ROBERTO ARLT
AGUAFUERTES PORTEÑAS
YO NO TENGO LA CULPA
Yo siempre que me ocupo de cartas de lectores, suelo admitir que se me
hacen algunos elogios. Pues bien, hoy he recibido una carta en la que no
se me elogia. Su autora, que debe ser una respetable anciana, me dice:
"Usted era muy pibe cuando yo conocía a sus padres, y ya sé quién es
usted a través de su Arlt".
Es decir, que supone que yo no soy Roberto Arlt. Cosa que me está
alarmando, o haciendo pensar en la necesidad de buscar un pseudónimo,
pues ya el otro día recibí una carta de un lector de Martínez, que me
pre-guntaba:
"Dígame, ¿usted no es el señor Roberto Giusti, el concejal del Partido
Socialista Independiente?"
Ahora bien, con el debido respeto por el concejal independiente,
manifiesto que no; que yo no soy ni puedo ser Roberto Giusti, a lo más soy
su tocayo, y más aún: si yo fuera concejal de un partido, de ningún modo
escribiría notas, sino que me dedicaría a dormir truculentas siestas y a
"acomodarme" con todos los que tuvieran necesidad de un voto para
hacer aprobar una ordenanza que les diera millones.
Y otras personas también ya me han preguntado: "¿Dígame, ese Arlt no es
pseudónimo?".
Y ustedes comprenden que no es cosa agradable andar demostrándole a
la gente que una vocal y tres consonantes pueden ser un apellido.
Yo no tengo la culpa que un señor ancestral, nacido vaya a saber en qué
remota aldea de Germanía o Prusia, se llamara Arlt. No, yo no tengo la
culpa.
Tampoco puedo argüir que soy pariente de William Hart, como me
preguntaba una lectora que le daba por la fotogenia y sus astros; mas
tampoco me agrada que le pongan sambenitos a mi apellido, y le anden
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buscando tres pies. ¿No es, acaso, un apellido ele-gante, sustancioso,
digno de un conde o de un barón? ¿No es un apellido digno de figurar en
chapita de bronce en una locomotora o en una de esas máquinas raras,
que ostentan el agregado de "Máquina polifacética de Arlt"?
Bien: me agradaría a mí llamarme Ramón González o Justo Pérez. Nadie
dudaría, entonces, de mi origen humano. Y no me preguntarían si soy
Roberto Giusti, o ninguna lectora me escribiría, con mefistofélica sonrisa
de máquina de escribir: "Ya sé quién es usted a través de su Arlt". Ya en la
escuela, donde para dicha mía me expulsaban a cada momento, mi
apellido comenzaba por darle dolor de cabeza a las directoras y maestras.
Cuando mi madre me llevaba a inscribir a un grado, la directora, torciendo
la nariz, levantaba la cabeza, y decía:
—¿Cómo se escribe "eso"?
Mi madre, sin indignarse, volvía a dictar mi apellido. Entonces la directora,
humanizándose, pues se encontraba ante un enigma, exclamaba:
—¡Qué apellido más raro! ¿De qué país es?
—Alemán.
—¡Ah! Muy bien, muy bien. Yo soy gran admiradora del kaiser —agregaba
la señorita. (¿Por qué todas las directoras serán "señoritas"?) En el grado
comenzaba nuevamente el vía crucis. El maestro, exami-nándome, de mal
talante, al llegar en la lista a mi nombre, decía: —Oiga usted, ¿cómo se
pronuncia "eso"? ("Eso" era mi apellido.) Entonces, satisfecho de ponerlo
en un apuro al pedagogo, le dictaba:
—Arlt, cargando la voz en la ele.
Y mi apellido, una vez aprendido, tuvo la virtud de quedarse en la memoria
de todos los que lo pronunciaron, porque no ocurría barbaridad en el
grado que inmediatamente no dijera el maestro:
—Debe ser Arlt.
Como ven ustedes, le había gustado el apellido y su musicalidad.
Y a consecuencia de la musicalidad y poesía de mi apellido, me echa-ban
de los grados con una frecuencia alarmante. Y si mi madre iba a re-clamar,
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antes de hablar, el director le decía:
—Usted es la madre de Arlt. No; no señora. Su chico es insoportable.
Y yo no era insoportable. Lo juro. El insoportable era el apellido. Y a
consecuencia de él, mi progenitor me zurró numerosas veces la bada-na.
Está escrito en la Cábala: "Tanto es arriba como abajo". Y yo creo que los
cabalistas tuvieron razón. Tanto es antes como ahora. Y los líos que
suscitaba mi apellido, cuando yo era un párvulo angelical, se producen
ahora que tengo barbas y "veintiocho septiembres", como dice la que sabe
quién soy yo "a través de su Arlt".
Y a mí, me revienta esto.
Me revienta porque tengo el mal gusto de estar encantadísimo con ser
Roberto Arlt. Cierto es que preferiría llamarme Pierpont Morgan o Henry
Ford o Edison o cualquier otro "eso", de esos; pero en la material
imposibilidad de transformarme a mi gusto, opto por acostumbrarme a mi
apellido y cavilar, a veces, quién fue el primer Arlt de una aldea de
Germanía o de Prusia, y me digo: ¡Qué barbaridad habrá hecho ese
antepasado ancestral para que lo llamaran Arlt! O, ¿quién fue el
ciudadano, burgomaestre, alcalde o portaestandarte de una corporación
burguesa, que se le ocurrió designarlo con estas inexpresivas cuatro letras
a un señor que debía gastar barbas hasta la cintura y un rostro surcado
de arrugas gruesas como culebras?
Mas en la imposibilidad de aclarar estos misterios, he acabado por
resignarme y aceptar que yo soy Arlt, de aquí hasta que me muera; cosa
desagradable, pero irremediable. Y siendo Arlt no puedo ser Roberto
Giusti, como me preguntaba un lector de Martínez, ni tampoco un
anciano, como supone la simpática lectora que a los veinte años conoció a
mis padres, cuando yo "era muy pibe". Esto me tienta a decirle: "Dios le
dé cien años más, señora; pero yo no soy el que usted supone".
En cuanto a llamarme así, insisto: Yo no tengo la culpa