sábado, 13 de marzo de 2021

WITOLD GOMBROWICZ BAKAKAÏ LA RATA

WITOLD GOMBROWICZ

BAKAKAÏ

LA RATA


En aquella región rica y sedentaria sembraba el terror un malhechor, un bandido tristemente conocido por el nombre de Huligan. Había nacido en pleno campo, en medio de la gran llanura, y había crecido en los bosques, los montes, los valles y los campos; jamás había dormido en un recinto cerrado, lo cual terminó por dotarlo de una naturaleza especialmente robusta y abierta, y de un alma también espaciosa, sin hablar de su carácter exuberante. Sí, se trataba de una naturaleza abierta que no admitía restricciones de ninguna especie, lo único que admitía eran gestos amplios. Huligan, el bandido, odiaba todo lo que fuera estrecho, pequeño o restringido, como, por ejemplo, los ladrones de carteras y, si tenía que elegir entre pellizcar a alguien o despacharlo al otro mundo con un golpe violento, le asestaba el golpe… y seguía caminando con paso pesado y amplio campo a través, cantando a pleno pulmón.

Cuando él pasaba, todos se hacían a un lado. Y si alguien no tenía tiempo para hacerlo, el bandido Huligan le pegaba un puñetazo en pleno rostro, o bien lo enviaba por los aires, o sencillamente le asestaba un mazazo en la cabeza, luego hacía a un lado el cadáver de la víctima y seguía su camino. Jamás de los jamases se le pudo atribuir un asesinato vil o hecho a traición; todos sus asesinatos eran de noble catadura, llenos de pompa y grandeza, y siempre los realizaba al sonido de su tonada preferida: «¡Ay, María, María, Mariíta mía!»… En efecto, amaba a esa María más que a nadie en el mundo, la amaba estruendosamente, con amplios gestos, entre bailes, saltos y vodka en abundancia…

Tenía la naturaleza más amplia que fuese posible imaginar. No concebía el silencio… y menos aún la falta de lenguaje, esa falta de lenguaje que constituye tal vez la principal y la más pérfida característica de los hombres de nuestro tiempo… Hasta cuando dormía lo hacía con la boca abierta, roncaba y sus ronquidos llenaban los valles. Odiaba los gatos; cuando veía uno podía perseguirlo durante diez o hasta veinte kilómetros; en cuanto a las mujeres, las tomaba a manos llenas, gritando: «¡Hija de perra, hija de perra!», o bien: «¡Bueno, aquí, arriba, abajo, afuera!». De igual manera abrazaba a su adorada María. Sin embargo, a veces ocurría que la nostalgia le pesaba, y entonces toda la región se llenaba de sus lamentos sonoros y lánguidos, coloreados de una lúgubre melancolía, y se oían los ayes y los suspiros del bandido dirigidos a la luna, implorantes, marciales, con un deje cosaco o moldavo, o mejor aún valaco, entre agreste y rupestre, un poco perruno: «¡Ay, ay!», cantaba, «¡ay, vida mía! ¡Vida mía! ¡Ay, María, Mariíta mía!». Desesperados, los perros ladraban dentro de los corrales, o aullaban sorda, tétricamente. Su aullido contagiaba al final hasta a los hombres. Y toda la región aullaba con nostalgia, sorda y oscuramente, a la pálida luna que iluminaba el mundo. «¡Ay, María, vida mía! ¡Ay, qué vida la mía!»

Los cantos de sus hazañas se multiplicaban y rodeaban con una aureola la figura del bandido. Poco a poco comenzó a ser leyenda, y, por consiguiente, se compusieron canciones en su honor, cantos campesinos de gran aliento o fragorosos y viriles cantos marciales, todos con el estribillo: «¡Ay, ay, ay, vida mía!»… Los cantos se multiplicaban y con ellos las escaramuzas y los delitos. Cerca de allí vivía, en una villa solitaria y arruinada, un tal Ekorabkowski, soltero encallecido, ex-juez, que detestaba la fantasía exuberante de la región. Con el más estricto secreto visitaba continuamente a las autoridades locales y se quejaba:

—No comprendo cómo pueden tolerar ustedes esta situación… Asesinatos en pleno día… Excesos, destrucción… Escándalos en las tabernas, orgías. Y, sobre todo, esos cantos, ¡ah, esos gritos, ese eterno lamento, ese aullido… y esa María, esa María!

—Pero, amigo mío, ¿qué quiere usted que hagamos? —decía el comisario de policía, un hombre obeso—. ¿Qué quiere usted? Las autoridades son impotentes —repetía, mientras miraba por la ventana abierta la inmensidad de la llanura, en la que despuntaba allí y allá algún árbol solitario—. La población le quiere, le protege.

—¿Cómo es posible que le proteja? —exclamó finalmente con impaciencia el ex-juez y bajo sus párpados semicerrados hizo vagar la mirada por la llanura, a varios kilómetros, hasta las dunas arenosas de Mala Wola, como para hacerla volver bajo sus párpados—. Tienen hasta temor de salir de casa. Él los mata.

—Los mata, pero sólo a algunos… —murmuró el comandante sobre el fondo de la ilimitada llanura—, los otros contemplan la escena… ¿me entiende usted? Para ellos asistir a todo un asesinato es un placer… Si, señor —murmuró aún, y fingió no ver que del próximo bosquecillo volaba hacia las alturas un cadáver inmediatamente seguido por un grito magnífico, como si millares de bisontes hollaran los campos sembrados y los prados.

El sol comenzaba a ponerse en el horizonte. El comandante de policía cerró la ventana.

—Si no tienen ustedes intención de detenerle, lo haré yo —dijo casi para sí mismo el juez jubilado—. Lo detendré yo y lo meteré en una jaula. Lo encerraré y reduciré su amplia naturaleza. La reduciré meticulosamente.

El comandante no hizo más que suspirar.

—¡Magnífico, magnífico!

Skorabkowski volvió a su villa arruinada y, mientras vagaba por las habitaciones vacías con una bata de color tabaco echada sobre los hombros, comenzó a preparar sus planes para capturar al bandido. El odio del avaro hacia el bandido crecía desmesuradamente. Capturarlo, aprisionarlo, obligarlo a permanecer en silencio se convirtió en una imperiosa necesidad de su espíritu estrecho. Al final, decidió emplear para capturar a su víctima la infernal rectitud del bandido, quien recorría siempre el camino más corto y directo cada vez que se dirigía a algún lugar, y, todavía más, su creciente e ilimitada arrogancia. En efecto, el bandido se había vuelto de tal modo prepotente que se había acostumbrado a que todo el mundo huyera de él, y consideraba una afrenta personal y un desafío si alguien, en vez de huir, se quedaba quieto allí. Skorabkowski ordenó que su propio mayordomo, Ksawery, se colocara bajo un árbol de la colina… Cuando el viejo servidor obedeció la orden, su patrón le encadenó rápidamente al tronco del árbol. Después, excavó con sus propias manos un agujero a los pies del mayordomo, puso en el fondo del agujero una trampa de hierro y regresó rápidamente a su casa. Llegó el crepúsculo. El viejo Ksawery se había estado riendo todo el tiempo de la broma inventada por el «joven señor», pero, cuando la luna surgió en el firmamento e iluminó toda la región hasta los bosques que trazaban el horizonte, el sirviente comenzó lentamente a comprender el motivo de su encadenamiento… Skorabkowski lo había expuesto cruelmente a la merced del espacio nocturno. Los perros aullaron… en tanto que desde los brezos se oía el nostálgico lamento del bandido, y era igual que oír lamentarse a la estepa. Poco rato después oyó el tremendo grito: «¡Ay, María, María, Mariíta, mía!», que rodaba a través de la noche, nostálgico y vehemente, ebrio e ilimitado, se diría que enteramente desenfrenado. El primero en aullar fue el bandido; sin piedad, salvajemente, sin temor ni freno alguno, desahogaba libremente su alma; le siguieron los perros… y luego los hombres, que aullaron tímidos y amedrentados desde las ventanucas de sus casas.

—¡Señor! —quería gritar Ksawery—. ¡Señor! —pero no se atrevía a gritar para no atraer la atención del bandido…

Sus susurros aterrorizados no llegaban a Skorabkowski, quien desde un balcón seguía atentamente el desarrollo de los acontecimientos. El lacayo maldecía su suerte, esa suerte que hace que jamás podamos desaparecer… que, aun en contra de nuestra voluntad, sin que nuestro cuerpo lo desee, alguien pueda exponernos a la vista de todos y hacer de nosotros algo que sobrepasa nuestra capacidad. El viejo sirviente maldecía la visibilidad del cuerpo, la visibilidad independiente de la voluntad. El bandido se había levantado, dejaba su lecho, y el viejo Ksawery —quisiéralo o no— debía ofrecerse a sus ojos, cosquillear sus pupilas… y a través del nervio óptico penetrar en su cerebro… Y hete ahí que Huligan a grandes pasos se dirige hacia Ksawery para romperle la mandíbula, destrozarle la nariz y el pecho, despedazarle el cuerpo visibilísimo a la luz de la luna. ¡Ahhh! Pero helo también ahí caído y atenazado por la trampa que colocó Skorabkowski… El ex-juez llegó a la carrera, y después de varias horas de intenso trabajo, logró finalmente transportar el macizo cuerpo del energúmeno a los sótanos de su vieja casona.

¡Al fin tenía a Huligan en su poder! De modo que el bandido estaba encerrado en una estrecha celda, reducido por cuatro paredes, empaquetado, clavado al muro, a su merced. El ex-juez se frotó las manos y sonrió con sorna, después de lo cual, y durante toda la noche, pensó en las torturas que debía emplear. En ningún momento había tenido la intención de liquidar al malhechor. Estrecho de mente como era, estrictamente formalista, quería restringir y coartar la libertad de su víctima; su muerte no le produciría ninguna satisfacción, sólo la cautividad podía producirle placer. El anciano no tenía prisa, durante los primeros días se regocijaba sólo con la idea de que Huligan estuviese abajo, en los sótanos, y de que fuera incapaz, ya que lo tenía debidamente amordazado, de aullar y de provocar el menor escándalo. Sólo cuando se convenció de que el estrepitoso bandido no gritaría, de que había quedado reducido al silencio, sólo entonces el ex-juez Skorabkowski tuvo el valor de bajar al sótano e iniciar en el más completo silencio las prácticas con las que se proponía reducir y disminuir al gigante. ¡Qué silencio! El poder de ese silencio subía desde el sótano y se transformaba en un pilar de la casa. Y durante semanas, durante meses enteros, reinó en la región un gran silencio, el silencio del grito reprimido, no emitido, asfixiado…

Todas las noches, a eso de las siete, Skorabkowski bajaba a la celda de tortura, vistiendo su vieja bata color tabaco, y llevando consigo palos y alambres. Todas las noches el mezquino juez trabajaba alrededor del bandido mudo, con la frente perlada de gruesas gotas de sudor y en completo silencio. Subrepticiamente se le acercaba y comenzaba a cosquillearle la planta del pie, largo rato, para estimular una risa nerviosa, luego construía pequeños cepos con los palos, restringía su visibilidad con trozos de madera, le clavaba agujas en el cuerpo, le ponía frente a los ojos arvejas, guisantes, nabos… Pero el bandido sufría esas vejaciones en silencio. Y su silencio crecía, corría, se engrandecía en las tinieblas, volviéndose digno de sus hazañas de armas más gloriosas… En vano trataba el ex-juez de vencer ese silencio amplio con su propia y silenciosa mezquindad… ¡Y de esa manera el odio iba llenando los sótanos! ¿Qué era, a fin de cuentas, lo que se proponía Skorabkowski? Pensaba que podía transformar la naturaleza del bandido, transformar su voz, reducir su amplia carcajada en miserable risita, transformar el grito en murmullo, reducir toda su figura, en pocas palabras, pensaba poder volverlo igual a sí mismo, al ex-juez Skorabkowski. Con la meticulosidad de un ratón de biblioteca, buscaba un punto flaco en el bandido, lo sometía a tremendos estudios específicos, para hallar ese punto minoris resistentiae, ese punto débil por medio del cual podía finalmente rehacer al bandido a su propia imagen. Pero el otro, sin jamás descubrir sus puntos flacos, se confinaba en silencio.

A veces, al cabo de esfuerzos tan reiterados como meticulosos, el viejo caballero creía haber logrado cierta restricción. Pero, desdichadamente cada semana se presentaba el momento de enfrentarse a la verdad. Instante fatídico al que el avaro temía más que cualquier otra cosa en el mundo. Cada semana, en efecto, debía quitar la mordaza de la boca del bandido para poder alimentarlo… ¡Oh, con cuánto terror mortal, después de haberse tapado con algodones, ponía frente al abatido malhechor una escudilla de alimentos y con un único gesto le quitaba la mordaza! Tenía la ilusión de haber logrado enmudecer al malhechor y esperaba que finalmente en esa ocasión Huligan no explotara… Pero todas las veces, el desamordazado malhechor explotaba en una orgía infernal de interjecciones, insultos y gritos: «¡Hijo de perra! ¡Hijo de perra!», exclamaba.

«¡Fuera de aquí, carroña, fuera! ¡Te destrozaré, te mataré!… ¡Yo, Huligan, voy a hacerte picadillo! ¡Maldito hijo de puta, maldito seas mil veces! ¡Te haré trizas!», aullaba: «¡María! ¡María!, ¿dónde estás, María? ¡Ay, mi María!». Llenaba el sótano con sus aullidos y los esparcía por toda la región, se exaltaba, cantaba, deliraba su alma, mientras su verdugo, pálido como un cirio, avaro y estrecho, le metía el alimento en las fauces abiertas… Y él, entre un bocado y otro, continuaba aullando. La población de las aldeas se pasaba la voz:

—¡Es Huligan quien grita! ¡Huligan sigue gritando!

Después de semejantes sesiones, el ex-juez volvía extenuado a sus habitaciones y seguía buscando, buscando tenazmente, el punto minoris resistentiae.

Y finalmente lo encontró.

Fue la rata.

¡Cosa extraña, la rata!…

En una ocasión, por casualidad, una rata penetró en la celda de torturas, corrió hacia la pared y en ese momento el malhechor, hasta entonces indómito, se contrajo.

Skorabkowski le quitó inmediatamente la mordaza. Pero el bandido, a pesar de tener la boca libre, lejos de estallar en improperios, permaneció en silencio, siguiendo con la mirada los movimientos de la rata. Un gran asco y una sensación de miedo le paralizaron. Cuando la rata se acercó a sus pies, sujetos en el cepo, el gigante emitió una especie de risa nerviosa, una octava más alta que de costumbre.

¡Finalmente! ¡Finalmente! ¡Cómo darle gracias al Señor! ¡Había que arrodillarse ante aquella gracia inaudita! ¡Así que finalmente encontraba el remedio! El ex-juez no lograba contener las lágrimas. El orden impenetrable de la Naturaleza establece en efecto que aun el hombre más fuerte tiene en este mundo una sola cosa que le está destinada y que es más fuerte que él, que está por encima de él y que él no soporta. Hay quienes no soportan las caléndulas, quienes detestan el hígado de ternera, quienes son alérgicos a las fresas, pero lo más sorprendente de todo resultaba que el bandido, que no se había conmovido ante las torturas del garrote, ni de las agujas, ni de ninguno de los mil y un tormentos destinados a él, el hombre que parecía ser más fuerte que todas las cosas tenía miedo de una rata. No resistía las ratas. Era más débil que la rata. Sólo Dios podía saber por qué. Tal vez porque el malhechor que mataba a los hombres como si fueran insectos tenía miedo de matar una rata, temía la muerte ratuna, le producía más asco que cualquier otra cosa en el mundo, la muerte ratuna constituía para él un oprobio ilimitado y en consecuencia no habría podido infligirla, y ninguna otra muerte —la del cerdo, del cordero, del hombre, del jabalí, de la gallina, de la rana— hubiera podido ser para él ni la milésima parte más horrible, repelente, espasmódica, crispante, gelatinosa o flatulenta que la muerte de una rata. Y he ahí por qué aquel tremendo malhechor se encontró inerme frente al pequeño roedor… Esa era para él la única muerte inaccesible, imposible. A la vista de una rata, él se crispaba, se encogía, se disminuía visiblemente, se reducía, temblaba y vibraba. ¡Finalmente!

El viejo ex-juez Skorabkowski se convirtió finalmente en el amo de Huligan.

Y a partir de entonces, sin la menor piedad, le propinó ratas.

Le acercaba la rata atada con una cuerda, se la acercaba subrepticiamente, se la pasaba por abajo y por encima, o bien, por un instante, la hacía entrar en los pantalones mientras el gigante crispaba la voz hasta alcanzar los timbres más agudos, o quedaba reducido a la inmovilidad cuando la rata saltaba y corría sobre su cuerpo cada vez más reducido. ¡Ya no era necesaria la mordaza! El malhechor había dejado de aullar y de proferir insultos; transcurrieron semanas y luego meses, mientras el viejo mayordomo Ksawery, cuya labor consistía en iluminar a la rata con una vela, gemía y rogaba en lo más hondo de su corazón… Con los pelos de punta, con el corazón en un puño, el viejo camarero le suplicaba piedad a la rata, maldecía su absoluta crueldad, maldecía los espantosos e inapelables lazos que existen en la naturaleza, maldecía la ilimitada falta de misericordia. «¡Maldita sea la rata y el amo y esta casa y la naturaleza del bandido y la naturaleza del juez y la naturaleza de la rata, malditas sean todas las naturalezas y maldita mil veces la Naturaleza!» Entretanto transcurrían los años. El suplicio se volvía cada vez peor, cada vez más tenso. Skorabkowski hacía cada vez más uso de la rata, y la tensión crecía, crecía.

Y siempre, la rata.

Ininterrumpidamente, la rata.

Solamente, la rata.

La rata, la rata, la rata…

Finalmente Ksawery, ya al extremo de la tensión, bajó la cabeza y corrió detrás de la rata, que acababa de romper el cordón y huía hacia una grieta. En ese momento, el sirviente perdió los estribos y se enfrentó al juez con la cabeza baja.

También Skorabkowski, tenso hasta un grado insoportable, perdió los estribos y agachó la cabeza…

Y embistió contra Ksawery. Se oyó un estruendo tremendo en el sótano, y los cerebros volaron en todas las direcciones. ¡Ah, el resultado fue que el malhechor Huligan se halló libre después de once años y cuatro meses de cautividad, y que sus minuciosos celadores yacían a su lado sin vida! ¡Y que la rata había desaparecido! El bandido tragó saliva, pensó que había llegado el momento de marcharse y, después de complicados movimientos, logró liberarse. Hacia el amanecer estaba ya libre de los cepos, salió por una puerta que daba a una pequeña terraza cubierta de hiedra y corrió hacia la libertad… El hombre, en otra época gigantesco, ya para entonces bastante disminuido. De la terraza saltó al prado, atravesó los jardines y caminó junto a un arroyuelo, mientras el sol surgía en el horizonte. Un pastor gritó a lo lejos:

—¡Vaca! ¡Arre, vaca!

Inmediatamente, Huligan se ocultó tras unos arbustos. ¡Ah, con cuánto gusto se hubiese metido en cualquier agujero, en cualquier grieta, en cualquier fisura, en cualquier escondrijo! Se hubiera metido hasta en un tubo para ocultar su espalda y el resto del cuerpo. El malhechor observaba la tierra bajo sus pies. Una ligera brisa le refrescó, pero él no la saboreó, no la aspiró ni la inhaló… sólo observaba con atención y prudencia qué sucedía a su alrededor. Un único pensamiento le obsesionaba: ¿qué había ocurrido con la rata? ¿Dónde se habría metido la rata que Ksawery había seguido hasta una grieta en el sótano?

Pero la rata no aparecía.

Sin embargo, Huligan no separaba la mirada de la tierra. Había conocido demasiado bien el aspecto horroroso de la rata, el ilimitado horror ratuno le había angustiado hasta tal punto que la sola ausencia de la rata era más importante que los sonidos más dulces y que todas las brisas del mundo… No, el resto no era sino decoración, sólo la presencia o la ausencia de la rata contaban. El oído del bandido era empleado para captar el rumor más ligero, semejante al que hace una rata, mientras su mirada erraba en busca de formas semejantes a las de una rata, y ya le parecía haber, sí, sí, sí, ahí, descubierto algo… sí, sí, ya adivinaba… ya oía y distinguía aquel frufrú, zig, zag, trac, trac…

Pero la rata no aparecía…

No obstante, parecía imposible que el roedor durante tantos años unido a su persona por relaciones tan estrechas y tan espantosamente profundas, fundido con su persona por el martirio, unido a su persona más de lo que animal alguno hubiera podido estarlo a un hombre… pues bien, parecía imposible (era necesario tomar en consideración el ciego amor que une a ciertos animales con el hombre) que el roedor hubiera podido separarse de él, desaparecer y renunciar a él, así de buenas a primeras…

Pero la rata no aparecía.

Algo extrañamente oblongo se deslizó a lo largo de una mancha de sol y desapareció.

¿Sería tal vez la rata?

El malhechor escrutaba y buscaba con la mirada, no del todo convencido, pero de nuevo volvió a oír un crujido entre las hojas secas.

¿Sería tal vez la rata?

¡No cabía duda!… ¡Debía ser la rata!

¡Da un paso y otro paso y otro paso

la rata fiel!

¡Paso tras paso, paso tras paso

la rata fiel!

Huligan se precipitó hacia un árbol y trató de ocultarse en el hueco del tronco, mientras la rata se deslizaba hacia la maleza, y permaneció allí al acecho. La cavidad del tronco no constituía un refugio suficientemente seguro, el imprevisible roedor, cegado por la luz del día, salido de las tinieblas del sótano, hubiera podido deslizarse hacia sus pies, meterse entre sus pantalones. Sin embargo, eso no ocurría: la rata, a la luz, aterrorizada, puesta en evidencia, buscaba espasmódicamente un refugio, algo familiar, ¿y qué podía serle más familiar que los pantalones de Huligan? ¿A qué orificio podía estar más acostumbrada? Y el bandido debió de comprobar que todas las aberturas y todos los agujeros que él mismo constituía, todos los pliegues y escondites que, quisiéralo o no, poseía en su propio cuerpo y en su traje eran deseados por la rata, representaban para ella un refugio. Saltó, pues, fuera del tronco e, impulsado por el terror, se dio a la fuga, sin meta fija, a ciegas, mientras a sus talones (estaba casi seguro) se deslizaba la rata. ¡Oh, poder encontrar un agujero, una grieta, un escondite, cubrirse las espaldas, ocultar las piernas, enmascararse por todas partes, volver inaccesibles aquellos agujeros, aquellas cavidades, aquellas atractivas fisuras de su cuerpo! El bandido, salido del subsuelo, galopaba, corría desbocado por los prados, los bosques, los valles, las colinas, los campos y cañadas, y, tras él (estaba casi seguro), galopaba la rata. Con las fuerzas casi agotadas, el malhechor llegó a un escondite, el primero que pudo encontrar y, más muerto que vivo, escondiendo las propias cavidades, se tendió en la paja. Sólo unos minutos más tarde, casi enloquecido por el terror, se dio cuenta de que el hueco en que se había metido se hallaba junto a las paredes de madera de una cabaña, que se había escondido en un establo o en una barraca cualquiera.

En el momento menos pensado podía saltar la rata de aquella paja y metérsele bajo la axila, o bien, en los pliegues de la camisa, por lo que se ovilló y comenzó a observar. Pero ¿qué era aquello? ¿Soñaba o se trataba de algo real? «¿Dónde estoy?», se dijo. «¡Ah, conozco esta cabaña! ¿Quién duerme tras aquella pared sino ella? ¡Ay, María, mi María! ¡Aquí duerme María, reposa María, respira María, ay, ay, ay, María, Mariíta mía!». Encogido hasta las vísceras, lleno de la rata, fijó en ella la mirada y sus ojos no podían creerlo, era realmente ella… La muchacha yacía dormida con la boca abierta, y Huligan se puso en pie, y, sí, sí, quería cantar, hacer escándalo como en otra época… como entonces. «¡María, María, Mariíta mía!»

Cuando de pronto apareció una rata.

Una rata gorda y opulenta se asomó por debajo de un haz de leña, avanzó prudentemente y comenzó a remolonear cerca de la falda de María.

De manera que de nuevo aparecía la rata.

La rata, al lado de María.

Aquella vez no se trataba de una ilusión, sino de una rata indiscutible, palpable, que saltaba a cuatro pasos de él. El bandido quedó petrificado. Probablemente se trataba de otro roedor… no la rata de la tortura, sino otra… pero las ratas se parecen de tal manera entre sí que el torturado no podía tener la absoluta certeza. No estaba del todo seguro de que tantos años de tan dolorosa convivencia con uno de aquellos animales no hubiera dejado en él algo que resultara atractivo para toda la raza ratuna. Temía sobre todo que, asustado como estaba, pudiera saltar sobre la rata, y que, entonces, la rata, asustada a su vez, pudiera saltar sobre él… No, Dios mío, era necesario echar mano de toda la prudencia posible, era necesario manifestar la propia presencia con circunspección, asustar apenas a la rata, hacerla volver a su madriguera. ¡Dios mío! Era necesario evitar cualquier violencia, no dejarse ganar por el pánico, no caer en la inconsciente irresponsabilidad del salto, manifestaciones típicas de esos animales de las crepitantes tinieblas, provistos de interminables colas. El bandido descubrió el lugar donde, según todas las probabilidades, se encontraba la madriguera de la rata, y se preparaba delicadamente a realizar las maniobras que hicieran volver a ella al animal, en un silencio casi absoluto, con un imperceptible ruido o, como mucho, aclarándose ligeramente la garganta, cuando de pronto… algo atrajo a la rata hasta abajo de la rodilla derecha de la joven… y Huligan de nuevo quedó paralizado… La rata la había tocado, lo ratuno atentaba contra su chica, contra María… ¡su María!

Y aquella aproximación, aquel contacto de la rata con María superó todo el horror e hizo que el bandido… aullara. Aulló como en el pasado, con toda la fuerza de sus pulmones, aulló para despertar al mundo entero, aulló con su antiguo aullido irrefrenable y se lanzó aullando contra la rata. Ya no tenía miedo, saltó en medio de un aullido, un aullido tan espantoso, tan impenetrable que la rata jamás habría podido abrirse paso a través de aquel clamor para llegar a sus pantalones. No le importaba ya cortar la retirada de la rata hacia su agujero, así que la atacó de frente. ¡Ah, la ofensiva frontal de Huligan! ¡Ay, aquella retirada repentina, aquellos saltos en zigzag, aquel moverse de un lado para otro, zigzag, trie, trac, zambomba! ¡Pafff! La convicción del bandido de que la rata no se le escaparía fue fulminante, la tenía ya en un puño, la mataría porque ya estaba acorralada. Y fue entonces cuando… Pero… ¿me será posible continuar este relato? ¿Serán mis labios capaces de expresar lo que ocurrió?… En verdad fue algo terrible. Oh, me temo que voy a decirlo ya que no existen límites para el horror, es más, existe cierta carencia de límites para lo Despiadado, cuando el horror comienza a acumularse y entonces su acumulación se acumula… se acumula acumulándose sin límites, sin fin, incesantemente, creciendo por encima de sí mismo, de un modo mecánico. Oh, sí, me temo que mis labios van a narrar cómo la rata… cómo la rata cegada por el terror, amedrentada y perseguida, enloquecida por la ciega e inmediata necesidad de encontrar un agujero… se dirigió hacia la boca de María, pareció dudar un instante, saltó en aquella cavidad abierta de la muchacha dormida. Y, antes de que Huligan pudiera detenerla, vio lo que estaba ocurriendo: la rata se metía en la boca, la rata presa de pánico, trataba de esconderse en la adorable cavidad oral. ¡Oh, el poder de la mecánica! María, semidormida, despertó sorprendida, cerró sus adoradas quijadas de un modo puramente mecánico, pero implacable, y de esa manera dio fin a la mecánica del horror: la rata terminó con la cabeza guillotinada. Un mordisco en el cuello consumó la muerte de la rata.

La rata dejó de existir.

Pero Huligan permaneció allí, y tuvo que enfrentarse a la muerte de la rata por obra de la adorada cavidad oral de su amada María. Y con esa visión en los ojos desapareció.

Da un paso y otro paso y otro paso

pero le sigue aquella rata muerta.

Paso tras paso, paso tras paso y en boca de María sigue la rata muerta.

1937


13 DE MARZO DE 1942 NACE MAHMUD DARWISH

13 DE MARZO DE 1942 NACE
MAHMUD DARWISH

Mahmud Darwish no sólo es uno de los más grandes poetas árabes contemporáneos sino también una leyenda viva: sus libros circulan a millares por todos los países árabes y los estadios se llenan para escuchar sus recitales poéticos, acontecimientos irrepetibles que nadie quiere perderse. Hombre laico y moderno, refinado y elegante, Darwish es un palestino de diálogo, aunque su voluntad no se doblegue fácilmente ni esté dispuesto a hacer concesiones humillantes. Una de sus mayores esperanzas es revitalizar la literatura palestina, procurar a toda costa que los problemas políticos no la paralicen. Y para los palestinos, la proximidad física de su poeta es como una fiesta continua, un símbolo de la cultura palestina. No obstante, a pesar de haber alcanzado con creces las metas soñadas, el poeta, desde su actual residencia entre Jordania y Cisjordania, aspira a poder regresar algún día a su tierra natal, Galilea, donde nació el 13 de marzo de 1942.
Procedente de un ambiente campesino, sus primeros años los pasó en Birwa, una pequeña aldea de Galilea, situada a unos nueve kilómetros de Acre, donde sus padres poseían unas tierras que cultivaban para poder vivir.

En 1948, tras la retirada de las tropas británicas de Palestina y la implantación del Estado de Israel, su familia –como miles de familias palestinas- se vio obligada a huir de su casa para salvar la vida. Permanecieron un año en el Líbano y al regresar a Palestina se encontraron con que Birwa había sido completamente destruida por el ejército israelí, al igual que otras muchas aldeas. Tuvieron que instalarse en Dair Al Asad aunque de forma clandestina porque durante el año que habían permanecido refugiados en El Líbano, las autoridades israelíes habían elaborado unos censos, y los que no figuraban en los mismos, no tenían derecho a vivir en el nuevo Estado de Israel.

Clandestino en su propio país y posteriormente ciudadano de segunda categoría en un Estado que le rechaza, el adolescente se refugia en los libros y plasma su identidad con lo único que le queda: el lenguaje. Se lanza a la escritura al mismo tiempo que a la acción política en el seno del partido comunista: a los veinte años publica su primer poemario, Pájaros sin alas, extraordinariamente lírico y muy influido todavía por la poesía árabe clásica. Cuatro años después publica el segundo: Hojas de olivo, mezcla de espontaneidad, musicalidad lirismo y mensaje directo, donde está patente el sufrimiento físico y psicológico de los palestinos dentro del Estado de Israel.

En el siguiente poemario, Enamorado de Palestina, de 1966, se advierte la influencia del Mahyar y de la escuela romántica, que se dejó sentir igualmente en sus contemporáneos de todo el mundo árabe. En esta fase su estilo se vuelve más delicado, menos directo, incluso sus denuncias de las condiciones políticas y sociales en la Palestina ocupada se expresan con menos amargura y más nostalgia.

La siguiente etapa poética de Mahmud Darwish se caracteriza por la innovación. En su afán de traspasar los cánones poéticos tradicionales, la voz del poeta sirio Muhammad Al Magut resonó en el joven Darwish como la voz del presente, junto con algunos poetas occidentales como Nazim Hikmet, Louis Aragon, Pablo Neruda o García Lorca, con los que en cierto modo se identificaba; y como muchos poetas árabes se sintió fascinado por T. S. Eliot.
Fin de la noche, de 1967, es el poemario que abre esta larga y madura etapa, en la que se advierte una mayor abstracción. Sin embargo, el poeta siempre preserva la claridad de expresión y universalidad de visión de su poesía utilizando símbolos enraizados íntimamente con su lugar de origen: roca, montaña, árbol, mar... y especialmente la tierra, que para él no tiene un significado únicamente político sino también sagrado, siendo a la vez lecho y sepulcro.

El siguiente poemario: Los pájaros mueren en Galilea, de 1969, es el que según Darwish marcó su primera mutación poética por la amplia utilización del símbolo y el mito, provocando una ola de rechazos. Le acusaron de haber renunciado a sus compromisos y a su concepción anterior de la poesía y de marcar una distancia entre la tierra y él. Este malentendido le persiguió desde sus comienzos pero siempre se resistió a esa "prisión atrayente" que para él suponía seguir estancado en la primera etapa, y escribió poemas todavía más "difíciles" que el lector inicialmente rechazaba pero poco a poco iba aceptando.

En Mi amada se despierta, de 1970, amplía el campo simbólico incluyendo figuras del pasado y acontecimientos históricos, tanto del mundo islámico como del cristiano. La figura más relevante es Cristo y el suceso más recurrente es la crucifixión, que tuvo lugar en Palestina, tierra a la que el poeta pertenece, lo cual le arma de una gran fuerza moral y abre ante él un vasto horizonte humano de esperanza y desafío.

El impacto de su mensaje poético, testimonio directo del sufrimiento y la humillación cotidianos en el Estado de Israel, así como su militancia comunista, no pasan inadvertidos ante las autoridades israelíes: le consideran demasiado peligroso para andar suelto y por ello le condenan a arrestos domiciliarios permanentes y numerosos encarcelamientos, lo cual le provoca un intenso deseo de libertad para dar rienda suelta a su creatividad.

Viaja con una delegación de la juventud comunista por diversos países socialistas europeos y, en lugar de regresar, decide instalarse en Egipto, proponiéndose firmemente mantener la distancia entre la práctica de la poesía y la cuestión nacional, aunque era plenamente consciente de que ponía en entredicho su mito. Sin embargo, el alejamiento físico de Palestina en lugar de apagarlo, alimentó el mito porque su voz permanecía en todos los lugares, y defendiendo su derecho a la experimentación, aún a riesgo de ruptura con sus lectores, desafió a los que pronosticaban que no escribiría un solo verso fuera de Palestina porque su vena poética dependía del contacto físico con el lugar, ignorando que la fidelidad de un poeta a los suyos no depende de una acción política directa sino de la sinceridad de la obra.

Su estancia fuera de Palestina supone un gran progreso en el campo de la creatividad: su poesía gana en complejidad y participa plenamente en la aventura de la modernidad poética, aunque nunca abandona su ternura inicial ni su capacidad de transmitir la experiencia palestina. Las imágenes siguen siendo ricas y luminosas, íntimamente ligadas a las experiencias vitales y con gran originalidad metafórica, como demuestra el poemario que abre esta tercera etapa: Amarte o no amarte, de 1972, del que destacan los conmovedores "Salmos" y el poema "Sirhán toma café en la cafetería", que sintetiza a la perfección el estado psicológico del poeta dirigiéndose desde fuera de Palestina a los árabes que permanecen en la tierra ocupada.

A comienzos del los años setenta se instala en Beirut, convirtiéndose en parte activa del movimiento literario libanés. Beirut se rinde ante el genio creador del poeta y desde entonces será su "segunda Haifa", el ambiente idóneo para estimular su proyecto de renovación cultural. Allí dirige el centro de investigación de estudios palestinos y dos de las más importantes revistas árabes: Shuún filistiniyya y Al Karmel. Durante estos años, Darwish se convierte en la gran voz de su pueblo y se consagra como uno de los más grandes poetas árabes vivos, siendo también testigo de la guerra civil libanesa, tragedia que le inspira numerosos poemas desesperados.
En 1982, tras la invasión israelí del Líbano, Mahmud Darwish se ve obligado a abandonar aquel país para permanecer exiliado en Europa, principalmente en París, junto con estancias en Túnez. Es ésta una etapa de gran madurez artística -según sus palabras, al salir de Beirut se aproxima a la ribera de la poesía- en la que escribe poemas largos, teatrales, con un movimiento especial, numerosas imágenes poéticas y voces variadas. A veces el ritmo se acerca a las canciones con poemas sonoros que son puro canto, especialmente en el poemario Elogio de la alta sombra, de 1983, y el poeta parece que quisiera engañar a la realidad que le rodea, siendo su gran temor que el sueño que sustenta a él y a su pueblo se desvanezca como consecuencia de la interminable tragedia.

En Menos rosas, de 1986, sigue experimentando con la forma y con el ritmo, logrando poemas de exquisita perfección formal y a la vez sinceridad e intensidad de sentimientos. Mezcla de orgullo y desesperación, de resistencia y reconocimiento del monstruo dominante, el héroe de estos poemas lucha hasta el límite de su capacidad, a pesar del exilio y la derrota, aunque sin dejarse guiar por el optimismo fácil.

A comienzos de los años noventa, Mahmud Darwish se propone llevar a cabo un proyecto ambicioso: una epopeya lírica que libere el lenguaje poético hacia horizontes épicos. El punto de partida será la multiplicidad de los orígenes culturales, dentro de un espacio temporal visto a través de los prismas del pasado y del porvenir.

Dentro de esta producción, Once astros, de 1992, alcanza una altura poética insuperable en la meta que el autor se había trazado. Es un poemario único, en el sentido de que el poeta consigue despegarse del presente para encontrar en la Historia el lugar que le niegan en la tierra. De este modo, con una mayor capacidad lírica, da un paso de lo relativo a lo absoluto, inscribiendo lo nacional en lo universal.

Está compuesto por poemas largos, con una perfecta armonía entre las imágenes y el ritmo, y fuertemente marcados por grandes experiencias trágicas de la humanidad, como la guerra de Troya, las invasiones de los mongoles, la pérdida de Al Andalus o el genocidio de los pueblos indios, con referencias constantes a personajes y a lugares históricos y míticos.

¿Por qué has dejado el caballo solo?, de 1995, es un poemario de profunda simplicidad y a la vez gran elaboración, una biografía poética -tal vez impulsado por el miedo de que el pasado se olvide o se deje escapar- con unos poemas de gran plasticidad en los que el poeta refleja, como en ocasiones anteriores había hecho, su gran sentido del ritmo.

En esta vuelta a las cosas primeras, tras una larga travesía poética que se rebela contra sí misma, el poeta se inspira en su intimidad profunda, que no puede desgajar de su entorno porque los elementos primeros tienen también un componente mítico o psicológico. De esta forma compone un canto épico y mítico que narra lo cotidiano pero también cuenta, quizá sin habérselo propuesto de forma premeditada, una historia colectiva.

Los siguientes poemarios: El lecho de una extraña, de 1999, y Mural, del 2000, están concebidos como obras arquitectónicas, con una estructura sólida y proporciones muy exactamente calculadas y realizadas con gran precisión. El resultado son unos poemas de gran sobriedad expresiva y a la vez extraordinaria finura, gracia y armonía, compuestos no sólo para ser recitados en su lengua original sino también para ser visualizados.

Firmemente decidido a ocupar el sitio que le corresponde en el panorama poético universal, el poeta trasciende la cuestión nacional para ensalzar su humanidad, aunque liberando a los poemas de un realismo excesivo.

Ambos poemarios están inspirados, sin duda, en experiencias vitales del poeta, especialmente Mural, en el que el Darwish muestra una gran maestría técnica, al tratarse de un largo poema en el que logra mantener continuamente una estructura y un ritmo armónicos, siendo asimismo admirable por la economía y la pureza de la composición.

El poema está basado en las visiones y sensaciones que le embargaron durante el breve espacio de tiempo en el que permaneció clínicamente muerto. Por ello, está concebido como una especie de fresco donde aparecen yuxtapuestas de forma impresionista diversas escenas que constituyen lo esencial de su trayectoria humana, salpicadas de diálogos y monólogos interiores.

Resulta sobrecogedora la absoluta soledad en la que el poeta se encuentra, convertido en palabra-idea, planteándose cuestiones esenciales que constituyen las preocupaciones más íntimas del ser humano, en un espacio luminoso y libre de barreras. En otra dimensión, es pura esencia fuera del cuerpo; no hay destino geográfico ni mapas sino extrañeza en un mundo extraño. El destierro y la lejanía están en su interior, y la vuelta a la que el poeta aspira es una vuelta al lenguaje, no al país, a los amigos ni a la amada.

Pero, contrariamente a lo que se pudiera pensar, la muerte no es algo terrorífico para el poeta sino un ser vivo, sometido a las normas que rigen a los seres vivos: se ríe, llora, teme, ama, añora y muere, estableciéndose entre ella y el poeta una relación extraña y contradictoria, mezcla de miedo y placer, desesperación y paz.

El lecho de una extraña, por el contrario, está compuesto íntegramente por poemas de amor en todas sus facetas, entremezclando, como ya lo había hecho anteriormente, la realidad con el mito y estableciendo numerosas relaciones intertextuales, tanto con la tradición clásica árabe como con el mundo contemporáneo, suprimiendo de este modo las barreras culturales del arte.

Es resaltable a lo largo de la obra una gran austeridad poética: las imágenes quedan reducidas al mínimo para dar un mayor protagonismo a la palabra, auténtico elemento estructural de los poemas.

También el ritmo cobra un especial protagonismo en este poemario, en el que el autor despliega su amplia experiencia en las artes amatorias, mostrando la compleja relación hombre-mujer, en la que cada uno se refleja en el otro y a la vez es un extraño para el otro, con la inevitable sensación de soledad que ello provoca.

Hablando en su propio nombre y recreando sus propias experiencias, Darwish muestra una de las visiones más agudas de la creatividad poética árabe actual, ensalzando algo tan aparentemente sencillo y natural como es el amor a la vida y el goce del placer.

Desde 1996 vive en Ramalla, donde dirige la prestigiosa revista literaria Al-Karmel cuyos archivos fueron destruidos por el ejército israelí durante el asedio de la ciudad en el año 2002- aunque constantemente es requerido para dar recitales poéticos por todo el mundo árabe.

Su fama se ha extendido también a Occidente, donde goza de gran prestigio, como demuestran los diversos premios literarios obtenidos, entre ellos el Lannan Cultural Freedom Price, en el año 2001, y el premio Príncipe Claus de Holanda, en el 2004.

ROBERTO ARLT AGUAFUERTES PORTEÑAS YO NO TENGO LA CULPA

     ROBERTO ARLT        AGUAFUERTES PORTEÑAS     YO NO TENGO LA CULPA   Yo siempre que me ocupo de cartas de lectores, suelo admitir que se...