muy cerca de las altas fronteras
(en el noreste)
un hombre solo caza venados.
No ha encontrado ni uno, pero él sabe
que por ahí rondan en las noches
y se bañan en los rayos de luna.
Se lo dijeron su abuelo y su padre
y un viejo alucinado que bajaba de la montaña
a contar historias: decía que había matado una venada
y cuando se acercó tenía la piel y la boca de mujer,
todo en ella era suave y le dio miedo,
y no quiso arrastrarla. La acarició completa
y la enterró en el monte, pero sus ojos no pudo cerrarlos. Por eso venía algunas noches a tomar café
(cuando el miedo lo ponía lunático),
huyendo de la muerte y de los ojos ardientes del venado.
Corría 1964 y el hombre -entonces niño-
miraba las estrellas por sobre las altas palmeras
en la boca de la selva negra.
Eso era en La Huasteca, aquellos años.
La palabra ecología no estaba en el diccionario,
o él nunca la vio. La escuela estaba lejos y los caballos
no eran un transporte, sólo bestias de carga y de trabajo.
No hubo cien, ni doscientos ni trescientos hombres, que se plantaran
frente a los taladores de bosques.
No era que no les importaran sus tierras y su monte.
Era que estaban preocupados por el despliegue
del ejército a lo largo de las carreteras;
causa del abigeato: medio de subsistencia natural
en aquel tiempo, allá en La Huasteca.
No extrañaba a su madre, tampoco fue al entierro
porque la tosferina quemaba sus pulmones.
Una epidemia entre tantas; se salvó de morir.
Así creció, sin ella, apenas con su padre
y un rifle colgado de la viga. Solo,
a merced del aullido a veces del coyote
a veces de hombre perdido-en-la-noche buscando venado.
Claro que en aquel entonces los venados
corrían en manadas a los ojos del hombre
y encandilados con lámparas de aceite
danzaban sobre huizaches;
ofrendándose libres a la hoguera.
Era fácil morir (tal como ahora): arriba el ciervo entre árboles y ríos
abajo el hombre entre la identidad y las carreteras,
teniendo que aguantar el descampado petrolero.
Pero ellos: los otros. no pudieron acabar con el bosque.
(Ni los soldados con el abigeate). Cuestión de desengrapar los lienzos de alambre, martillar las púas
y el ganado sale -uno por uno- burlando las garitas.
Otra más, recuerda el hombre, sitiado
por los cuatro costados de la historia.
"Tú eres mi esperanza, tendrás que irte de aquí"
-dijo su padre- mientras lo subían a golpes de conciencia en una camioneta del ejército.
Pero en 1964, él tenía 10 años
y los niños escuchan lo que quieren.
De modo que no fue a ninguna parte; ni buscó sus raíces.
por eso estaba allí, al pie de su tierra: alucinado.
En la planicie los hombres traficaban con reses
con aves, con mujeres...
Pero él vivía solo, en la montaña
muy cerca de las altas fronteras. Venteando venados.

7 DE MARZO DE 1955 NACE
SILVIA TOMASA RIVERA
nació en El Higo, Veracruz, México, el 7 de marzo de 1955. Fue coordinadora de los talleres de literatura del CREA. Colaboradora de El Nacional, Gilgamesh, La Gaceta del FCE, La Jornada, Nexos, Punto de Partida, Sábado, y Siempre!.


Ha publicado los siguientes libros de poesía: Poemas al desconocido/Poemas a la desconocida (1985), Apuntes de abril (1986), El tiempo tiene miedo (1987), Duelo de espadas (antología, 1988), Por el camino del mar, Camino de piedra (1988), La rebelión de los solitarios/El sueño de Valquiria y Alta montaña (1997).Los caballos del mar, IVEC, Atarazanas, 2000. || Luna trashumante, UANL, 2006.
También ha incursionado en el teatro. Alex y los monstruos de la lomita (obra para niños ganadora del Premio INBA-Gobierno de Coahuila, 1991) y Vuelo de sombras (1994).
Mención honorífica en el premio Poesía Joven de México (1983). Premio Nacional de Poesía "Paula de Allende" con el libro Por el camino del mar, camino de piedra (Querétaro, 1987), Premio de Poesía Alfonso Reyes (1991), Premio Carlos Pellicer a obra publicada (1997) y Premio Nacional de Poesía "Jaime Sabines" (Chiapas, 1990). Fue becaria del INBA (1982-83) en poesía y miembro del SNCA desde 1994.

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SILVIA TOMASA RIVERA
UN ACTO DE VIOLENCIA
01/11/2002

Para mi hermano Horacio Rivera del Angel.

El verdadero dolor no sale, estamos enganchados a él desde la parte más íntima donde no hay género sexual ni moral ni utopía; en la desnudez del alma donde nadie entra, donde todos somos doble A. Regresar al punto del inicio no es toparse con el recuerdo, es vivir la realidad de nueva cuenta, destapar la botella, el ligazo. Un desequilibrio emocional. La enfermedad del dolor no tiene cara y no la cura el tiempo como a la vieja reuma, sólo la envuelve, la disfraza ocultándola a los ojos de todos.
Hay que aprender a vivir con la enfermedad. Hoy no me duele (tanto), mañana quién sabe. En cualquiera de las formas que se presente, la muerte siempre será para la cultura occidental un acto de violencia.
Cuando murió mi hermano Ariel Rivera del Angel, el Negro, alguien me dijo que estableciera con él una relación espiritual. No lo entendí entonces. Ahora sé que la única forma de relacionarnos con nuestros muertos es por medio del espíritu. Pero cuando sucede el acto de violencia, y no podemos ya tocar sus cuerpos y atraerlos a nuestra mesa y a nuestra cama, nosotros también morimos con ellos. Instintivamente nos cerramos a la vida y a sus pasiones. Nos volvemos muy frágiles y vivimos para lo esencial. La realidad comienza a distorsionarse, es como el amor a la inversa, la gente que nos quiere empieza a girar a nuestro alrededor sin darse cuenta de que lo único que deseamos es estar solos, solos con nuestro duelo. La verdadera caída del veinte viene tiempo después, cuando tenemos que integrarnos a nuestras labores cotidianas sin el ser que amamos, es decir, el que se nos murió. Así de claro, sin ningún paliativo de metáforas. La muerte de mi hermano fue definitivamente un parteaguas en mi vida. Nunca volví a ser la misma.
El Negro tenía treinta años cuando murió, ahogado en el mar de Puerto Escondido; yo tenía treinta y tres. Soy la mayor de siete hermanos (ahora seis) de una familia de ganaderos de la Huasteca veracruzana. Pero como nací mujer, mi padre ordenó desde niños que el mayor debía ser el Negro, y él asumió el mayorazgo con gran responsabilidad; actitud que a mí me quitó un peso de encima. En otras cosas tuvo sus desventajas, pero el Negro era el hombre y eso me dio la libertad de ser mujer, aunque de todas maneras hasta la adolescencia mi padre quiso que montara a caballo, los acompañara a recorrer el rancho y arriar las vacas al potrero vestida de niño.
Fue el Negro precisamente quien le dijo a mi padre que a mí ya me había bajado la regla y que ciertos días del mes yo no podría trabajar con ellos porque los vaqueros se podrían dar cuenta. A lo que mi padre respondió que eso no tenía importancia, que me pusiera una almohada encima de la silla de montar y asunto arreglado. Así era mi papá, todo lo que sabía de mí era a través del Negro; a él le dije mis primeros poemas y siempre estuvimos juntos hasta que murió. Yo me vine primero a México, y el único que sabía de ese viaje era el Negro. El me cubrió la espalda toda su vida. No podía estar sin él. Ya instalada en la ciudad le escribí y le dije que se viniera a estudiar y que viviéramos juntos. Aunque parezca extraño, mi padre mandó a todos mis hermanos a la universidad; yo fui la excepción, pero igual salí del rancho en estampida con un libro de poemas en el fondo de la maleta. El Negro estudiaba economía y yo escribía poemas, los dos trabajábamos.
Nos casamos y nos divorciamos y seguimos viviendo juntos. Éramos como un matrimonio. Lo único que nos faltó hacer fue sexo. Por lo demás el Negro fue el hombre de mi vida. Y hasta ahora no ha habido terapia que me haga opinar lo contrario. Digo que su muerte fue un parteaguas porque yo era otra: alegre y abierta, segura y desinhibida. Tenía un grupo de amigos que amaba, que aún amo; salíamos, cenábamos y leíamos versos Ilya de Gortari, Jaime López, José Joaquín Blanco, Emelina Paniagua y Manuel Fernández Perera. Siempre me veía con Gabriela Becerra, Lucía Alvarez Enríquez y Marcelita Fuentes Beráin. Todos nos queríamos. José Joaquín Blanco es un sabio: me enseñó a poner puntos y comas. Me abrió puertas y me enseñó a tener confianza en mí misma, algo que parece intransferible. Poco tiempo después conocí a Eli de Gortari, gran amigo. "Eres una pueblerina con suerte", me decía, "te viniste del rancho a Coyoacán. Necesitas viajar para que seas una mujer de mundo". En ese tiempo yo era novia del poeta Jaime Reyes —-también muerto— y me decía que yo era la niña de sus ojos. Como podrán ver, me sentía en los cuernos de la luna. Todo el tiempo estaba en los periódicos y me negaba a dar entrevistas por televisión porque me decían los envidiosos que me veía muy gorda y ustedes saben que la vanidad no conoce límites.
El Negro ya era economista y en aquel tiempo los economistas tenían buenos empleos. Era él quien me financiaba la existencia. Nunca fui vegetariana, es difícil para un huasteco ser vegetariano. Siempre me gustó el buen vino y el jamón serrano que mi hermano me traía de Perote. José Joaquín Blanco me invitaba a comer y cenaba quesadillas con Ilya de Gortari, él con ron y yo con vino tinto. Tenía un trabajo simbólico en una institución: era coordinadora de talleres literarios. Sonaba bien. Mi hijo Alex (ahora de veintitrés años) iba a una escuela cara de Coyoacán y. para mejor suerte, tenía buenas relaciones con mi exmarido el doctor Acuña (qué más podía pedir, pues quería viajar, como me decía Eli). "Voy a ir a Italia", le dije una noche a Ilya de Gortari, mi primer editor, mi confidente. "Quiero conocer Piamonte, la tierra de Cesare pavese". Yo escribí Duelo de Espadas después de leer a Cesare Pavese. Cuando una bestia no sabe trabajar y se le tiene sólo para la remonta le place destruir. Trabajar cansa. 1988 fue un gran año. Me dieron el Premio Nacional de Poesía Jaime Sabines. Yo había conocido a Sabines años atrás, cuando la UNAM y Bellas Artes le hicieron el homenaje por sus 60 años en el MUNAL (Museo Nacional de Arte) al que no me invitaron. A la hora de la hora me fui con el Negro y mis amigos a la Opera —ya saben: la cantina de 5 de mayo y Filomeno Mata—. Cuando terminó el homenaje y con varias copas encima le dije al Negro: "acompáñame a ver a Sabines". Iba subiendo las escaleras del MUNAL cuando él iba bajando, custodiado por todos. Me brinqué todos los trancos. El me vio. Yo me acerqué. "Soy Silvia Tomasa Rivera", le dije. Al otro día estábamos desayunando juntos en su departamento de la colonia Del Valle, tomando whisky y fumando cigarros Delicados. Ese fue el principio de una gran amistad, de un gran cariño que duró hasta su muerte. Decía yo que 1988 fue un gran año. Después de que me dieron el Premio Sabines en Chiapas, me fui a una gira al norte de Baja California con Ilya de Gortari a leer los poemas. La escenografía era un cuadro enorme de caracol de mar que me había hecho mi admirado Alberto Castro Leñero y que Ilya montaba y desmontaba después de cada presentación. Por supuesto que nos acompañó el Negro. El mar a nuestros pies. Nunca había bebido tanta cerveza. En el centro de Tijuana nos arrestaron por escandalizar en la vía pública. Regresamos a México. Comencé a hacer fiestas en la casa del Negro, para recaudar fondos para mi viaje a Italia. Era octubre y yo pretendía irme en enero. El frío no me afectaba como ahora. 1988 fue un gran año hasta el 25 de diciembre.
Por primera vez en su vida, el Negro no quiso pasar la Navidad en la Huasteca. Todavía teníamos el rancho. Eran vacaciones: me fui yo sola a la Huasteca y el Negro se fue a Puerto Escondido. Habíamos quedado de vernos el 2 de enero en la cantina La Giralda de la colonia Guerrero. Yo estuve ahí, el Negro no llegó. El 25 de diciembre a las 11 de la mañana, murió en Puerto Escondido; para el 27 de diciembre me enviaron a la Huasteca su cuerpo y su reloj, en un avión que irónicamente se llamaba "Puerto Escondido".
Lo que siguió después fue pura negrura. Mis amigos se trasladaron a la Huasteca para acompañarme a recibir el cuerpo. Mi madre enloqueció y mi padre daba manotazos en el aire ordenando que desocuparan la casa para velar al Negro. En cuestión de minutos el patio se llenó de gente, y mis otros hermanos corrían y tropezaban unos con otros, con los rostros desencajados.
Del 25 de diciembre en que se ahogó al 27 que encontraron el cuerpo fueron dos días y dos noches que velamos su alma con la casa llena. Todos nos preguntaban cómo había sido. Nosotros no sabíamos nada. Mi papá quería rentar un avión para ir al forense de Huatulco y robarse el cuerpo, porque alguien dijo que después de veinticuatro horas a los ahogados los mandaban a la fosa común. "No friegues", le dije, "¿un avión? Pero si el Negro ya está muerto". La respuesta fue una bofetada. Por fin el "Puerto Escondido" aterrizó en el aeropuerto de Tampico. Estaban conmigo Ilya, Emelina, Gabriela Becerra y Lucía Alvarez, mi querida Lucky a quien le pregunté cuando atravesábamos el puente del Río Pánuco: "¿Estoy viviendo una pesadilla o es verdad lo que está pasando? Tú dímelo, porque me estoy fugando de la realidad". "Es verdad", me dijo Lucía. "El Negro está muerto. Se ahogó antier en Puerto Escondido. La carroza que va adelante lleva su cuerpo. Tienes que aceptarlo y reaccionar, porque tu familia te necesita y Alex está muy asustado". Hasta entonces me acordé de que tenía un hijo, Alex. Atrás de la camioneta me miraba con los ojos hinchados de llorar. Tenía 9 años. Por sobre los asientos lo arrastré a mis brazos y, sacando fuerzas de no sé dónele, le dije: "No te preocupes, mi amor. Todos nos vamos a morir".
El regreso a México fue algo inenarrable. Mi hijo se quedó en la Huasteca. En mi estado de ánimo no podía atenderlo. Los primeros días de enero del 89 mis amigos me aconsejaron que tenía que regresar a trabajar, pero la sorpresa fue que el presidente, Carlos Salinas, quien recién había tomado el poder, había convertido la Institución de Cultura y Recreación, donde yo trabajaba. en el Instituto Nacional del Deporte. De modo que cuando llegué a mi oficina un señor gordo, con un altero de papeles a la izquierda y a la derecha unos tacos de bistec y una Coca cola, me dijo: "¿Usted es la maestra Silvia Tomasa Rivera?". "Sí", le respondí, "yo soy, ¿qué pasó aquí?". "Pues que ahora todos somos deportistas. Tendrá que integrarse al nuevo Instituto o renunciar, firme aquí". "¿Pero yo qué voy a hacer con los deportistas, si toda la vida me han dolido las piernas?" (de niña tuve fiebre reumática). "¡Quiero hablar con el nuevo jefe!", le dije con voz tan débil como si no fuera yo quien hablaba. 'Yo soy el nuevo jefe de usted, o me da clases de poesías a mí y a quien yo le indique, o mejor se va usted a buscar trabajo a las Bellas Artes'. Sentí como un mareo.
No había dónde sentarse. Me incliné: "Dígame dónde firmo, ¿licenciado?, porque no veo nada". "Aquí, ya le dije que aquí. Gracias". "De nada". Me hundí en mi departamento de Romero de Terreros, sólita y mi alma. En días no quise abrirle a nadie. De ser un gusto para mis amigos, de la noche a la mañana me convertí en una preocupación. Me fui a vivir al departamento de Lucía Alvarez con la condición de que no le dijera a nadie que estaba ahí. Pero al poco tiempo se me hizo injusto involucrarla en mi duelo, y que girara en torno mío. Regresé a mi departamento. La vida se detuvo. En este ínterin busqué al mejor amigo de mi hermano: Sabás Huesca Rebolledo (con quien el Negro comía casi todos los días). No quiso verme. Varias veces lo busqué. Quiero creer que su dolor era muy grande y decidió no enfrentarme. Diez años después el gobernador Miguel Alemán Velasco lo invitó a integrarse a su gabinete. Despachaba en el Palacio de Gobierno. Yo coordinaba el suplemento del Diario de Xalapa (como ahora). Cuestión de cruzar la calle y lo tendría enfrente. Por supuesto que no iba a pedirle cuentas, iba a pedirle apoyo para el suplemento como a cualquier funcionario en su lugar. Me lo dio. Hablamos de todo, menos del Negro. Fue hasta el año pasado que me lo encontré en Madrid y nos fuimos de marcha, que le dijo a uno que lo acompañaba: "Ella es la hermana del que fue mi mejor amigo".
Vuelvo a 1989. La realidad es que el Negro estaba muerto y yo no tenía trabajo, ni dinero, ni ganas de ver a nadie. Me entró una especie de agorafobia. Mis amigos, cuando lograba abrirles, me dejaban en la mesa algún dinero y comestibles. El doctor me había prohibido terminantemente tomar alcohol. Y yo no quería tomar antidepresivos. Los meses pasaban y el dolor no cedía: parecía que había enterrado a mi hermano el día anterior. Una noche abrí una botella de vino. No lo hubiera hecho: hacia la madrugada le estaba llamando a Jaime Sabines en un acceso de llanto incontenible. "No chinges", me dijo, "cómo te vas a estar emborrachando cuando acabas de enterrar a un muerto. Eres una cabrona cobarde, yo te tenía en otro concepto. Sufre en tu juicio, no seas pendeja. De aquí en adelante todas las noches y sin ninguna gota de alcohol, vas a leer 'Algo sobre La muerte del Mayor Sabines', el poema de Miguel Hernández a la muerte de Ramón Sijé y las 'Coplas por la muerte de su padre' de Jorge Manrique, y duélete y súfrete hasta que no puedas más. Es la única manera de salir, dejando que el dolor haga lo suyo. Ve a verme mañana a la Cámara de Diputados". Fui al otro día. Sabines me dio dinero para mantenerme. "No trabajes", me dijo, "ahora vas a ser una llorona de tiempo completo". Era enorme. Me le colgué literalmente del pescuezo y él me abrazaba y me daba palmadas en la espalda, diciéndome con voz pausada como si fuera un Dios: "Ya pasó, ya pasó". Y pasó un año. A principios del 90 me llamaron para que diera un taller de poesía infantil en la Nacional de Maestros. Nunca había hecho eso. Al mismo tiempo me llamó Fernando Solana Olivares para que escribiera regularmente en la sección cultural del periódico El Nacional.
Fue muy difícil, pero no podía decir que no. Tuve que comenzar haciendo caligrafía, porque entre otras cosas cada vez que iba a tomar una pluma se me paralizaba la mano derecha. Vencí el dolor y comencé a escribir. Nació mi libro La rebelión de los solitarios gracias a Fernando Solana que me obligó a escribirlo. Ya estaba en circulación; pero sentía que la gente me miraba con lástima. Yo era distinta. La muerte me había cambiado. A principios de 1991 regresé a mi estado. Me establecí en Xalapa. Xalapa fue el varón que equilibró el vaivén de mis temperaturas (dice Enriqueta Ochoa). Eso es cierto, pero también es cierto que en Xalapa me sentí más sola que en París. Me fui al pueblo del café, Coatepec, seguí escribiendo libros y ganando premios, pero nunca volvió a ser igual. Me volví solitaria, me apegué a la naturaleza y al campo. Tengo amigos que, como antes, me quieren.
Así es la vida, dicen: "Caer 7 veces y levantarse 8". Ahora vivo sola, en mi casa del cerro. Cuando amo a algún hombre, siento que lo voy a perder enseguida. Es como entrar al paraíso, pendiente del abismo. Nadie aguanta eso. No siempre pienso en el Negro; pero a veces, cuando despierto y miro las montañas, se me recarga la ausencia. Entonces bajo a comprar flores y espero la noche para ver a la luna rotar en el cielo. La misma luna que de niña veía en la Huasteca, de la mano del Negro, cuando buscábamos por aquellas laderas nidos perdidos.
7 DE MARZO DE 1920
JULIETA LANTERI 

se presenta como candidata a diputada por el Partido Feminista Nacional
Al no ser legalizada para ingresar al parlamento, organizó y encabezó en Plaza Flores el primer simulacro de votación callejera, congregando a más de dos mil personas.
Nacida en Italia en 1873 y criada en nuestro país, Julieta Lanteri fue una activa sufragista y feminista y una incansable luchadora por la igualdad de derechos y mejoras laborales femeninas e infantiles. Quinta médica recibida en Argentina, junto a Cecilia Grierson, primera egresada de esa carrera, fundó la Asociación Universitaria Argentina.
Falleció el 23 de febrero de 1932, al ser atropellada por un automóvil conducido por un integrante de la Legión Cívica.

ROBERTO ARLT AGUAFUERTES PORTEÑAS YO NO TENGO LA CULPA

     ROBERTO ARLT        AGUAFUERTES PORTEÑAS     YO NO TENGO LA CULPA   Yo siempre que me ocupo de cartas de lectores, suelo admitir que se...