jueves, 2 de abril de 2015

MATILDE ALBA SWANN

Sueño que llueve

Sueño que llueve y que me estás queriendo.
Cielo en congoja, mi corazón deshace,
y deshaces con él; lluvia tú mismo
me transcurres lento;
yo me dejo llevar por los canales
inundados de hojas
y de pasos
y un crujido me llora desde el hueso.

El mundo en selva
de colores
viene
a espejarme en nosotros, y a impregnarnos
de misterio, de aroma y de raíces.

A la vera de esta
irrealidad, palpita, un niño tibio
que indeciso arrima
con su barco de papel y quiere
navegar nuestra sangre.

Sueño que llueve; acaso estés soñando
a mi ritmo, y amándome,
y en tanto,
esta lluvia silente, tal vez sueñe
ser mujer, y sufrir.

Ávido el suelo que la bebe sueña, quizás,
ser hombre y consumirla; ruedo
como una gota entre tus brazos, vuelco
sollozando tu nombre.

Tu deslizas, compactado llanto, por mi cielo
y rompes; un deshacer unidos,
ya no somos, y despierto.
Sin nosotros, y sin sí mismo, el sueño
se ha quedado soñando
ser la muerte.





ANTONIO GAMONEDA


Después de veinte años

Cuando yo tenía catorce años,
me hacían trabajar hasta muy tarde.
Cuando llegaba a casa, me cogía
la cabeza mi madre entre sus manos.

Yo era un muchacho que amaba el sol y la tierra
y los gritos de mis camaradas en el soto
y las hogueras en la noche
y todas las cosas que dan salud y amistad
y hacen crecer el corazón.

A las cinco del día, en el invierno,
mi madre iba hasta el borde de mi cama
y me llamaba por mi nombre
y acariciaba mi rostro hasta despertarme.

Yo salía a la calle y aún no amanecía
y mis ojos parecían endurecerse con el frío.

Esto no es justo, aunque era hermoso
ir por las calles y escuchar mis pasos
y sentir la noche de los que dormían
y comprenderlos como a un solo ser,
como si descansaran de la misma existencia,
todos en el mismo sueño.

Entraba en el trabajo.
La oficina
olía mal y daba pena.
Luego,
llegaban las mujeres.
Se ponían
a fregar en silencio.


Veinte años.
He sido
escarnecido y olvidado.
Ya no comprendo la noche
ni el canto de los muchachos sobre las praderas.
Y, sin embargo, sé
que algo más grande y más real que yo
hay en mí, va en mis huesos:

Tierra incansable,
firma
la paz que sabes.
Danos
nuestra existencia a
nosotros
mismos.

ANTONIN ARTAUD PARA TERMINAR CON EL JUICIO DE DIOS (FRAG.) LA BÚSQUEDA DE LA FECALIDAD

ANTONIN ARTAUD
PARA TERMINAR CON EL JUICIO DE DIOS (FRAG.)
LA BÚSQUEDA DE LA FECALIDAD


Allí donde huele a mierda
huele a ser.
El hombre hubiera podido muy bien no cagar,
no abrir al bolsillo anal,
pero eligió cagar
como hubiera elegido vivir
en vez de aceptar vivir muerto.
Para no hacer caca,
tendría que haber consentido
no ser,
sin embargo, no se decidió a perder
el ser,
es decir, a morir mientras vivía.
Hay en la existencia
algo en particular tentador
para el hombre
y ese algo es
LA CACA
(aquí, rugido)
Para existir basta con dejarse ser,
pero para vivir
hay que ser alguien,
hay que tener un HUESO
hay que atreverse a mostrar el hueso
y a olvidar el alimento.
El hombre prefirió más la carne
que la tierra de los huesos.
Como no había más que tierra y bosque de huesos
tuvo que ganarse su alimento,
no había mierda
sólo hierro y fuego,
y el hombre tuvo miedo de perder la mierda
o más bien deseó la mierda
y para eso, sacrificó la sangre.
Para tener mierda,
es decir carne,
donde sólo había sangre
y chatarra de osamentas,
donde no tenía nada que ganar
y sí algo que perder: la vida.
o reche modo
to edire
de za
tau dari
do padera coco
Entonces el hombre se replegó y huyó.
Lo devoraron los gusanos.
No fue una violación.
Se prestó a obscena comida.
Le encontró sabor,
aprendió por sí mismo
a hacerse pendejo
y a comer carroña
de modo delicado.
Pero ¿de dónde procede esa despreciable abyección?
De que el mundo no está ordenado todavía,
o de que el hombre sólo tiene una pequeña
idea del mundo
y quiere conservarla eternamente.
Proviene de que, un buen día,
el hombre
detuvo
la idea del mundo.
Se le ofrecían dos caminos:
el infinito exterior,
el ínfimo interior.
Y eligió el ínfimo interior,
donde sólo hay que estrujar
el bazo
la lengua
el ano
el glande.
Y dios, dios mismo aceleró
el movimiento.
Dios, ¿es un ser?
Si lo es, es la mierda.
Si no lo es
no existe.
O bien sólo existe
como el vacío que avanza con todas sus formas
y cuya representación más perfecta
es la marcha de un grupo incalculable de ladillas.
¿Está usted loco, señor Artaud, y la misa?
Reniego del bautizo y de la misa.
No hay acto humano
que, en el plano erótico interno,
sea más pernicioso que el descenso
del supuesto Jesucristo
a los altares.
No me creerán
y desde aquí veo cómo el público se encoge de hombros
pero el llamado Cristo es quien
frente a la ladilla-dios
aceptó vivir sin cuerpo
mientras un ejército de hombres,
descienden de la cruz
a la que dios creía haberlos clavado desde hacía mucho,
se rebeló
y ahora esos hombres
armados con hierro,
sangre,
fuego y osamentas
avanzan, denostando al Invisible
para acabar de una vez con el JUICIO DE DIOS.

LEÓN TOLSTOI:
DEMASIADO CARO


Relato verídico inspirado en Maupassant



Existe un reino pequeñito, minúsculo, a orillas del Mediterráneo, entre Francia e Italia. Se llama Mónaco y cuenta con siete mil habitantes, menos que un pueblo grande. La superficie del reino es tan pequeña que ni siquiera tocan a una hectárea de tierra por persona. Pero, en cambio, tienen un auténtico reyecito, con su palacio, sus cortesanos, sus ministros, su obispo y su ejército.
Este es poco numeroso, en total unos sesenta hombres; pero no deja de ser un ejército. El reyecito tiene pocas rentas. Como por doquier, en ese reino hay impuestos para el tabaco, el vino y el alcohol y existe la decapitación. Aunque se bebe y se fuma, el reyecito no tendría medios de mantener a sus cortesanos y a sus funcionarios ni podría mantenerse él, a no ser por un recurso especial. Ese recurso se debe a una casa de juego, a una ruleta que hay en el reino. La gente juega y gana o pierde; pero el propietario siempre obtiene beneficios. Y paga buenas cantidades al reyecito. Las paga, porque no queda ya en toda Europa una sola casa de juego de este tipo. Antes las hubo en los pequeños principados alemanes; pero hace cosa de diez años, las prohibieron porque traían muchas desgracias. Llegaba un jugador, se ponía a jugar, se entusiasmaba, perdía todo su dinero y, a veces, incluso el de los demás. Y luego, en su desesperación, se arrojaba al agua o se pegaba un tiro. Los alemanes prohibieron a sus príncipes que tuvieran casas de juego; pero no hay quien pueda prohibir esto al reyecito de Mónaco: por eso sólo allí queda una ruleta.
Desde entonces, todos los aficionados al juego van a Mónaco, pierden su dinero y el beneficio es para el rey. Por medio de un trabajo honrado no puede uno construirse palacios. El reyecito de Mónaco sabe que eso no está bien, pero ¿qué hacer? Es necesario vivir. No es mejor mantenerse de los impuestos sobre el alcohol o el tabaco. Así es como vive ese reyecito. Reina, amasa dinero y gobierna, desde su palacio, lo mismo que los grandes reyes. Lo mismo que ellos, se corona, organiza desfiles y paradas, concede recompensas, ajusticia, indulta, celebra consejos, decreta y juzga. Gobierna como los auténticos reyes. La única diferencia es que en Mónaco todo es pequeño.
Una vez, hace cosa de cinco años, hubo un crimen en el reino. El pueblo de Mónaco es pacífico; y nunca había allí sucedido tal cosa. Se reunieron los jueces para juzgar al asesino. En el tribunal había jueces, fiscales, abogados y jurados. Después de juzgarlo, lo condenaron, según la ley, a la última pena, a la decapitación. Presentaron la sentencia al rey. Este la confirmó. No había más remedio que ajusticiar al criminal. La única desgracia es que no hubiese en el reino guillotina ni verdugo. Después de pensarlo mucho, los ministros decidieron escribir al Gobierno francés, preguntándole si podía mandarles la máquina y el verdugo para cortar la cabeza al criminal. Al mismo tiempo, pidieron que los informase, a ser posible, de los gastos que esto supondría. Al cabo de una semana recibieron la contestación: podían enviar la máquina y el verdugo: los gastos ascendían a dieciséis mil francos. Se lo comunicaron al reyecito. Éste meditó largo rato. ¡Dieciséis mil francos!
-¡Ese bribón no vale tanto dinero! ¿No se podría arreglar el asunto más económicamente? Para obtener esa cantidad, todos los habitantes del reino tendrían que pagar dos francos de impuesto. Les parecería mucho. Podrían sublevarse -dijo.
Celebraron consejo. ¿Cómo solucionar el problema? Se les ocurrió preguntar lo mismo al rey de Italia. Francia es una República, no respeta a los reyes; en cambio, como en Italia hay un rey, tal vez cobraría menos. Escribieron. No tardaron en recibir contestación. El gobierno italiano les decía que con mucho gusto mandaría la máquina y el verdugo. El total de los gastos, con el viaje incluido, ascendería a doce mil francos. Era más barato; pero no dejaba de ser una cantidad elevada. Aquel canalla no varía tanto dinero. Cada habitante tendría que pagar casi dos francos de impuesto. Volvió a reunirse el Consejo. Pensaron en la manera de arreglar esto de una manera más económica. Quizá algún soldado quisiera cortar la cabeza al criminal, de un modo rudimentario. Llamaron al general.
-¿No habrá algún soldado que quiera decapitar al asesino? Sea como sea, cuando van a la guerra matan; y eso es lo que se les enseña.
El general habló con sus soldados. ¿Quería alguno cortar la cabeza al criminal? Todos se negaron. “No, no sabemos hacer esto; no lo hemos aprendido”, dijeron.
¿Qué hacer? Meditaron mucho, nombraron un comité, una Comisión y una Subcomisión. Por fin hallaron el medio de arreglar el asunto. Había que conmutar la pena de muerte por la de cadena perpetua. De este modo, el rey demostraría su misericordia y al mismo tiempo habría menos gasto. El reyecito se mostró de acuerdo; y resolvieron adoptar esa solución. La única desgracia era que no hubiese una prisión especial donde encerrar al criminal para toda la vida. Había pequeños calabozos en los que se encerraba temporalmente a los culpables; pero se carecía de una buena prisión. Finalmente, encontraron un lugar. Encerraron al criminal y le pusieron un guardián.
Éste vigilaba al delincuente y le traía la comida de la cocina de palacio. Así transcurrieron doce meses. A fin de año, el reyecito hizo el balance de los gastos y de los ingresos. Y se dio cuenta de que el criminal constituía un gasto bastante considerable. En un año había ascendido a seiscientos francos su comida y el sueldo del guardián. El criminal era joven y sano; tal vez viviera aún cincuenta años. No era posible seguir así. El reyecito llamó a sus ministros:
-Busquen el medio de que este canalla nos cueste menos dinero. Así nos resulta demasiado caro -les dijo.
Los ministros se reunieron en Consejo y meditaron largo rato. Uno de ellos dijo:
-Señores, creo que hay que suprimir el guardián.
-El criminal se escaparía -replicó otro.
-Si se escapa, ¡al diablo!
Informaron al rey. Éste se mostró de acuerdo. Suprimieron al guardián y esperaron a ver qué pasaría.
Al llegar la hora de comer el criminal buscó al guardián; y, al no encontrarlo, se dirigió en persona a la cocina de palacio en solicitud de la comida. Cogió lo que le dieron, volvió a la prisión y cerró la puerta tras de sí. Salía a buscar la comida, pero no se escapaba. ¿Qué hacer? Pensaron que debían decirle que no se le necesitaba para nada, que podía irse. El ministro de Justicia lo llamó.
-¿Por qué no se va usted? Nadie lo vigila, puede marcharse libremente: al rey no le parecerá mal.
-Pero yo no tengo adónde ir. ¿Dónde quiere que vaya? Me han cubierto de oprobio con la sentencia; ahora nadie querrá tratarme. Me he apartado de todo. Ustedes proceden injustamente conmigo. Eso no se puede hacer. En primer lugar, si me han condenado a muerte, tenían que haberme matado. Aunque no lo han hecho, no he protestado. En segundo lugar, me condenaron a cadena perpetua y me pusieron un guardián para que me trajera la comida; pero no han tardado en quitármelo. Tampoco he protestado. He ido a buscarme la comida personalmente. Ahora me dicen que me vaya; pero esta vez, arréglenselas como quieran; no pienso irme -replicó el criminal.
De nuevo celebraron Consejo. ¿Qué hacer? ¿Qué solución tomar? El criminal no se iba. Después de pensarlo mucho, decidieron asignarle una pensión. Era la única manera de librarse de él. Informaron al reyecito.
-¡Qué le hemos de hacer! Hay que terminar como sea -dijo éste.
Asignaron al criminal una pensión de seiscientos francos y así se lo comunicaron.
-Bueno; si me pagan puntualmente, me iré.
Así se decidió la cosa. Entregaron al criminal la tercera parte de la pensión por adelantado. Este se despidió de todos y abandonó el dominio del reyecito. Viajó sólo un cuarto de hora por ferrocarril. Se instaló cerca del reino, compró una parcela de tierra, puso una huerta y un jardín y vive muy feliz.
En fechas determinadas, va a Mónaco a percibir su pensión. Después de cobrar, entra en la casa de juego y pone dos o tres francos. Algunas veces gana; otras pierde y vuelve a su casa. Vive apaciblemente.
Menos mal que no delinquió en un lugar donde no se repara en gastos para decapitar a un hombre ni para mantenerlo en la cárcel toda la vida.
FIN


ALEKANR NIKOALEVICH AFANASIEV

Basilisa la Hermosa


En un reino vivía una vez un comerciante con su mujer y su única hija, llamada Basilisa la Hermosa. Al cumplir la niña los ocho años se puso enferma su madre, y presintiendo su próxima muerte llamó a Basilisa, le dio una muñeca y le dijo:

-Escúchame, hijita mía, y acuérdate bien de mis últimas palabras. Yo me muero y con mi bendición te dejo esta muñeca; guárdala siempre con cuidado, sin mostrarla a nadie, y cuando te suceda alguna desdicha, pídele consejo.

Después de haber dicho estas palabras, la madre besó a su hija, suspiró y se murió.

El comerciante, al quedarse viudo, se entristeció mucho; pero pasó tiempo, se fue consolando y decidió volver a casarse. Era un hombre bueno y muchas mujeres lo deseaban por marido; pero entre todas eligió una viuda que tenía dos hijas de la edad de Basilisa y que en toda la comarca tenía fama de ser buena madre y ama de casa ejemplar.

El comerciante se casó con ella, pero pronto comprendió que se había equivocado, pues no encontró la buena madre que para su hija deseaba. Basilisa era la joven más hermosa de la aldea; la madrastra y sus hijas, envidiosas de su belleza, la mortificaban continuamente y le imponían toda clase de trabajos para ajar su hermosura a fuerza de cansancio y para que el aire y el sol quemaran su cutis delicado. Basilisa soportaba todo con resignación y cada día crecía su hermosura, mientras que las hijas de la madrastra, a pesar de estar siempre ociosas, se afeaban por la envidia que tenían a su hermana. La causa de esto no era ni más ni menos que la buena Muñeca, sin la ayuda de la cual Basilisa nunca hubiera podido cumplir con todas sus obligaciones. La Muñeca la consolaba en sus desdichas, dándole buenos consejos y trabajando con ella.

Así pasaron algunos años y las muchachas llegaron a la edad de casarse. Todos los jóvenes de la ciudad solicitaban casarse con Basilisa, sin hacer caso alguno de las hijas de la madrastra. Ésta, cada vez más enfadada, contestaba a todos:

-No casaré a la menor antes de que se casen las mayores.

Y después de haber despedido a los pretendientes, se vengaba de la pobre Basilisa con golpes e injurias.

Un día el comerciante tuvo necesidad de hacer un viaje y se marchó. Entretanto, la madrastra se mudó a una casa que se hallaba cerca de un espeso bosque en el que, según decía la gente, aunque nadie lo había visto, vivía la terrible bruja Baba-Yaga; nadie osaba acercarse a aquellos lugares, porque Baba-Yaga se comía a los hombres como si fueran pollos.

Después de instaladas en el nuevo alojamiento, la madrastra, con diferentes pretextos, enviaba a Basilisa al bosque con frecuencia; pero a pesar de todas sus astucias la joven volvía siempre a casa, guiada por la Muñeca, que no permitía que Basilisa se acercase a la cabaña de la temible bruja.

Llegó el otoño, y un día la madrastra dio a cada una de las tres muchachas una labor: a una le ordenó que hiciese encaje; a otra, que hiciese medias, y a Basilisa le mandó hilar, obligándolas a presentarle cada día una cierta cantidad de trabajo hecho. Apagó todas las luces de la casa, excepto una vela que dejó encendida en la habitación donde trabajaban sus hijas, y se acostó. Poco a poco, mientras las muchachas estaban trabajando, se formó en la vela un pabilo, y una de las hijas de la madrastra, con el pretexto de cortarlo, apagó la luz con las tijeras.

-¿Qué haremos ahora? -dijeron las jóvenes-. No había más luz que ésta en toda la casa y nuestras labores no están aún terminadas. ¡Habrá que ir en busca de luz a la cabaña de Baba-Yaga!

-Yo tengo luz de mis alfileres -dijo la que hacía el encaje-. No iré yo.

-Tampoco iré yo -añadió la que hacía las medias-. Tengo luz de mis agujas.

-¡Tienes que ir tú en busca de luz! -exclamaron ambas-. ¡Anda! ¡Ve a casa de Baba-Yaga!

Y al decir esto echaron a Basilisa de la habitación. Basilisa se dirigió sin luz a su cuarto, puso la cena delante de la Muñeca y le dijo:

-Come, Muñeca mía, y escucha mi desdicha. Me mandan a buscar luz a la cabaña de Baba-Yaga y ésta me comerá. ¡Pobre de mí!

-No tengas miedo -le contestó la Muñeca-; ve donde te manden, pero no te olvides de llevarme contigo; ya sabes que no te abandonaré en ninguna ocasión.

Basilisa se metió la Muñeca en el bolsillo, se persignó y se fue al bosque. La pobrecita iba temblando, cuando de repente pasó rápidamente por delante de ella un jinete blanco como la nieve, vestido de blanco, montado en un caballo blanco y con un arnés blanco; en seguida empezó a amanecer. Siguió su camino y vio pasar otro jinete rojo, vestido de rojo y montado en un corcel rojo, y en seguida empezó a levantarse el sol. Durante todo el día y toda la noche anduvo Basilisa, y sólo al atardecer del día siguiente llegó al claro donde se hallaba la cabaña de Baba-Yaga; la cerca que la rodeaba estaba hecha de huesos humanos rematados por calaveras; las puertas eran piernas humanas; los cerrojos, manos, y la cerradura, una boca con dientes. Basilisa se llenó de espanto. De pronto apareció un jinete todo negro, vestido de negro y montando un caballo negro, que al aproximarse a las puertas de la cabaña de Baba-Yaga desapareció como si se lo hubiese tragado la tierra; en seguida se hizo de noche. No duró mucho la oscuridad: de las cuencas de los ojos de todas las calaveras salió una luz que alumbró el claro del bosque como si fuese de día. Basilisa temblaba de miedo y no sabiendo dónde esconderse, permanecía quieta.

De pronto se oyó un tremendo alboroto: los árboles crujían, las hojas secas estallaban y la espantosa bruja Baba-Yaga apareció saliendo del bosque, sentada en su mortero, arreando con el mazo y barriendo sus huellas con la escoba. Se acercó a la puerta, se paró, y husmeando el aire, gritó:

-¡Huele a carne humana! ¿Quién está ahí?

Basilisa se acercó a la vieja, la saludó con mucho respeto y le dijo:

-Soy yo, abuelita; las hijas de mi madrastra me han mandado que venga a pedirte luz.

-Bueno -contestó la bruja-, las conozco bien; quédate en mi casa y si me sirves a mi gusto te daré la luz.

Luego, dirigiéndose a las puertas, exclamó:

-¡Ea!, mis fuertes cerrojos, ¡ábranse! ¡Ea!, mis anchas puertas, ¡déjenme pasar!

Las puertas se abrieron; Baba-Yaga entró silbando, acompañada de Basilisa, y las puertas se volvieron a cerrar solas. Una vez dentro de la cabaña, la bruja se echó en un banco y dijo:

-¡Quiero cenar! ¡Sirve toda la comida que está en el horno!

Basilisa encendió una tea acercándola a una calavera, y se puso a sacar la comida del horno y a servírsela a Baba-Yaga; la comida era tan abundante que habría podido satisfacer el hambre de diez hombres; después trajo de la bodega vinos, cerveza, aguardiente y otras bebidas. Todo se lo comió y se lo bebió la bruja, y a Basilisa le dejó tan sólo un poquitín de sopa de coles y una cortecita de pan.

Se preparó para acostarse y dijo a la nueva doncella:

-Mañana tempranito, después que me marche, tienes que barrer el patio, limpiar la cabaña, preparar la comida y lavar la ropa; luego tomarás del granero un celemín de trigo y lo expurgarás del maíz que tiene mezclado. Procura hacerlo todo, porque si no te comeré a ti.

Después de esto, Baba-Yaga se puso a roncar, mientras que Basilisa, poniendo ante la Muñeca las sobras de la comida y vertiendo amargas lágrimas, dijo:

-Toma, Muñeca mía, come y escúchame. ¡Qué desgraciada soy! La bruja me ha encargado que haga un trabajo para el que harían falta cuatro personas y me amenazó con comerme si no lo hago todo.

La Muñeca contestó:

-No temas nada, Basilisa; come, y después de rezar, acuéstate; mañana arreglaremos todo.

Al día siguiente se despertó Basilisa muy tempranito, miró por la ventana y vio que se apagaban ya los ojos de las calaveras. Vio pasar y desaparecer al jinete blanco, y en seguida amaneció. Baba-Yaga salió al patio, silbó, y ante ella apareció el mortero con el mazo y la escoba. Pasó a todo galope el jinete rojo, e inmediatamente salió el sol. La bruja se sentó en el mortero y salió del patio arreando con el mazo y barriendo con la escoba.

Basilisa se quedó sola, recorrió la cabaña, se admiró al ver las riquezas que allí había y se quedó indecisa sin saber por cuál trabajo empezar. Miró a su alrededor y vio que de pronto todo el trabajo aparecía hecho; la Muñeca estaba separando los últimos granos de trigo de los de maíz.

-¡Oh mi salvadora! -exclamó Basilisa-. Me has librado de ser comida por Baba-Yaga.

-No te queda más que preparar la comida -le contestó la Muñeca al mismo tiempo que se metía en el bolsillo de Basilisa-. Prepárala y descansa luego de tu labor.

Al anochecer, Basilisa puso la mesa, esperando la llegada de Baba-Yaga. Ya anochecía cuando pasó rápidamente el jinete negro, e inmediatamente obscureció por completo; sólo lucieron los ojos de las calaveras. Luego crujieron los árboles, estallaron las hojas y apareció Baba-Yaga, que fue recibida por Basilisa.

-¿Está todo hecho? -preguntó la bruja.

-Examínalo todo tú misma, abuelita.

Baba-Yaga recorrió toda la casa y se puso de mal humor por no encontrar un solo motivo para regañar a Basilisa.

-Bien -dijo al fin, y se sentó a la mesa; luego exclamó-: ¡Mis fieles servidores, vengan a moler mi trigo!

En seguida se presentaron tres pares de manos, cogieron el trigo y desaparecieron. Baba-Yaga, después de comer hasta saciarse, se acostó y ordenó a Basilisa:

-Mañana harás lo mismo que hoy, y además tomarás del granero un montón de semillas de adormidera y las escogerás una a una para separar los granos de tierra.

Y dada esta orden se volvió del otro lado y se puso a roncar, mientras Basilisa pedía consejo a la Muñeca. Ésta repitió la misma contestación de la víspera:

-Acuéstate tranquila después de haber rezado. Por la mañana se es más sabio que por la noche; ya veremos cómo lo hacemos todo.

Por la mañana la bruja se marchó otra vez, y la muchacha, ayudada por su Muñeca, cumplió todas sus obligaciones. Al anochecer volvió Baba-Yaga a casa, visitó todo y exclamó:

-¡Mis fieles servidores, mis queridos amigos, vengan a prensar mi simiente de adormidera!

Se presentaron los tres pares de manos, cogieron las semillas de adormidera y se las llevaron. La bruja se sentó a la mesa y se puso a cenar.

-¿Por qué no me cuentas algo? -preguntó a Basilisa, que estaba silenciosa-. ¿Eres muda?

-Si me lo permites, te preguntaré una cosa.

-Pregunta; pero ten en cuenta que no todas las preguntas redundan en bien del que las hace. Cuanto más sabio se es, se es más viejo.

-Quiero preguntarte, abuelita, lo que he visto mientras caminaba por el bosque. Me adelantó un jinete todo blanco, vestido de blanco y montado sobre un caballo blanco. ¿Quién era?

-Es mi Día Claro -contestó la bruja.

-Más allá me alcanzó otro jinete todo rojo, vestido de rojo y montando un corcel rojo. ¿Quién era éste?

-Es mi Sol Radiante.

-¿Y el jinete negro que me encontré ya junto a tu puerta?

-Es mi Noche Oscura.

Basilisa se acordó de los tres pares de manos, pero no quiso preguntar más y se calló.

-¿Por qué no preguntas más? -dijo Baba-Yaga.

-Esto me basta; me has recordado tú misma, abuelita, que cuanto más sepa seré más vieja.

-Bien -repuso la bruja-; bien haces en preguntar sólo lo que has visto fuera de la cabaña y no en la cabaña misma, pues no me gusta que los demás se enteren de mis asuntos. Y ahora te preguntaré yo también. ¿Cómo consigues cumplir con todas las obligaciones que te impongo?

-La bendición de mi madre me ayuda -contestó la joven.

-¡Oh lo que has dicho! ¡Vete en seguida, hija bendita! ¡No necesito almas benditas en mi casa! ¡Fuera!

Y expulsó a Basilisa de la cabaña, la empujó también fuera del patio; luego, tomando de la cerca una calavera con los ojos encendidos, la clavó en la punta de un palo, se la dio a Basilisa y le dijo:

-He aquí la luz para las hijas de tu madrastra; tómala y llévatela a casa.

La muchacha echó a correr alumbrando su camino con la calavera, que se apagó ella sola al amanecer; al fin, a la caída de la tarde del día siguiente llegó a su casa. Se acercó a la puerta y tuvo intención de tirar la calavera pensando que ya no necesitarían luz en casa; pero oyó una voz sorda que salía de aquella boca sin dientes, que decía: «No me tires, llévame contigo.» Miró entonces a la casa de su madrastra, y no viendo brillar luz en ninguna ventana, decidió llevar la calavera consigo.

La acogieron con cariño y le contaron que desde el momento en que se había marchado no tenían luz, no habían podido encender el fuego y las luces que traían de las casas de los vecinos se apagaban apenas entraban en casa.

-Acaso la luz que has traído no se apague -dijo la madrastra.

Trajeron la calavera a la habitación y sus ojos se clavaron en la madrastra y sus dos hijas, quemándolas sin piedad. Intentaban esconderse, pero los ojos ardientes las perseguían por todas partes; al amanecer estaban ya las tres completamente abrasadas; sólo Basilisa permaneció intacta.

Por la mañana la joven enterró la calavera en el bosque, cerró la casa con llave, se dirigió a la ciudad, pidió alojamiento en casa de una pobre anciana y se instaló allí esperando que volviese su padre. Un día dijo Basilisa a la anciana:

-Me aburro sin trabajo, abuelita. Cómprame del mejor lino e hilaré, para matar el tiempo.

La anciana compró el lino y la muchacha se puso a hilar. El trabajo avanzaba con rapidez y el hilo salía igualito y finito como un cabello. Pronto tuvo un gran montón, suficiente para ponerse a tejer; pero era imposible encontrar un peine tan fino que sirviese para tejer el hilo de Basilisa y nadie se comprometía a hacerlo. La muchacha pidió ayuda a su Muñeca, y ésta en una sola noche le preparó un buen telar.

A fines del invierno el lienzo estaba ya tejido y era tan fino que se hubiera podido enhebrar en una aguja. En la primavera lo blanquearon, y entonces dijo Basilisa a la anciana:

-Vende el lienzo, abuelita, y guárdate el dinero.

La anciana miró la tela y exclamó:

-No, hijita; ese lienzo, salvo el zar, no puede llevarlo nadie. Lo enseñaré en palacio.

Se dirigió a la residencia del zar y se puso a pasear por delante de las ventanas de palacio.

El zar la vio y le preguntó:

-¿Qué quieres, viejecita?

-Majestad -contestó ésta-, he traído conmigo una mercancía preciosa que no quiero mostrar a nadie más que a ti.

El zar ordenó que la hiciesen entrar, y al ver el lienzo se quedó admirado.

-¿Qué quieres por él? -preguntó.

-No tiene precio, padre y señor; te lo he traído como regalo.

El zar le dio las gracias y la colmó de regalos. Empezaron a cortar el lienzo para hacerle al zar unas camisas; cortaron la tela, pero no pudieron encontrar lencera que se encargase de coserlas. La buscaron largo tiempo, y al fin el zar llamó a la anciana y le dijo:

-Ya que has sabido hilar y tejer un lienzo tan fino, por fuerza tienes que saber coserme las camisas.

-No soy yo, majestad, quien ha hilado y tejido esta tela; es labor de una hermosa joven que vive conmigo.

-Bien; pues que me cosa ella las camisas.

Volvió la anciana a su casa y contó a Basilisa lo sucedido y ésta repuso:

-Ya sabía yo que me llamarían para hacer este trabajo.

Se encerró en su habitación y se puso a trabajar. Cosió sin descanso y pronto tuvo hecha una docena de camisas. La anciana las llevó a palacio, y mientras tanto Basilisa se lavó, se peinó, se vistió y se sentó a la ventana esperando lo que sucediera.

Al poco rato vio entrar en la casa a un lacayo del zar, que dirigiéndose a la joven dijo:

-Su Majestad el zar quiere ver a la hábil lencera que le ha cosido las camisas, para recompensarla según merece.

Basilisa la Hermosa se encaminó a palacio y se presentó al zar. Apenas éste la vio se enamoró perdidamente de ella.

-Hermosa joven -le dijo-, no me separaré de ti, porque serás mi esposa.

Entonces tomó a Basilisa la Hermosa de la mano, la sentó a su lado y aquel mismo día celebraron la boda.

Cuando volvió el padre de Basilisa tuvo una gran alegría al conocer la suerte de su hija y se fue a vivir con ella. En cuanto a la anciana, la joven zarina la acogió también en su palacio y a la Muñeca la guardó consigo hasta los últimos días de su vida, que fue toda ella muy feliz.

EDGAR ALLAN POE

El entierro prematuro.

Hay ciertos temas de interés absorbente, pero demasiado horribles para ser objeto de una obra de mera ficción. Los simples novelistas deben evitarlos si no quieren ofender o desagradar. Sólo se tratan con propiedad cuando lo grave y majestuoso de la verdad los santifican y sostienen. Nos estremecemos, por ejemplo, con el más intenso "dolor agradable" ante los relatos del paso del Beresina, del terremoto de Lisboa, de la peste de Londres y de la matanza de San Bartolomé, o de la muerte por asfixia de los ciento veintitrés prisioneros en el Agujero Negro de Calcuta. Pero en estos relatos lo excitante es el hecho, la realidad, la historia. Como ficciones, nos parecerían sencillamente abominables.

He mencionado algunas de las más destacadas y augustas calamidades que registra la historia, pero en ellas el alcance, no menos que el carácter de la calamidad, es lo que impresiona tan vivamente la imaginación. No necesito recordar al lector que, del largo y horrible catálogo de miserias humanas, podría haber escogido muchos ejemplos individuales más llenos de sufrimiento esencial que cualquiera de esos inmensos desastres generales. La verdadera desdicha, la aflicción última, en realidad es particular, no difusa. ¡Demos gracias a Dios misericordioso que los horrorosos extremos de agonía los sufra el hombre individualmente y nunca en masa!

Ser enterrado vivo es, sin ningún género de duda, el más terrorífico extremo que jamás haya caído en suerte a un simple mortal. Que le ha caído en suerte con frecuencia, con mucha frecuencia, nadie con capacidad de juicio lo negará. Los límites que separan la vida de la muerte son, en el mejor de los casos, borrosos e indefinidos...

¿Quién podría decir dónde termina uno y dónde empieza el otro? Sabemos que hay enfermedades en las que se produce un cese total de las funciones aparentes de la vida, y, sin embargo, ese cese no es más que una suspensión, para llamarle por su nombre. Hay sólo pausas temporales en el incomprensible mecanismo. Transcurrido cierto período, algún misterioso principio oculto pone de nuevo en movimiento los mágicos piñones y las ruedas fantásticas. La cuerda de plata no quedó suelta para siempre, ni irreparablemente roto el vaso de oro. Pero, entretanto, ¿dónde estaba el alma?

Sin embargo, aparte de la inevitable conclusión, a priori, de que tales causas deben producir tales efectos, de que los conocidos casos de vida en suspenso, una y otra vez, provocan inevitablemente entierros prematuros, aparte de esta consideración, tenemos el testimonio directo de la experiencia médica y del vulgo que prueba que en realidad tienen lugar un gran número de estos entierros.

Yo podría referir ahora mismo, si fuera necesario, cien ejemplos bien probados. Uno de características muy asombrosas, y cuyas circunstancias igual quedan aún vivas en la memoria de algunos de mis lectores, ocurrió no hace mucho en la vecina ciudad de Baltimore, donde causó una conmoción penosa, intensa y muy extendida. La esposa de uno de los más respetables ciudadanos- abogado eminente y miembro del Congreso- fue atacada por una repentina e inexplicable enfermedad, que burló el ingenio de los médicos. Después de padecer horriblemente murió, o se supone que murió. Nadie sospechó, y en realidad no había motivos para hacerlo, de que no estaba realmente muerta. Presentaba todas las apariencias comunes de la muerte. El rostro tenía el habitual contorno contraído y sumido. Los labios mostraban la habitual palidez marmórea. Los ojos no tenían brillo. Faltaba el calor. Cesaron las pulsaciones. Durante tres días el cuerpo estuvo sin enterrar, y en ese tiempo adquirió una rigidez pétrea. Resumiendo, se adelantó el funeral por el rápido avance de lo que se supuso era descomposición.

La dama fue depositada en la cripta familiar, que permaneció cerrada durante los tres años siguientes. Al expirar ese plazo se abrió para recibir un sarcófago, pero, ¡ay, qué terrible choque esperaba al marido cuando abrió personalmente la puerta! Al empujar los portones, un objeto vestido de blanco cayó rechinando en sus brazos. Era el esqueleto de su mujer con la mortaja puesta.

Una cuidadosa investigación mostró la evidencia de que había revivido a los dos días de ser sepultada, que sus luchas dentro del ataúd habían provocado la caída de éste desde una repisa o nicho al suelo, y al romperse el féretro pudo salir de él. Apareció vacía una lámpara que accidentalmente se había dejado llena de aceite, dentro de la tumba; puede, no obstante, haberse consumido por evaporación. En los peldaños superiores de la escalera que descendía a la espantosa cripta había un trozo del ataúd, con el cual, al parecer, la mujer había intentado llamar la atención golpeando la puerta de hierro. Mientras hacía esto, probablemente se desmayó o quizás murió de puro terror, y al caer, la mortaja se enredó en alguna pieza de hierro que sobresalía hacia dentro. Allí quedó y así se pudrió, erguida.

En el año 1810 tuvo lugar en Francia un caso de inhumación prematura, en circunstancias que contribuyen mucho a justificar la afirmación de que la verdad es más extraña que la ficción. La heroína de la historia era señorita Victorine Lafourcade, una joven de ilustre familia, rica y muy guapa. Entre sus numerosos pretendientes se contaba Julien Bossuet, un pobre literato o periodista de París. Su talento y su amabilidad habían despertado la atención de la heredera, que, al parecer, se había enamorado realmente de él, pero el orgullo de casta la llevó por fin a rechazarlo y a casarse con un tal Monsieur Rénelle, banquero y diplomático de cierto renombre.

Después del matrimonio, sin embargo, este caballero descuidó a su mujer y quizá llegó a golpearla. Después de pasar unos años desdichados ella murió; al menos su estado se parecía tanto al de la muerte que engañó a todos quienes la vieron. Fue enterrada, no en una cripta, sino en una tumba común, en su aldea natal.

Desesperado y aún inflamado por el recuerdo de su cariño profundo, el enamorado viajó de la capital a la lejana provincia donde se encontraba la aldea, con el romántico propósito de desenterrar el cadáver y apoderarse de sus preciosos cabellos. Llegó a la tumba. A medianoche desenterró el ataúd, lo abrió y, cuando iba a cortar los cabellos, se detuvo ante los ojos de la amada, que se abrieron. La dama había sido enterrada viva. Las pulsaciones vitales no habían desaparecido del todo, y las caricias de su amado la despertaron de aquel letargo que equivocadamente había sido confundido con la muerte. Desesperado, el joven la llevó a su alojamiento en la aldea. Empleó unos poderosos reconstituyentes aconsejados por sus no pocos conocimientos médicos. En resumen, ella revivió. Reconoció a su salvador. Permaneció con él hasta que lenta y gradualmente recobró la salud. Su corazón no era tan duro, y esta última lección de amor bastó para ablandarlo. Lo entregó a Bossuet. No volvió junto a su marido, sino que, ocultando su resurrección, huyó con su amante a América.

Veinte años después, los dos regresaron a Francia, convencidos de que el paso del tiempo había cambiado tanto la apariencia de la dama, que sus amigos no podrían reconocerla. Pero se equivocaron, pues al primer encuentro monsieur Rénelle reconoció a su mujer y la reclamó. Ella rechazó la reclamación y el tribunal la apoyó, resolviendo que las extrañas circunstancias y el largo período transcurrido habían abolido, no sólo desde un punto de vista equitativo, sino legalmente la autoridad del marido.

La Revista de Cirugía de Leipzig, publicación de gran autoridad y mérito, que algún editor americano haría bien en traducir y publicar, relata en uno de los últimos números un acontecimiento muy penoso que presenta las mismas características.

Un oficial de artillería, hombre de gigantesca estatura y salud excelente, fue derribado por un caballo indomable y sufrió una contusión muy grave en la cabeza, que le dejó inconsciente. Tenía una ligera fractura de cráneo pero no se percibió un peligro inmediato. La trepanación se hizo con éxito. Se le aplicó una sangría y se adoptaron otros muchos remedios comunes. Pero cayó lentamente en un sopor cada vez más grave y por fin se le dio por muerto.

Hacía calor y lo enterraron con prisa indecorosa en uno de los cementerios públicos. Sus funerales tuvieron lugar un jueves. Al domingo siguiente, el parque del cementerio, como de costumbre, se llenó de visitantes, y alrededor del mediodía se produjo un gran revuelo, provocado por las palabras de un campesino que, habiéndose sentado en la tumba del oficial, había sentido removerse la tierra, como si alguien estuviera luchando abajo. Al principio nadie prestó demasiada atención a las palabras de este hombre, pero su evidente terror y la terca insistencia con que repetía su historia produjeron, al fin, su natural efecto en la muchedumbre.

Algunos con rapidez consiguieron unas palas, y la tumba, vergonzosamente superficial, estuvo en pocos minutos tan abierta que dejó al descubierto la cabeza de su ocupante. Daba la impresión de que estaba muerto, pero aparecía casi sentado dentro del ataúd, cuya tapa, en furiosa lucha, había levantado parcialmente. Inmediatamente lo llevaron al hospital más cercano, donde se le declaró vivo, aunque en estado de asfixia. Después de unas horas volvió en sí, reconoció a algunas personas conocidas, y con frases inconexas relató sus agonías en la tumba.Por lo que dijo, estaba claro que la víctima mantuvo la conciencia de vida durante más de una hora después de la inhumación, antes de perder los sentidos. Habían rellenado la tumba, sin percatarse, con una tierra muy porosa, sin aplastar, y por eso le llegó un poco de aire. Oyó los pasos de la multitud sobre su cabeza y a su vez trató de hacerse oír. El tumulto en el parque del cementerio, dijo, fue lo que seguramente lo despertó de un profundo sueño, pero al despertarse se dio cuenta del espantoso horror de su situación.Este paciente, según cuenta la historia, iba mejorando y parecía encaminado hacia un restablecimiento definitivo, cuando cayó víctima de la charlatanería de los experimentos médicos. Se le aplicó la batería galvánica y expiró de pronto en uno de esos paroxismos estáticos que en ocasiones produce.

La mención de la batería galvánica, sin embargo, me trae a la memoria un caso bien conocido y muy extraordinario, en que su acción resultó ser la manera de devolver la vida a un joven abogado de Londres que estuvo enterrado dos días. Esto ocurrió en 1831, y entonces causó profunda impresión en todas partes, donde era tema de conversación.

El paciente, el señor Edward Stapleton, había muerto, aparentemente, de fiebre tifoidea acompañada de unos síntomas anómalos que despertaron la curiosidad de sus médicos. Después de su aparente fallecimiento, se pidió a sus amigos la autorización para un examen post-mortem, pero éstos se negaron. Como sucede a menudo ante estas negativas, los médicos decidieron desenterrar el cuerpo y examinarlo a conciencia, en privado. Fácilmente llegaron a un arreglo con uno de los numerosos grupos de ladrones de cadáveres que abundan en Londres, y la tercera noche después del entierro el supuesto cadáver fue desenterrado de una tumba de ocho pies de profundidad y depositado en el quirófano de un hospital privado.

Al practicársele una incisión de cierta longitud en el abdomen, el aspecto fresco e incorrupto del sujeto sugirió la idea de aplicar la batería. Hicieron sucesivos experimentos con los efectos acostumbrados, sin nada de particular en ningún sentido, salvo, en una o dos ocasiones, una apariencia de vida mayor de la norma en cierta acción convulsiva.

Era ya tarde. Iba a amanecer y se creyó oportuno, al fin, proceder inmediatamente a la disección. Pero uno de los estudiosos tenía un deseo especial de experimentar una teoría propia e insistió en aplicar la batería a uno de los músculos pectorales. Tras realizar una tosca incisión, se estableció apresuradamente un contacto; entonces el paciente, con un movimiento rápido pero nada convulsivo, se levantó de la mesa, caminó hacia el centro de la habitación, miró intranquilo a su alrededor unos instantes y entonces habló. Lo que dijo fue ininteligible, pero pronunció algunas palabras, y silabeaba claramente. Después de hablar, se cayó pesadamente al suelo.

Durante unos momentos todos se quedaron paralizados de espanto, pero la urgencia del caso pronto les devolvió la presencia de ánimo. Se vio que el señor Stapleton estaba vivo, aunque sin sentido. Después de administrarle éter volvió en sí y rápidamente recobró la salud, retornando a la sociedad de sus amigos, a quienes, sin embargo, se les ocultó toda noticia sobre la resurrección hasta que ya no se temía una recaída. Es de imaginar la maravilla de aquellos y su extasiado asombro.

El dato más espeluznante de este incidente, sin embargo, se encuentra en lo que afirmó el mismo señor Stapleton. Declaró que en ningún momento perdió todo el sentido, que de un modo borroso y confuso percibía todo lo que le estaba ocurriendo desde el instante en que fuera declarado muerto por los médicos hasta cuando cayó desmayado en el piso del hospital. "Estoy vivo", fueron las incomprendidas palabras que, al reconocer la sala de disección, había intentado pronunciar en aquel grave instante de peligro.

Sería fácil multiplicar historias como éstas, pero me abstengo, porque en realidad no nos hacen falta para establecer el hecho de que suceden entierros prematuros. Cuando reflexionamos, en las raras veces en que, por la naturaleza del caso, tenemos la posibilidad de descubrirlos, debemos admitir que tal vez ocurren más frecuentemente de lo que pensamos. En realidad, casi nunca se han removido muchas tumbas de un cementerio, por alguna razón, sin que aparecieran esqueletos en posturas que sugieren la más espantosa de las sospechas.

La sospecha es espantosa, pero es más espantoso el destino. Puede afirmarse, sin vacilar, que ningún suceso se presta tanto a llevar al colmo de la angustia física y mental como el enterramiento antes de la muerte. La insoportable opresión de los pulmones, las emanaciones sofocantes de la tierra húmeda, la mortaja que se adhiere, el rígido abrazo de la estrecha morada, la oscuridad de la noche absoluta, el silencio como un mar que abruma, la invisible pero palpable presencia del gusano vencedor; estas cosas, junto con los deseos del aire y de la hierba que crecen arriba, con el recuerdo de los queridos amigos que volarían a salvarnos si se enteraran de nuestro destino, y la conciencia de que nunca podrán saberlo, de que nuestra suerte irremediable es la de los muertos de verdad, estas consideraciones, digo, llevan el corazón aún palpitante a un grado de espantoso e insoportable horror ante el cual la imaginación más audaz retrocede.

No conocemos nada tan angustioso en la Tierra, no podemos imaginar nada tan horrible en los dominios del más profundo Infierno. Y por eso todos los relatos sobre este tema despiertan un interés profundo, interés que, sin embargo, gracias a la temerosa reverencia hacia este tema, depende justa y específicamente de nuestra creencia en la verdad del asunto narrado. Lo que voy a contar ahora es mi conocimiento real, mi experiencia efectiva y personal...

Durante varios años sufrí ataques de ese extraño trastorno que los médicos han decidido llamar catalepsia, a falta de un nombre que mejor lo defina. Aunque tanto las causas inmediatas como las predisposiciones e incluso el diagnóstico de esta enfermedad siguen siendo misteriosas, su carácter evidente y manifiesto es bien conocido. Las variaciones parecen serlo, principalmente, de grado. A veces el paciente se queda un solo día o incluso un período más breve en una especie de exagerado letargo. Está inconsciente y externamente inmóvil, pero las pulsaciones del corazón aún se perciben débilmente; quedan unos indicios de calor, una leve coloración persiste en el centro de las mejillas y, al aplicar un espejo a los labios, podemos detectar una torpe, desigual y vacilante actividad de los pulmones. Otras veces el trance dura semanas e incluso meses, mientras el examen más minucioso y las pruebas médicas más rigurosas no logran establecer ninguna diferencia material entre el estado de la víctima y lo que concebimos como muerte absoluta.

Por regla general, lo salvan del entierro prematuro sus amigos, que saben que sufría anteriormente de catalepsia, y la consiguiente sospecha, pero sobre todo le salva la ausencia de corrupción. La enfermedad, por fortuna, avanza gradualmente. Las primeras manifestaciones, aunque marcadas, son inequívocas. Los ataques son cada vez más característicos y cada uno dura más que el anterior. En esto reside la mayor seguridad, de cara a evitar la inhumación. El desdichado cuyo primer ataque tuviera la gravedad con que en ocasiones se presenta, sería casi inevitablemente llevado vivo a la tumba.

Mi propio caso no difería en ningún detalle importante de los mencionados en los textos médicos. A veces, sin ninguna causa aparente, me hundía poco a poco en un estado de semisíncope, o casi desmayo, y ese estado, sin dolor, sin capacidad de moverme, o realmente de pensar, pero con una borrosa y letárgica conciencia de la vida y de la presencia de los que rodeaban mi cama, duraba hasta que la crisis de la enfermedad me devolvía, de repente, el perfecto conocimiento.

Otras veces el ataque era rápido, fulminante. Me sentía enfermo, aterido, helado, con escalofríos y mareos, y, de repente, me caía postrado. Entonces, durante semanas, todo estaba vacío, negro, silencioso y la nada se convertía en el universo. La total aniquilación no podía ser mayor. Despertaba, sin embargo, de estos últimos ataques lenta y gradualmente, en contra de lo repentino del acceso. Así como amanece el día para el mendigo que vaga por las calles en la larga y desolada noche de invierno, sin amigos ni casa, así lenta, cansada, alegre volvía a mí la luz del alma.

Pero, aparte de esta tendencia al síncope, mi salud general parecía buena, y no hubiera podido percibir que sufría esta enfermedad, a no ser que una peculiaridad de mi sueño pudiera considerarse provocada por ella. Al despertarme, nunca podía recobrar en seguida el uso completo de mis facultades, y permanecía siempre durante largo rato en un estado de azoramiento y perplejidad, ya que las facultades mentales en general y la memoria en particular se encontraban en absoluta suspensión.

En todos mis padecimientos no había sufrimiento físico, sino una infinita angustia moral. Mi imaginación se volvió macabra. Hablaba de "gusanos, de tumbas, de epitafios" Me perdía en meditaciones sobre la muerte, y la idea del entierro prematuro se apoderaba de mi mente. El espeluznante peligro al cual estaba expuesto me obsesionaba día y noche. Durante el primero, la tortura de la meditación era excesiva; durante la segunda, era suprema, Cuando las tétricas tinieblas se extendían sobre la tierra, entonces, presa de los más horribles pensamientos, temblaba, temblaba como las trémulas plumas de un coche fúnebre.

Cuando mi naturaleza ya no aguantaba la vigilia, me sumía en una lucha que al fin me llevaba al sueño, pues me estremecía pensando que, al despertar, podía encontrarme metido en una tumba. Y cuando, por fin, me hundía en el sueño, lo hacía sólo para caer de inmediato en un mundo de fantasmas, sobre el cual flotaba con inmensas y tenebrosas alas negras la única, predominante y sepulcral idea.

De las innumerables imágenes melancólicas que me oprimían en sueños elijo para mi relato una visión solitaria. Soñé que había caído en un trance cataléptico de más duración y profundidad que lo normal. De. repente una mano helada se posó en mi frente y una voz impaciente, farfullante, susurró en mi oído: "¡Levántate!"

Me incorporé. La oscuridad era total. No podía ver la figura del que me había despertado. No podía recordar ni la hora en que había caído en trance, ni el lugar en que me encontraba. Mientras seguía inmóvil, intentando ordenar mis pensamientos, la fría mano me agarró con fuerza por la muñeca, sacudiéndola con petulancia, mientras la voz farfullante decía de nuevo:

-¡Levántate! ¿No te he dicho que te levantes?
-¿Y tú- pregunté- quién eres?
-No tengo nombre en las regiones donde habito- replicó la voz tristemente- Fui un hombre y soy un espectro. Era despiadado, pero soy digno de lástima. Ya ves que tiemblo. Me rechinan los dientes cuando hablo, pero no es por el frío de la noche, de la noche eterna. Pero este horror es insoportable. ¿Cómo puedes dormir tú tranquilo? No me dejan descansar los gritos de estas largas agonías. Estos espectáculos son más de lo que puedo soportar. ¡Levántate! Ven conmigo a la noche exterior, y deja que te muestre las tumbas. ¿No es este un espectáculo de dolor?... ¡Mira!

Miré, y la figura invisible que aún seguía apretándome la muñeca consiguió abrir las tumbas de toda la humanidad, y de cada una salían las irradiaciones fosfóricas de la descomposición, de forma que pude ver sus más escondidos rincones y los cuerpos amortajados en su triste y solemne sueño con el gusano. Pero, ¡ay!, los que realmente dormían, aunque fueran muchos millones, eran menos que los que no dormían en absoluto, y había una débil lucha, y había un triste y general desasosiego, y de las profundidades de los innumerables pozos salía el melancólico frotar de las vestiduras de los enterrados. Y, entre aquellos que parecían descansar tranquilos, vi que muchos habían cambiado, en mayor o menor grado, la rígida e incómoda postura en que fueron sepultados. Y la voz me habló de nuevo, mientras contemplaba:

-¿No es esto, ¡ah!, acaso un espectáculo lastimoso? Pero, antes de que encontrara palabras para contestar, la figura había soltado mi muñeca, las luces fosfóricas se extinguieron y las tumbas se cerraron con repentina violencia, mientras de ellas salía un tumulto de gritos desesperados, repitiendo: "¿No es esto, ¡Dios mío!, acaso un espectáculo lastimoso?"

Fantasías como ésta se presentaban por la noche y extendían su terrorífica influencia incluso en mis horas de vigilia. Mis nervios quedaron destrozados, y fui presa de un horror continuo. Ya no me atrevía a montar a caballo, a pasear, ni a practicar ningún ejercicio que me alejara de casa. En realidad, ya no me atrevía a fiarme de mí lejos de la presencia de los que conocían mi propensión a la catalepsia, por miedo de que, en uno de esos ataques, me enterraran antes de conocer mi estado realmente.

Dudaba del cuidado y de la lealtad de mis amigos más queridos. Temía que, en un trance más largo de lo acostumbrado, se convencieran de que ya no había remedio. Incluso llegaba a temer que, como les causaba muchas molestias, quizá se alegraran de considerar que un ataque prolongado era la excusa suficiente para librarse definitivamente de mí. En vano trataban de tranquilizarme con las más solemnes promesas. Les exigía, con los juramentos más sagrados, que en ninguna circunstancia me enterraran hasta que la descomposición estuviera tan avanzada, que impidiese la conservación.

Y aun así mis terrores mortales no hacían caso de razón alguna, no aceptaban ningún consuelo. Empecé con una serie de complejas precauciones. Entre otras, mandé remodelar la cripta familiar de forma que se pudiera abrir fácilmente desde dentro. A la más débil presión sobre una larga palanca que se extendía hasta muy dentro de la cripta, se abrirían rápidamente los portones de hierro. También estaba prevista la entrada libre de aire y de luz, y adecuados recipientes con alimentos y agua, al alcance del ataúd preparado para recibirme.

Este ataúd estaba acolchado con un material suave y cálido y dotado de una tapa elaborada según el principio de la puerta de la cripta, incluyendo resortes ideados de forma que el más débil movimiento del cuerpo sería suficiente para que se soltara. Aparte de esto, del techo de la tumba colgaba una gran campana, cuya soga pasaría (estaba previsto) por un agujero en el ataúd y estaría atada a una mano del cadáver. Pero, ¡ay!, ¿de qué sirve la precaución contra el destino del hombre?. ¡Ni siquiera estas bien urdidas seguridades bastaban para librar de las angustias más extremas de la inhumación en vida a un infeliz destinado a ellas!

Llegó una época- como me había ocurrido antes a menudo- en que me encontré emergiendo de un estado de total inconsciencia a la primera sensación débil e indefinida de la existencia. Lentamente, con paso de tortuga, se acercaba el pálido amanecer gris del día psíquico. Un desasosiego aletargado. Una sensación apática de sordo dolor. Ninguna preocupación, ninguna esperanza, ningún esfuerzo. Entonces, después de un largo intervalo, un zumbido en los oídos. Luego, tras un lapso de tiempo más largo, una sensación de hormigueo o comezón en las extremidades; después, un período aparentemente eterno de placentera quietud, durante el cual las sensaciones que se despiertan luchan por transformarse en pensamientos; más tarde, otra corta zambullida en la nada; luego, un súbito restablecimiento. Al fin, el ligero estremecerse de un párpado; e inmediatamente después, un choque eléctrico de terror, mortal e indefinido, que envía la sangre a torrentes desde las sienes al corazón.

Y entonces, el primer esfuerzo por pensar. Y entonces, el primer intento de recordar. Y entonces, un éxito parcial y evanescente. Y entonces, la memoria ha recobrado tanto su dominio, que, en cierta medida, tengo conciencia de mi estado. Siento que no me estoy despertado de un sueño corriente. Recuerdo que he sufrido de catalepsia. Y entonces, por fin, como si fuera la embestida de un océano, el único peligro horrendo, la única idea espectral y siempre presente abruma mi espíritu estremecido.

Unos minutos después de que esta fantasía se apoderase de mí, me quedé inmóvil. ¿Y por qué? No podía reunir valor para moverme. No me atrevía a hacer el esfuerzo que desvelara mi destino, sin embargo algo en mi corazón me susurraba que era seguro.

La desesperación- tal como ninguna otra clase de desdicha produce-, sólo la desesperación me empujó, después de una profunda duda, a abrir mis pesados párpados. Los levanté. Estaba oscuro, todo oscuro. Sabía que el ataque había terminado. Sabía que la situación crítica de mi trastorno había pasado. Sabía que había recuperado el uso de mis facultades visuales, y, sin embargo, todo estaba oscuro, oscuro, con la intensa y absoluta falta de luz de la noche que dura para siempre.

Intenté gritar, y mis labios y mi lengua reseca se movieron convulsivamente, pero ninguna voz salió de los cavernosos pulmones, que, oprimidos como por el peso de una montaña, jadeaban y palpitaban con el corazón en cada inspiración laboriosa y difícil.

El movimiento de las mandíbulas, en el esfuerzo por gritar, me mostró que estaban atadas, como se hace con los muertos. Sentí también que yacía sobre una materia dura, y algo parecido me apretaba los costados. Hasta entonces no me había atrevido a mover ningún miembro, pero al fin levanté con violencia mis brazos, que estaban estirados, con las muñecas cruzadas. Chocaron con una materia sólida, que se extendía sobre mi cuerpo a no más de seis pulgadas de mi cara. Ya no dudaba de que reposaba al fin dentro de un ataúd.

Y entonces, en medio de toda mi infinita desdicha, vino dulcemente la esperanza, como un querubín, pues pensé en mis precauciones. Me retorcí e hice espasmódicos esfuerzos para abrir la tapa: no se movía. Me toqué las muñecas buscando la soga: no la encontré. Y entonces mi consuelo huyó para siempre, y una desesperación aún más inflexible reinó triunfante pues no pude evitar percatarme de la ausencia de las almohadillas que había preparado con tanto cuidado, y entonces llegó de repente a mis narices el fuerte y peculiar olor de la tierra húmeda.

La conclusión era irresistible. No estaba en la cripta. Había caído en trance lejos de casa, entre desconocidos, no podía recordar cuándo y cómo, y ellos me habían enterrado como a un perro, metido en algún ataúd común, cerrado con clavos, y arrojado bajo tierra, bajo tierra y para siempre, en alguna tumba común y anónima.

Cuando este horrible convencimiento se abrió paso con fuerza hasta lo más íntimo de mi alma, luché una vez más por gritar. Y este segundo intento tuvo éxito. Un largo, salvaje y continuo grito o alarido de agonía resonó en los recintos de la noche subterránea.

-Oye, oye, ¿qué es eso?- dijo una áspera voz, como respuesta.
-¿Qué diablos pasa ahora?- dijo un segundo..
-¡Fuera de ahí!- dijo un tercero.
-¿Por qué aúlla de esa manera, como un gato montés?- dijo un cuarto.

Y entonces unos individuos de aspecto rudo me sujetaron y me sacudieron sin ninguna consideración. No me despertaron del sueño, pues estaba completamente despierto cuando grité, pero me devolvieron la plena posesión de mi memoria.

Esta aventura ocurrió cerca de Richmond, en Virginia. Acompañado de un amigo, había bajado, en una expedición de caza, unas millas por las orillas del río James. Se acercaba la noche cuando nos sorprendió una tormenta. La cabina de una pequeña chalupa anclada en la corriente y cargada de tierra vegetal nos ofreció el único refugio asequible. Le sacamos el mayor provecho posible y pasamos la noche a bordo. Me dormí en una de las dos literas; no hace falta describir las literas de una chalupa de sesenta o setenta toneladas. La que yo ocupaba no tenía ropa de cama. Tenía una anchura de dieciocho pulgadas. La distancia entre el fondo y la cubierta era exactamente la misma. Me resultó muy difícil meterme en ella. Sin embargo, dormí profundamente, y toda mi visión- pues no era ni un sueño ni una pesadilla- surgió naturalmente de las circunstancias de mi postura, de la tendencia habitual de mis pensamientos, y de la dificultad, que ya he mencionado, de concentrar mis sentidos y sobre todo de recobrar la memoria durante largo rato después de despertarme. Los hombres que me sacudieron eran los tripulantes de la chalupa y algunos jornaleros contratados para descargarla. De la misma carga procedía el olor a tierra. La venda en torno a las mandíbulas era un pañuelo de seda con el que me había atado la cabeza, a falta de gorro de dormir.

Las torturas que soporté, sin embargo, fueron indudablemente iguales en aquel momento a las de la verdadera sepultura. Eran de un horror inconcebible, increíblemente espantosas; pero del mal procede el bien, pues su mismo exceso provocó en mi espíritu una reacción inevitable. Mi alma adquirió temple, vigor. Salí fuera. Hice ejercicios duros. Respiré aire puro. Pensé en más cosas que en la muerte. Abandoné mis textos médicos. Quemé el libro de Buchan. No leí más Pensamientos nocturnos, ni grandilocuencias sobre cementerios, ni cuentos de miedo como éste.

En muy poco tiempo me convertí en un hombre nuevo y viví una vida de hombre. Desde, aquella noche memorable descarté para siempre mis aprensiones sepulcrales y con ellas se desvanecieron los achaques catalépticos, de los cuales quizá fueran menos consecuencia que causa. Hay momentos en que, incluso para el sereno ojo de la razón, el mundo de nuestra triste humanidad puede parecer el infierno. ¡Ay!, la torva legión de los terrores sepulcrales no se puede considerar como completamente imaginaria, pero los demonios, en cuya compañía Afrasiab hizo su viaje por el Oxus, tienen que dormir o nos devorarán..., hay que permitirles que duerman, o pereceremos.
PERCY BYSSHE SHELLEY (1792-1822)

Filosofía del Amor.

Las fuentes se mezclan con el río,
Y los ríos con el océano;
Los vientos del cielo se mezclan para siempre,
Con una dulce emoción;
Nada en el mundo es único,
Todas las cosas por ley divina
Se completan unas a otras:
¿Por qué no debería hacerlo contigo?

Mira, las montañas besan el alto cielo
Y las olas se acarician en la costa;
Ninguna flor sería hermosa
Si desdeña a sus hermanos:
Y la luz del sol ama la tierra,
Y los reflejos de la luna besan los mares:
¿De qué vale todo este amor
Si tu no me besas?

ÉMILE ZOLA

Yo Acuso

La verdad en marcha

Índice
Pagina
Nota sobre el caso Dreyfus 1
Prólogo 3
Monsieur Scheurer-Kestner 4
La cofradía 4
El juicio 6
Carta a la juventud 9
Carta a Francia 13
Yo acuso. Carta a Monsieur Félix Faure, presidente de la República 18
Declaración ante el jurado 25
Carta a Monsieur Brisson, presidente del Consejo de Ministros 29
Justicia 31
E1 quinto acto 34
Carta a la esposa de Alfred Dreyfus 34
Carta al Senado 35
Carta a Monsieur Loubet, presidente de la República 38

Nota sobre el caso Dreyfus
En 1894, los servicios de contraespionaje (Service de Renseignements) del Ministerio
de la Guerra francés interceptan un documento dirigido al agregado militar alemán en
París, Schwartzkoppen, en el que se menciona en nota manuscrita el anuncio del envío
de informaciones concretas sobre las características del nuevo material de artillería
francés. El riesgo de escándalo es más preocupante que la propia filtración; había, pues,
que encontrar a un culpable. Basándose en el escrito, los expertos comparan letras de
los oficiales del Estado Mayor y concluyen que el capitán Alfred Dreyfus, de treinta y
cinco años, judío y alsaciano, es su autor. El 15 de octubre de ese año Dreyfus es
arrestado, juzgado por un consejo de guerra y declarado culpable de alta traición.
Pese a las declaraciones de inocencia del acusado (declaraciones que no se hacen
públicas), se condena a Dreyfus a la degradación militar (enero de 1895) y a cumplir
cadena perpetua en la isla del Diablo, en la Guayana francesa. Durante el juicio, el
general Mercier, ministro de la Guerra, expresa sus convicciones a la prensa y comunica
al tribunal que existen pruebas «abrumadoras» de la culpabilidad de Dreyfus, pruebas
que no puede mostrar porque pondrían en peligro la seguridad de la nación. Hasta ese
momento, nadie duda de la existencia de dichas pruebas. Únicamente la familia de
Dreyfus, convencida de su inocencia, habla de error judicial y busca apoyos entre los
politicos y la prensa para conseguir la revision del juicio.
En marzo de 1896, el nuevo responsable del Service de Renseignements, el coronel
Picquart, descubre un telegrama dirigido por el agregado militar alemán
Schwartzkoppen a un oficial francés de origen húngaro, el comandante Esterhazy; el
telegrama no deja dudas de que este ultimo es el informador de Schwartzkoppen en el
Estado Mayor francés. La letra de Esterhazy, que se parece a la de Dreyfus, es,
sorprendentemente, muy similar a la del famoso escrito. Picquart informa a sus
superiores y expresa su convicción de que fue un error atribuir el escrito a Dreyfus. El
Estado Mayor destina a Picquart a la frontera del este y, posteriormente, a Túnez. Los
tribunales militares, dominados por camarillas de extrema derecha y antisemitas, se
niegan a revisar el caso Dreyfus y tratan de sofocar el escándalo, pero no logran evitar
que algunos rumores alerten a personalidades de la izquierda.
En 1897 -con la ayuda del periodista Bernard Lazare, del senador Scheurer-Kestner y
del diputado Joseph Reinach-, Mathieu Dreyfus, hermano de Alfred, promueve una
campaña en Le Figaro para exigir que se investigue a Esterhazy y se revise el juicio de
1894. La extrema derecha reacciona de inmediato. Indignado, Émile Zola, próximo a la
izquierda radical y a grupos socialistas, entra en liza. La campaña de Le Figaro rompe
la conspiración de silencio.
En diciembre de 1897, Esterhazy, cuya letra es idéntica a la de los facsimiles del
escrito que la prensa ha reproducido, es inculpado y comparece ante un tribunal militar;
contra todo pronóstico, los jueces lo absuelven en enero de 1898, al tiempo que el
presidente del Consejo de Ministros, Méline, rechaza la revision del caso Dreyfus: «El
caso Dreyfus no existe». Zola, consciente de los riesgos que corre, plantea la cuestión
ante la opinion pública en su célebre carta al presidente de la República, titulada «Yo
acuso» y publicada el 13 de enero en L'Aurore. Ese mismo día, la policía detiene al
teniente coronel Picquart. La polémica enardece al país y se desencadenan las hostilidades
entre la derecha militarista y la izquierda socialista o radical, entre las
corrientes nacionalistas antisemitas y los defensores del Derecho, entre el integrismo
católico y los adalides del libre pensamiento. Llueven insultos y críticas sobre Zola. En
estas circunstancias, aparece, ya en su sentido moderno, la expresión «los intelectuales»,
que emplearon los antidreyfusards (Barrès, Drumont, Leon Daudet, Pierre Loti, Jules
Verne...) contra los dreyfusards (Zola, Gide, Proust, Péguy, Mirbeau, Anatole France,
Jarry, Claude Monet...).
Del 7 al 23 de febrero de 1898, Zola, amenazado de muerte por los grupos de extrema
derecha, comparece ante un tribunal, acusado de difamar a los oficiales y
personalidades que había denunciado en su «Yo acuso». Se le declara culpable y se le
condena a un año de cárcel, a pagar tres mil francos de multa y se le despoja de la
Legión de Honor. Tras recurrir la sentencia, el tribunal de instancia vuelve a condenarle,
esta vez, sin embargo, en rebeldía, pues Zola, temiendo por su vida, se ha exiliado
en Inglaterra. Semanas después de este segundo juicio, se confirma que el documento
que se utilizó para comprometer a Dreyfus en el juicio de 1894 era falso; lo había confeccionado
un oficial del Service de Renseignements, el coronel Henry, quien confiesa su
culpabilidad el 30 de agosto y el 31 se suicida en la cárcel. El Tribunal Supremo, que
había empezado a revisar el expediente Dreyfus en junio, ordenó la revision del caso.
Zola, pese a la confirmación de la sentencia condenatoria, regresa de su exilio en junio
de 1899; el Gobierno renuncia a tomar medidas contra él. Entre agosto y septiembre de
ese año, Dreyfus, trasladado a Francia, se somete a un segundo juicio y de nuevo le
condenan los tribunales militares, que no acceden a reconocer el error judicial que se
cometió en 1894; el 19 de septiembre, el presidente de la República, Loubet, indulta a
Dreyfus. Puesto en libertad, gran parte de la opinion pública considera que debe,
además, reconocerse su inocencia. Hasta el 12 de julio de 1906 no obtendrá Dreyfus la
rehabilitación en el ejército. Cuatro años antes, la noche del 28 al 29 de septiembre de
1902, de regreso a París tras sus vacaciones en Médan, Emilio Zola muere asfixiado en
su casa, debido a las exhalaciones de una chimenea. Desde 1898, Zola había recibido
numerosas amenazas de muerte, pero este «caso» nunca llegó a esclarecerse. Dreyfus,
por su parte, falleció en 1935 ocupando un alto cargo oficial. Quedaron dudas sobre su
inocencia hasta la publicación de los Carnets de Schwartzkoppen en 1930: Dreyfus
inocente, Esterhazy culpable.
Yo Acuso. La Verdad en marcha
Prólogo
He juzgado necesario recoger en este volumen los artículos que fui publicando sobre el
caso Dreyfus durante un periodo de tres años, de diciembre de 1897 a diciembre de 1900,
a medida que se desarrollaban los acontecimientos. Un escritor que ha emitido juicios y
ha tomado responsabilidades en un caso de tanta gravedad y tanto alcance tiene el deber
de poner a la vista del público el conjunto de su actuación, los documentos auténticos, los
únicos que podrán servir para juzgarle. Y si ese escritor no fuese tratado hoy con justicia,
podrá entonces esperar en paz, pues el porvenir dispondrá de toda la información que
deberá bastar algún día para sacar a la luz la verdad.
No obstante, no me he apresurado a publicar este volumen. Quería, en primer lugar, que
el expediente buera completo, que hubie se concluido un periodo concreto del caso; he
tenido que esperar, pues, que la ley de amnistía concluyera un periodo que puede
considerarse, al menos por el momento, como final. En segundo lugar, me repugnaba
enormemente la idea de que se pudiera creer que buscaba publicidad o que me movía el
afán de lucro en una cuestión de lucha social de la que el profesional de las letras no
quería en absoluto beneficiarse. He rechazado todas las ofertas, no he escrito sobre ello ni
novelas ni obras de teatro. Tal vez así logre que por lo menos no me acusen de haber sacado
dinero de esta historia tan desgarradora que ha trastornado a toda la humanidad.
Pretendo utilizar más tarde, en dos obras, las notas que tomé. En una, con el título de
«Impresiones de audiencias», quisiera contar los juicios a los que se me sometió, decir
todas las cosas monstruosas y describir los extraños personajes que desfilaron ante mí, en
París y en Versalles. En otra, con el titulo de «Páginas de exilio», planeo narrar los once
meses que pasé en Inglaterra, los trágicos ecos que despertaban en mi cada noticia
desastrosa que me llegaba de Francia, todo lo que evoqué -hechos y personas- cuando me
hallaba lejos de mi tierra, en la completa soledad que me envolvía. Pero no son más que
deseos, proyectos, y no me extrañaría que las circunstancias y la vida me impidiesen
llevarlos a cabo.
Por otra parte, eso no sería una historia del caso Dreyfus, porque tengo el
convencimiento de que ahora, en medio de las pasiones desatadas, sin los documentos
que todavía faltan, no se puede escribir esa historia. Habrá que dejar pasar el tiempo,
habrá que realizar primero un estudio imparcial de los documentos que formarán parte
del inmenso expediente. Y yo sólo quiero aportar mi contribución a ese expediente, decir
lo que supe, lo que vi y oí en la parte del caso en que tuve ocasión de participar.
Por el momento, me contento con reunir en este volumen los articulos ya publicados.
Por supuesto, no he cambiado ni una sola palabra, los he dejado con sus repeticiones, con
esa forma áspera y descuidada propia de las páginas escritas las más de las veces aprisa y
corriendo, en momentos de pasión. Sin embargo, he considerado necesario acompañarlos
de falsos títulos y de pequeños comentarios en los que doy algunas explicaciones
imprescindibles para dar cierta coherencia al conjunto, remitiendo los articulos a las
circunstancias que me llevaron a escribirlos. De este modo, queda establecido el orden
cronológico; cada articulo ocupa su lugar en las grandes convulsiones del caso, y el
conjunto, en su lógica interna, cobra coherencia, a pesar de los prolongados silencios en
que me sumí.
Repito, pues, que estos artículos no son sino una contribución al expediente sobre el
caso Dreyfus, algunos de los documentos de mi acción personal cuya recopilación quiero
dedicar a la Historia, a la justicia de mañana.

Emilio Zola
París, 1 de febrero de 1901
Monsieur Scheurer-Kestner
Este artículo apareció en Le Figaro el 25 de noviembre de 1897.
En 1894, en el momento en que se inició el caso Dreyfus, yo estaba en Roma, y no
regresé a Francia hasta el 15 de diciembre de ese año. Como es natural, apenas leía
periódicos franceses. Eso explica mi ignorancia y cierta indiferencia que durante mucho
tiempo me inspiró este caso. Hasta noviembre de 1897, al regresar del campo, no
comencé a apasionarme, y ello debido a unas circunstancias que me permitieron conocer
los hechos y algunos documentos posteriormente publicados que bastaron para que mi
convicción se volviera absoluta a inquebrantable.
Se observará, no obstante, que, en primer lugar, el profesional, el novelista, se sintió
sobre todo seducido, exaltado, por el drama. Y que la piedad, la fe, el anhelo de verdad y
de justicia, vinieron después.
[...] El proyecto de Monsieur Scheurer-Kestner, al tiempo que cumplía su misión, era
desaparecer. Había resuelto decir al Gobierno: «Esto es lo que hay. Tomen cartas en el
asunto, atribúyanse el mérito de ser justos enmendando un error. Todo acto de justicia
conlleva al final un triunfo». Ciertas circunstancias, a las que no quiero referirme,
hicieron que no se le escuchase.
A partir de ese momento, comenzó para él el calvario que padece desde hace semanas.
[...]
Imagino que en el altivo silencio de Monsieur Scheurer-Kestner subyace también el
deseo de confiar en que cada cual hará su examen de conciencia antes de actuar. Cuando
habló de ese deber que, incluso al ver arruinadas su elevada posición, su fortuna y su
felicidad, le exigia ha cer resplandecer la verdad tan pronto la supo, pronunció esta
admirable frase: «Si no, no hubiera podido vivir». Pues bien, eso han de decirse todas las
personas honradas que se han visto involucradas en este caso: que no podrían vivir si no
hicieran justicia.
Y si las razones políticas provocaran un retraso de la justicia, sería un nuevo error que
no haría más que entorpecer el inevitable desenlace, agravándolo aún más.
La verdad está en marcha y nada la detendrá.
La cofradía
Las siguientes páginas vieron la luz en Le Figaro el 1 de diciembre de 1897.
Tenía ya entonces la intención de publicar en ese periódico una serie de artículos
sobre el caso Dreyfus, toda una campaña, a medida que se desarrollaran los
acontecimientos. Durante un paseo, me encontré por casualidad con el director de ese
periódico, Monsieur Fernand de Rodays. Estuvimos hablando, con cierta pasión, en
plena calle, y eso me decidió de pronto a ofrecerle algunos artículos, pues advertí que
comulgaba con mis ideas. Así, sin premeditación alguna, me comprometí. Añado, por
otra parte, que iba a ponerme a hablar en cualquier momento, porque me resultaba
imposible callar. Y no debe olvidarse el vigor con que Le Figaro comenzo y, sobre todo,
acabó encauzando la lucha que convenía entablar.
Todos conocemos su origen. Es de una bajeza y una necedad simplista dignas de
quienes concibieron su existencia.
Un consejo de guerra condena al capitán Dreyfus por delito de traición. A partir de ahí,
éste se convierte en un traidor; ya no es un hombre, sino una abstracción que encarna la
idea de la patria degollada, entregada al enemigo vencedor. No sólo representa la traición
presente y futura, sino también la traición pasada, y le endosan la vieja derrota, porque
están obsesionados con la idea de que sólo la traición pudo ha cer que nos vencieran.
Ya tenemos al hombre perverso, la figura abominable, la vergüenza del ejército, el malvado
que vende a sus hermanos igual que Judas vendió a su Dios. Y como es judio, ¡qué
sencillo!, los judíos -que son ricos y poderosos, y que además carecen de patria- se
pondrán a trabajar soterradamente con sus millones para sacarlo del apuro, comprando
conciencias, comprometiendo a Francia en un execrable complot, para obtener la
rehabilitación del culpable y sustituirlo por un inocente. [...]
Entonces se crea una cofradia. [...]
Analicemos esta cofradía.
Los judíos han hecho fortuna y pagan el honor de los cómplices desde una ventanilla de
pagos. ¡Dios mío!, no sé cuánto deben de haber gastado ya. Pero aunque no hayan
llegado ni a diez millones, comprendo que los hayan dado. Ahí tenemos a ciudadanos
franceses, nuestros iguales y nuestros hermanos, diariamente arrastrados por el fango a
causa de este estúpido antisemitismo. Se les ha pretendido aplastar junto con el capitán
Dreyfus, se ha intentado convertir el crimen de uno de ellos en el crimen de la raza
entera. Todos son traidores, todos vendidos, todos condenados. ¡Cómo no va a protestar
con furia esa gente, cómo no va a tratar de rebelarse, de devolver golpe por golpe en esta
guerra de exterminio de que son víctima! Es comprensible que anhelen apasionadamente
ver cómo resplandece la inocencia de su correligionario; y si creen que pueden lograr la
rehabilitación de Dreyfus, ¡ah, con qué ánimo deben perseguirla! [...]
Lo extraordinario es que toda esa gente que, según dicen, han comprado los judíos goce
precisamente de una reputación de sólida integridad. Tal vez los judíos le echen
coquetería a la cosa y no quieran tener más que mercancía rara pagándola a su precio.
Pero dudo mucho que exista una ventanilla de pagos, aunque me sentiría dispuesto a
disculparles si, acosados como están, se defendiesen con sus millones. En las matanzas,
cada uno se defiende con lo que tiene. Y hablo de ellos con mucha serenidad, pues ni los
quiero ni los odio. No tengo entre ellos a ningún amigo íntimo. Para mí son hombres, y
eso basta.
[...] Y espero que, desde que escribí mi primer artículo, también yo forme parte de esa
camarilla.
[...] A eso se reduce la historia de la cofradía: hombres llenos de buena voluntad, de
verdad y equidad, salidos de los cuatro extremos de la Tierra, que trabajan a leguas de
distancia y sin conocerse, pero que se dirigen por distintos caminos hacia una misma
meta, avanzando en silencio, escarbando el suelo y que, una buena mañana, confluyen
todos en un mismo punto. Todos, fatalmente, se han encontrado, brazo con brazo, en esa
encrucijada de la verdad, en esa cita fatal de la justicia.
Como veis, sois vosotros quienes ahora los reunís, les obligáis a cerrar filas, a trabajar
como uno solo en pro de la salvación y la honestidad, mientras los cubrís de insultos, los
acusáis del más perverso complot, pese a que ellos sólo aspiraban a reparar una gravísima
injusticia.
[...] Por lo tanto, ya no es la misma Francia, si se la puede engañar hasta ese punto,
soliviantaría contra un miserable que lleva tres años expiando, en atroces condiciones, un
crimen que no ha cometido. Si, allá, en un islote perdido, bajo un sol abrasador, hay un
ser aislado de los demás hombres. No solo lo aisla el ancho mar, sino once guardianes
que lo tienen encerrado día y noche formando una muralla viviente. Han inmovilizado a
once hombres para custodiar a uno solo. Jamás asesino alguno, jamás loco furioso alguno
ha sido encerrado con tal saña. ¡Y ese eterno silencio, esa lenta agonía, bajo la execración
de todo un pueblo! [...]
Sí, pertenezco a esa cofradía, y espero que todos los franceses decentes quieran
pertenecer a ella.
El juicio
Este artículo apareció en Le Figaro el 5 de diciembre de 1897.
Es el tercer y ultimo artículo que me publicaron en ese periódico. Encontré incluso
dificultades para que lo aceptaran; y, como se verá, me pareció prudente despedirme del
público, porque yo pretendía continuar una campaña que soliviantaba a los lectores
asiduos del periódico. Comprendo perfectamente que un periódico necesite tener en
cuenta las costumbres y deseos de su clientela. Por eso, siempre que me han parado los
pies, sólo a mí me he echado la culpa por haberme equivocado con respecto al terreno y
las condiciones de la lucha. No por eso Le Figaro dejó de mostrar audacia al acoger
esos tres artículos, y le estoy agradecido por ello.
¡Oh, a qué espectáculo asistimos desde hace tres semanas, y qué días tan trágicos, tan
inolvidables acabamos de vivir! No recuerdo otros que hayan despertado en mi mayor
solidaridad, angustia y generosa ira. He sentido exasperación, odio hacia la necedad y la
mala fe, y he tenido tanta sed de verdad y de justicia que he comprendido hasta qué punto
los más generosos impulsos pueden llevar a un pacifico ciudadano al martirio.
Porque, en verdad, el espectáculo ha sido inaudito, ha superado en brutalidad, en desfachatez,
en declaraciones indignas, los peores instintos, las mayores bajezas jamás
confesadas por la bestia humana. Casos como éstos, en los que la muchedumbre derrocha
perversion y demencia, no abundan, y tal vez por eso me apasioné en el grado en que lo
hice -al margen de mi rechazo en tanto que hombre- como novelista, como dramaturgo,
trastornado de entusiasmo ante un caso de belleza tan atroz.
Hoy, el caso entra ya en una fase regular y lógica, la que hemos deseado, exigido sin
descanso. Un consejo de guerra se ha hecho cargo del caso, la verdad relucirá al cabo de
este nuevo proceso, estamos seguros. Nunca quisimos otra cosa. Sólo nos queda callar y
esperar, pues no nos corresponde a nosotros decir la verdad; el consejo de guerra sera
quien la desvele, deslumbrante. Y solo volveríamos a intervenir si esa verdad resultara
incompleta, lo que, por otra parte, es una hipótesis inadmisible.
Sin embargo, una vez terminada la primera fase -ese embrollo rodeado de tinieblas, ese
escándalo en el curso del cual han salido a relucir tantas conciencias sucias-, conviene
levantar acta, sacar conclusiones. Porque, entre la profunda tristeza de las constataciones
que se imponen, asoma el aleccionamiento viril, el hierro candente que cauteriza las
heridas. Que nadie lo olvide; el horrible espectáculo que acabamos de ofrecernos a
nosotros mismos tiene que curarnos.
Primero, la prensa.
Hemos visto ya a la prensa rastrera en celo, amasando dinero a costa de las curiosidades
malsanas, trastornando a las masas para vender su deleznable papel, ese papel que ya no
encuentra compradores cuando la nación está en calma, saludable y fuerte. Me refiero en
especial a los que ladran de noche, a los periódicos prostibularios que atraen
poderosamente a los transeúntes con esos grandes titulares que garantizan escándalos.
Éstos siempre han formado parte de su habitual mercancia, aunque, en esta ocasión, con
impudicia significativa.
Hemos visto, un peldaño más arriba, a los periódicos populares, los periódicos baratos,
los que se dirigen a la inmensa mayoría y crean la opinión de las masas, les vimos cómo
alimentaban pasiones atroces, cómo promovían furiosamente una campaña sectarista,
anulando toda generosidad de nuestro amado pueblo de Francia, todo deseo de verdad y
de justicia. Quiero creer en su buena fe. Pero qué triste es ver a esos polémicos
envejecidos, agitadores dementes y patriotas estrechos de miras, convertidos en líderes y
cometer el más vil de los crímenes, el de ofuscar la conciencia pública y extraviar a todo
un pueblo. Esa labor resulta aún más execrable porque viene dada, en ciertos periódicos,
con recursos infames, con hábito de utilizar la mentira, la difamación y la delación, que
quedarán como la gran vergüenza de nuestra época.
Hemos visto, en fin, cómo la prensa prestigiosa, la prensa considerada seria y honrada,
asistía a eso con una impasibilidad, iba a decir una serenidad, que considero asombrosa.
Esos honrados periódicos se han limitado a registrarlo todo, fuera verdad o error, con un
cuidado escrupuloso. Se han dejado llevar por la corriente envenenada, sin omitir ninguna
abominación. Por supuesto, se han comportado con imparcialidad. ¿Y qué? ¡Tímidas
apreciaciones de vez en cuando y ni una voz clara y noble, ni una, nótese bien, se ha
alzado en esa honrada prensa para tomar partido por la humanidad y la igualdad
ultrajadas!
Y, sobre todo, hemos visto -pues en medio de tantos horrores basta con escoger el más
repugnante-, hemos visto, decía, que la prensa, la prensa inmunda, seguía defendiendo a
un oficial francés que había insultado al ejército y escupido a la nación. Hemos visto eso
en los periódicos, y los unos lo disculpaban, mientras los otros le dirigían reproches más
o menos velados. ¿Cómo? ¡No ha habido ni un grito unánime de rebeldía y de
execración! Entonces, ¿qué está ocurriendo para que ese crimen, que en otro momento
hubiera soliviantado a la conciencia pública y provocado un furioso anhelo de represión
inmediata, haya podido encontrar circunstancias atenuantes en esos mismos periódicos,
tan quisquillosos siempre ante los problemas de felonías y de traición?
Hemos visto todo eso. E ignoro cómo habrán reaccionado los demás espectadores ante
semejante síntoma, puesto que nadie lo comenta, nadie se indigna. A mí, en cambio, me
da escalofríos, porque revela, con una inesperada violencia, la enfermedad que nos
aqueja. La prensa inmunda ha descarriado a la nación y un acceso de perversion y de
corrupción está extendiendo la úlcera, a pleno sol.
Ahora, el antisemitismo.
Él es el culpable. Ya dije de qué modo esa bárbara campaña, que nos hace retroceder
mil años, indigna mis ansias de fraternidad, mi afán de tolerancia y de emancipación
humanas. Volver a las guerras de religión, reanudar las persecuciones religiosas, desear
que nos exterminemos una raza a otra, todo eso resulta tan insensato en nuestro siglo de
liberación que semejante propósito me parece, más que nada, estúpido. Sólo puede
haberse originado en el enfático y desequilibrado cerebro de un creyente, en la gran vanidad
de un escritor eternamente desconocido, ansioso por desempeñar a cualquier precio
un papel, por odioso que éste sea. Y no quiero creer que un movimiento como éste llegue
a cobrar decisiva importancia en Francia, un país donde reina el libre examen, la bondad
fraternal y la sensatez.
No obstante, nos hallamos ante actos terribles. He de confesar que el daño producido es
grande. El veneno ha penetrado en el pueblo, y tal vez lo ha envenenado ya por entero. La
peligrosa virulencia que cobraron en Francia los escándalos de Panama es obra del
antisemitismo. También este lamentable caso Dreyfus es obra suya: el antisemitismo ha
hecho posible por sí solo un error judicial, enloquece a la masa a impide que se reconozca
noble y serenamente tal error, para bien de nuestra salud y de nuestra fama. ¿No hubiera
sido más sencillo, más lógico, haber sacado a relucir la verdad a la primera duda seria?
¿No se comprende que, si hemos llegado a esta locura furiosa en que nos hallamos, es
porque existe forzosamente un veneno oculto que nos lleva a todos al delirio?
El veneno es ese odio rabioso hacia los judíos que, cada mañana, desde hace años, se
imbuye al pueblo. Hay toda una banda que se dedica a ese oficio de envenenadores, y lo
más gordo es que lo hace en nombre de la moral, en nombre de Cristo, como si fuera un
vengador y justiciero. ¿Y quién nos dice que ese ambiente donde se fraguaba no ha
influido en el consejo de guerra? No es extraño que un judío traidor venda a su país.
Aunque no encontremos ningún motivo humano que explique el crimen, aunque ese
hombre sea rico, inteligente, trabajador, sin pasiones, de vida impecable, ¿no basta con
que sea judío?
Hoy en día, y desde que pedimos que se arroje luz sobre el asunto, la actitud antisemita
se ha vuelto aún más violenta, más ilustrativa. Lo que se va a juzgar es esa actitud, y, si
resplandeciese la inocencia de un judío, ¡qué bofetada para los antisemitas! ¿Acaso puede
existir un judio inocente? Así, todo un tinglado de mentiras se derrumba, y sobreviene el
aire puro, la buena fe, la equidad, la ruina de una secta que influye en la masa de los
simples merced al insulto y la impúdica calumnia.
Y hemos visto también el furor que sintieron unos malhechores públicos ante la
perspectiva de que pudiera sobrevenir un poco de claridad. También hemos visto, por
desgracia, la evolución de la masa pervertida por ellos, toda esa opinion pública
extraviada, a todo este amado pueblo compuesto por los pequeños y los humildes lanzado
en persecución de los judíos y mañana dispuesto a participar en una revolución que libere
al capitán Dreyfus si algún hombre honrado lo enardeciera con el fuego sagrado de la
justicia.
Finalmente, los espectadores, los actores, vosotros y yo, todos nosotros.
¡Qué confusion, qué cenagal siempre en aumento! Hemos visto cómo se enardecia cada
día la mezcla de intereses y pasiones, las historias necias, los comadreos vergonzosos, los
desmentidos desvergonzados; hemos visto cómo cada mañana abofeteaban el simple
sentido común, aclamaban al vicio, silbaban a la virtud, toda una agonía de lo que
constituye el honor y el placer de vivir. Y al fin la gente ha acabado por encontrar eso
odioso. ¿Cómo no? Pero ¿quién había querido esas cosas, quién permitió que se prolongaran?
Nuestros dirigentes, aquellos que llevaban ya más de un año advertidos del
error judicial y no se habían atrevido a hacer nada. Se les suplicó, profetizándoles paso a
paso la aterradora tormenta que se avecinaba. Ya tenían he cha la investigación; ya tenían
en sus manos el expediente. Y hasta el último momento, pese a las objeciones patrióticas,
se obstinaron en su inercia, en lugar de dirigir personalmente el caso para limitarlo, a
costa de sacrificar al instante a las individualidades comprometidas. La corriente de fango
se ha desbordado, tal como se les había advertido, y ellos son los culpables.
Hemos visto triunfar a energúmenos que exigían la verdad de quienes decían saberla,
cuando éstos no podían decirla mientras la investigación siguiera abierta. Ya le habían
contado la verdad al general encargado de la investigación y sólo él está autorizado para
darla a conocer. También le contarán la verdad al juez instructor, y solo él podrá oírla
para basarse en ella cuando imparta justicia. ¡La verdad! ¿En qué concepto la tenéis, en
todo este episodio que sacude por entero a una vieja organización, para creer que es un
objeto sencillo y manejable, que se pasea por la palma de la mano y que se pone a
voluntad en la mano de los demás como un guijarro o una manzana? La prueba, ¡ah, sí!,
se quería una prueba allí mismo, enseguida, como los niños que quieren ver el viento.
Paciencia, la verdad resplandecerá; aunque hará falta un poco de inteligencia y de
honestidad.
Hemos visto una ruin explotación del patriotismo, hemos visto agitar el espectro del
extranjero en una cuestión de honor que atañe solo a la familia francesa. Los peores
revolucionarios han clamado que se estaba insultando al ejército y a sus superiores
cuando, en realidad, lo que se pretende es situar a éstos fuera del alcance de cualquiera,
muy arriba. Y frente a los que dirigen a las masas, frente a algunos periódicos que alborotan
a la opinion pública, se ha alzado el terror. Nadie de nuestras asambleas lanzó un
grito digno de un hombre honrado, todos se quedaron mudos, titubeantes, esclavos de sus
grupos, todos tuvieron miedo de la opinion pública, inquietos sin duda en vista de las
próximas elecciones. Ni un moderado, ni un radical, ni un socialista, ninguno de los que
preservan las libertades públicas se ha alzado todavía para hablar según su conciencia.
¿Cómo queréis que el país encuentre su camino en la tormenta si los mismos que dicen
ser sus guías enmudecen, ya por seguir tácticas de politicos estrechos de miras, ya por
temor a comprometer su situación personal?
Y el espectáculo ha sido tan lamentable, tan cruel, tan duro para nuestro orgullo, que no
hago más que oír a mi alrededor: «Muy enferma ha de estar Francia para que semejante
explosion de aberración pública pueda producirse». ¡No! Sólo está descarriada,
desposeída de su corazón y de su genio. Que le hablen de humanidad y de justicia y
volverá a encontrarse entera, en su legendaria generosidad.
Ha terminado el primer acto, ha caído el telón sobre el horrible espectáculo. Esperemos
que el espectáculo de mañana nos devuelva el valor y nos consuele.
Dije que la verdad estaba en marcha y que nada la detendría. Se ha dado un primer
paso, se dará otro, y otro, y luego el paso decisivo. Es matemático.
De momento, en espera de la decision del consejo de guerra, mi papel ha terminado; y
deseo ardientemente que, proclamada la verdad, hecha la justicia, no me vea ya obligado
a luchar por ellas.
Carta a la juventud
Este texto apareció publicado como folleto, y se puso a la venta el 14 de diciembre de
1897.
Como no encontré ningún periódico dispuesto a aceptar mis artículos, y además
deseaba sentirme del todo libre, proyecté continuar mi campaña mediante una serie de
folletos. Primero quise lanzarlos un día fijo, con regularidad, uno por semana. Después
preferí controlar las fechas de publicación, de modo que pudiese elegir el momento a
intervenir según los temas y sólo los días que me parecieran útiles.
¿Adónde vais, jóvenes, adónde vais, estudiantes que corréis en grupos por las calles,
manifestándoos en nombre de vuestras iras y de vuestros entusiasmos, sintiendo la
necesidad irresistible de lanzar públicamente el grito de vuestras conciencias indignadas?
¿Vais a protestar contra algún abuso del poder, han ofendido vuestro anhelo de verdad
y equidad, ardiente aún en vuestras almas jóvenes, almas que ignoran los arreglos
politicos y las cobardías cotidianas de la vida?
¿Vais a reparar una injusticia social, vais a poner la protesta de vuestra juventud
vibrante en la balanza desigual donde, con tanta falsedad, se pesa el sino de los
afortunados y de los deshe redados de este mundo?
¿Vais, para defender la tolerancia y la independencia de la raza humana, a silbar a algún
sectario de la inteligencia, de estrecha mollera, que ha pretendido conducir vuestras
mentes liberadas hacia el antiguo error proclamando la bancarrota de la ciencia?
¿Vais a gritar, al pie de la ventana de algún personaje esquivo a hipócrita, vuestra fe
inquebrantable en el porvenir, en ese siglo venidero que representáis y que ha de traer la
paz al mundo en nombre de la justicia y del amor?
«¡No, no! ¡Vamos a abuchear a un hombre, a un anciano que, tras una larga vida de
trabajo y de lealtad, imaginó que podía sostener impunemente una causa generosa, que
podia querer que se hiciera la luz y se reparara un error, por el mismo honor de la patria
francesa!»
¡Ah!, cuando yo era joven, vi cómo se estremecía el Barrio Latino con las orgullosas
pasiones de la juventud, el amor a la libertad, el odio a la fuerza brutal que aplasta
cerebros y oprime almas. Lo vi, bajo el Imperio, entregado de lleno a su esforzada labor
de oposición, a veces incluso injusto, pero siempre por un exceso de amor a la libre
emancipación humana. Silbaba a los autores gratos a las Tullerías, se ensañaba con los
profesores cuyas enseñanzas le parecian sospechosas, se alzaba contra cualquiera que se
declarase en favor de las tinieblas y de la tiranía. En él ardia el fuego sagrado de la
hermosa locura de los veinte años, cuando todas las esperanzas son realidades, cuando el
mañana aparece como el triunfo indudable de la Ciudad perfecta.
Y si nos remontáramos más atrás en esta historia de las nobles pasiones que han alzado
a la juventud de las universidades, veríamos a ésta siempre indignada ante la injusticia,
estremecida y sublevada a favor de los humildes, de los abandonados, de los perseguidos,
contra los crueles y los poderosos. Se ha manifestado en favor de los pueblos oprimidos,
ha abrazado la causa de Polonia, de Grecia, se ha erigido en defensora de cuantos sufrían,
de cuantos agonizaban bajo la brutalidad de una masa o de un déspota. Si corría la voz de
que el Barrio Latino estaba en ascuas, no había duda de que detrás ardía una llama de
justicia juvenil, ajena a precauciones, que acometía con entusiasmo obras dictadas por el
corazón. ¡Y qué espontaneidad entonces, qué torrente desbordado corría por las calles!
Ya sé que hoy el pretexto sigue siendo la patria amenazada, Francia entregada al
enemigo vencedor por una pandilla de traidores. Yo sólo le pregunto al país dónde
podremos encontrar la clara intuición de las cosas, la sensación instintiva de lo que es
verdad, de lo que es justo, como no sea en esas almas nuevas, en esos jóvenes que nacen
a la vida pública y a quienes nada debería ofuscar su razón recta y buena. Que los
políticos deteriorados por años de intriga, que los periodistas desequilibrados por todas
las componendas de su oficio puedan aceptar las mentiras más impúdicas, puedan hacer
la vista gorda ante abrumadoras evidencias, es explicable, comprensible. Pero ¿la
juventud? Muy gangrenada ha de estar para que su pureza, su candor natural no se reconozca
a simple vista en medio de los inaceptables errores y no se enfrente directamente
a lo que es evidente, a lo que está claro, luminoso como la luz del día.
La historia es sencilla. Han condenado a un oficial y a nadie se le ocurre sospechar de
la buena fe de sus jueces. Lo han castigado siguiendo el dictado de sus conciencias,
basándose en pruebas que creyeron veraces. Después, un día, sucede que un hombre, que
varios hombres, tienen dudas y acaban por convencerse de que una de las pruebas, la más
importante, la única al menos en la que se apoyaron públicamente los jueces, ha sido
atribuida erróneamente al condenado, y que no cabe duda de que esa prueba procede de la
mano de otro. Y lo dicen, y ese otro es denunciado por el hermano del preso, cuyo
estricto deber era hacerlo; y así, a la fuerza, empieza un nuevo juicio que, si resultase en
una condena, conllevaría la revision del primer caso. ¿No es todo esto perfectamente
diáfano, justo y razonable? ¿Dónde ven la maquinación, el perverso complot para salvar a
un traidor? Simplemente deseamos, ¿quién lo niega?, que el traidor sea un culpable y no
un inocente que expía el crimen. Ya lo tendréis a vuestro traidor; la cuestión está en que
os den el auténtico.
¿No debería bastar un mínimo de sentido común? ¿A qué móvil obedecerían, así pues,
los hombres que persiguen la revision del caso? Descartad el antisemitismo estúpido,
cuya cruel monomania no ve en eso más que un complot judío, el oro judío, que trata de
sustituir en el calabozo a un judío por un cristiano. No existe base alguna, las
inverosimilitudes y las imposibilidades se derrumban unas tras otras, ni todo el oro del
mundo podría comprar ciertas conciencias. Y hay que llegar a la realidad, que es la
expansion natural, lenta, invencible de todo error judicial. La historia es eso. Un error
judicial es una fuerza que avanza: unos hombres con conciencia se ven sometidos,
asediados, se entregan con creciente obstinación, arriesgan su fortuna y su vida para que
se haga justicia. Y no hay otra explicación posible a lo que hoy está pasando; el resto se
limita a abominables pasiones políticas y religiosas, al torrente desbordado de calumnias
a injurias.
Pero ¿qué excusa tendría la juventud si sus ideas de humanidad y de justicia se hubieran
debilitado por un instante? En la sesión del 4 de diciembre, una Cámara francesa se
cubrió de oprobio al votar una orden del día «que condena a los instigadores de la odiosa
campaña perturbadora de la conciencia pública». Lo digo en voz alta, con vistas al futuro
que, espero, ha de leerme: un votación como ésa es indigna de nuestro generoso país, y
quedará como una mancha imborrable. Los «instigadores» son los hombres con
conciencia y con valentía que, seguros de un error judicial, lo han denunciado para que se
repare, en la convicción patriótica de que una gran nación donde un inocente agoniza
entre torturas sería una nación condenada. La «odiosa campaña» es el grito de la verdad,
el grito de la justicia emitido por esos hombres, es el empeño con que desean que Francia
siga siendo, ante los pueblos que la contemplan, la Francia humana, la Francia que ha
logrado la libertad y que impartirá la justicia. Y, ya lo veis, seguramente la Cámara ha
cometido un crimen, porque ha corrompido incluso a la juventud de nuestras
universidades, y ésta, engañada, extraviada, desbocada por nuestras calles, se manifiesta,
cosa aún nunca vista, en contra de lo más orgulloso, de lo más valiente, de lo más divino
que pueda tener el alma humana.
Después de la sesión del Senado del día 7, la gente habló de hundimiento refiriéndose a
Monsieur Scheurer-Kestner. ¡Oh, sí, qué hundimiento en su corazón, en su alma! Imagino
su angustia, su tormento al ver cómo se desploma a su alrededor cuanto ha amado de
nuestra República, cuanto ha ayudado a conquistar para ella en la gran lucha que ha sido
su vida: la libertad, primero, y después las viriles virtudes de la lealtad, de la franqueza y
del valor cívico.
Es uno de los últimos que quedan de su preclara generación. Bajo el Imperio, supo lo
que era un pueblo sometido a la autoridad de uno solo, y se consumía de fiebre y de
impaciencia, la boca brutalmente amordazada, ante las injusticias. Con el corazón
desgarrado, vio nuestras derrotas, conoció las causas, todas originadas por la ceguera y la
imbecilidad despóticas. Más adelante, fue de los que con mayor inteligencia y ardor
trabajaron para levantar el país de sus escombros, para devolverle su lugar en Europa.
Procede de los tiempos heroicos de nuestra Francia republicana, a imagino que debía de
considerarse autor de una obra buena y sólida: el despotismo expulsado para siempre, la
libertad conquistada, me refiero a esa libertad humana que permite que cada conciencia
ejercite su deber en medio de la tolerancia de las demás opiniones.
¡Sí! Todo pudo conquistarse, pero todo vuelve a estar por los suelos una vez más. En
torno a él, dentro de él, no hay más que ruinas. Haber sucumbido al anhelo de verdad es
un crimen. Haber exigido justicia es un crimen. Re tornó el horrible despotismo, la
mordaza más dura acalla otra vez las bocas. Quien aplasta la conciencia pública no es ya
la bota de un César, sino toda una Cámara que condena a quienes se enardecen por el
deseo de lo justo. ¡Prohibido hablar! Los puños machacan los labios de quienes han de
defender la verdad, se amotina a las masas para que reduzcan al silencio a los aislados.
Nunca se había organizado una opresión tan monstruosa y dirigida contra la libre discusión.
Y reina el más vergonzoso terror, los más valientes se vuelven cobardes, nadie se
atreve ya a decir to que piensa por miedo a que le denuncien acusándole de vendido y
traidor. Los escasos periódicos que conservan cierta honestidad se humillan ante sus
lectores, quienes se han vuelto locos con tantos chismes estúpidos. Ningún pueblo, creo
yo, ha pasado por un momento más confuso, más absurdo, más angustioso para su razón
y su dignidad.
Por lo tanto, es cierto, todo el leal y prestigioso pasado de Monsieur Scheurer-Kestner
ha debido de hundirse. Si todavía cree en la bondad y en la equidad de los hombres, es
que posee un sólido optimismo. Lleva tres semanas viendo cómo le arrastran por el fango
porque ha puesto en juego el honor y la alegría de su vejez, porque quiso ser justo. No
existe aflicción más dolorosa para un hombre honrado que sufrir martirio a causa de su
honradez. Es asesinar en ese hombre su fe en el mañana, envenenarle la esperanza; y si
muere dirá: «¡Se acabó, ya no queda nada, todo lo bueno que hice se va conmigo, la
virtud solo es una palabra, el mundo es sólo tinieblas y vacío!».
Y para vilipendiar al patriotismo, se ha elegido a ese hombre que es el último representante
de Alsacia-Lorena en nuestras Asambleas. ¡Un vendido, él, un traidor, un ofensor
del ejército, cuando la simple mención de su nombre debería bastar para tranquilizar las
más sombrias inquietudes! No cabe duda de que cometió la ingenuidad de creer que su
calidad de alsaciano y su fama de ardiente patriota le valdrían como garantía de su buena
fe en sus delicadas funciones de justiciero. Que se ocupase de este caso, ¿no venía a
significar que una pronta conclusion le parecía necesaria para el honor del ejército, para
el honor de la patria? Dejad que el caso siga arrastrándose más semanas, intentad sofocar
la verdad, impedid que se haga justicia y veréis cómo nos habréis convertido en el
hazmerreír de toda Europa, cómo habréis situado a Francia a la cola de las naciones.
¡No, no! ¡Las estúpidas pasiones políticas y religiosas no quieren comprender nada, y la
juventud de nuestras universidades ofrece al mundo el espectáculo de ir a abuchear a
Monsieur Scheurer-Kestner, el traidor, el vendido que insulta el ejército y que
compromete a la patria!
Ya sé que el grupo de jóvenes que se manifiesta no representa a toda la juventud y que
un centenar de alborotadores por la calle causan más ruido que diez mil trabajadores que
se quedan en su casa. Pero cien alborotadores son ya demasiados, y ¡qué desalentador es
el síntoma de que ese movimiento, por reducido que sea, se produzca hoy en el Barrio
Latino!
Antisemitas jóvenes. ¿Existen, pues, esas cosas? ¿Hay cerebros nuevos, almas nuevas
desequilibradas por ese veneno idiota? ¡Qué triste, qué inquietante para el siglo XX que
va a iniciarse! Cien años después de la Declaración de los Derechos del Hombre, cien
años después del acto supremo de tolerancia y emancipación, volvemos a las guerras de
religión, al más odioso y necio de los fantasmas. Eso es comprensible en algunos
hombres que desempeñan su papel, que tienen que mantener una actitud y satisfacer una
ambición voraz. Pero ¡en los jóvenes, en los que nacen y ayudan a que se desarrollen y
expandan todos los derechos y libertades que habíamos soñado ver surgir, fulgurantes, en
el próximo siglo! Eran los trabajadores que esperábamos y, en cambio, se declaran ya
antisemitas, o sea, que comenzarán el siglo exterminando a todos los judíos porque son
ciudadanos de otra raza y de otra fe. ¡Buen principio para la Ciudad de nuestros sueños,
la Ciudad de la igualdad y la fraternidad! Si la juventud llegara de veras a ese extremo,
sería para echarse a llorar, para negar toda esperanza y toda felicidad humanas.
¡Oh juventud, juventud! Te to ruego, piensa en la gran labor que te espera. Eres la
futura obrera, tú pondrás los cimientos de este siglo cercano que, estamos profundamente
convencidos, resolverá los problemas de verdad y de equidad planteados por el siglo que
termina. Nosotros, los viejos, los mayores, te dejamos el formidable cúmulo de nuestras
investigaciones, tal vez muchas contradicciones y oscuridades, pero ciertamente también
te dejamos el esfuerzo más apasionado que nunca siglo alguno haya realizado en pos de
la luz, los más honestos y más sólidos documentos, los fundamentos mismos de este
vasto edificio de la ciencia que tienes que seguir construyendo en pro de tu honor y tu
felicidad. Y sólo te pedimos que seas más generosa aún que nosotros, más abierta de espíritu,
que nos superes con tu amor a una existencia pacífica, dedicando tu esfuerzo al
trabajo, esa fecundidad de los hombres y de la tierra que por fin sabrá lograr que brote la
desbordante cosecha de alegría bajo el resplandeciente sol. Nosotros te cederemos
fraternalmente el puesto, satisfechos de desaparecer y descansar de nuestra parte de labor
en el sueño gozoso de la muerte, si sabemos que tú continuarás y harás realidad nuestros
sueños.
¡Juventud, juventud! Acuérdate de lo que sufrieron tus padres, y de las batallas terribles
que tuvieron que vencer, para conquistar la libertad de que gozas ahora. Si te sientes
independiente, si puedes ir y venir a voluntad o decir en la prensa lo que piensas, o tener
una opinion y expresarla públicamente, es porque tus padres contribuyeron a ello con su
inteligencia y su sangre. No has nacido bajo la tiranía, ignoras lo que es despertarse cada
mañana con la bota de un amo sobre el pecho, no has combatido para escapar al sable del
dictador, a la ley falaz del mal juez. Agradéceselo a tus padres y no cometas el crimen de
aclamar la mentira, de alinearte junto a la fuerza brutal, junto a la intolerancia de los fanáticos
y la voracidad de los ambiciosos. La dic tadura ha tocado a su fin.
¡Juventud, juventud! Manténte siempre cerca de la justicia. Si la idea de justicia se
oscureciera en ti, caerías en todos los peligros. No me refiero a la justicia de nuestros
Códigos, que no es sino la garantía de los lazos sociales. Por supuesto, hay que respetarla;
sin embargo, existe una noción más elevada de justicia, la que establece como principio
que todo juicio de los hombres es falible y la que admite la posible inocencia de un
condenado sin por ello insultar a los jueces. ¿No ha ocurrido ahora algo que por fuerza ha
de indignar tu encendida pasión por el Derecho? ¿Quién se alzará para exigir que se haga
justicia sino tú, que no estás mezclada en nuestras luchas de intereses ni de personas, que
no te has aventurado ni comprometido en ninguna situa ción sospechosa, que puedes
hablar en voz alta, con toda honestidad y buena fe?
¡Juventud, juventud! Sé humana, sé gene rosa. Aunque nos equivoquemos, permanece a
nuestro lado cuando decimos que un inocente sufre una pena atroz y que se nos parte de
angustia nuestro corazón sublevado. Basta admitir por un instante el posible error frente a
un castigo tan desmesurado para que se encoja el corazón y broten lágrimas de los ojos.
Cierto, los carceleros son insensibles, pero tú, ¡tú que aún lloras, tú, afectada ante
cualquier miseria, cualquier piedad! ¿Por qué no realizas este sueño caballeresco de
defender su causa y liberar al mártir que en algún lugar sucumbe al odio? ¿Quién sino tú
intentará la sublime aventura, se lanzará a defender una causa peligrosa y soberbia, se enfrentará
a un pueblo en nombre de la justicia ideal? ¿No te avergüenza que sean unos
viejos, unos mayores, los que se apasionen, los que cumplan tu tarea de generosa locura?
«¿Adónde vais, jóvenes, adónde vais, estudiantes que corréis por la calle
manifestándoos, enarbolando en medio de nuestras discordias el valor y la esperanza de
vuestros veinte años?»
«¡Vamos a luchar por la humanidad, la verdad, la justicia!»
Carta a Francia
Las siguientes páginas, publicadas en un folleto, salieron a la venta el 6 de enero de
1898.
Este folleto constituía el segundo de la serie, y había planeado que la serie fuera larga.
Esta forma de publicación me satisfacía en grado sumo, pues sólo me comprometía a mí,
permitiéndome una libertad plena y asumiendo yo toda la responsabilidad. Además, ya
no me veía constreñido por las reducidas dimensiones de un artículo de periódico, y eso
me facilitaba la extension. Los acontecimientos no cesaban, yo los esperaba, resuelto a
decirlo todo, a luchar hasta el fin para que reluciera la verdad y se hiciera justicia de
una vez.
En los horribles dias de confusión moral que estamos viviendo, en un momento en que
la conciencia pública parece ofuscarse, a ti, Francia, me dirijo, a la nación, a la patria.
Cada mañana, al leer en los periódicos lo que al parecer piensas de este lamentable caso
Dreyfus, aumenta mi estupor y se solivianta mi espíritu. ¿Cómo? Francia, ¿eres tú la que
has llegado a eso, a convencerte de las mentiras más evidentes, a atacar a gente honrada
al lado de la turba de malhechores, a trastornarte bajo el pretexto idiota de que están
insultando a tu ejército e intrigando para venderte al enemigo, cuando resulta que el
deseo de tus hijos más sabios y más leales es que sigas siendo, a los ojos de la Europa que
nos mira con atención, la nación del honor, la nación de la humanidad, de la verdad y la
justicia?
Es cierto, a eso ha llegado la gran masa, sobre todo la masa de los pequeños y los
humildes, la población de las ciudades, casi todas las provincias y el campo, la mayoría
-digna de consideración- de quienes dan por buena la opinión de los periódicos o de los
vecinos, que carecen de medios para documentarse o reflexionar. ¿Qué ha ocurrido,
pues? ¿Cómo tu pueblo, Francia, ese pueblo de buen corazón y sentido común ha podido
llegar a ese miedo atroz, a esa intolerancia tenebrosa? ¡Le cuentan que un hombre quizás
inocente sufre la peor de las torturas y que hay pruebas materiales y morales de que se
impone la revisión del caso, y tu pueblo se niega violentamente a que se haga la luz, toma
partido por los sectarios y los bandidos, por gente interesada en mantener el cadáver bajo
tierra, ese pueblo que, ayer aún, hubiera vuelto a destruir la Bastilla para liberar a un
preso!
¡Qué angustia y qué tristeza, Francia, hay en el alma de los que te quieren, de los que
desean tu honor y tu grandeza! Con aflicción contemplo esta mar turbia y encrespada de
tu pueblo, me pregunto cuá les son las causas de la tempestad que amenaza con llevarse lo
mejor de tu gloria. La situación reviste una gravedad mortal, veo síntomas que me
inquietan. Pero me atreveré a decirlo todo, pues un solo anhelo tuve en mi vida, la
verdad, y no hago ahora más que continuar mi obra.
¿Te das cuenta de que el peligro radica precisamente en esas obstinadas tinieblas de la
opinión pública? Cien periódicos repiten cada día que la opinión pública no quiere que
Dreyfus sea inocente, que su culpabilidad es necesaria para la salvación de la patria. ¿Y
no sientes hasta qué punto, Francia, serías culpable si las altas esferas permitieran que se
utilizara semejante sofisma para echar tierra sobre la verdad? Serías tú, Francia, quien lo
hubiera permitido, tú quien hubieras exigido el crimen, ¡y qué responsabilidad de cara al
futuro! Por eso, Francia, aquellos hijos que te quieren y te honran solo sienten un ardiente
deber en esta hora tan grave, el de actuar enérgicamente sobre la opinión pública, iluminarla,
guiarla, salvarla del error al que le empujan ciegas pasiones. No existe tarea más
útil ni más santa.
¡Ah, sí! Con toda mi fuerza hablaré a los pequeños, a los humildes, a los que se tragan
el veneno y caen en el delirio. Tal es mi único propósito, les gritaré dónde se encuentra
de verdad el alma de la patria, su energía invencible y su triunfo seguro.
Examinemos cómo están las cosas. Se ha dado un nuevo paso, han citado al
comandante Esterhazy para que se presente ante un consejo de guerra. Como dije desde
el primer día, la verdad está en marcha y nada la detendrá. A pesar de tanta mala
voluntad, cada paso hacia la verdad se realizará, matemáticamente, a su hora. La verdad
lleva consigo un poder que vence cualquier obstáculo. Cuando le cierran el paso, cuando
consiguen mantenerla bajo tierra durante más o menos tiempo, se concentra, adquiere tal
violencia explosiva que el día en que estalla, salta todo a la vez. Probad a tapiarla esta vez
con las mismas mentiras durante meses, o a encajonarla, y presenciaréis, como no toméis
precauciones para después, qué estrepitoso desastre.
Pero, a medida que avanza la verdad, se acumulan las mentiras para impedir ese
avance. Nada más significativo. Cuando el general De Pellieux, encargado de la
instrucción previa, entregó su informe, del que se infería la posible culpabilidad del
comandante Esterhazy, la prensa inmunda se inventó que, solo por voluntad del general
De Pellieux, el general Saussier, indeciso y convencido de la inocencia del comandante,
había accedido a pasarlo a jurisdic ción militar por pura cortesía. Hoy ya es el colmo;
cuentan los periódicos que, después de que tres expertos hayan vuelto a reconocer que el
escrito era sin lugar a dudas obra de Dreyfus, el comandante Ravary, en su informe
judicial, había llegado a la necesidad de un no ha lugar; y que, si el comandante
Esterhazy iba a pasar ante un consejo de guerra, era porque éste había presionado otra vez
al general Saussier para que le juzgaran.
¿No es eso cómico y de una perfecta memez? ¿Os imagináis a ese acusado dirigiendo el
caso, dictando sentencias? ¿Os imagináis que, para un hombre declarado inocente
después de dos investigaciones, se haga el gran esfuerzo de reunir a un tribunal, con la
sola intención de representar una farsa decorativa, una especie de apoteosis judicial? Eso,
sencillamente, significa burlarse de la justicia desde el momento en que se afirma que la
absolución es segura, pues la justicia no está hecha para juzgar a inocentes, y lo mínimo
que debe exigirse es que no se redacte el juicio entre bastidores antes del inicio de las
sesiones. Puesto que el comandante Esterhazy ha sido citado ante un consejo de guerra,
esperemos, por nuestro honor nacional, que el consejo sea veraz y no una simple farsa
destinada a distraer a los mirones. Pobre Francia mía, ¿tan tonta te creen, que te cuentan
semejantes embustes?
No obstante, todas las informaciones que publica la prensa inmunda son mentiras y deberían
ser suficientes para que la gente abriera los ojos. Por mi parte, me niego
rotundamente a creer que los tres expertos no reconocieran, al primer examen, la
semejanza absoluta entre la letra del comandante Esterhazy y la del escrito. Cojamos a
cualquier niño que pase por la calle, digámosle que suba, enseñémosle las dos pruebas y
contestará: «Estas páginas las ha escrito el mismo señor». No hacen falta expertos, cualquiera
sirve, la similitud de ciertas palabras salta a la vista. Y eso es tan cierto que el
mismo comandante Esterhazy ha reconocido la asombrosa similitud y para explicarla
aduce que alguien ha calcado varias de sus cartas, montando toda una historia complicada
y laboriosa, perfectamente pueril por lo demás, que ha tenido ocupada a la prensa durante
semanas. ¡Y aún vienen a decirnos que han consultado a tres expertos, los cuales afirman
que la carta fue escrita sin duda alguna por Dreyfus! ¡Ah, no! ¡Ya está bien! Tanta
desfachatez es ya torpe, la gente honrada acabará enfadándose, al menos eso espero.
Algunos periódicos llevan las cosas hasta el extremo de decir que se prescindirá del
escrito, que ni se mencionará delante del tribunal. Entonces, ¿qué se mencionará y para
qué se formará el tribunal? El meollo del caso se reduce a eso: si han condenado a
Dreyfus basándose en un documento que otro escribió y que basta para condenar a ese
otro, se impone la revision por una lógica inexorable, pues no puede haber dos culpables
condenados por el mismo crimen. El abogado Demange lo repitió rotundamente, el
escrito fue la única prueba que le comunicaron, a Dreyfus no le condenaron legalmente
más que por el escrito; aun así, admitiendo que, despreciando toda legalidad, existan otras
pruebas consideradas secretas, cosa que personalmente no puedo creer, ¿quién se atrevería
a rechazar la revisión cuando se demostrase que el escrito, la única prueba conocida
y confirmada, es de la mano y pluma de otro? Ésa es la causa por la que se acumulan
tantas mentiras en torno al escrito, el cual, en realidad, constituye todo el caso.
Por lo tanto, éste es un primer punto que conviene tener en cuenta: la opinión pública se
ha formado en gran parte a partir de esas mentiras, de esas historias extraordinarias y estúpidas
que propaga la prensa cada mañana. Cuando llegue la hora de buscar
responsabilidades, habrá que ajustar cuentas con esa prensa inmunda que nos deshonra
ante el mundo entero. Algunos periódicos cumplen con su papel de siempre, nunca
dejaron de chapotear en el fango. Pero, entre ellos, ¡qué sorpresa, qué tristeza
encontrarse, por ejemplo, con el Écho de Paris, ese periódico literario tantas veces a la
vanguardia de las ideas y que, en el caso Dreyfus, realiza una labor tan sospechosa! Los
comentarios, de una violencia y partidismo escandalosos, no llevan firma. Parecen
inspirarse en la actitud de los mismos que han cometido la desastrosa torpeza de provocar
la condena de Dreyfus. ¿No se da cuenta Valentin Simond de que cubren de oprobio a su
periódico? Otro periódico cuya actitud debería sublevar la conciencia de toda la gente
honrada es Le Petit Journal. Se comprende que los periódicos prostibularios, con una
tirada de varios miles de ejemplares, vociferen y mientan para aumentar su tiraje, y,
además, apenas hacen daño. Pero que Le Petit Journal, un diario que vende más de un
millón de ejemplares, que va a parar a manos de gente sencilla y llega a todas partes,
siembre el error y extravíe a la opinión pública es muy grave. Cuando uno carga con
tantas almas, cuando se es el pastor de todo un pueblo, hay que poseer una integridad
intelectual escrupulosa, so pena de caer en el crimen cívico.
Así que, ya ves, Francia, lo que primero veo en la demencia que te arrebata: las
mentiras de la prensa, la ración de chismes necios, de bajas injurias, de perversiones
morales que te sirven cada mañana. ¿Cómo vas a querer la verdad y la justicia, si se
trastornan hasta tal punto todos tus valores legendarios, la claridad de tu inteligencia y la
solidez de tu razón?
Pero hay hechos aún más graves, todo un conjunto de síntomas que convierten la crisis
por la que atraviesas, Francia, en una lección aterradora para quienes saben ver y juzgar.
El caso Dreyfus no es más que un deplorable incidente. Lo que asusta reconocer es el
modo en que te comportas. Se tiene buen aspecto y de golpe salen manchitas en la piel: la
muerte está en ti. Todo el veneno politico y social te ha asomado a la cara.
¿Por qué, pues, has permitido que gritaran, has acabado tú misma por gritar, y que
insultaran a tu ejército, cuando, al contrario, unos patriotas fervientes solo querían la
dignidad y el honor de éste? Pero tu ejército, hoy, eres tú por entero; no lo conforman tal
jefe o tal cuerpo de oficiales, o tal jerarquía con galones, son todos tus hijos, dispuestos a
defender el suelo francés. Examina tu conciencia: ¿era realmente tu ejército el que
querías defender cuando nadie lo atacaba? ¿No era más bien al sable al que de pronto
sentiste necesidad de aclamar? Por mi parte, en la estrepitosa ovación a los superiores
supuestamente insultados, distingo un brote, sin duda inconsciente, del boulangisme
latente que todavía te aqueja. En el fondo, aún no tienes sangre republicana, los penachos
que desfilan te hacen palpitar el corazón, no hay rey que venga del que no te enamores.
¿El ejército? ¡Bueno, sí, pero ni te acuerdas! A quien quieres ver en tu cama es al general.
¡Qué lejos queda el caso Dreyfus! Mientras el general Billot se hacía aclamar en la
Cámara, yo vela cómo se dibujaba en la pared la sombra del sable. Francia, si no desconfias,
vas hacia la dictadura.
¿Y sabes también adónde vas, Francia? Vas ha cia la Iglesia, regresas al pasado, a ese
pasado de intolerancia y teocracia tan combatido por tus hijos más ilustres, que creyeron
acabar con él donando a cambio su inteligencia y su sangre. La táctica actual del
antisemitismo es muy simple. En vano el catolicismo procuraba actuar sobre el pueblo,
en vano creaba círculos obreros y multiplicaba las peregrinaciones, y fracasaba en su
intento por conquistarlo, por conducirlo de nuevo al pie del altar. Era algo definitivo, las
iglesias se quedaban vacías, el pueblo había dejado de creer. Y, de súbito, ciertas
circunstancias permitieron que se insuflara en el pueblo la rabia antisemita, y lo
envenenan con ese fana tismo, lo lanzan a la calle al grito de «¡Abajo los judíos! ¡Mueran
los judíos!». ¡Qué triunfo si se pudiera desencadenar una guerra religiosa! Por supuesto,
el pueblo sigue sin creer; pero volver a la intolerancia de la Edad Media, quemar a los
judíos en la plaza pública, ¿no significa ya un atisbo de creencia? Hallaron por fin el
veneno adecuado; y cuando hayan convertido al pueblo de Francia en un fanático y un
verdugo, cuando le hayan extirpado del corazón su generosidad, su amor por los derechos
del hombre, conquistados con tanto esfuerzo, Dios se ocupará de lo demás.
Hay gente que se atreve a negar la reacción clerical. ¡Pero si está en todas partes, si
irrumpe en la política, en las artes, en la prensa, en la calle! Hoy persiguen a los judíos,
mañana les tocará a los protestantes; y así empieza la campaña. Reaccionarios de toda
índole invaden la República, la adoran con un amor violento y terrible, la besan hasta
asfxiarla. Por todas partes se comenta que la idea de libertad está en quiebra. Cuando
surgió el caso Dreyfus, ese odio creciente a la libertad encontró una magníñca
oportunidad, y se inflamaron las pasiones hasta entre gente inconsciente. ¿No veis que, si
arremetieron contra Scheurer-Kestner con tanto furor, es porque pertenece a una
generación que creyó en la libertad, que deseó la libertad? Hoy, unos se encogen de
hombros, otros se burlan: vejestorios, anticuados de buena fe. Su derrota consumaría la
ruina de quienes fundaron la República, de los que murieron, de aquellos a los que han
tratado de arrojar al fango. Ellos acabaron con el sable, abandonaron a la Iglesia y por eso
a ese hombre excelente y honrado que es Monsieur Scheurer-Kestner se le considera hoy
un malhechor. Hay que ahogarlo en la vergüenza para que la misma República quede
mancillada y destruida.
El caso Dreyfus saca además a la luz del día el ambiguo pasteleo del parlamentarismo,
el pasteleo que lo mancha y ha de matarlo. Este caso se da en un mal momento, al final
de una legislatura, cuando ya solo quedan tres o cuatro meses para hacer componendas de
cara a la próxima. El gabinete que detenta hoy el poder pretende, claro está, que se
celebren elecciones, y los diputados pretenden con la misma energía ser reelegidos. Por
lo tanto, antes que soltar las carteras, antes que comprometer las posibilidades de
elección, todos se han decidido por actos extremos. No se agarra con mayor avidez el
náufrago a su tabla de salvación. Y todo se reduce a eso, todo se explica: por una parte, la
actitud del gabinete en el caso Dreyfus, su silencio, sus apuros, la mala acción que
comete al permitir que el país agonice bajo la impostura cuando él mismo tenía a su cargo
sacar a relucir la verdad; por otra parte, el desinterés medroso de los diputados, que
fingen no saber nada, que solo temen comprometer su reelección si se enemistan con el
pueblo, al que creen antisemita. Se dice con frecuencia: «¡Ah, si las elecciones ya se
hubiesen celebrado, verías cómo el Gobierno y el Parlamento hubieran arreglado el caso
Dreyfus en veinticuatro horas!». Eso es lo que el ruin pasteleo del parlamentarismo
consigue de un gran pueblo.
¡Francia, con esto formas a tu opinion pública, con el deseo del sable y de la reacción
clerical que te hace retroceder siglos, con la ambición voraz de quienes te gobiernan, se
nutren de ti y se niegan a dejar de comer!
A ti apelo, Francia. Sigue siendo la gran Francia, vuelve en ti, enderézate.
Dos episodios nefastos son sólo obra del antisemitismo: Panama y el caso Dreyfus. Hay
que recordar de qué manera la prensa inmunda, mediante delaciones, abominables
comadreos, publicación de pruebas falsas o robadas, convirtió a Panama en una úlcera
horrible que royó y debilitó al país durante años. Había enloquecido la opinión pública;
pervertida la nación entera, ebria de veneno, furiosa, exigía cuentas y pedía la ejecución
en masa del Parlamento porque estaba corrompido. ¡Ah, si Arton volviese, si hablase!
Volvió, habló y todas las mentiras de la prensa inmunda se desmoronaron hasta el punto
de que la opinion pública cambió repentinamente, no quiso sospechar de ningún culpable
y exigió la absolución en bloque. Supongo que, en realidad, no todas las conciencias
estarían muy tranquilas, pues había sucedido lo que sucede en todos los Parlamentos del
mundo cuando grandes empresas mueven millones. Pero la opinion pública estaba ya
saturada de actos innobles, demasiada gente había quedado manchada, había recibido
demasiadas denuncias y sentía la imperiosa necesidad de limpiarse con aire puro y creer
en la inocencia de todos.
Pues bien, auguro que sucederá lo mismo con el caso Dreyfus, el segundo crimen social
del antisemitismo. Una vez más, la prensa inmunda satura a la opinion pública con
excesivas mentiras a infamias. Se empeña demasiado en que las personas honradas sean
bribones y que los bribones sean personas honradas. Lanza demasiadas patrañas que ya
no se creen ni los niños. Se ve desmentida con demasiada frecuencia, ofende al sentido
común y la integridad más elemental. Cualquier mañana, tras todo el lodo con que la han
atiborrado, sentirá una repentina aversion y, fatalmente, acabará rebelándose. Y veréis
cómo la prensa, al igual que en el caso de Panama, se volcará por completo en el caso
Dreyfus, pedirá que se acabe la lista de traidores, exigirá la verdad y la justicia en una
explosión de soberana generosidad. De este modo, el antisemitismo sera juzgado y
condenado por sus obras, dos fa tales episodios en los que el país perdió su dignidad y su
salud.
Por eso, Francia, te lo suplico, vuelve en ti, enderézate sin más tardar. No pueden
decirte la verdad, porque ahora se halla en manos de la justicia y ésta parece dispuesta a
establecerla de una vez. Solo los jueces tienen la palabra, y el deber de hablar se impone
sólo en el caso de que no se establezca toda la verdad. Sin embargo, esta verdad, que es
tan simple, que fue primero un error y que después provocó tantos deslices cuando
quisieron ocultarla, ¿no alcanzas a sospecharla? Los hechos hablaron con tanta cla ridad
que cada fase de la investigación resultó una confesión: el comandante Esterhazy fue rodeado
de protecciones inexplicables, trataron al coronel Picquart como a un culpable y lo
colmaron de insultos, los ministros jugaron con las palabras, los periódicos oficiosos
mintieron con vehemencia, la instrucción del caso se realizó casi a ciegas, con
exasperante lentitud. ¿No te parece que algo huele mal, que algo huele a podrido, y que,
en realidad, si se dejan defender tan abiertamente por toda la chusma de Paris mientras la
gente honesta exige la Verdad a costa de su tranquilidad, es porque tienen demasiadas cosas
que ocultar?
Despierta, Franc ia, piensa en tu gloria. ¿Cómo es posible que tu burguesía liberal y tu
pueblo emancipado no vean a qué aberración la arrojan en esta crisis? No puedo creer
que sean cómplices, y, si lo son, los están embaucando, pues no se dan cuenta de lo que
se oculta detrás de todo eso: por una parte, la dictadura militar; por otra, la reacción
clerical. ¿Eso quieres, Francia, poner en peligro todo lo que tanto ha costado lograr, la
tolerancia religiosa, la justicia igual para todos, la solidaridad fraternal de todos los
ciudadanos? Basta que existan dudas sobre la culpabilidad de Dreyfus y que le abandones
en su tortura para que tu gloriosa conquista del Derecho y de la libertad se vea
comprometida para siempre. ¡Sí, apenas quedaremos unos cuantos para decir estas cosas,
tus hijos honrados no se alzarán para ponerse a nuestro lado, ni tampoco las mentes
libres, los corazones generosos que fundaron la República y que deberían temblar al verla
en peligro.
A ésos, Francia, apelo. ¡Que se unan, que escriban, que hablen! ¡Que trabajen con
nosotros para iluminar a la opinión pública, a los pequeños y humildes, envenenados y
llevados al delirio! El alma de la patria, su energia, su triunfo se hallan en la equidad y la
generosidad.
Sólo me inquieta la posibilidad de que no se haga la luz por entero ni enseguida. Tras
un sumario secreto, un juicio a puerta cerrada no puede poner el punto final. Al contrario,
daría pie a que comenzara el caso, pues habría que hablar, porque callarse significaría ser
cómplice. ¡Qué locura creer que se puede impedir que se escriba la historia! Esta historia
se escribirá y quien tenga alguna responsabilidad, por leve que sea, deberá pagar.
¡Y así se hará para tu gloria final, Francia, pues en el fondo no tengo miedo; sé que, por
más que atenten contra tu razón y tu salud, tú serás siempre nuestro porvenir y siempre
tendrás despertares triunfales de verdad y de justicia!
Yo acuso
Carta a Monsieur Félix Faure, presidente de la República
Este texto se publicó en L'Aurore el 13 de enero de 1898.
La gente ignora que estas páginas se imprimieron primero como folleto, al igual que
las dos cartas anteriores. Cuando estaba a punto de poner el folleto a la venta, se me
ocurrió que el escrito obtendría mayor resonancia y publicidad si lo publicaba en un
periódico. L'Aurore había tomado ya partido, con una independencia y un valor
admirables, y, naturalmente, me dirigí a él. Desde entonces, ese periódico se convirtió en
mi refugio, en la tribuna de libertad y de verdad desde donde pude decir todo. Siento aún
por su director, Monsieur Ernest Vaughan, un profundo agradecimiento. Después de que
de ese número de L'Aurore se vendieran trescientos mil ejemplares, y tras las diligencias
judiciales que siguieron, el folleto no salió del almacén. Así, al día siguiente del acto que
había decidido y ejecutado, creí oportuno guardar silencio en espera de mi juicio y de
las consecuencias que ya me imaginaba.
Señor presidente,
¿me permitirá usted, en agradecimiento por la benévola acogida que me dispensó un
día, que me preocupe por su merecida gloria y que le diga que su estrella, tan afortunada
hasta ahora, se ve amenazada por la más vergonzosa a imborrable de las manchas?
Ha salido usted indemne de las calumnias más rastreras, ha conquistado los corazones
de la gente. Aparece usted radiante en la apoteosis de esa fiesta patriótica que ha sido
para Francia la alianza rusa, y se dispone a presidir el solemne triunfo de nuestra
Exposición Universal, que coronará nuestro gran siglo de trabajo, de verdad y de libertad.
No obstante, ¡qué mancha de lodo sobre su nombre -iba a decir sobre su reinado- ha
arrojado el abominable caso Dreyfus! Un consejo de guerra acaba de atreverse, por decreto,
a absolver a un individuo como Esterhazy, supremo insulto a toda verdad, a toda
justicia. Se acabó, Francia ostenta ahora esa mancha en la mejilla y la historia escribirá
que semejante crimen social fue posible bajo su presidencia.
Pero si ellos se atrevieron, yo también me atreveré. Diré la verdad, porque prometí
decirla si no lo hacía plenamente y por entero la justicia. Mi deber es hablar, no quiero
ser cómplice. Mis noches se verían asediadas por el espectro del inocente que,
padeciendo el más horrible suplicio, expira un crimen que no ha cometido.
Y a usted, señor presidente, le gritaré esa verdad, con toda la fuerza que me da mi
rechazo de hombre decente. En su honor, quiero suponer que usted ignora esa verdad. ¿Y
a quién pues, iba yo a denunciar esa pandilla malsana de verdaderos culpables sino a
usted, el primer magistrado del país?
Ante todo, la verdad sobre el proceso y sobre la condena de Dreyfus.
Todo lo ha dirigido, todo lo ha realizado un hombre nefasto, el teniente coronel Du Paty
de Clam, por entonces simple comandante. Él es prácticamente el caso Dreyfus; pero eso
no se sabrá hasta que una investigación leal establezca claramente sus actos y sus
responsabilidades. Posee la mente más turbia, más enrevesada y obsesionada por intrigas
novelescas que conozco, y se vale de recursos de folletín, de papeles robados, cartas
anónimas, citas en lugares desiertos, mujeres que, de noche, entregan pruebas contundentes.
Él ideó dictar el escrito a Dreyfus; él propuso examinar a Dreyfus en un cuarto
enteramente revestido de espejos; a él lo describe el comandante Forzinetti penetrando,
provisto de una linterna velada, en la celda donde duerme el acusado para proyectarle
bruscamente sobre la cara un chorro de luz y sorprender el crimen en sus labios con la
emoción del despertar. No tengo por qué contarlo todo; que busquen, ya encontrarán.
Declaro sencillamente que el comandante Du Paty de Clam, encargado de instruir el
sumario del caso Dreyfus en calidad de oficial judicial, es, en lo relativo a fechas y responsabilidades,
el primer culpable del espantoso error judicial que se cometió.
Hacía tiempo que el escrito estaba en manos del coronel Sandherr, director del Bureau
de Renseignements, quien falleció tras padecer una parálisis general. Se producían
«pérdidas», desaparecían papeles y aún hoy siguen desapareciendo; mientras buscaban al
autor del escrito, se fue creando la idea preconcebida de que el autor sólo podía ser un
oñcial del Estado Mayor, y además oficial de artillería: doble y manifiesto error, que
demuestra con qué superficialidad estudiaron el escrito, pues un examen sensato demuestra
que no podia tratarse más que de un oficial de tropa.
Así pues, empezaron a buscar en casa, a examinar tipos de letra, como si de un asunto
de familia se tratara, con la intención de sorprender a un traidor en las propias oficinas
para expulsarle. Entonces -no pretendo reconstruir ahora una historia en parte conocida-,
desde que la primera sospecha recae sobre Dreyfus, el comandante Du Paty de Clam
entra en escena. A partir de ese momento, él fue quien se inventó a Dreyfus, el caso se
convirtió en su caso, se empeñó en confundir al traidor, en arrancarle una confesión
completa. Por supuesto, están también el ministro de la Guerra, el general Mercier, cuya
inteligencia parece mediocre; el jefe del Estado Mayor, el general De Boisdeffre, que da
la impresión de haber sucumbido a su pasión clerical, y el subjefe de Estado Mayor, el
general Gonse, cuya conciencia se acomodó a muchas cosas. Pero, en realidad, el que
cuenta es el comandante Du Paty de Clam, que los maneja a todos, que los hipnotiza a
todos, pues también siente afición por el espiritismo y las ciencias ocultas y conversa con
los espíritus. Cuesta imaginar a qué experiencias sometió al infeliz Dreyfus, en qué
trampas quiso hacerle caer, qué descabelladas investigaciones, qué monstruosas
imaginaciones; en suma, lo some tió a una tortura demencial.
¡Ah, ese primer caso es como una pesadilla para quien conoce sus verdaderos detalles!
El comandante Du Paty de Clam detiene a Dreyfus, lo incomunica. Corre a ver a
Madame Dreyfus, la aterroriza, le dice que, si habla, su marido está perdido. Entretanto,
el infeliz se mesa los cabellos, clama su inocencia. Y asi se procedió al sumario, como en
una crónica del siglo XV, rodeado de misterio, en medio de la confusión de informes
crueles, y basándose en una única acusación infantil, ese estúpido escrito que no sólo
equivalía a una traición vulgar, sino que, además, era la más impúdica de las estafas, pues
casi todos los célebres secretos que en él se revelaban carecían de valor. Mi insistencia se
debe a que ése es el meollo de la cuestión, de donde saldrá más tarde el verdadero
crimen, la espantosa falta de justicia que aqueja a Francia. Me gustaría dejar bien sentado
de qué modo se llegó al error judicial, cómo nació de las maquinaciones del comandante
Du Paty de Clam, de qué manera el general Mercier y los generales De Boisdeffre y
Gonse pudieron dejar que poco a poco los enredaran y comprometieran sus
responsabilidades en ese error, error que más adelante se sintieron obligados a imponer
como la sacrosanta verdad, que no admite discusión. Asi pues, al principio, no hay más
que incuria y falta de inteligencia por parte de esos hombres. A lo sumo, se les ve ceder a
las pasiones religiosas del ambiente y a los prejuicios del corporativismo. Ellos permitieron
que se cometiera el disparate.
Ya tenemos a Dreyfus ante el consejo de guerra. Se exigió que fuera a puerta cerrada.
No se tomarían medidas de silencio y de misterio más rigurosas para un traidor que
hubiese abierto la frontera al enemigo para dejar al emperador alemán el paso libre hasta
Notre Dame. La nación se halla estupefacta, la gente susurra hechos terribles, traiciones
monstruosas, de esas que indignan a la Historia; y, por supuesto, la nación se inclina.
Ningún castigo será lo bastante severo, la nación aplaudirá la degradación pública,
exigirá que el culpable, devorado por los remordimientos, permanezca en su infamante islote.
¿Serán verdad esas cosas inconfesables y peligrosas, capaces de hacer arder a
Europa, que hubo que ocultar cuidadosamente tras ese juicio a puerta cerrada? ¡No!
Detrás no hubo nada salvo la imaginación novelesca y demencial del comandante Du
Paty de Clam. Todo ese enredo no tuvo otro fin que el de ocultar la novela folletinesca
más absurda. Para comprobarlo, basta con estudiar atentamente el acta de acusación,
leída ante el consejo de guerra.
En el acta de acusación no había nada. Que hayan podido condenar a un hombre
basándose en esa acta es un prodigio de iniquidad. Dudo que la gente honrada pueda
leerla sin que su corazón salte de indignación ni proteste a gritos al pensar en aquella
desmesurada expiación, a11á, en la isla del Diablo. Dreyfus sabe varios idiomas, crimen;
no encontraron en su casa ningún documento comprometedor, crimen; visita en ocasiones
su país de origen, crimen; es trabajador, se preocupa por enterarse de todo, crimen; no
pierde la calma, crimen; pierde la calma, crimen. ¡Y esa redacción llena de ingenuidades,
esos vacuos asertos formales! Nos habían hablado de catorce cargos acusatorios: no
encontramos más que uno, el del escrito; nos enteramos incluso de que los expertos no
estaban de acuerdo, de que uno, Monsieur Gobert, fue amonestado de manera terminante
porque no se decidía a sacar conclusiones en el sentido deseado. Se comentaba también
que habían acudido veintitrés oficiales para hundir a Dreyfus con sus testimonios.
Desconocemos los interrogatorios, pero parece seguro que no todos decla raron en contra;
conviene mencionar además que todos pertenecían al Ministerio de la Guerra. Es un
proceso en familia, están como en casa. No hay que olvidarlo: el Estado Mayor quiso el
juicio, juzgó a Dreyfus y acaba de juzgarlo por segunda vez.
Por lo tanto, sólo quedaba el escrito, y los expertos no se pusieron de acuerdo. Cuentan
que, en la sala de deliberación, los jueces, naturalmente, se disponían a absolver. ¡Qué
fácil es comprender ahora la desesperada obstinación con la que hoy, para justificar la
condena, se afirma la existencia de una prueba secreta, abrumadora, una prueba que no se
puede enseñar, que lo legitima todo, ante la que hemos de inclinarnos, Dios invisible a
incognoscible! ¡Niego esa prueba, la niego con todas mis fuerzas! Una prueba ridícula, sí,
tal vez la prueba donde se habla de mujerzuelas y que alude a un tal D. que se ha vuelto
demasiado exigente: sin duda algún marido que opina que no pagan lo suficiente a su
mujer. ¡Pero no una prueba que afecte a la defensa nacional, que no se podría revelar sin
que al día siguiente se declarara la guerra! ¡No y no! ¡Mentira! Y lo más odioso, lo más
cínico, es que mienten impunemente sin que nadie pueda demostrárselo. Alborotan a
Francia, se amparan en la legítima emoción de ésta, acallan las bocas tras turbar los
corazones y pervertir las mentes. No conozco mayor delito cívico.
Éstos son, señor presidente, los hechos que explican cómo pudo cometerse un error
judicial; y las pruebas morales, la situación económica de Dreyfus, la ausencia de
motivos, su continuo grito de inocencia, acaban por mostrárnoslo como una víctima de la
extraordinaria imaginación del comandante Du Paty de Clam, del ambiente clerical que
lo rodeaba, de esa caza a los «cochinos judíos» que deshonra nuestros tiempos.
Llegamos ya al caso Esterhazy. Han trans currido tres años, muchas conciencias siguen
profundamente turbadas, se inquietan, buscan y acaban por convencerse de la inocencia
de Dreyfus.
No voy a narrar la trayectoria de dudas y posterior convicción de Monsieur ScheurerKestner.
Sin embargo, mientras él investigaba por su lado, graves hechos ocurrían en el
propio Estado Mayor. Había muerto el coronel Sandherr, y el teniente coronel Picquart le
había sucedido como jefe del Bureau de Renseignements. Un día, hallándose éste en
funciones, cayó en sus manos una carta-telegrama enviada al comandante Esterhazy por
un agente de una potencia extranjera. Su estricto deber era abrir una investigación. Lo
cierto es que nunca obró al margen de la voluntad de sus superiores. Confió, pues, sus
sospechas a éstos, al general Gonse, al general De Boisdeffre y, por fin, al general Billot,
quien había sucedido al general Mercier como ministro de la Guerra. El famoso expediente
Picquart, del que tanto se ha hablado, nunca ha sido más que el expediente Billot,
o sea, un expediente realizado por un subordinado para su ministro, expediente que aún
debe de hallarse en el Ministerio de la Guerra. Las pesquisas se prolongaron de mayo a
septiembre de 1896, y lo que hay que afirmar en voz alta es que el general Gonse estaba
convencido de la culpabilidad de Esterhazy y que ni el general De Boisdeffre ni el
general Billot ponían en duda que el escrito fuera de puño y letra de Esterhazy. La
investigación del teniente coronel Picquart había llevado a esa evidente constatación.
Pero se produjo una enorme conmoción, ya que la condena de Esterhazy acarrearía
inevitablemente la revisión del caso Dreyfus; y el Estado Mayor no quería eso a ningún
precio.
Debió de darse entonces un minuto psicológico lleno de angustia. Observe que el
general Billot no estaba en absoluto comprometido, acababa de llegar, podía establecer la
verdad. No se atrevió, sin duda por miedo a la opinión pública y por temor a implicar a
todo el Estado Mayor, al general De Boisdeffre, al general Gonse, sin contar a los
subordinados. Después, no hubo más que un minuto de lucha entre su conciencia y lo que
creyó que era el interés militar. Pasó el minuto y fue ya demasiado tarde. Se había comprometido,
se había embarcado. Desde entonces su responsabilidad no ha hecho más que
aumentar, cargo con el delito de los demás, se ha vuelto tan culpable como los otros, más
culpable aún, pues fue dueño de hacer justicia y no hizo nada. ¿No lo entiende usted?
¡Hace ya un año que el general Billot, que los generales De Boisdeffre y Gonse saben que
Dreyfus es inocente y han guardado para sí esa cosa atroz! ¡Y esa gente duerme y quiere
a su mujer y a sus hijos!
El teniente coronel Picquart había cumplido con su deber como hombre honrado que
era. Insistió ante sus superiores en nombre de la justicia. Hasta les suplicó, les dijo cuán
poco políticos eran sus aplazamientos, previó la terrible tormenta que se avecinaba y que
estallaría cuando se supiera la verdad. El mismo lenguaje utilizó después Monsieur
Scheurer-Kestner delante del general Billot cuando le exhortó a que, por patriotismo, se
encargara personalmente del caso, a que no lo dejara agravarse hasta el punto de
degenerar en un desastre público. ¡No! El crimen se había cometido, el Estado Mayor no
podía ya confesar su delito. Trasladaron al teniente coronel Picqua rt, fueron alejándolo
cada vez más, hasta Túnez, donde un día incluso quisieron honrar su valentía
encomendándole una misión en el lugar en que halló la muerte el marqués de Mores,
misión que seguramente hubiera acabado con él. ¿Cómo creer que hubiera caído en
desgracia si el general Gonse mantenía con él una correspondencia amistosa? Ciertamente,
hay secretos que más vale no haber descubierto.
En Paris, la verdad avanzaba, irresistible, y ya sabemos de qué modo estalló la esperada
tormenta. Monsieur Mathieu Dreyfus denunció al comandante Esterhazy, acusándolo de
ser el autor verdadero del escrito, en el momento en que Monsieur Scheurer-Kestner se
disponía a entregar al ministro de justicia una petición de revision del proceso. Entra
entonces en escena el comandante Esterhazy. Algunos testigos lo presentan al principio
trastornado y dispuesto a suicidarse o a huir. Después, súbitamente, se vuelve audaz y
asombra a París por su violenta actitud. Era evidente que le habían llegado apoyos; había
recibido una carta anónima que le advertia de las intrigas de sus enemigos a incluso una
noche una misteriosa dama se molestó en devolverle una prueba, robada al Estado
Mayor, que lograría salvarle. No puedo evitar ver tras todo esto al teniente coronel Du
Paty de Clam, pues conozco las artimañas de su fértil imaginación. Su obra, la
culpabilidad de Dreyfus, se hallaba en peligro y seguramente quiso defenderla. ¿Revisión
del caso? ¡Seria el hundimiento del trágico y extravagante folletin cuyo abominable desenlace
se desarrolla en la isla del Diablo! ¡Y él no podía consentir eso! A partir de ese
instante tendrá lugar un duelo entre el teniente coronel Picquart y el teniente coronel Du
Paty de Clam, uno a rostro descubierto, el otro enmascarado. Volveremos a
encontrárnoslos poco después ante la justicia civil. En el fondo, el Estado Mayor sigue
defendiéndose, se niega a confesar su delito, cuya abominación crece por momentos.
La gente se preguntaba estupefacta quiénes protegían al comandante Esterhazy. El
primer protector, en la sombra, era el teniente coronel Du Paty de Clam, quien lo
maquinó y lo organizó todo. Su actuación se delata por lo absurdo de sus recursos.
Después está el general De Boisdeffre, el general Gonse y el mismo general Billot, que se
ven obligados a absolver al comandante, ya que no pueden dejar que se reconozca la
inocencia de Dreyfus sin que todo el Ministerio de la Guerra se hunda en el desprecio pú-
blico. Y lo más gordo de esa prodigiosa situa ción es que la única persona honesta en todo
eso, el teniente coronel Picquart, el único que cumplió con su deber, acabará
convirtiéndose en una victima y sobre él caerán la befa y el castigo.
¡Oh, justicia, qué horrible desaliento nos invade el alma! Se atreverán a decir que él es
el falsario, el que ha creado la carta-telegrama para culpar a Esterhazy. Pero ¡santo cielo!
¿Por qué? ¿Con qué objeto? Déme usted un motivo. ¿O es que el teniente coronel
Picquart también está pagado por los judíos? Lo bueno del caso es que precisamente era
antisemita. ¡Sí! Asistimos a un infame espectáculo, hombres cubiertos de deudas y
crímenes que ven proclamada su inocencia mientras se destruye el honor mismo, se destruye
a un hombre sin mácula. Cuando una sociedad llega a esos extremos, entra en
descomposición.
Éste es, señor presidente, el caso Esterhazy: un culpable que convenía declarar
inocente. Desde hace casi dos meses, podemos seguir hora a hora esa hermosa labor.
Abrevio, porque aquí sólo se trata de resumir la historia cuyas páginas, unas páginas que
queman las manos, se escribirán algún día en toda su extension. Vimos, pues, cómo el
general De Pellieux, y después el comandante Ravary, dirigían una investigación
perversa de la que los sinvergüenzas salían transfigurados, y los honrados, mancillados.
Luego se convocó el consejo de guerra.
¿Quién podía esperar que un consejo de gue rra deshiciera lo que otro consejo de guerra
había hecho?
Ya no me refiero siquiera a la elección de los jueces. La idea superior de disciplina que
llevan en la sangre esos soldados, ¿no basta para invalidar su capacidad de equidad?
Quien dice disciplina dice obediencia. Después de que el ministro de la Guerra, el gran
jefe, estableciera públicamente, entre aclamaciones de los representantes de la nación, la
autoridad de lo ya juzgado, ¿cómo queréis que un consejo de guerra lo desmienta
rotundamente? Desde un punto de vista jerárquico, resulta imposible. El general Billot
sugestionó a los jueces con su declaración, y éstos juzgaron como si tuvieran que tirarse
al fuego, sin razonar. La opinion preconcebida que alegaron desde sus sitiales fue,
evidentemente, la siguiente: «Dreyfus fue condenado por delito de traición por un
consejo de guerra, por lo tanto es culpable; y nosotros, un consejo de guerra, no podemos
declararlo inocente; sabemos, pues, que reconocer la culpabilidad de Esterhazy sería
proclamar la inocencia de Dreyfus». Nadie podía quitarles esa idea de la cabeza.
Pronunciaron una sentencia inicua, que pesará para siempre sobre nuestros consejos de
guerra y que desde ahora volverá sospechosa cualquier decision que se tome. Si el primer
consejo de guerra pudo pecar por falta de inteligencia, el segundo es, por fuerza, criminal.
Su excusa, lo repito, reside en que el jefe supremo había declarado que lo juzgado era
inatacable, sacrosanto y superior a los hombres, de modo que unos subordinados no
pudieran decir lo contrario. Nos hablan del honor del ejército, quieren que lo amemos,
que lo respetemos. ¡Ah, el ejército que se alzaría a la primera amenaza, que defe ndería el
suelo francés, ese ejército es todo el pueblo y por ese ejército, sí, no sentimos más que
afecto y respeto! Pero no es ése el ejército cuya dignidad deseamos en nuestro afán de
justicia. Se trata del sable, el amo que quizá nos den mañana. Y besar con unción la
empuñadura del sable-Dios, ¡eso no!
Por otra parte, lo he demostrado: el caso Dreyfus era el caso de los servicios del
Ministerio de la Guerra; un oficial del Estado Mayor, denunciado por sus compañeros de
Estado Mayor, condenado bajo la presión de los jefes del Estado Mayor. Una vez más, no
pueden decla rarlo inocente sin culpar a todo el Estado Mayor. Por eso, los servicios del
Ministerio, mediante todos los recursos imaginables, campañas de prensa, comunicados,
influencias, apoyaron a Esterhazy para perder por segunda vez a Dreyfus. ¡Qué limpieza
debiera hacer el Gobierno republicano en esa jesuitera, como la llama el mismo general
Billot! ¿Dónde está el gabinete auténticamente fuerte y de prudente patriotismo que se
atreva a refundirlo y a renovarlo todo? ¡Conozco a tanta gente que, ante la posibilidad de
una guerra, tiembla acongojada al saber en qué manos se halla la defensa nacional! ¡Y en
qué nido de ruines intrigas, de comadreos y dilapidaciones se ha convertido ese asilo
sagrado donde se decide la suerte de la patria! ¡Da pánico enfrentarse a la terrible luz que
acaba de provocar el caso Dreyfus, ese sacriñcio humano de un infeliz, de un «cochino
judio»! ¡Ah!, cuánta agitación de necios y dementes, cuántas imaginaciones desbordadas,
prácticas de policía barata, de inquisición y tiranía, el capricho de unos cuantos con
galones que aplastan con sus botas a la nación, haciéndole tragar su grito de verdad y de
justicia bajo el falaz y sacrílego pretexto de la razón de Estado.
También es un crimen haberse apoyado en la prensa inmunda, haberse dejado defender
por toda la chusma de Paris, que triunfa, insolente, al venirse abajo el derecho y la simple
honestidad. Es un crimen haber acusado de perturbar a Francia a quienes la desean
generosa, a la cabeza de las naciones libres y justas, cuando precisamente en su interior
se urde el impúdico complot para imponer el error ante el mundo entero. Es un crimen
desorientar a la opinion pública, utilizar para una campaña mortal a esa opinion pública
que han pervertido hasta lograr que delirara. Es un crimen envenenar a los pequeños y a
los humildes, enardecer las pasiones reaccionarias a intolerantes que se ocultan tras ese
odioso antisemitismo que provocará la muerte de la gran Francia liberal de los derechos
del hombre, si antes no la curan. Es un crimen explotar el patriotismo para fomentar el
odio y, en fin, es un crimen hacer del sable el Dios moderno cuando toda la ciencia
humana trabaja para la obra venidera de verdad y justicia.
Esa verdad, esa justicia que con tanta pasión deseamos, ¡qué desaliento ver cómo las
abofetean hasta desfigurarlas y alienarlas! Sospecho qué desmoronamiento estará
produciéndose en el alma de Monsieur Scheurer-Kestner, y estoy seguro de que acabará
por arrepentirse de no haber adoptado una actitud revolucionaria el día de la interpelación
ante el Senado y de no haber soltado cuanto llevaba dentro para acabar de una vez con
todo. Ha sido un hombre grande y honrado, leal, ha creído que la verdad se bastaba a sí
misma, sobre todo porque le parecía clara como el día. ¿De qué servia trastornarlo todo si
pronto luciría el sol? Ahora sufre el castigo cruel de esa confiada serenidad. Lo mismo
ocurre con el teniente coronel Picquart, quien, movido por un sentimiento de elevada
dignidad, no quiso publicar las cartas del general Gonse. Esos escrúpulos le honran tanto
más cuanto que, mientras él seguía respetando la disciplina, sus superiores le cubrían de
lodo a instruían el proceso personalmente, de la manera más inesperada y más ultrajante.
Dos víctimas, dos seres honestos, dos corazones simples, se encomendaron a Dios
mientras actuaba el diablo. En el caso del teniente coronel Picquart, llegamos a presenciar
además un espectáculo innoble: un tribunal francés, tras dejar que el ponente declarara
públicamente en contra de un testigo y le acusara de todos los cargos posibles, mandó
despejar la sala cuando el testigo fue introducido para que se explicase y se defendiese.
Afirmo que éste es un crimen más y que ese crimen sublevará la conciencia universal.
Decididamente, los tribunales militares poseen una idea muy singular de la justicia.
Ésta es pues la verdad pura y simple, señor presidente. Es espantosa, y quedará siempre
como una mancha de su presidencia. Sospecho que carece usted de poder alguno en este
caso, que es usted esclavo de la Constitución y de aquellos que le rodean. No por eso deja
usted de tener, en tanto que hombre, un deber que no podrá olvidar y que tendrá que
cumplir. Eso no significa que yo, por mi parte, desconfie del triunfo. Lo repito con una
certeza aún más vehemente: la verdad está en marcha y nada la detendrá. El caso no ha
comenzado hasta hoy, pues sólo hoy las posiciones están claras: de un lado, los culpables
que no quieren que se haga la luz; del otro, los justicieros que darán su vida por que se
haga. Lo dije en otro lugar y lo repito aquí: cuando se oculta la verdad bajo tierra, ésta se
concentra, adquiere tal fuerza explosiva que, el día en que estalla, salta todo con ella. Ya
veremos si no acaba de fraguarse más adelante el más estrepitoso desastre.
Pero la carta se alarga, señor presidente, y ya va siendo hora de concluir.
Yo acuso al teniente coronel Du Paty du Clam de haber sido el diabólico artífice del
error judicial, quiero creer que por inconsciencia, y de haber defendido posteriormente su
nefasta obra, a lo largo de tres años, mediante las más descabelladas y delictivas
maquinaciones.
Acuso al general Mercier de haberse he cho cómplice, cuando menos por debilidad de
carácter, de una de las mayores iniquidades del siglo.
Acuso al general Billot de haber tenido en sus manos las pruebas evidentes de la
inocencia de Dreyfus y de haber echado tierra sobre el asunto, de ser culpable de ese
delito de lesa humanidad y de lesa justicia con fines politicos y para salvar al Estado
Mayor, que se vela comprometido en el caso.
Acuso al general De Boisdeffre y al general Gonse de ser cómplices del mismo delito,
el uno sin duda por apasionamiento clerical, el otro quizá por ese corporativismo que
convierte al Ministerio de la Guerra en un lugar sacrosanto, inatacable.
Acuso al general De Pellieux y al comandante Ravary de haber realizado una investigación
perversa, esto es, una investigación monstruosamente parcial que nos depara, con el
informe del segundo, un imperecedero monumento de cándida audacia.
Acuso a los tres expertos en escrituras, los caballeros Belhomme, Varinard y Couard,
de haber redactado informes mendaces y fraudulentos, a menos que una revision médica
declare que estos señores padecen una enfermedad de la vista o mental.
Acuso a los servicios del Ministerio de la Guerra de haber promovido en la prensa,
particularmente en L'Éclair y en L'Écho de Paris, una abominable campaña a fin de
desorientar a la opinion pública y encubrir sus propios errores.
Acuso, por ultimo, al primer consejo de gue rra de haber violado el derecho al condenar
a un acusado basándose en una prueba que permane ció secreta, y acuso al segundo
consejo de guerra de haber ocultado esa ilegalidad, por decreto, cometiendo a su vez el
delito jurídico de absolver conscientemente a un culpable.
Al lanzar estas acusaciones, no ignoro que me expongo a que se me apliquen los
artículos 30 y 31 de la Ley de Prensa del 29 de julio de 1881, que castiga los delitos de
difamación. Pero me arriesgo voluntariamente.
En cuanto a las personas a las que acuso, no las conozco, nunca las he visto, no siento
hacia ellas ni rencor ni odio. Para mí sólo son entes, espíritus de perversion social. Y el
acto que ahora ejecuto no es más que un medio revolucionario para acelerar la explosion
de la verdad y de la justicia.
Solo ahnelo una cosa, y es que se haga la luz en nombre de la humanidad que tanto ha
sufrido y que tiene derecho a la felicidad. Mi ardiente protesta no es sino un grito que me
surge del alma. ¡Que se atrevan, pues, a llevarme ante los tribunales y que la
investigación tenga lugar a plena luz del día!
Entretanto, espero.
Acepte, señor presidente, mi más profundo respeto.
Declaración ante el jurado
Fue publicada en L'Aurore el 22 de febrero de 1898. Había leído estas páginas el día
antes, el 21 de febrero, ante el jurado que debía condenarme. El 13 de enero, el mismo
día en que apareció mi Carta al presidente de la República, la Cámara decidió iniciar
diligencias judiciales contra mí por 312 votos contra 122. El 18, el general Billot,
ministro de la Guerra, puso la denuncia en manos del ministro de Justicia. El 20, recibí
la citación, que, de toda mi carta, sólo mencionaba quince líneas. El 7 de febrero se
iniciaron las vistas y ocuparon quince sesiones, hasta el 23, día en que fui condenado a
un año de cárcel y a pagar una multa de tres mil francos. Por su parte, los tres expertos,
los caballeros Belhomme, Varinard y Couard, me denunciaron por difamación.
Señores del jurado,
en la Cámara, en la sesión del 22 de enero, Monsieur Méline, presidente del Consejo de
Ministros, declaró, entre los aplausos frenéticos de una complaciente mayoría, que no
desconfiaba de los doce ciudadanos en cuyas manos ponía la defensa del ejército. A
ustedes se refería, señores. Y del mismo modo que el general Billot dictó desde el estrado
su sentencia al consejo de gue rra encargado de absolver al comandante Esterhazy, dando
a unos subordinados la consigna militar de respetar sin discusión lo ya juzgado, también
Monsieur Méline ha decidido ordenarles que me condenen en nombre del respeto al
ejército, acusándome de haberlo ultrajado. Denuncio, ante la conciencia de la gente
decente, esta presión que los poderes públicos ejercen sobre la justicia del país. Son
abominables costumbres políticas que deshonran a una nación libre.
Ya veremos, señores, si ustedes se disponen a obedecer esa orden. Pero no es cierto que
yo esté aquí, ante ustedes, por voluntad de Monsieur Méline. Éste ha cedido a la
necesidad de perseguirme llevado básicamente por una gran preocupación, el terror a que
se dé un nuevo paso hacia la verdad. Todo el mundo lo sabe. Si estoy ante ustedes es
porque he querido. Yo, y sólo yo, decidí que había que llevar este oscuro y monstruoso
caso ante su jurisdicción, y sólo yo, por iniciativa propia, les elegí a ustedes, la mayor y
más directa emanación de la justicia francesa, para que Francia se entere de todo y se
pronuncie. Mi acto no tiene otro objetivo y mi persona no es nada, la sacrifico, pues me
siento satisfecho de haber puesto en manos de ustedes no solo el honor del ejército, sino
el honor, ahora amenazado, de toda la nación.
Me absolverían, pues, si en sus conciencias se hubiera hecho ya del todo la luz. Si no
hay tal luz, no sería culpa mía. Estaría yo soñando cuando pensé que podría mostrarles
todas las pruebas y les consideré los únicos dignos de ellas, los únicos competentes.
Empezaron por quitarles a ustedes por un lado lo que parecía llegarles por el otro.
Simulaban aceptar su competencia, pero mientras confiaban en ustedes para vengar a los
miembros de un consejo de guerra, otros oficia les permanecían intocables, más allá de
vuestra misma justicia. Entiéndalo quien pueda. Es el absurdo al que lleva la hipocresía, y
de ello se desprende, con toda evidencia, que han tenido miedo de su sentido común, que
no se han atrevido a correr el riesgo de dejarnos a nosotros decirlo todo y dejarles a
ustedes juzgarlo todo. Ellos dicen que quisieron acotar el escándalo; ¿qué piensan ustedes
de ese escándalo, de ese acto mío que consistía en hacerles entrega del caso, en querer
que fuese el pueblo, encarnado en sus personas, quien juzgara? Afirman también que no
podían aceptar una revisión camuflada del caso, y de ese modo no hacen sino confesar
que, en el fondo, lo único que temen es el control soberano que ustedes ejercen. Ustedes
son los máximos representantes de la ley; y esa ley del pueblo elegido fue la que deseé, la
que respeto profundamente como buen ciudadano, y no los sospechosos procedimientos
con los que creían burlarse de ustedes.
Sírvame esto de disculpa, señores, por haberles sacado de sus ocupaciones y no haber
sido capaz de aportarles la luz que me proponía ha cer resplandecer. La luz, toda la luz,
ése fue mi único y apasionado anhelo. Estas sesiones acaban de demostrarlo: hemos
tenido que luchar paso a paso contra un deseo obstinado de ocultación. Ha sido preciso
un combate para arrancar cada retazo de verdad; lo hemos discutido todo, nos lo han
negado todo, han aterrorizado a nuestros testigos con ánimo de impedir que aportaran
pruebas. Y hemos luchado sólo por ustedes, para que ustedes dispusieran por entero de
esa prueba, para poder pronunciarse sin remordimiento alguno, en conciencia. Por lo
tanto, estoy seguro de que ustedes tendrán en cuenta nuestros esfuerzos y de que, además,
se ha conseguido aclarar un poco más este caso. Ya han oído a los testigos, ahora oirán a
mi defensor, que les contará la verdadera historia, esa historia que solivianta a todo el
mundo y que nadie conoce. Me siento tranquilo, la verdad está ahora en ustedes, y
actuará.
Así pues, Monsieur Méline creyó imponerles a ustedes el veredicto al confiarles el
honor del ejército. En nombre de ese mismo honor del ejército apelo yo ahora a la justicia
de este jurado. Desmiento rotundamente lo que dijo Monsieur Méline, nunca ultrajé el
ejército. En cambio, he declarado mi cariño y mi respeto por la nación en armas, por
nuestros queridos soldados de Francia, que se alzarían a la primera amenaza y que
defenderían el suelo francés. Asimismo, es falso que haya atacado a sus superiores, a los
generales que les llevarían a la victoria. ¿Acaso decir que algunos miembros concretos
del Ministerio de la Guerra han comprometido con sus actuaciones al mismo ejército es
insultar el ejército entero? ¿No será más bien digno de un buen ciudadano salvaguardar al
ejército de todo compromiso y lanzar el grito de alarma para que los errores -los únicos
por los que nos vemos enfrentados- no vuelvan a produc irse ni nos lleven a nuevas
derrotas? De todos modos, no voy a defenderme; prefiero que la historia se ocupe de
juzgar mi acto, un acto que era necesario. Sin embargo, afirmo que están deshonrando al
ejército al permitir que la policía proteja al comandante Esterhazy después de las
abominables cartas que ha escrito. Afirmo que a ese valiente ejército lo están insultando
cada día unos ladrones que, so pretexto de defenderlo, lo ensucian con su ruin
complicidad, arrastrando por el barro todo lo bueno y grande que aún posee Francia.
Afirmo que son ellos los que deshonran a ese gran ejército nacional cuando mezclan los
gritos de «¡Viva el ejército!» con los de «¡Mueran los judíos!». Y han gritado también:
«¡Viva Esterhazy!». ¡Por Dios!, el pueblo de san Luis, de Bayard, de Condé y de Hoche,
el pueblo de las grandes guerras de la República y del Imperio, el pueblo que ha
deslumbrado al universo con su fuerza, su gracia y su generosidad, ese pueblo ha gritado:
«¡Viva Esterhazy!». Es un oprobio que sólo puede lavarse con nuestro esfuerzo en pro de
la verdad y la justicia.
Ya conocen la leyenda que se ha creado. Dreyfus fue condenado justa y legalmente por
siete oficiales infalibles, de quienes no podemos dudar sin insultar el ejército entero.
Dreyfus expía su abominable fechoría mediante una vengadora tortura. Y, como es judío,
se creó una cofradía judía, una cofradía internacional de hombres sin patria que disponían
de centenares de millones, con objeto de salvar al traidor aun a costa de las más
impudentes maniobras. A partir de entonces, esa cofradía empezó a acumular crímenes:
compró conciencias, sumió a Francia en una criminal agitación, decidido a venderla al
enemigo, a hundir a Europa en el desastre de una guerra, antes que renunciar a sus
espantosos designios. Sí, muy sencillo, o mejor dicho, muy infantil y necio, como ustedes
pueden ver. No obstante, con ese pan emponzoñado alimenta la prensa desde hace meses
a nuestro pueblo. Y nada tiene de extraño que se produzca una crisis desastrosa, pues
cuando hasta tal punto se siembra estulticia y embuste, forzosamente se cosecha
demencia.
Por supuesto, señores, no quiero insultarles pensando que hasta ahora han dado ustedes
crédito a ese cuento chino. Les conozco, sé quiénes son. Encarnan ustedes el corazón y el
discernimiento de Paris, de mi gran Paris, la ciudad donde nací, a la que amo con infinito
cariño, a la que estudio y canto desde hace casi cuarenta años. Y también sé lo que cruza
en este momento sus mentes; porque, antes de venir a sentarme aquí, como acusado, me
he sentado ahí, en el banco que ustedes ocupan. Representan a la opinión de la mayoría,
aspiran a ser la cordura y la justicia de la masa. Dentro de poco me ha llaré con el
pensamiento entre ustedes, en la sala de deliberaciones, y estoy convencido de que
tratarán de salvaguardar sus intereses como ciudadanos, que son, naturalmente, según
ustedes, los intereses de la nación entera. Podrán equivocarse, pero errarán si piensan
que, al asegurar el bien de ustedes mismos, aseguran el bien de todos.
Puedo verles en su hogar, por la noche, bajo la luz de la lámpara; puedo oír cómo
charlan con sus amigos, les acompaño por sus talleres y por sus tiendas. Todos ustedes
son trabajadores, comerciantes unos, industriales otros, y algunos ejercen profesiones
liberales. A ustedes les inquieta, inquietud muy legítima, el estado deplorable en que se
hallan las finanzas. En todas partes, la crisis actual amenaza con convertirse en un
desastre, disminuyen los ingresos, y las transacciones comerciales se vuelven cada vez
más dificiles. De modo que la preocupación que les trajo aquí y que leo en sus rostros es
la de que están hartos y que hay que acabar de una vez. No están aún entre los muchos
que dicen: «¿Qué nos importa que haya un inocente en la isla del Diablo? Por el interés
de uno solo, ¿valdrá la pena turbar de esa manera a un gran país?». Con todo, piensan
ustedes que nuestra agitación, la de los que tienen sed de verdad y justicia, se está
pagando a un precio demasiado alto si se compara con todo el mal que, según nuestros
acusadores, hacemos. Y si me condenan, señores, no habrá en su veredicto más que el
deseo de calmar a los suyos, la necesidad de que florezcan sus negocios, la creencia de
que, al condenarme, detendrán una campaña reivindicativa perjudicial para los intereses
de Francia.
Pues bien, señores, se equivocarían de todas todas. Háganme el honor de creer que no
estoy aquí para defender mi libertad. Si me condenan, no lograrán más que
engrandecerme. Quien sufre por la verdad y la justicia, pasa a ser augusto y sagrado.
Mírenme, señores, ¿tengo cara de vendido, de embustero y de traidor? ¿Por qué, pues,
actuaría como lo hago? No me mueve la ambición política ni la pasión de un sectario.
Soy un escritor libre que ha dedicado su vida al trabajo, que mañana se reintegrará a su
condición y que proseguirá la tarea interrumpida. ¡Y qué necios son los que me llaman
«el Italiano», a mí, nacido de madre francesa, educado por abuelos de La Beauce,
campesinos de esa recia tierra, a mí, que perdí a mi padre a los siete años, que no fui a
Italia hasta la edad de cincuenta y cuatro años y sólo con objeto de documentarme para
un libro. Ello no impide que me sienta muy orgulloso de que mi padre fuera oriundo de
Venecia, esa resplandeciente ciudad cuya antigua gloria permanece aún en todos los
recuerdos. Y aun así, si no fuera francés, ¿acaso los cuarenta volúmenes en lengua
francesa, de los que corren millones de ejemplares por el mundo entero, no bastan para
hacer de mí un francés, útil a la gloria de Francia?
Por lo tanto, no me defiendo. Pero ¡qué error cometerían si creyeran que, al
condenarme, restablecerían el orden en nuestro infortunado país! ¿No comprenden ahora
que el país muere de la oscuridad en que se empeñan en sumirlo, del equívoco en que
agoniza? Los errores de los gobernantes se amontonan sobre otros errores, las mentiras
traen nuevas mentiras, de modo que el cúmulo llega a ser espantoso. Se ha cometido un
error judicial y desde entonces, para disimularlo, no ha habido más remedio que cometer
cada día un nuevo atentado contra la sensatez y la equidad. La condena de un inocente
conllevó la absolución de un culpable; y hoy les piden que me condenen a mí porque
grité mi angustia al ver que la patria se encaminaba hacia un destino atroz. ¡Pues
condénenme!, pero sera un error más, otro más, un error con cuyo peso cargarán ustedes
en la historia futura. Mi condena, en lugar de traer la paz que desean, que deseamos
todos, no sera más que una nueva semilla de pasión y desorden. El vaso está colme, se lo
aseguro, no hagan que se desborde.
¿Cómo no son ustedes plenamente cons cientes de la terrible crisis por la que atraviesa
el país? Algunos dicen que somos los autores del escándalo, que los amantes de la verdad
y de la justicia son quienes perturban la nación, quienes provocan los alborotos. Decir eso
equivale a burlarse de la gente. ¿Acaso no está informado el general Billot, por no citar a
otros, desde hace ya dieciocho meses? ¿Acaso no le instó el coronel Picquart a que se
ocupara personalmente de la revision si no quería que estallara la tormenta y se
trastornara todo? ¿No le suplicó Monsieur Scheurer-Kestner, con lágrimas en los ojos,
que pensara en Francia, que evitara tamaña catástrofe? ¡No! Nuestro deseo fue dar
facilidades, quitarle hierro al asunto, y, si el país está angustiado, el responsable es el
poder, que, en su afán por ocultar a los culpables y movido por intereses politicos, se
negó a todo creyendo que tendría bastante fuerza para impedir que se hiciera la luz.
Desde aquel día, se ha limitado a maniobrar en la sombra, a favor de las tinieblas, y él,
solo él, es responsable del violento malestar en que se sumen las conciencias.
¡Ah, señores, qué pequeño se nos antoja el caso Dreyfus en estos momentos, qué
perdido y qué lejano con respecto a los aterradores problemas que ha suscitado! Ya no
hay caso Dreyfus, ahora solo se trata de saber si Francia sigue siendo la Francia de los
derechos del hombre, la que dio la libertad al mundo, la que debía darle la justicia.
¿Somos aún el pueblo más noble, más fraternal, más generoso? ¿Conservamos en Europa
nuestro renombre de equidad y humanidad? Además, ¿no son precisamente nuestras
conquistas las que ahora están en tela de juicio? Abran los ojos y comprendan de una vez
que, para que Francia se halle en tal confusion, ha de sentirse sublevada en lo más hondo
de su alma y alarmada a la vista de un temible peligro. Un pueblo no se desquicia de ese
modo sin que su vida moral se vea amenazada. El momento reviste excepcional
gravedad, y está sobre el tapete la salvación del país.
Y cuando hayan entendido esto, señores, comprenderán que solo existe una solución
posible: decir la verdad, impartir justicia. Todo aquello que retrase la llegada de la luz,
todo lo que añada tinieblas a las tinieblas, no hará sino prolongar la crisis. La misión de
los buenos ciudadanos, de los que sienten el imperativo de acabar de una vez, consiste en
exigir la plena luz. Empezamos a ser muchos los que así lo creemos. Los hombres de
letras y de ciencia, los filósofos, se alzan por todas partes en nombre de la inteligencia y
de la razón. Y ya no hablo del extrarjero, del temblor que ha sacudido a toda Europa. Sin
embargo, el extranjero no tiene por qué ser el enemigo. No hablemos de aquellos que
mañana puedan ser nuestros adversarios. Pero Rusia nuestra gran aliada, la pequeña y
generosa Holanda, todos los simpáticos pueblos del Norte esas tierras de lengua francesa,
Suiza y Bélgica ¿por qué tendrán hoy el corazón oprimido, desbordante de fraternal
sufrimiento? ¿Sueñan ustedes con una Francia aislada del mundo? ¿Quieren que, al
cruzar la frontera, ya nadie les sonra ípor su legendaria fama de equidad y humanidad?
¡Qué desgracia, señores! Tal vez ustedes, como tantos otros, estén esperando la chispa
provocadora, la prueba de la inocencia de Dreyfus, que caería del cielo como un trueno.
La verdad no suele revelarse así, exige investigación e inteligencia. Y sabemos muy bien
dónde está la prueba de esa verdad. Pero sólo la recordamos en la intimidad, y nuestra
angustia por la patria nos hace temer que quizás algún día, tras haber comprometido el
honor del ejército con una mentira, recibamos la violenta respuesta a esa prueba.
También quiero declarar abiertamente que, si bien mencionamos anteriormente como
testigos a algunos miembros de las embajadas, nuestra primera y firme intención no fue
la de citarlos para que declararan. Hubo quien se sonrió ante nuestra audacia. Pero no
creo que en el Ministerio de Asuntos Exteriores se hayan sonreido, porque a11í debieron
de entender. Nos hemos limitado a querer decir a los que saben la verdad que nosotros
también la sabemos. Esa verdad corre por las embajadas, y mañana todos la conocerán.
Ahora nos es imposible ir a buscarla donde está, protegida como se halla por
formalidades insuperables. El Gobierno, que nada ignora, el Gobierno que, igual que
nosotros, cree firmemente en la inocencia de Dreyfus, podrá, cuando lo desee y sin
ningún riesgo, requerir a los testigos que por fin aporten la luz.
Dreyfus es inocente, lo juro. Respondo con mi vida, respondo con mi honor. En esta
hora solemne, ante este tribunal que representa a la justicia humana, ante ustedes, señores
del jurado, que son la esencia misma de la nación, ante toda Francia, ante el mundo
entero, juro que Dreyfus es inocente. Por mis cuarenta años de trabajo, por la autoridad
que esa labor pueda haberme dado, juro que Dreyfus es inocente. Y por todo lo que
conquisté, por la fama que me labré, por mis obras, que ayudaron a la difusion de las
letras francesas, juro que Dreyfus es inocente. ¡Que todo se desmorone, que desaparezcan
mis obras, si Dreyfus no es inocente! Dreyfus es inocente.
Todo parece confabularse contra mí: las dos Cámaras, el poder civil, el poder militar,
los periódicos de gran tirada, la opinión pública, a la que han envenenado. Sólo me queda
la idea, un ideal de verdad y de justicia. Y me siento muy tranquilo; venceré.
No quería que mi país siguiera viviendo en la mentira y en la injusticia. Podrán ustedes
condenarme aquí mismo. Algún día, Francia me dará las gracias por haberla ayudado a
salvar su honor.
Carta a Monsieur Brisson, presidente del Consejo de Ministros
Esta carta vio la luz en L'Aurore, el 16 de julio de 1898.
Habían ocurrido muchas cosas que resumiré rápidamente. El 2 de abril, el Tribunal
Supremo, ante quien yo había recurrido, anuló la sentencia declarando que el caso
competía a un consejo de guerra y no al ministro de la Guerra. Ese consejo de guerra,
reunido el día 8, decidió que procedería contra mí y propuso además que se eliminara mi
nombre de las planas de la Legion de Honor. La nueva citación, que se realizó el 11 de
abril, sólo recogía tres líneas de mi «Carta a Monsieur Félix Faure, presidente de la
República». El 23 de mayo, por to tanto, volvió el proceso a la Audiencia de Versalles.
Pero como mi abogado, Labori, recusó la competencia del tribunal y éste se declaró
competente, recurrimos al Supremo, circunstancia que paralizó las sesiones. Por fin, el
16 de junio, al rechazar nuestro recurso el Tribunal Supremo, tuvimos que volver a la
Audiencia de Versalles, el 18 de julio. Por otra parte, el 15 de junio cayó el gabinete
Méline y, el 28, le sucedía el gabinete Brisson.
El 9 de julio, los tres expertos, los caballeros Belhomme, Varinard y Couard,
consiguieron que se me condenara a dos meses de cárcel con sobreseimiento, y a pagar
una multa de dos mil francos y una indemnización de cinco mil francos a cada experto.
Monsieur Brisson,
encarnaba usted la virtud republicana, era el preclaro simbolo de la honestidad civica.
Y, de súbito, tropieza usted en el monstruoso caso. Al instante quedó despojado de su
soberanía moral; ya no es sino un hombre capaz de cometer errores y comprometido. [...]
Le creía más listo, Monsieur Brisson; pensé que comprendería usted, como yo lo comprendo,
que ningún gabinete podría vivir mientras no se cerrara legalmente el caso
Dreyfus. Hay algo enfermo en Francia, y no volveremos a la vida normal hasta que se
haya curado la enfermedad. Añado que el gabinete que se encargue de la revisión sera el
gran gabinete, el Salvador, el que se impondrá y vivirá.
Por lo tanto, usted se suicidó el primer dia, al creer que podía cimentar sólidamente su
poder y por mucho tiempo. Y lo peor es que dentro de poco, cuando caiga usted, su honor
político se habrá perdido, pues sólo usted me interesa, y no sus subordinados, el ministro
de la Guerra y el ministro de justicia, pues éstos dependen de usted.
¡Lamentable espectáculo, una virtud que se extingue, el fracaso de un hombre en quien
la República había puesto su ilusión, convencida de que éste jamás traicionaría la causa
de la justicia! En cambio, desde que dirije usted la nación, ha dejado que le asesinen a la
justicia ante sus mismas narices. Ha matado usted el ideal. Es un crimen. Y todo se paga;
sera usted castigado.
¡Vamos, Monsieur Brisson! ¡Acaba usted de permitir que se realice una investigación
que no es sino una farsa ridícula! [...]
¡Y ya ve qué míseros resultados! ¿Cómo? ¿No encontró nada más? Si no aporta más
que eso, con las rabiosas ganas que tiene usted de vencernos, significa que, en efecto,
sólo hay eso, que ya no sabe dónde buscar. Pero nosotros conocíamos ya sus tres pruebas;
conocíamos sobre todo la que fue presentada ante el tribunal con tanta vehemencia, y es
un falsiñcación tan impúdica, tan grosera, que sólo puede convencer a unos incautos.
Cuando pienso que acudió un general a leer seriamente esta monumental mistificación
ante un jurado, que un ministro de la Guerra la leyó otra vez ante unos diputados, y que
unos diputados la mandaron publicar en todos los municipios de Francia, me quedo
viendo visiones. Creo que es lo más estúpido que se inscribirá nunca en las páginas de la
Historia. Realmente me pregunto qué estado de aberración mental puede provocar el
apasionamiento en algunas personas, no más estúpidas que otras, para que concedan el
menor crédito a una prueba que tiene todo el aspecto de ser el desafío de un falsario que
pretende burlarse de la gente. [...]
Puedo asegurarle que está dejando en ridículo a nuestro Gobierno. Me han contado que,
el pasado jueves, la tribuna diplomática estaba vacía. No me extraña. Ningún diplomático
hubiera podido reprimir una carcajada durante la lectura de las tres célebres pruebas. Y
no crea que Alemania, nuestra enemiga, es la única que se lo está pasando en grande.
Rusia, nuestra gran aliada, muy al corriente del caso, bien informada y firmemente
convencida de la inocencia de Dreyfus, podría ayudarnos diciéndole qué piensa Europa
de nosotros. Quizás a ella, a la amiga soberana, le haga usted caso. ¡Coméntelo, pues, con
su ministro de Asuntos Exteriores!
[...] ¡Las confesiones de Dreyfus, santo cielo! ¿De modo que ignora usted toda esta
trágica historia? ¿No conoce el relato auténtico de su detención, de su degradación? ¿Y
no ha leído tampoco sus cartas? Son admirables. No conozco páginas más nobles, más
elocuentes. Respiran sublimidad en el dolor, y quedarán para la posteridad como un
monumento imperecedero, cuando nuestras obras, las obras de los escritores, hayan tal
vez caído en el olvido; porque son el sollozo mismo, late en ellas todo el sufrimiento
humano. El hombre que ha escrito esas cartas no puede ser culpable. Léalas, Monsieur
Brisson, léalas una noche con los suyos, junto al hogar. Se le llenarán los ojos de
lágrimas. [...]
Además, se ha aliado usted con la prensa inmunda. Al igual que ella, siguiendo sus
pasos, envenena a la nación con mentiras. Recubre las paredes de las calles de falsedades
y cuentos estúpidos, como si quisiera agravar aún más la desastrosa crisis moral que
atravesamos. ¡Ah, pobre pequeño pueblo de Francia, qué espléndidas cla ses de educación
cívica lo están impartiendo, a ti, que tanta falta te haría hoy, para tu salvación futura, una
buena lección de verdad!
En suma, Monsieur Brisson, ya que estamos aquí, conversando tranquilamente, creo mi
deber advertirle que espero, con viva curiosidad, ver cómo entiende usted la libertad
individual y el respeto a la justicia, el lunes que viene, en el juicio de Versalles. [...]
Allá, es usted dueño y señor, ninguno de sus ministros podrá intervenir, ya que, además
de presidente del Consejo, es usted ministro del Interior, y responde de la tranquilidad de
la calle. Así pues, sabremos en qué condiciones estima que debe acudir un acusado ante
la justicia, y si es admisible que se le insulte y se le amenace, y si tan bárbaro espectáculo
no supone un inmenso deshonor para Francia. Estoy convencido de que mis amigos y yo
no nos hemos visto nunca expuestos a un serio peligro. Pero ¡tanto da! Como es menester
preverlo todo, declaro de antemano, Monsieur Brisson, que si nos asesinan el lunes, sera
usted el asesino.
Para terminar, deje que me asombre otra vez al ver lo mezquinos que son todos ustedes.
Comprendo que no haya entre ustedes nadie orgulloso, apasionado y enamorado de un
ideal, que entregue su fortuna y su vida por el único placer de ser justo y que esté
dispuesto a comprometerse a fin de que reluzca la verdad. Sin embargo, hombres
ambiciosos sí los hay; es más, yo diría que sólo hay hombres ambiciosos. Entonces,
¿cómo es posible que de esta horda no surja al menos un ambicioso inteligente y despierto,
audaz y fuerte, uno de esos ambiciosos de grandes miras, con una visión clara de
las cosas, de manos largas, capaz de ver dónde se juega la verdadera partida y de jugarla
valientemente?
Veamos, ¿cuántos entre ustedes ambicionan la presidencia de la República? Todos, ¿no
es así? Se miran de reojo unos a otros, creen superar al vecino en los negocios, unos por
prudencia, otros por popularidad, algunos por austeridad. Me hacen reír, porque ninguno
de ustedes parece sospechar que, dentro de tres años, el político que llegue al Elíseo será
el que haya restaurado en nosotros el culto a la verdad y la justicia, empezando por la
revisión del caso Dreyfus.
Créame, los poetas tienen algo de videntes. Dentro de tres años, Francia ya no sera
Francia; Francia habrá muerto, a no ser que se halle en la presidencia el jefe político, el
ministro justo y sensato que haya pacificado la nación. [...]
Justicia
El artículo que sigue se publicó en L'Aurore el 5 de junio de 1899.
Diez meses y medio transcurrieron entre éste y el artículo anterior. El 18 de julio de
1898, al fracasar el recurso que Labori, mi abogado, presentó con la intención de
aplazar de nuevo el caso, comparecimos ante la Audiencia de Versalles; el tribunal me
condenó otra vez a un año de cárcel y a una multa de tres mil francos. Esa misma noche
salí para Londres para que no pudieran notificarme la sentencia y ésta no pudiera
ejecutarse.
Resumiré ahora los hechos más importantes ocurridos durante el largo lapso que
transcurrió entre el precedente y este artículo. El 31 de agosto de 1898, el coronel
Henry, tras haber confesado su falsificación, se suicida en Mont-Valérien. El 26 de
septiembre, se presenta ante el Tribunal Supremo la petición de revision. El 29 de
octubre, el Supremo admite a trámite el recurso y dice que se procederá a una
instrucción suplementaria. El 31, el gabinete Dupuy sustituye al gabinete Brisson. El 16
de febrero de 1899, fallece el presidente Félix Faure y el 18 de febrero le sustituye el
presidente Émile Loubet. Las Cámaras votan la ley de revocación el 1 de marzo. Por fin,
después de que el Tribunal Supremo anulase la sentencia de 1894, volví a Francia, el 5
de junio, la misma mañana en que se publicaba este artículo. Por otra parte, el 10 de
agosto de 1898, el Tribunal Supremo, confirmando la sentencia pronunciada por la
Audiencia, me condenó en rebeldía a un mes de cárcel, a una multa de mil francos y a
pagar diez mil francos por daños y perjuicios a cada experto. A instancias de los
querellantes (los expertos Belhomme, Varinard y Couard), durante mi ausencia, mi casa
fue embargada el 23 y el 29 de septiembre, y la subasta se celebró el 20 de octubre; se
adjudicó una mesa por treinta y dos mil francos, cantidad a la que ascendía la multa
impuesta. El 26 de julio, el comité de la Orden de la Legion de Honor creyó su deber
suspenderme de mi grado de oficial.
Pronto hará once meses que me fui de Francia. Durante once meses, sin interrupción,
me impuse el exilio más absoluto, el retiro más anónimo, el más completo silencio. Me
encontraba como un muerto voluntario que yace en una secreta tumba en espera de que
reluzcan la verdad y la justicia. Y hoy que la verdad ha vencido, que por fin reina la
justicia, renazco, regreso y recupero mi lugar en suelo fiancés. [...]
Sin embargo, lo que hoy no digo, lo que algún día contaré, es el quebranto, la amargura
de aquel sacrificio. La gente olvida que no soy un amante de las polémicas ni un político
que saca provecho de las disputas. Soy un escritor libre que en su vida solo tuvo un afán,
el de la verdad, y que luchó por ella en todos los campos de batalla. Hace ya casi cuarenta
años que sirvo a mi país con la pluma, con todo mi valor, con toda la energía de mi
trabajo y buena fe. Y os aseguro que duele horriblemente irse solo en una noche oscura,
ver cómo a lo lejos se van borrando las luces de Francia cuando se ha luchado por su honor,
por que mantenga su gran labor justiciera entre los pueblos. ¡Yo! ¡Yo, que la he
exaltado en más de cuarenta obras! ¡Yo, que convertí mi vida en un prolongado afán por
llevar su nombre a los cuatro extremos del mundo! ¡Yo, irme asi, huir asi, con aquella
jauría de miserables y de locos pisándome los talones, persiguiéndome con amenazas a
insultos! Son ésas horas atroces que calan en el alma y la vuelven para siempre
invulnerable a las heridas. Después, durante los largos meses de exilio que siguieron,
¿puede alguien imaginarse la tortura de sentirse muerto entre los vivos en la espera
cotidiana del despertar de la justicia, diariamente aplazada? Ni al peor de los criminales
le deseo el sufrimiento que, desde hace once meses, me ha causado la lectura de los comunicados
que llegaban de Francia a aquella tierra extranjera, donde resonaban como un
eco espantoso de locura y desastre. Es menester haber paseado con ese tormento durante
largas horas solitarias, es menester haber vivido de lejos, y siempre solo, la crisis en que
se hundía la patria, para saber qué es el exilio en las trágicas condiciones que acabo de
vivir. Y los que piensan que me fui para huir de la cárcel y para divertirme en el
extranjero, a buen seguro con el oro judío, son unos desgraciados que me inspiran cierto
asco y mucha piedad.
Yo debía regresar en octubre. Habíamos decidido esperar a la reapertura de las
Cámaras, en prevision de algún acontecimiento imprevisto, lo cual era para nosotros, tal
como estaban las cosas, un acontecimiento seguro. Y he aquí que ese imprevisto no
esperó a octubre, sino que estalló a finales de agosto, con la confesión y suicidio del
coronel Henry.
Al día siguiente mismo, quise regresar. En mi opinion, se imponía la revisión del caso,
la inocencia de Dreyfus iba a ser inmediatamente reconocida. Por lo demás, y dado que
siempre me había limitado a pedir la revision, mi papel debía terminar forzosamente no
bien se reuniera el Tribunal Supremo, y estaba dispuesto a eclipsarme. En cuanto a mi
proceso, no era ya a mis ojos sino una pura formalidad, ya que la prueba presentada por
los generales De Pellieux, Gonse y De Boisdeffre, a tenor de la cual me había condenado
el jurado, era un documento falso cuyo autor acababa de refugiarse en la muerte. Así
pues, me disponía a regresar cuando mis amigos de Paris, mis consejeros, todos los que
se habían mantenido en la brecha, me escribieron cartas llenas de inquietud. La situación
seguía siendo grave. Lejos de resolverse, la revision parecía aún incierta. Monsieur
Brisson, el jefe del gabinete, se topaba con obstáculos que resurgían sin cesar; traicionado
por todos, no disponía siquiera de un simple comisario de policía. De tal modo que mi
regreso, en medio de encendidas polémicas, aparecía como un pretexto para nuevas
violencias, un peligro para la causa, un trastorno más para el Ministerio en su ya ardua
labor. Deseoso de no complicar la situación, tuve que inclinarme y consentí en esperar un
poco más.
Cuando se reunió por fin la Sala de lo Criminal, decidí volver. [...] Pero me llegaron
nuevas cartas suplicándome que esperara, que no precipitara las cosas. [...] Y me incline
una vez más; y me quedé a11í, sometido al tormento de mi soledad y de mi silencio.
Cuando la Sala de lo Criminal, admitiendo la petición de revisión, decidió abrir una
amplia investigación, quise regresar. En esa ocasión, lo confieso, me sentía
completamente descorazonado, comprendía que la investigación se prolongaría durante
largos meses, y presentía la angustia continua en que me haría vivir. [...] Todas las
acusaciones que había formulado en mi «Carta al presidente de la República» se veían
confirmadas. Mi misión se había cumplido, no tenía más que regresar a mi puesto. Y
sentí un dolor enorme, una gran indignación, primero, al hallar en mis amigos la misma
resistencia a mi regreso. Seguían en plena batalla, me escribían que yo no podía juzgar la
situación como ellos, que sería un peligroso error pretender que se reiniciara mi proceso
paralelamente a la investigación del tribunal. [...]
Por eso, pasados ya once meses, todavía no he regresado. Manteniéndome al margen,
sólo he actuado, igual que el día en que me embarqué en la lucha, como un soldado de la
verdad y la justicia. Tan sólo he sido un buen ciudadano que lleva su abnegación hasta el
exilio, hasta la total desaparición, que consiente en dejar de existir a fin de lograr la
pacificación del país y de no exacerbar inútilmente las sesiones del monstruoso caso.
Debo confesar asimismo que, ante la certeza de la victoria, reservaba mi proceso como el
recurso supremo, la lamparita sagrada con que se haría de nuevo la luz si las fuerzas
malignas llegaran a apagar el sol.
[...] Con todo, aunque para mí haya concluido esta lucha, aunque de la victoria no me
interese sacar beneficio, cargo político, colocación ni honor alguno, aunque mi única ambición
es la de proseguir mi lucha en pro de la verdad con la pluma, mientras mi mano
pueda sostenerla, querría hacer constar, antes de lanzarme a otras luchas, la prudencia y
la moderación de que hice gala en la batalla. ¿Quién no recuerda los abominables
clamores con que se acogió mi «Carta al presidente de la República»? Me tacharon de
ofensor del ejército, de vendido, de apátrida. Algunos amigos míos del mundo de las
letras, consternados, aterrados, se apartaban de mí, me abandonaban, horrorizados ante
mi crimen. Se escribieron articulos que atormentaran la conciencia de los que los
firmaron. En suma, jamás un escritor brutal, demente o enfermo de orgullo había dirigido
a un jefe de Estado carta más grosera, mentirosa y criminal. Pero ¡que lean ahora mi
pobre carta! Me avergüenzo un poco, lo confieso, de su discreción, de su oportunismo,
casi diría de su cobardía. Ya que me estoy confesando, no me cuesta reconocer que
suavicé mucho las cosas, que pasé muchas otras por alto, cosas que son hoy ya conocidas
y están demostradas, cosas que me negaba a creer porque se me antojaban monstruosas y
disparatadas. Si, sospechaba ya por entonces del coronel Henry, pero carecía de pruebas,
hasta el punto que juzgué prudente no ponerlo en entredicho. Adivinaba bastantes historias,
habían llegado a mis oídos algunas reve laciones tan terribles que, dadas sus
espantosas consecuencias, no me senti autorizado a revelarlas. ¡Y resulta que ya se han
revelado, que se han convertido en la verdad banal al orden del día! Mi pobre «Carta» ha
perdido fuerza; comparada con la soberbia y feroz realidad, parece infantil, una simple
novelita rosa, la obra de un literato timido.
Repito que no siento el deseo ni la necesidad de triunfar. No obstante, he de hacer
constar que los acontecimientos, en la hora actual, han venido a confirmar todas mis
acusaciones. La investigación ha dejado patente la culpabilidad de todas las personas a
las que acusé. Lo que declaré, lo que preví, ahí está, evidente. Lo que más me enorgullece
es que mi carta carecia de violencia; era una carta fruto de la indignación, pero digna de
mí: nadie sera capaz de hallarle un insulto, una palabra de más, solo el altivo dolor de un
ciudadano que pide justicia al jefe del Estado. Tal ha sido el eterno sino de mis obras:
nunca llegué a escribir un libro, una página, sin que me colmaran de mentiras y de
insultos, pese a que, más tarde, se vieran obligados a darme la razón. [...]
El quinto acto
El texto apareció en L'Aurore el 12 de septiembre de 1899.
Yo había impugnado la sentencia de la Audiencia de Versalles y el veredicto del
Tribunal Supremo de Paris, referentes a la denuncia de los expertos, y esperé. La
justicia, por su parte, no tenía prisa, pues deseaba conocer el resultado del nuevo
proceso a Dreyfus celebrado en Rennes. El gabinete Dupuy, que cayó el 12 de junio de
1899, acababa de ser reemplazado por el gabinete Waldeck-Rousseau el 22 de junio. El
1 de julio, una noche tormentosa, Dreyfus desembarcó en Francia; el 8 de agosto se
inició el nuevo juicio y el 9 de septiembre un consejo de guerra condenó a Dreyfus por
segunda vez. Al día siguiente escribí este artículo.
Estoy aterrado. No siento ya rabia, o indignación ávida de venganza, o deseo de
denunciar el crimen, de pedir que castiguen ese crimen en nombre de la verdad y de la
justicia, sino que siento miedo, siento el terror sagrado de quien ve cómo lo imposible se
vuelve posible, cómo retroceden los ríos a sus fuentes y cómo tiembla la tierra bajo el sol.
Mi grito denuncia el desamparo de nuestra generosa y noble Francia, el terror al abismo
hacia donde se desliza.
Como decía en mi «Carta al presidente de la República» después de la escandalosa
absolución de Esterhazy, es imposible que un consejo de guerra deshaga lo que hizo otro
consejo de gue rra. Va contra la disciplina. Y la sentencia del consejo de guerra de
Rennes, con su indecision jesuítica y su falta de valor para decir sí o no, pone de
manifiesto que la justicia militar no puede ser justa porque carece de libertad y porque
niega las evidencias; prefiere condenar de nuevo a un inocente antes que dudar de la propia
infalibilidad. Ya no es un instrumento de ejecución en las manos de los superiores.
Ahora no pasaría de ser una justicia expeditiva propia de tiempos de guerra. En tiempos
de paz, esa clase de justicia debe desaparecer, pues carece de equidad, de simple lógica y
de sentido común. Se ha condenado ella misma. [...]
A Cristo lo condenaron sólo una vez. Pero ¡que se hunda todo, que caiga Francia
víctima de escisiones, que la patria incendiada se derrumbe entre los escombros, que el
mismo ejército pierda su honor, todo antes que confesar que unos compañeros se
equivocaron y que unos superiores pudieron mentir y falsificar! El ideal será crucificado
y el sable seguirá siendo rey. [...]
Voy a hablar de una vez, sin reparos, de mi temor. Siempre fue, como ya di a entender
en varias ocasiones, el temor de que la verdad, la prueba decisiva y contundente, nos
viniera de Alemania. No conviene seguir callando por más tiempo ese peligro mortal.
Irradia demasiada luz y hay que enfrentarse con valor a la posibilidad de que Alemania,
con un golpe fulminante, provoque el quinto acto. [...] Me aterra pensar que Alemania,
que tal vez sea mañana nuestra enemiga, nos abofetee con las pruebas que posee.
Vean ustedes. El consejo de guerra de 1894 condena a Dreyfus, un inocente; el consejo
de guerra de 1898 declara inocente a Esterhazy, un culpable; y nuestro enemigo conserva
las pruebas del doble error de nuestra justicia militar; y Francia se obceca tranquilamente
en este error, acepta el escalofriante peligro que la amenaza. Alemania, dicen, no puede
utilizar documentos procedentes del espionaje. Pero ¿quién sabe? [...]
Carta a la esposa de Alfred Dreyfus
Este artículo se publicó en L'Aurore el 29 de septiembre de 1899.
Lo escribí cuando el presidente Loubet hubo firmado el indulto de Alfred Dreyfus, el 19
de septiembre, y el inocente, por dos veces condenado, fue devuelto a su familia. Yo
estaba decidido a guardar silencio mientras la Audiencia de Versalles no se pronunciase
con respecto a mi caso; sólo allí hubiera hablado. Pero debido a algunas circunstancias,
no pude permanecer callado.
Señora,
[...] Dreyfus puede ya dormir tranquilo y confiado en el dulce hogar que cuida usted
con sus piadosas manos. Cuente con nosotros para la glorificación de su marido.
Nosotros, los poetas, somos los que otorgamos la gloria, y le reservaremos un papel tan
grande que ningún hombre de nuestra época dejará un recuerdo tan conmovedor. [...]
También somos nosotros, señora, los que ponemos en la picota eterna a los culpables.
Las generaciones desprecian y escarnecen a quienes condenamos. Hay nombres
criminales que, cubiertos de infamia por nosotros, pasan a ser por siempre inmundos
desechos. La justicia inmanente se reservó ese instrumento de castigo; encargó a los
poetas que legaran a la execración de los siglos a aquellos cuya maldad social y cuyos
crímenes excesivos escapan a los tribunales ordinarios.
[...] No obstante, hay que olvidar, señora, sobre todo hay que despreciar. Resulta de
gran ayuda, en la vida, mostrar desdén hacia villanías y ultrajes. A mí siempre me fue
muy útil. Hace ya cuarenta años que trabajo, que resisto gracias al desprecio que siento
por las injurias que me han valido cada una de mis obras. Y desde hace dos años, desde
que estamos combatiendo por la verdad y la justicia, la ola innoble ha crecido tanto a
nuestro alrededor que hemos salido blindados para siempre, invulnerables a las heridas.
Por lo que a mí se refiere, borré de mi vida muchas páginas inmundas, a muchos hombres
cubiertos de barro. Ya no existen, ignoro sus nombres cuando caen ante mis ojos, evito
hasta las reseñas que se publican de sus escritos. Por higiene, simplemente. Ignoro si
siguen ahí; mi desprecio les ha expulsado de mi mente en la espera de que vayan a parar a
la cloaca. [...]
Carta al Senado
Esta carta apareció en L'Aurore el 29 de mayo de 1900.
Ocho meses más habían pasado entre éste y el artículo que le precede. La Exposición
Universal había abierto sus puertas el 15 de abril de 1900; nos hallábamos, pues, en
plena tregua. Mi proceso de Versalles se veía aplazado de sesión en sesión. Cada tres
meses me citaban para que no caducara lo prescrito; y, al día siguiente, recibía otro
papel en el que me avisaban de que no hacía falta que me molestase. Igual sucedía con
mi pleito contra los tres expertos, los caballeros Belhomme, Varinard y Couard, retrasado
de mes en mes, indefinidamente. Fueron precisos quince meses, tras el indulto de
Alfred Dreyfus, para que madurara el monstruo, la ley de amnistía, la ley infame.
Señores senadores,
el día en que, con harto sentimiento, votaron la llamada ley de revocación cometieron
ustedes un primer error. [...]
Hoy, se les pide que cometan un segundo error, el último, el más torpe y peligroso. Ya
no se trata tan sólo de una ley de revocación, sino de una ley de estrangulamiento. [...]
Hace ya más de dos meses, señores senadores, que solicité que su Comisión me
escuchara porque deseaba expresarle mi protesta contra el proyecto de amnistía que nos
amenazaba. Hoy escribo esta carta para reiterar mi protesta aún con mayor energía, en
visperas del día en que van a ser convocados para discutir esa ley de amnistía que, desde
mi punto de vista, es como una negligencia de la justicia y, desde el punto de vista de
nuestro honor nacional, como una mancha imborrable. [...]
Afirmé que la amnistía se hacía contra nosotros, contra los defensores del derecho, para
salvar a los auténticos criminales, cerrándonos la boca con una clemencia hipócrita a
injuriosa, pasando por el mismo rasero a gente honrada y a sinvergüenzas, equívoco
supremo que terminará por pudrir la conciencia nacional. [...]
Los pensamientos cobardes nacen de las mentes más firmes, hay demasiados cadáveres,
se excava un agujero para enterrarlos aprisa crevendo que, como nadie los verá, ya no se
hablará de ello, y a riesgo de que su descomposición atraviese la delgada capa de tierra
que les cubre y no tarde en hacer que reviente de peste el país entero.
Buena idea, ¿no? Todos estamos de acuerdo en que el mal, cuando sube de las ocultas
profundidades del cuerpo social y sale a plena luz del día, es espantoso. Sólo discrepamos
acerca de cómo debe curarse. Ustedes, hombres que llevan el timón, ustedes entierran,
dan la impresión de creer que to que no se ve, ya no existe; en cambio, nosotros, simples
ciudadanos, querríamos limpiar enseguida, quemar los elementos podridos, acabar de una
vez con los fermentos de destrucción para que todo el cuerpo recobre la salud y la fuerza.
Y el mañana dirá quién tenía razón.
La historia es muy sencilla, señores senadores, pero no está de más resumirla aquí.
A1 principio, en el caso Dreyfus, no se dio más que un problema de justicia, el error
judicial que algunos ciudadanos, sin duda de corazón más tierno y más justo que otros,
quisieron reparar. A primera vista, no vi otra cosa. Y a medida que se desarrollaba ese
monstruoso episodio, a medida que aumentaban las responsabilidades, que éstas
alcanzaban a superiores militares, a funcionarios, a hombres del poder, el problema no
tardó en adueñarse de todo el cuerpo politico, transformando la célebre causa en una
terrible crisis general durante la cual parecía que tuviera que decidirse la suerte de la
misma Francia. Así, poco a poco, dos partidos se vieron enfrentados: de un lado, toda la
reacción, todos los adversarios de la República verdadera, la que deberíamos tener, todas
las mentalidades que, quizá sin saberlo, están a favor de la autoridad bajo sus diversas
formas: religiosa, militar, política; del otro, la libre acción hacia el futuro, todos los
cerebros liberados por la ciencia, todos los que buscan la verdad, la justicia, y que creen
en el progreso continuo, cuyas conquistas algún día acabarán por proporcionarnos la
mayor felicidad posible. A partir de ese momento, la lucha fue despiadada.
El caso Dreyfus, que era un asunto judicial, y que siempre debió serlo, se convirtió en
un asunto politico. Ése fue el veneno. Brindó la ocasión de que saltara bruscamente a la
superficie la oscura labor de emponzoñamiento y descomposición a que se entregaban los
adversarios de la República desde hacía treinta años para minar el régimen. Hoy nadie
pone en duda que Francia, la última de las grandes naciones católicas poderosas, fue
elegida por el catolicismo, o mejor dicho, por el papismo, para restaurar el desfalleciente
poder de Roma; de ese modo, se produjo una callada invasión, y los jesuitas, por no
mencionar otros instrumentos religiosos, se apoderaron de la juventud con incomparable
habilidad; tan hábilmente que, una mañana, Francia, la Francia de Voltaire, que a pesar
de todo aún no ha vuelto a los curas, despertó cle rical en manos de una Administración,
de una Magistratura, de un gran ejército que recibe de Roma sus consignas. Cayeron de
golpe las ilusorias apariencias, comprendimos que de República solo teníamos el nombre,
percibimos que estábamos pisando un terreno totalmente minado, y que cien años de
conquistas democráticas iban a desmoronarse.
[...] ¿Cómo procesar al general Mercier, mentiroso y falsario, cuando todos los
generales se solidarizan con él? ¿Cómo denunciar ante los tribunales a los auténticos
culpables cuando se sabe que hay magistrados que los absolverán? ¿Cómo gobernar, en
fin, con honestidad cuando ni un solo funcionario ejecutará honestamente las órdenes? En
tales circunstancias, el poder ne cesitaría un héroe, un gran hombre de Estado resuelto a
salvar a su país, siquiera mediante la acción revolucionaria. [...] El antisemitismo no ha
sido más que la explotación grosera de odios ancestrales, con ánimo de despertar las
pasiones religiosas en un pueblo de no creyentes que no acudían ya a la iglesia. El
nacionalismo no ha sido sino la explotación igualmente grosera del noble amor a la
patria, táctica de abominable política que llevará derecho al país a la guerra civil el día en
que hayan convencido a la mitad de los franceses de que la otra mitad los traiciona y los
vende al extranjero, por el mero hecho de pensar de manera distinta. Así han podido formarse
ciertas mayorías, que han profesado que lo cierto era lo falso, lo justo lo injusto,
que no han querido atenerse a razones, condenando a un hombre por ser judío,
persiguiendo con gritos de muerte a los supuestos traidores, cuyo único afán era
salvaguardar el honor de Francia en medio del desmoronamiento de la razón na cional.
A partir de ese momento, no bien pudo creerse que el propio país se pasaba a la reacción,
en su arrebato de enfermiza locura, se fue al garete la parva bravura de las Cámaras
y del Gobierno. Enfrentarse a las posibles mayorías, ¡valiente idea! El sufragio universal,
que parece tan justo, tan lógico, tiene el horrendo defecto de que todo elegido del pueblo
pasa a ser el candidato del mañana, esclavo del pueblo en su ávido afán de ser reelegido;
de tal suerte que, cuando el pueblo enloquece, en uno de esos ataques que hemos
presenciado, el elegido se halla a merced de ese loco, opina como él, si no es capaz de
pensar y de actuar como un hombre libre. Y ése es el doloroso espectáculo al que asistimos
desde hace tres años: un Parlamento que no sabe utilizar su mandato por temor a
perderlo, un Gobierno que, tras permitir que Francia caiga en manos de los reaccionarios,
de los envenenadores públicos, teme a cada instante que lo derriben y hace las peores
concesiones a los enemigos del regimen que representa por el mero afán de mandar unos
días más.
[...] Esta ley de amnistía que aprobáis para ellos, para salvar a sus superiores del
presidio, claman que os la arrancamos nosotros. Son ustedes unos traidores, los ministros
son unos traidores, el presidente de la República es un traidor. Y cuando hayan votado
ustedes la ley, habrán actuado como traidores y para salvar a traidores. [...]
Ante tan grave peligro, sólo podia hacerse una cosa, aceptar la lucha contra todas las
fuerzas del pasado coaligadas, rehacer la Administración, rehacer la Magistratura, rehacer
el alto mando, por cuanto todo eso se hallaba inmerso en la podredumbre clerical.
Iluminar al país con actos, decir toda la verdad, impartir toda la justicia. [...]
Una de las cosas que me causan sorpresa, señores senadores, es que se nos acuse de
querer reabrir el caso Dreyfus. No lo entiendo. Hubo un caso Dreyfus, un inocente
torturado por verdugos que no ignoraban su inocencia, y ese caso, gracias a nosotros, ha
concluido, con respecto a la propia víctima, a quien los verdugos se han visto obligados a
devolver a su familia. El mundo entero conoce hoy la verdad, nuestros peores adversarios
no la ignoran, la confiesan a puerta cerrada. Llegado el momento, la rehabilitación sera
una mera fórmula jurídica, y Dreyfus apenas nos necesita, porque está libre y porque
tiene a su alrededor, para ayudarle, a la admirable y valerosa familia que nunca dudó de
su honor ni de su liberación.
¿Por qué, entonces, íbamos a querer reabrir el caso Dreyfus? Amen de que eso no
tendría ningún sentido, tampoco beneficiaría a nadie. Lo que nosotros queremos es que el
caso Dreyfus concluya con el único desenlace que puede devolver la fuerza y la
tranquilidad al país, y éste es que los culpables reciban su castigo, no para alborozarnos
de ello, sino para que el pueblo sepa por fin la verdad y que la justicia traiga la paz, lo
único verdadero y sólido. [...]
Nadie ignora que los numerosos documentos facilitados por Esterhazy al agregado
militar alemán, Schwartzkoppen, están en el Ministerio de la Guerra, en Berlin. [...] Pues
bien, admito que pueda estallar una guerra mañana entre Francia y Alemania, y henos
aquí ante la espantosa amenaza: antes mismo de que se dispare un tiro de fusil, antes de
que se libre una batalla, Alemania publicará en un folleto el expediente Esterhazy; y yo
digo que la batalla estará perdida, que habremos sido derrotados ante el mundo entero sin
haber podido siquiera defendernos. [...]
He contestado al presidente de su Comisión que yo disponía de un nuevo dato, que si
bien no tenía la verdad, sabía perfectamente dónde encontrarla, y que me limitaba a
pedirle al presidente del Consejo que invitara al ministro de Justicia a que aconsejara a su
vez al presidente de la Sala de to Criminal, en Versalles, que no detuviera a la comisión
rogatoria cuando yo le pidiera que mandara interrogar a Monsieur Schwartzkoppen. Así
concluiría el caso Dreyfus y Francia se salvaría de la más terrible de las catástrofes. [...]
No cometeré, señores senadores, ni por un instante, la ingenuidad de creer que esta
carta les impresionará, ya que les considero firmes partidarios de votar la ley de amnistía.
Es fácil prever su voto, porque sera el fruto de su prolongada debilidad a impotencia. Se
imaginan que no pueden obrar de otro modo porque no tienen el valor de obrar de otro
modo.
Escribo esta carta simplemente por el gran honor que supone haberla escrito. Cumplo
con mi deber y dudo de que ustedes cumplan con el suyo. La ley de revocación fue un
crimen jurídico, la ley de amnistía sera una traición cívica, sera abandonar la República
en manos de sus peores enemigos.
Vótenla, no tardarán en recibir su castigo. Con el tiempo, será su vergüenza.
Carta a Monsieur Loubet, presidente de la República
Esta carta apareció en L'Aurore el 22 de diciembre de 1900.
Siete meses más transcurrieron entre éste y el artículo que le precede. La Exposición
Universal cerró sus puertas el 12 de noviembre, y convenía terminar de una vez,
estrangular definitivamente la verdad y la justicia. Y así fue. Ya no se celebraría mi
juicio de Versalles, me privaron de mi derecho absoluto a apelar contra una condena en
rebeldía. Brutalmente, suprimieron la verdad que yo hubiera podido conseguir, la
justicia que les hubiese exigido. Asimismo, aún corren sueltos los tres expertos, los
caballeros Belhomme, Varinard y Couard, con los treinta mil francos en el bolsillo;
habrá que volver a empezar desde el inicio ante la justicia civil. Lo hago constar, eso es
todo, y no me quejo, pues de todos modos mi obra está hecha.
Para refrescar las memorias, quiero añadir que aún hoy, en febrero de 1901, sigo
suspendido de mi grado de oficial de la Orden de la Legion de Honor.
Señor presidente,
[...] si las Cámaras votaron, y con gran pesar, la ley de amnistia, se supone que fue para
asegurar la salvación del país. Después de haberse metido en ese atolladero, su Gobierno
se ha visto obligado a elegir el camino de la defensa republicana, pues ha visto su solidez.
El caso Dreyfus sirvió para demostrar qué peligros amenazaban a la República bajo el
doble complot del clericalismo y del militarismo, que actuaban en nombre de todas las
fuerzas reaccionarias del pasado. Por lo tanto, el plan politico del gabinete es muy
sencillo: deshacerse del caso Dreyfus sofocándolo, dando a entender a la mayoría que, si
no obedece dócilmente, no obtendrá las reformas prometidas. Todo eso estaría muy bien,
si, para salvar a la nación de la ponzoña clerical y militar, no la hubieran arrojado a esa
otra ponzoña del embuste y de la iniquidad en que agoniza desde hace tres años.
[...] Asi pues, ¿acaba la justicia absoluta donde comienza el interés de un partido? ¡Ah,
qué grato es ser un solitario, no pertenecer a ninguna secta, no depender más que de la
propia conciencia, y qué fácil es seguir nuestro propio camino, no amando más que la
verdad, deseándola, aunque tiemble la tierra y haga caer el cielo!
Hay una expresión, señor presidente, que me enoja cada vez que me tropiezo con ella:
ese tópico que consiste en decir que el caso Dreyfus ha hecho mucho daño a Francia. Lo
he encontrado en todas las bocas, bajo todas las plumas, amigos míos acostumbran a
decirlo y quizás hasta yo lo haya dicho. Sin embargo, no conozco expresión más falsa.
[...] El bien inmenso que le ha hecho a Francia el caso Dreyfus, ¿no radica precisamente
en haber sido una cosa pútrida, el grano que brota en la piel y revela la porqueria interna?
No está de más recordar aque lla época en que la gente se encogía de hombros ante el
peligro clerical, cuando se consideraba elegante burlarse de Homais, volteriano ridículo y
trasnochado. Todas las fuerzas reaccionarias habían recorrido el subsuelo de nuestro gran
París minando la República, calculando que se apoderarían de la ciudad y de Francia el
día en que se derrumbaran las actuales instituciones. Y el caso Dreyfus lo desenmascara
todo antes de que se cierre el cerco estrangulador, por fin los republicanos se dan cuenta
de que, como no pongan orden, les van a confiscar la República. Todo el movimiento de
defensa republicana nace de ahí y, si Francia logra salvarse del extenso complot de la
reacción, lo deberá al caso Dreyfus.
Pero hay que concretar un poco, señor presidente. Sólo le escribo para poner punto final
a este caso, y me parece oportuno volver a sacar a colación las acusaciones que presenté
ante Monsieur Félix Faure, para dejar bien sentado, definitivamente, que eran justas,
moderadas, insuficientes incluso, y que la ley promulgada por su Gobierno amnistía en
mi caso a un inocente.
Acusé al teniente coronel Du Paty de Clam de «haber sido el diabólico artifice del error
judicial, quiero creer que por inconsciencia, y de haber defendido posteriormente su
nefasta obra, a lo largo de tres años, mediante las más descabelladas y delictivas
maquinaciones». Discreta y cortés acusación, ¿no es cierto?, para quien ha leido el
terrible informe del capitán Cuignet, quien llegó a acusar a Du Paty de Clam de falsedad.
Acusé al general Mercier de «haberse hecho cómplice, cuando menos por debilidad de
carácter, de una de las mayores iniquidades del siglo». Ahora haré una honorable
rectificación y retiraré lo de la debilidad de carácter. Pero, así como al general Mercier no
se le puede aplicar la disculpa por esa debilidad, es totalmente responsable de los actos
que le imputa el Tribunal Supremo y que el Código califica de criminales.
Acusé al general Billot de «haber tenido en sus manos las pruebas evidentes de la
inocencia de Dreyfus y de haber echado tierra sobre el asunto, de ser culpable de ese
delito de lesa humanidad y de lesa justicia con fines políticos y para salvar al Estado
Mayor, que se veía comprometido en el caso». Todos los documentos que se conocen
hasta el momento dejan claro que el general Billot estaba forzosamente al corriente de las
criminales maniobras de sus subordinados; y yo añado que el expediente secreto de mi
padre fue entregado a un periódico inmundo por orden suya.
Acusé al general De Boisdeffre y al general Gonse de «ser cómplices del mismo delito,
el uno sin duda por apasionamiento clerical, el otro quizá por ese corporativismo que
convierte al Ministerio de la Guerra en un lugar sacrosanto, inatacable». El general De
Boisdeffre se juzgó a sí mismo al día siguiente de ser descubierto el falsario de Henry,
cuando presentó su dimisión e hizo mutis por el foro, trágica caída en un hombre que
ascendió hasta los más altos escalafones, hasta las más altas funciones, y se hundió en la
nada. En lo tocante al general Gonse, es uno de esos personajes a quienes la amnistía
exime de las más graves responsabilidades, cuando su culpabilidad era palmaria.
Acusé al general De Pellieux y al comandante Ravary de «haber realizado una
investigación perversa, esto es, una investigación monstruosamente parcial que nos
depara, con el informe del segundo, un imperecedero monumento de cándida audacia». A
poco que releamos la instrucción del Tribunal Supremo, descubriremos en ella la
colusión establecida, probada, por los documentos y por los testimonios más
abrumadores. La instrucción del caso Esterhazy fue una impudente farsa judicial.
Acusé a los tres expertos en escritura, los caballeros Belhomme, Varinard y Couard, de
«haber redactado informes mendaces y fraudulentos, a menos que una revisión médica
declare que estos señores padecen una enfermedad de la vista o mental». Tales eran mis
palabras a la vista de la extraordinaria afirmación de esos tres expertos, según los cuales
el escrito no era de Esterhazy, error que, a mi entender, no hubiera cometido ni un niño
de diez años. Sabemos ya que el propio Esterhazy reconoce haber escrito ese documento.
Y el presidente Ballot-Beaupré ha declarado solemnemente en su informe que, para él, no
había duda posible.
Acusé a los servicios del Ministerio de la Guerra de «haber promovido en la prensa,
particularmente en L'Éclair y en L'Écho de Paris, una abominable campaña a fin de
desorientar a la opinión pública y encubrir sus propios errores». No insistiré aquí, porque
considero que esto ha quedado claramente demostrado por todo lo que ha salido a relucir
desde entonces y por lo que los culpables se han visto obligados a confesar.
Acusé, por último, al primer consejo de gue rra de «haber violado el derecho al
condenar a un acusado basándose en una prueba que permaneció secreta», y acusé al
segundo consejo de guerra de «haber ocultado esa ilegalidad, por decreto, cometiendo a
su vez el delito jurídico de absolver conscientemente a un culpable». En lo que al primer
consejo de guerra respecta, la confección de la prueba secreta ha sido claramente
determinada por la instrucción del Tribunal Supremo, a incluso en el juicio de Rennes. En
lo que respecta al segundo, la instrucción ha demostrado asimismo la colusión, la continua
intervención del general De Pellieux y la evidente presión con la que se obtuvo la
absolución conforme al deseo de las instancias superiores.
Como ve usted, señor presidente, todas y cada una de mis acusaciones han quedado plenamente
confirmadas por los delitos y crímenes descubiertos, y reitero que tales
acusaciones se nos antojan hoy muy pálidas y modestas ante el espantoso cúmulo de
abominaciones cometidas. [...]
Ha concluido, señor presidente, al menos por el momento, ese primer periodo del caso,
cerrado sin remedio por la amnistía.
Nos han prometido, como indemnización, la justicia de la Historia. Se parece un poco
al paraíso católico, que sirve para que los miserables cándidos que se mueren de hambre
en esta Tierra no se impacienten. Sufrid, hermanos, comed vuestro pan seco, acostaos en
la dura piedra mientras los afortunados de este mundo duermen sobre plumas y se
alimentan de exquisiteces. Dejad también que los malvados ocupen los altos cargos
mientras a vosotros, los justos, os empujan hacia el arroyo. Dicen también que, cuando
todos hayamos muerto, las estatuas serán para nosotros. Por mí, de acuerdo; pero espero
que la revancha de la Historia sea más seria que las delicias del paraíso. No obstante, me
hubiera gustado ver un poco de justicia en este mundo. [...]
Nos han prometido la Historia, y también yo le remito a ella, señor presidente. La
Historia contará lo que usted ha hecho, tendrá usted también su página. Acuérdese de
aquel pobre Félix Faure, aquel curtidor deificado, tan popular en sus comienzos, que
llegó a impresionarme con su aire de bonachón democrático; ahora sera para siempre el
hombre injusto y débil que permitió el martirio de un inocente. Reflexione, y dígame si
no preferiría ser usted, en el mármol, el hombre de la verdad y de la justicia. Quizás aún
esté a tiempo.
Yo sólo soy un poeta, un narrador solitario que cumple su tarea en un rincón, entregado
en cuerpo y alma a su actividad. He comprendido que un buen ciudadano ha de limitarse
a aportar a su país el trabajo que realiza con menos torpeza; por eso me encierro yo entre
mis libros. Y ahora me enfrasco de nuevo en ellos, pues la misión que yo mismo me
encomendé ha tocado ya a su fin. Desempeñé siempre mi papel con la maxima
honestidad, y ahora regreso definitivamente al silencio.
Únicamente debo añadir que mis oídos permanecerán alerta y mis ojos muy abiertos.
Me parezco un poco a la hermana Ana, dia y noche me preocupa que pueda verse algo en
el horizonte, incluso confieso que tengo la esperanza tenaz de que no tardaré en ver llegar
mucha verdad, mucha justicia, de los campos lejanos donde crece el futuro.
Sigo esperando.
Acepte, señor presidente, mi más profundo respeto.
FIN

ROBERTO ARLT AGUAFUERTES PORTEÑAS YO NO TENGO LA CULPA

     ROBERTO ARLT        AGUAFUERTES PORTEÑAS     YO NO TENGO LA CULPA   Yo siempre que me ocupo de cartas de lectores, suelo admitir que se...