sábado, 20 de diciembre de 2014

20 DE DICIEMBRE DE 1892 MUERE EDUARDA MANSILLA

20 DE DICIEMBRE DE 1892 MUERE
EDUARDA MANSILLA
 
En un encuentro internacional dedicado a destacar la relevancia del papel de la mujer en el proceso de emancipación americano resulta absolutamente pertinente dedicarle un espacio a la figura de la escritora argentina Eduarda Mansilla (1834-1892), interesada en desarticular en su obra las dicotomías derivadas de la antinomia civilización y barbarie (con la contraposición expeditiva de los pares unitario / federal, blanco / gaucho-indio-negro, europeo—estadounidense / latinoamericano, ciudad / campo, y hombre / mujer) y capaz de proponer en su escritura la atención a nuevos «sujetos nacionales» signados por el desplazamiento y el contacto de culturas (cautivas, viajeros, inmigrantes [Lojo 2007a]), con el consiguiente y alto precio que debió pagar por su osadía como escritora. De ahí el título de la presente ponencia, que asimismo alude a Una mujer de fin de siglo (1998), novela donde la también argentina María Rosa Lojo —sin duda una de las estudiosas que mejor ha sabido reivindicarla1— ficcionaliza su biografía.
Nos encontramos así ante una autora perteneciente a la «generación del 80» argentina, en la que jugó, como ya veremos, un papel pionero, pero que ha debido esperar a los últimos años del siglo xx, con la eclosión de los estudios de género y de la «nueva novela histórica», para ser reconocida en su labor creadora. Así, su relectura se inscribe en la exploración realizada por numerosas escritoras contemporáneas del papel jugado por las mujeres2 (esposas y amantes de próceres, pioneras, cautivas, espías, guerrilleras, gobernadoras, cortesanas, actrices o escritoras) en el proceso de fundación nacional3, definida certeramente por Elsa Drucaroff al aludir a su propia obra con las siguientes palabras:

Yo no estaba escribiendo para rescatar una memoria perdida de las mujeres, estaba escribiendo para construir una «memoria utópica». No se puede hacer hablar a quien ya no habló; se puede bucear en documentos buscando algún susurro de la memoria perdida, algún indicio, y darlo a conocer. (Drucaroff 2009: 3)

Una vida excepcional

Conozcamos un poco más de la extraordinaria biografía de Eduarda Mansilla, sobrina de Juan Manuel de Rosas por parte de madre, que disfrutó de una infancia privilegiada cuando su tío se encontraba en el poder y a la que su hermano Lucio Victorio Mansilla describe en sus Memorias como niña «monísima, inteligente, lista, donosa» (Mansilla 1954: 26), sin miedo a los cuentos de aparecidos y especialmente dotada para las letras, la música y los idiomas.
Casada a los 21 años con el diplomático Manuel Rafael García Aguirre, de linaje unitario y, por tanto, contrario a la facción federal liderada por su tío, Eduarda vivirá la época adulta en un mundo marcado por los ideales unitarios de civilización y progreso —que ella se encargará de desmontar— y formando parte, de acuerdo con su linaje, del bando de los perdedores. Acompañará a su marido, con quien tendrá seis hijos, por diferentes destinos de Europa y Estados Unidos, convirtiéndose, como bien la define Bonnie Frederick, en una «nómada cultural»: «Lucio es un viajero, un hombre que deja su casa atrás en Buenos Aires. Eduarda es una nómada, lleva su casa consigo» (Frederick 1994: 249).
Así, aunque solo conoció aquellos sitios permitidos en la época a una señora de buena posición, casada y católica, esta situación de permanente desplazamiento le otorgó un cosmopolitismo espiritual que sin duda influyó en su tarea literaria, marcada por su papel como mediadora cultural o, si se prefiere y de nuevo en palabras de Lojo, como «traductora rebelde» (Lojo 2007b), tan atenta a los países que iba conociendo como al recuerdo del pasado federal de su familia y a la reivindicación de su identidad criolla.
Un episodio marcó decisivamente su vida: el año 1879, fecha del estreno de Casa de muñecas, Mansilla decide, como Nora Helmer, la protagonista de la obra ibseniana, dejar a sus pequeños con la hija mayor, ya casada, y viajar sola a la Argentina con la excusa de visitar a su madre, pero con el secreto deseo de regresar a sus raíces y, sobre todo, de potenciar desde Buenos Aires su carrera literaria. Esta será una preocupación constante en su vida, como destaca el mismo Domingo Faustino Sarmiento en un artículo de El Nacional fechado en 1885:
Eduarda ha pugnado diez años por abrirse las puertas cerradas a la mujer, para entrar como cualquier cronista o repórter en el cielo reservado a los escogidos machos hasta que al fin ha obtenido un boleto de entrada, a su riesgo y peligro... (apud Sosa de Newton 1995: 83)
La autora, que editó sus dos primeras novelas bajo el obligado seudónimo de «Daniel» y que firmó muchos de sus artículos periodísticos con el sobrenombre de «Alvar», adquirió por fin el valor para reivindicarse como mujer (Bosch 1995, Torre 1996) y luchó tanto por la reedición de sus obras con su propia firma como por la traducción de las mismas a las principales lenguas de cultura. Permaneció en Buenos Aires hasta 1884 recibiendo un aluvión de críticas por su decisión, en un momento en que, como bien señala Frederick en La pluma y la aguja: las escritoras de la generación del ’80, la «literata» era considerada como una criatura presa de un vicio incontrolable, virago carente de todas las cualidades —discreción, modestia, obediencia— tradicionalmente atribuidas al género femenino (Frederick 1993; también en Arambel-Guiñazú 2001 y Batticuore 2005).
En una época que extremó el puritanismo de las costumbres y la «domesticación» femenina frente a los más liberales años de comienzos de siglo, Eduarda no podía sino fracasar. De este modo, concluyó volver al redil familiar —aunque, se separara de su marido y ambos se repartieran los hijos desde entonces—, abandonó la escritura —su última obra publicada data de 1885— y fracasó en su deseo de alcanzar el reconocimiento literario, pasando los últimos años de su vida acompañando a su hijo Daniel por diversas legaciones diplomáticas y expresando por carta a su muerte, en un gesto que nos recuerda la terrible frase sorjuanina «Yo, la peor de todas», la voluntad de que nunca se reeditara su obra.
Afortunadamente este deseo no se cumplió, lo que nos permite hoy conocer una producción tardíamente publicitada y reeditada4, aún inédita en bastantes casos y que, según su hijo Daniel, se perdió en gran parte en uno de sus viajes como consecuencia del extravío de un baúl inglés (García-Mansilla 1950: 300).
[Fotografía] Gertrudis Gómez de Avellaneda Gertrudis Gómez de Avellaneda
De este modo, hoy contamos con sus artículos periodísticos en revistas tan diversas como La Flor del Aire, El Alba, El Plata Ilustrado, La Ondina del Plata, La Gaceta Musical y El Nacional, publicaciones no exclusivamente femeninas; sus novelas El médico de San Luis (1860) y Lucía Miranda (1860), aparecidas por entregas en el diario La Tribuna, y Pablo ou la vie dans les Pampas (1869), editada por primera vez en la revista L’artiste y dada a conocer en español en La Tribuna gracias a la traducción de su hermano Lucio; sus Cuentos (1880), con los que inauguró en el Río de la Plata la narrativa infantil; su obra de teatro La Marquesa de Altamira (representada y editada en Buenos Aires en 1881); sus Recuerdos de viaje (1882), fascinante texto basado en sus dos residencias en Estados Unidos entre 1860 y 1870, en la línea de los firmados sobre sus periplos por la condesa de Merlín, Flora Tristán, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Aurelia Castillo de González o Juana Manuel Gorriti (Batticuore 1996). Por último, los relatos fantásticos que integran Creaciones (1883) y la novela corta Un amor (1885), textos donde se aprecia el quiebre emocional de la autora y que presentan personajes frecuentemente escindidos en su identidad —alma y cuerpo, dos amores, América y Europa—, marcados por la asfixia y que, en no pocos casos, desembocan en la locura como forma de escape a su sufrimiento.

A la busca de «otros sujetos nacionales»

Tras esta rápida revisión de la trayectoria literaria de Mansilla, ha llegado el momento de considerar su labor en la constitución de una visión de Argentina diferente a la canonizada por Sarmiento en Facundo o Civilización y Barbarie, dicotomía ya presente en el famoso título que la autora rechaza por maniquea5. No en vano, uno de sus grandes logros tendrá que ver, precisamente, con su sobrepujamiento del pensamiento de su, por otra parte, buen amigo unitario, lo que ha llevado a considerar Pablo… como el anti-Facundo (Lojo 1998) y a Recuerdos de viaje como la contracara del sarmientino Viajes por Africa, Europa y América (Viñas 1998).
Su postura puede vincularse a la señalada por Francine Masiello (1992: 9-10) y Kathryn Lehman (1998) para las escritoras decimonónicas, quienes destacan cómo estas autoras se ubicaron en una posición superadora de las rígidas diferencias étnicas, genéricas, de filiación política, clase o cultura imperantes en su época. Es el caso de las sufragistas anglosajonas, que unieron la lucha por el voto femenino a la demanda de la abolición de la esclavitud o, en el ámbito hispánico, de autoras como la peruana Clorinda Matto de Turner —como expuso brillantemente Eva Valero en la I edición de este Encuentro— o las argentinas Juana Manuela Gorriti y Rosa Guerra (Lojo 2005b).6

De este modo, las heroínas de Mansilla suelen ser fruto del mestizaje. Es el caso de las argentino-inglesas hijas del doctor Wilson en El médico de San Luis; de Lucía Miranda, consecuencia de la unión entre un cristiano viejo y una morisca en la novela homónima; o de Dolores en Pablo…, dotada de gran belleza gracias al legado indígena de su madre. Son, asimismo, frecuentes, los amores que superan las fronteras de clase y nacionalidad, como los del protestante Wilson por su católica esposa, el de Marangoré por la cristiana Lucía —muy bien avenida con los aborígenes a los que adoctrina— y los del gaucho unitario Pablo por la estanciera federal Dolores.

Unitarios / federales

Esta última frase demuestra fehacientemente la conculcación llevada a cabo por Mansilla de los clichés sobrevenidos de la dicotomía sarmientina. Así, sabemos que hubo gauchos unitarios —como el ya mencionado Pablo, como Pascual Benítez en la misma novela— y que en ambos bandos se alinearon personajes «bárbaros» por su conducta. Es el caso del Gobernador (unitario) y el Ñato (federal) en El médico de San Luis o del unitario Moreyra en Pablo..., personaje analfabeto tan heroico como cruel, que ordena el fusilamiento del joven Pablo tras haberlo levado indebidamente. Frente a él, su correligionario Vidal se muestra educado y humanitario, consciente de que los federales supieron tratar mejor a indios y gauchos cuando se encontraban en el poder, lo que explica que estos rechacen a los nuevos gobernantes.

Blancos / gauchos

El gaucho, carne de cañón en todas las guerras desde su aparición en el siglo xviii, es defendido enfáticamente por los hermanos Mansilla frente a sus detractores. En El médico de San Luis, Wilson denuncia su situación y defiende sus derechos frente a una justicia que siempre los castiga, en un discurso que contiene frases tan memorables como las siguientes: «Acusáis en vuestra vanidosa ignorancia al gaucho de cruel y sanguinario; acaso os creéis vosotros de otra raza, de otra especie» (El médico de San Luis: 135)7.
De hecho, el gaucho sufre tantas injusticias que, al final, debe desertar del ejército como el joven Pablo, protagonista de la novela homónima, que al principio de la trama se mostraba decididamente unitario: «Unitarios o federales, da lo mismo. Yo los odio a todos como ellos nos odian a nosotros, pobres gauchos» (Pablo…: 133). Como consecuencia de esta acción, el protagonista será finalmente fusilado junto con su amigo, el Gaucho Malo Anacleto que, a pesar de su nombre, es descrito por Mansilla como mentor del joven y verdadero maestro de sabiduría, muy cercano al viejo Vizcacha del Martín Fierro hernandiano y, sobre todo, al Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes.

Blancos / indios

Si el gaucho es claramente defendido por los Mansilla, el indio también se descubre víctima de las circunstancias. Ya en Recuerdos de viaje, Eduarda denuncia abiertamente el trato infligido a los nativos en Estados Unidos —«el fariseísmo político de los Sajones ha hecho su camino, y la gran nación va adelante con su go ahead, destruyendo, pillando, anexando»— (Recuerdos de viaje: 62), rechazando del mismo modo la esclavitud de los descendientes de africanos8 y la inexistente integración en el país de los «pieles rojas», mostrando una actitud crítica que parece apuntar a la célebre «Campaña del Desierto» emprendida por el general Roca en Argentina por esos años y encaminada a anexar para los «civilizados» un territorio pretendidadamente «vacío».
En los textos de los Mansilla, la toldería se descubre como un espacio de libertad frente a las injusticias generadas por la mal llamada civilización. En El médico de San Luis, Pascual Benítez, perseguido por la justicia, busca refugio entre los indios, señalando:
Señor, los indios no son tan malos, no roban sino por hambre y nunca matan sino por necesidad. Los que los hacen malos son los cristianos que se van entre ellos. Allí había algunos como yo, y desde el primer día me pusieron mala cara, buscándome pleito por todo. (El médico de San Luis: 103)9
Su propia hija, cautivada por un santiaguino —y no por un indio— en la toldería y después liberada por su padre, se casa voluntariamente con un cacique, del mismo modo que Mercedes, la mujer del tropero Peralta en Pablo…, decide quedarse con su nuevo esposo indio cuando el marido blanco acude a rescatarla (Pablo...: 218-219). Frente a ellas, el personaje de Dolores morirá decapitado a manos de su propia nodriza para evitar que la chica caiga en manos de una partida de «salvajes», lo que muestra la postura ambivalente mostrada por Mansilla en relación a los habitantes del desierto.
En Lucía Miranda, la imagen del aborigen se encuentra asimismo desdoblada entre el noble y aguerrido Marangoré, encarnación de los ideales románticos, y su hermano Siripó, tan horrible como perverso, pero no carente de astucia. En esta misma línea, la comunidad timbú a la que acude Lucía como intérprete y maestra no se presenta idealizada ni demonizada en ningún momento, demostrando la heroína gracias a su ahijada Anté —a la que educa y que finalmente se une en matrimonio con un hombre blanco— que es posible tolerar diferentes costumbres, pues «a la verdad, en nada se oponían a la nueva dignidad de cristiana a que Anté pertenecía» (Lucía Miranda: 341). En esta joven y en su marido se cifra la esperanza última manifiesta en la novela, pues ellos son los únicos que escapan a la masacre final con rumbo a la inmensidad de la Pampa, para conformar un posible y nuevo linaje de argentinos.

Europeos-estadounidenses / argentinos

En esta situación no resulta raro comprobar las frecuentes denuncias de la autora a la «barbarie elegante» profesada por los europeos. Así, en Pablo…., un texto escrito en francés con la intención de llegar al núcleo de la intelligentsia de su época, se compara la situación del desierto argentino con la provocada por los condottieri—o caudillos— de la Italia medieval. En alguna ocasión, el reproche se hace abierto —«Para ellos, seremos siempre unos salvajes. Es hora de que aprendan a juzgarnos de otro modo» (Traducción mía. Pablo…:192)—, así como el rechazo a unos pueblos que han pretendido imponer su idea del progreso a golpes de sable10.
En esta misma línea se encuentra su visión de Estados Unidos, en absoluto cercana a la fascinada versión del mismo ofrecida por Sarmiento, y tan aguda como irónica, lo que la lleva a denunciar el escaso gusto y savoir faire de los vecinos del norte. Así, desde su primer día denuncia la vulgaridad y grosería de los «bárbaros» cocheros, que prácticamente la raptan junto a sus hijos nada más descender del barco (Recuerdos de viaje: 27-28). Estos personajes coinciden en su escasez de modales con los millonarios —con casas donde se aglomeran las malas copias pictóricas, que ellos toman por verdaderas—, las señoritas —siempre demasiado maquilladas y ostentosas—, los niños —vestidos y educados para comportarse en todo momento como adultos— o, incluso, los dulces —que no saben a nada—. Pero lo que más molesta a Eduarda son las pragmáticas expresiones go ahead, ya mencionada en relación al exterminio de los nativos, y time is money, paradigma del teórico progreso pero muestra fehaciente para la autora de la «barbarie» yankee 

Ciudad / campo

La dicotomía civilización-barbarie se disuelve, asimismo, con la defensa realizada del campo por Mansilla en detrimento de la ciudad (Lojo 2002). Este hecho explica la postura del doctor Wilson en El médico de San Luis, que abandona los «encantos» europeos por una vida placentera y tranquila en la provincia argentina, lo que hace exclamar a un compatriota amigo:
Envidio la tranquila dicha que ustedes disfrutan: quiera el cielo concederles se prolongue hasta el fin de sus días. Yo no puedo ya imitarles, estoy casado en Inglaterra, tengo allí hijos, y Dios sabe que en nuestras grandes ciudades el camino de la virtud es más áspero y difícil.
La ciudad se presenta, en contraposición y como acabamos de ver, como un «laberinto de intrigas y amaños» (El médico de San Luis: 56), un desierto mucho peor que el de la Pampa (Pablo...: 233), con un pavimento durísimo y ajeno a tierra «dulce y móvil de la llanura» (Pablo...: 232) para Micaela, la madre de Pablo, cuando esta acude sin éxito a pedir la remisión de la condena del joven y motivo por el que este trágico personaje acaba sumido en la locura.

Hombres / mujeres

Aunque la dicotomía civilización / barbarie no la presenta claramente, es claro que una extensión de la misma se encuentra reflejada en la capital oposición establecida en la época entre el hombre —racional, activo, ajeno al ámbito doméstico— y la mujer —definida por sus funciones como madre y esposa, obligatoriamente pasiva y confinada a las tareas del hogar—.
La palabra «emancipación» no traspasó las fronteras argentinas hasta 1890, lo que impidió que Mansilla y otras autoras de su época albergaran —como sí lo hicieron sus coetáneas anglosajonas— aspiraciones de intervenir en la res publica . Esto no evitó, sin embargo, que denunciaran la situación de la mujer de diversos modos, presentando en el caso de Mansilla personajes femeninos tan desamparados como conminados al fracaso de sus gestiones —es el caso de la ya mencionada Micaela, madre de Pablo— o, como Dolores, signados por la carencia espiritual debido a su ausencia de educación, lo que las convierte en verdaderas «sonámbulas» y «parias del pensamiento»12 (Lojo 1998, 1999b).
En esta situación Mansilla no puede sino defender la «liberación» femenina a través de tres principales vectores: el respeto de la madre en el hogar, el trabajo profesional remunerado para la mujer y el desarrollo de su educación. Atendamos a cada uno de estos aspectos.
La madre
Mansilla aboga por la influencia femenina ejercida en el seno del hogar, consciente de que el espacio doméstico es el único respetado para las mujeres de entonces y en consonancia con las ideas formuladas por las periodistas de la época (Masiello 1992). Conocedora del influjo que ejercieron sobre su tío, el presidente Rosas, mujeres de tanta personalidad como su abuela y su prima Manuelita, agente diplomático de primer orden durante el gobierno federal, la escritora defenderá el respeto a la figura de la madre por encima de todo, que podría convertirse en la mejor educadora si se la escuchara. Así se aprecia en el siguiente alegato del doctor Wilson —sin duda alter ego de la escritora—, que reproduzco íntegro por su interés:
En la República Argentina la mujer es generalmente muy superior al hombre, con excepción de una o dos provincias. Las mujeres tienen la rapidez de comprensión notable y sobre todo una extraordinaria facilidad para asimilar, si puede así decirse, todo lo bueno, todo lo nuevo que ven o escuchan. De aquí proviene la influencia singular de la mujer, en todas las ocasiones y circunstancias. Debiendo no obstante observarse que ésta, soberana y dueña absoluta como esposa, como amante y como hija, pierde, por una aberración inconcebible, su poder y su influencia como madre. La madre europea es el apoyo, el resorte, el eje en que descansa la familia, la sociedad. Aquí, por el contrario, la madre representa el atraso, lo estacionario, lo antiguo, que es a lo que más horror tienen las americanas; y cuanto más civilizados pretenden ser los hijos, que a su turno serán despotizados por sus mujeres y sus hijas, más en menos tienen a la vieja madre, que les habla de otros tiempos y otras costumbres. Muchas veces me ha lastimado ver a una raza inteligente y fuerte encaminarse por un sendero extraviado, que ha de llevarle a la anarquía social más completa, y reflexionando profundamente sobre un mal cada día creciente, he comprendido que el único medio de remediarlo sería robustecer la autoridad maternal como punto de partida... (El médico de San Luis 26-27)
La profesional
Ya señalé cómo la visión de Mansilla sobre las formas de vida y cultura estadounidenses se encuentra teñida de ironía. Sin embargo, este hecho no evita que la autora defienda el papel jugado en este país tanto por la madre —de nuevo vuelve al motivo de su necesaria influencia en el home— como, sobre todo, por las profesionales, lo que la llevará a comentar: «La mujer americana practica la libertad como ninguna otra en el mundo, y parece poseer una gran dosis de self-reliance» (Recuerdos de viaje: 117).13 Así, aunque criticó la desmesura de las vecinas del Norte al vestir o comer, alaba su increíble libertad, que les permite viajar solas, elegir libremente a sus parejas, ser cortejadas sin vigilancia, divorciarse sin deshonra o recibir una paga por su trabajo. Está claro que todo esto afectó profundamente a una autora que, en el momento de escribir su libro de viajes, estaba ya prácticamente separada de su marido y se veía cada vez más distante del ansiado éxito literario.
Así se aprecia en comentarios tan subversivos para el momento como los siguientes: «La familia, tal cual hoy existe habrá de pasar, a mi sentir, por grandes modificaciones, que encaminen y dirijan el espíritu de los futuros legisladores, para cortar este moderno nudo gordiano» (Recuerdos de viaje: 141). Del mismo modo, en relación a las nuevas profesionales, destaca su papel como creadoras de opinión —«Las mujeres influyen en la cosa pública por medios que llamaré psicológicos e indirectos» (Recuerdos de viaje: 120)— y se maravilla de la inusitada atención que sus congéneres masculinos les prestan.
La educadora
La educación femenina fue un objetivo clave en autoras decimonónicas tan reconocidas como Juana Manso, directora de escuelas y fundadora de múltiples centros de lectura a lo largo de su fecunda vida. En la misma línea Mansilla presenta, frente a la ignorancia denunciada en la Dolores de Pablo…, protagonistas femeninas cultas o preocupadas por la educación. Es el caso de las hijas de Wilson, orgullosas a partes iguales de su identidad criolla y de la selecta colección de libros ingleses que poseen, o de Lucía Miranda. En este último caso, se reinventa la historia de la cautiva para presentarla, desde su vida en España, alfabetizada por un sacerdote14, ejerciendo labores de maestra y traductora entre los timbúes —que terminan admirándola sin reservas— e incluso librando al pueblo nativo de supercherías al desenmascarar la farsa montada por el brujo Gachemañé, en una situación que supera indudablemente la versión de su figura realizada coetáneamente por su compatriota Rosa Guerra (Mataix 2004, Lojo 2007c).
Llega el momento de la conclusión. En ella deseo destacar, en primer lugar, el carácter pionero de la obra de Eduarda Mansilla en su defensa de los «otros», a los que sabe acercarse sin prejuicios y que convierte en nuevos «sujetos nacionales» de la literatura argentina. En segundo lugar, me gustaría subrayar la increíble energía con la que esta autora, olvidada durante más de un siglo, defendió la causa de la mujer en el mundo hispánico, figura que en la época de la Independencia gozó de significativas prebendas pero que, con el advenimiento de la opresiva moral victoriana, terminó sometida en todos los campos donde había alcanzado alguna libertad. Finalmente, destaco su acertado uso de las «tretas del débil» al defender una revolución desde el ámbito doméstico, que la llevó a ensalzar por encima de cualquier otro los roles femeninos de madre, profesional y educadora.
Su magnífico pensamiento no le evitó, sin embargo, la vergüenza pública, la pérdida de la vida familiar, el sentimiento de culpa y el fracaso de sus aspiraciones literarias, hechos que se reflejan en sus últimos textos y que demuestran, de forma preclara, el altísimo precio que hubieron de pagar nuestras primeras y esforzadas «obreras del pensamiento».

2O DE DICIEMBRE DE 1922 NACE AURORA VENTURINI

2O DE DICIEMBRE DE 1922 NACE
AURORA VENTURINI

Nació en La Plata, Buenos Aires, Argentina en 1922. Estudió Filosofía y Ciencias de la Educación en la Universidad Nacional de La Plata. Fue asesora en el Instituto de Psicología y Reeducación del Menor, donde conoció a Eva Perón, de quien fue amiga íntima y con quien trabajó.
En 1948 recibió de manos de Jorge Luis Borges el Premio Iniciación, por El solitario. Formó parte de las Ediciones del Bosque de La Plata.
Se exilió en París tras la Revolución Libertadora, donde estudió Psicología y residió veinticinco años. En París vivió en compañía de Violette Leduc y trabó amistad con Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Albert Camus, Eugène Ionesco y Juliette Gréco.
Estuvo casada con el historiador Fermín Chávez y ya de regreso a Argentina fue profesora de filosofía en el Escuela Normal Antonio Mentruyt de Banfield.
Ha traducido y escrito trabajos críticos sobre poetas como Isidore Ducasse, Conde de Lautréamont, François Villon y Arthur Rimbaud, traducciones por las cuales recibió la condecoración de la Cruz de Hierro otorgada por el gobierno francés.
Es autora de numerosas obras literarias tales como Peregrino del aliento, El ángel del espejo, Panorama de afuera con gorriones, Poesía gauchipolítica federal o Venid amada alma pero el reconocimiento le ha llegado tardíamente gracias a los galardones Premio de Nueva Novela Página/12 y el II Premio Otras Voces, Otros Ámbitos, por su libro Las primas.
De ella dijo Vicente Aleixandre: “Aurora Venturini carece de estúpida cordura”.

BIBLIOGRAFÍA
Versos al recuerdo (1942)
El anticuario (1948)
Adiós desde la muerte (1948)
El solitario (1951)
Peregrino del aliento (1953)
Lamentación mayor (1955)
El ángel del espejo (1959)
Laúd (1959)
La trova (1962)
Panorama de afuera con gorriones (1962)
La pica de la Susona; leyenda andaluza (1963)
François Villon, raíx de iracunida; vida y pasión del juglar de Francia (1963)
Carta a Zoraida; relatos para las tías viejas (1964)
Pogrom del cabecita negra (1969)
Jovita la osa (1974)
La Plata mon amour (1974)
Antologia personal, 1940-1976 (1981)
Zingarella (1988)
Las Marías de Los Toldos (1991
Nosotros, los Caserta (1992)
Estos locos bajitos por los senderos de su educación (1994)
Poesía gauchipolítica federal (1994)
Hadas, brujas y señoritas (1997)
45 poemas paleoperonistas (1997)
Evita, mester de amor (1997), en colaboración con Fermín Chávez.
Me moriré en París, con aguacero (1998)
Lieder (1999)
Alma y Sebastián (2001)
Venid amada alma (2001)
Racconto (2004)
John W. Cooke (2005)
Bruna Maura-Maura Bruna (2006)
Las primas (2008)

PREMIOS
Premio Iniciación (1948)
Premio de Nueva Novela Página/12 (2007)
II Premio Otras Voces, Otros Ámbitos (2010)


viernes, 19 de diciembre de 2014

ODETTE ALONSO
Antesala del miedo

Supe de la neblina
y salí al mundo.
El miedo era un planeta extraño
verte venir desde la acera opuesta
toda tu luz burlando el mediodía.
Yo que apuré el asfalto
todo el viento del mundo reteniéndome.
De qué sirve el amor
qué extraña esencia nutre su llegada
para que se convierta en una espera
en una melodía.
Calle para mis pasos
y el mar que desemboca a la vuelta de tus ojos
como el deseo de ser mar
encrucijada.
Qué luz viene de ti que me enceguece.
No puedo darte la felicidad sino su anverso.
Voy a decir amor trazo de sombra y no te marches.
El miedo es un planeta absurdo y cierto.
SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ
HOMBRES NECIOS QUE ACUSÁIS...
(Redondillas)

Hombres necios que acusáis
a la mujer sin razón,
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpáis:

si con ansia sin igual
solicitáis su desdén,
¿por qué queréis que obren bien
si la incitáis al mal?

Cambatís su resistencia
y luego, con gravedad,
decís que fue liviandad
lo que hizo la diligencia.

Parecer quiere el denuedo
de vuestro parecer loco
el niño que pone el coco
y luego le tiene miedo.

Queréis, con presunción necia,
hallar a la que buscáis,
para pretendida, Thais,
y en la posesión, Lucrecia.

¿Qué humor puede ser más raro
que el que, falto de consejo,
él mismo empaña el espejo,
y siente que no esté claro?

Con el favor y desdén
tenéis condición igual,
quejándoos, si os tratan mal,
burlándoos, si os quieren bien.

Siempre tan necios andáis
que, con desigual nivel,
a una culpáis por crüel
y a otra por fácil culpáis.

¿Pues como ha de estar templada
la que vuestro amor pretende,
si la que es ingrata, ofende,
y la que es fácil, enfada?

Mas, entre el enfado y pena
que vuestro gusto refiere,
bien haya la que no os quiere
y quejaos en hora buena.

Dan vuestras amantes penas
a sus libertades alas,
y después de hacerlas malas
las queréis hallar muy buenas.

¿Cuál mayor culpa ha tenido
en una pasión errada:
la que cae de rogada,
o el que ruega de caído?

¿O cuál es más de culpar,
aunque cualquiera mal haga:
la que peca por la paga,
o el que paga por pecar?

Pues ¿para qué os espantáis
de la culpa que tenéis?
Queredlas cual las hacéis
o hacedlas cual las buscáis.

Dejad de solicitar,
y después, con más razón,
acusaréis la afición
de la que os fuere a rogar.

Bien con muchas armas fundo
que lidia vuestra arrogancia,
pues en promesa e instancia
juntáis diablo, carne y mundo.

miércoles, 17 de diciembre de 2014

OLIVERIO GIRONDO

SIESTA

Un zumbido de moscas anestesia la aldea.
El sol unta con fósforo el frente de las casas,
y en el cauce reseco de las calles que sueñan
deambula un blanco espectro vestido de caballo.

Penden de los balcones racimos de glicinas
que agravan el aliento sepulcral de los patios
al insinuar la duda de que acaso estén muertos
los hombres y los niños que duermen en el suelo.

La bondad soñolienta que trasudan las cosas
se expresa en las pupilas de un burro que trabaja
y en las ubres de madre de las cabras que pasan
con un son de cencerros que, al diluirse en la tarde,
no se sabe si aún suena o ya es sólo un recuerdo...
¡Es tan real el paisaje que parece fingido!


Andalucía, 1923.


MARQUES DE SADE
El Fingimiento Feliz

Hay muchísimas mujeres que piensan que con tal no llegar hasta el fin con un
amante, pueden al menos permitirse, sin ofender a su esposo, un cierto comercio
de galantería, y a menudo esta forma de ver las cosas tiene consecuencias más
peligrosas que si su caída hubiera sido completa. Lo que le ocurrió a la marquesa
de Guissac, mujer de elevada posición de Nimes, en el Languedoc, es una prueba
evidente de lo que aquí proponemos como máxima.
Alocada, aturdida, alegre, rebosante de ingenio y de simpatía, la señora de Guissac
creyó que ciertas cartas galantes, escritas y recibidas por ella y por el barón
Aumelach, no tendrían consecuencia alguna, siempre que no fueran conocidas y
que si, por desgracia, llegaban a ser descubiertas, pudiendo probar su inocencia a
su marido, no perdería en modo alguno su favor. Se equivocó... El señor de
Guissac, desmedidamente celoso, sospecha el intercambio, interroga a una
doncella, se apodera de una carta, al principio no encuentra en ella nada que
justifique sus temores, pero si mucho más de lo que necesita para alimentar sus
sospechas, coge una pistola y un vaso de limonada le irrumpe como un poseso en
la habitación de su mujer...
- Señora, he sido traicionado -le ruge enfurecido-; leed este billete: él me lo aclara,
ya no hay tiempo para juzgar, os concedo la elección de vuestra muerte.
La marquesa se defiende, jura a su marido que está ,equivocado, que puede ser, es
verdad, culpable de una imprudencia, pero que no lo es, sin lugar a duda, de
crimen alguno.
- ¡Ya no me convenceréis, pérfida! -le contesta el marido furibundo-, ¡ya no me
convenceréis! Elegid rápidamente o al instante esta arma os privará de la luz del
día.
La desdichada señora de Guissac, aterrorizada, se decide por el veneno; toma la
copa y lo bebe.
- ¡Deteneos! le dice su esposo cuando ya ha bebido parte-, no pereceréis sola;
odiado por vos, traicionado por vos, ¿qué querríais que hiciera yo en el mundo?
-y tras decir esto bebe lo que queda en el cáliz.
- ¡Oh, señor! -exclama la señora de Guissac-. En terrible trance en que nos habéis
colocado a ambos, no me neguéis un confesor ni tampoco el poder abrazar por
última vez a mi padre y a mi madre.
Envían a buscar enseguida a las personas que esta desdichada mujer reclama, se
arroja a los brazos de los que le dieron la vida y de nuevo protesta que no es
culpable de nada. Pero, ¿qué reproches se le pueden hacer a un marido que se cree
traicionado y que castiga a su mujer de tal forma que él mismo se sacrifica? Sólo
queda la desesperación y el llanto brota de todos por igual.
Mientras tanto llega el confesor...
- En este atroz instante de mi vida -dice la marquesa- deseo, para consuelo de mis
padres y para el honor de mi memoria hacer una confesión pública y empieza a
acusarse en voz alta de todo aquello que su conciencia le reprocha desde que nació.
El marido, que está atento y que no oye citar al barón de Aumelach, convencido de
que en semejante ocasión su mujer no se atrevería a fingir, se levanta rebosante
de alegría.
¡Oh, mis queridos padres! -exclama abrazando al mismo tiempo a su suegro y a su
suegra-, consolaos y que vuestra hija me perdone el miedo que la he hecho pasar,
tantas preocupaciones me produjo que es lícito que le devuelva unas cuantas. No
hubo nunca ningún veneno en lo que hemos tomado, que esté tranquila;
calmémonos todos y que por lo menos aprenda que una mujer verdaderamente
honrada no sólo no debe cometer el mal, sino que tampoco debe levantar
sospechas de que lo comete.
La marquesa tuvo que hacer esfuerzos sobrehumanos para recobrarse de su
estado; se había sentido envenenada hasta tal punto que el vuelo de su
imaginación le había ya hecho padecer todas las angustias de muerte semejante.
Se pone en pie temblorosa, abraza a su marido; la alegría reemplaza al dolor y la
joven esposa bien escarmentada por esta terrible escena, promete que en el futuro
sabrá evitar hasta la más pequeña apariencia de infidelidad. Mantuvo su palabra y
vivió más de treinta años con su marido sin que éste tuviera nunca que hacerle el
más mínimo reproche.
MARGUERITE YOURCENAR
Cuento azul*
* Inédito hasta 1993

Los mercaderes procedentes de Europa estaban sentados en el
puente, de cara a la mar azul, en la sombra color índigo de las
velas remendadas de retazos grises. El sol cambiaba constantemente
de lugar entre los cordajes y, con el balanceo del barco,
parecía estar saltando como una pelota que rebotara por encima
de una red de mallas muy abiertas. El navío tenía que virar
continuamente para evitar los escollos; el piloto, atento a la maniobra,
se acariciaba el mentón azulado.
Al crepúsculo, los mercaderes desembarcaron en una orilla
embaldosada de mármol blanco; vetas azuladas surcaban la superficie
de las grandes losas que antaño fueran revestimiento de
templos. La sombra que cada uno de los mercaderes arrastraba
tras de sí por la calzada, al caminar en el sentido del ocaso, era
más alargada, más estrecha y no tan oscura como en pleno mediodía;
su tonalidad, de un azul muy pálido, recordaba a la de
las ojeras que se extienden por debajo de los párpados de una
enferma. En las blancas cúpulas de las mezquitas espejeaban
inscripciones azules, cual tatuajes en un seno delicado; de vez
en cuando, una turquesa se desprendía por su propio peso del
artesonado y caía con un ruido sordo sobre las alfombras de un
azul muelle y descolorido.
Se levantó la luna y emprendió una danza errática, como
un espíritu endiablado, entre las tumbas cónicas del cementerio.
El cielo era azul, semejante a la cola de escamas de una sirena,
y el mercader griego encontraba en las montañas desnudas
que bordeaban el horizonte un parecido con las grupas azules y
rasas de los centauros.
Todas las estrellas concentraban su fulgor en el interior del
palacio de las mujeres. Los mercaderes penetraron en el patio 26
de honor para resguardarse del viento y del mar, pero las mujeres,
asustadas, se negaban a recibirlos y ellos se desollaron en
vano las manos a fuerza de llamar a las puertas de acero, relucientes
como la hoja de un sable.
Tan intenso era el frío, que el mercader holandés perdió los
cinco dedos de su pie izquierdo; al mercader italiano le amputó
los dedos de la mano derecha una tortuga que él había tomado,
en la oscuridad, por un simple cabujón de lapislázuli. Por fin,
un negrazo salió del palacio llorando y les explicó que, noche
tras noche, las damas rechazaban su amor por no tener la piel
suficientemente oscura. El mercader griego supo congraciarse
con el negro merced al regalo de un talismán hecho de sangre
seca y de tierra de cementerio, así es que el nubio los introdujo
en una gran sala color ultramar y recomendó a las mujeres que
no hablaran demasiado alto para que no despertaran los camellos
en su establo y no se alterasen las serpientes que chupan la
leche del claro de luna.
Los mercaderes abrieron sus cofres ante los ojos ávidos de
las esclavas, en medio de olorosos humos azules, pero ninguna
de las damas respondió a sus preguntas y las princesas no aceptaron
sus regalos. En una sala revestida de dorados, una china
ataviada con un traje anaranjado los tachó de impostores, pues
las sortijas que le ofrecían se volvían invisibles al contacto de su
piel amarilla. Ninguno advirtió la presencia de una mujer vestida
de negro, sentada en el fondo de un corredor, y como le pisaran
sin darse cuenta los pliegues de su falda, ella los maldijo invocando
al cielo azul en la lengua de los tártaros, invocando al
sol en la lengua turca, e invocando a la arena en la lengua del
desierto. En una sala tapizada de telas de araña, los mercaderes
no obtuvieron respuesta de otra mujer, vestida de gris, que sin
cesar se palpaba para estar segura de que existía; en la siguiente
sala, color grana, los mercaderes huyeron a la vista de una mujer
vestida de rojo que se desangraba por una ancha herida
abierta en el pecho, aunque ella parecía no darse cuenta, ya que
su vestido no estaba ni siquiera manchado.27
Pudieron al cabo refugiarse en el ala donde estaban las cocinas
y allí deliberaron acerca del mejor medio para llegar hasta
la caverna de los zafiros. Constantemente los molestaba el trajín
de los aguadores, y un perro sarnoso fue a lamer el muñón
azul del mercader italiano, el que había perdido los dedos. Al
fin, vieron aparecer por la escalera de la bodega a una joven esclava
que llevaba hielo granizado en un ataifor de cristal turbio;
lo depositó sin mirar dónde, sobre una columna de aire, para
dejarse las manos libres y poder saludar, levantándolas hasta la
frente, donde llevaba tatuada la estrella de los magos. Sus cabellos
azul-negros fluían desde las sienes hasta los hombros; sus
ojos claros miraban el mundo a través de dos lágrimas; y su
boca no era sino una herida azul. Su vestido color lavanda, de
fina tela desteñida por hartos lavados, estaba desgarrado en las
rodillas, pues la joven tenía por costumbre prosternarse para
rezar y lo hacía constantemente.
Poco importaba que no comprendiera la lengua de los
mercaderes, pues era sordomuda; así, se limitó a asentir gravemente
con la cabeza cuando ellos inquirieron cómo ir hasta el
tesoro mostrándole en un espejo sus ojos color de gema y señalando
luego la huella de sus pasos en el polvo del corredor. El
mercader griego le ofreció sus talismanes: la niña los rechazó
como lo hubiera hecho una mujer dichosa, pero con la sonrisa
amarga de una mujer desesperada; el mercader holandés le tendió
un saco lleno de joyas, pero ella hizo una reverencia desplegando
con las manos el pobre vestido todo roto, y no les fue
posible adivinar si es que se juzgaba demasiado indigente o demasiado
rica para tales esplendores.
Luego, con una brizna de hierba levantó el picaporte de la
puerta y se encontraron en un patio redondo como el interior
de un pozal, lleno hasta los bordes de la fría luz matinal. La joven
se sirvió de su dedo meñique para abrir la segunda puerta
que daba a la llanura y, uno tras otro, se encaminaron hacia el
interior de la isla por un camino bordeado de matas de aloe.
Las sombras de los mercaderes iban pegadas a sus talones, cual 28
siete víboras pequeñas y negras, en tanto que la muchacha estaba
desprovista de toda sombra, lo que les dio que pensar si no
sería un fantasma.
Las colinas, azules a distancia, se volvían negras, pardas o
grises a medida que se aproximaban; sin embargo, el mercader
de la Turena no perdía el valor y para darse ánimos cantaba
canciones de su tierra francesa. El mercader castellano recibió
por dos veces la picadura de un escorpión y sus piernas se hincharon
hasta las rodillas y cobraron un color de berenjena madura,
pero no parecía sentir dolor alguno e incluso caminaba
con un paso más seguro y más solemne que los otros, como si
estuviera sostenido por dos gruesos pilares de basalto azul. El
mercader irlandés lloraba viendo cómo gotas de sangre pálida
perlaban los talones de la muchacha, que andaba descalza sobre
cascos de porcelana y de vidrios rotos.
Cuando llegaron al sitio, tuvieron que arrastrarse de rodillas
para entrar a la caverna, que no abría al mundo más que
una boca angosta y agrietada. La gruta era, sin embargo, más
espaciosa de lo que hubiera podido esperarse y, así que sus ojos
hubieron hecho buenas migas con las tinieblas, descubrieron
por doquier fragmentos de cielo entre las fisuras de la roca. Un
lago muy puro ocupaba el centro del subterráneo, y cuando el
mercader italiano lanzó una guija para calcular la profundidad,
no se la oyó caer, pero se formaron pompas en la superficie,
como si una sirena bruscamente despertada hubiera expelido
todo el aire que llenaba sus pulmones. El mercader griego empapó
sus manos ávidas en aquella agua y las sacó teñidas hasta
las muñecas, como si se tratara de la tina hirviendo de un tintorero;
mas no logró apoderarse de los zafiros que bogaban, cual
flotillas de nautilos, por aquellas aguas más densas que las de
los mares. Entonces, la joven deshizo sus largas trenzas y sumergió
los cabellos en el lago: los zafiros se prendieron en ellos
como en las mallas sedosas de una oscura red. Llamó primero
al mercader holandés, que se metió las piedras preciosas en las
calzas; luego, al mercader francés, que se llenó el chapeo de za-29
firos; el mercader griego atiborró un odre que llevaba al hombro,
en tanto que el mercader castellano, arrancándose los sudados
guantes de cuero, los llenó y se los puso colgados al
cuello, de tal suerte que parecía llevar dos manos cortadas.
Cuando le llegó el turno al mercader irlandés, ya no quedaban
zafiros en el lago; la joven esclava se quitó un colgante de abalorios
que llevaba y por señas le ordenó que se lo pusiera sobre
el corazón.
Salieron arrastrándose de la caverna y la muchacha pidió
al mercader irlandés que la ayudara a rodar una gruesa piedra
para cerrar la entrada. Luego, colocó un precinto confeccionado
con un poco de arcilla y una hebra de sus cabellos.
El camino se les hizo más largo que a la ida por la mañana.
El mercader castellano, que empezaba a sufrir a causa de sus
piernas emponzoñadas, se tambaleaba y blasfemaba invocando
el nombre de la madre de Dios. El mercader holandés, que estaba
hambriento, trató de arrancar las azules brevas maduras de
una higuera, pero un enjambre de abejas ocultas en la espesura
almibarada le picaron profundamente en la garganta y en las
manos.
Llegados al pie de las murallas, el grupo dio un rodeo para
evitar a los centinelas y se dirigieron sin hacer ruido hacia el
puerto de los pescadores de sirenas, que estaba siempre desierto,
pues hacía largo tiempo que no se pescaban ya sirenas en
aquel país. La barca flotaba blandamente en el agua, amarrada
al dedo de un pie de bronce, único resto de una estatua colosal
erigida antaño en honor a un dios del que ya nadie recordaba el
nombre. En el muelle, la esclava sordomuda hizo intención de
despedirse de los hombres, saludándoles con las manos puestas
en el corazón; entonces, el mercader griego la tomó por las mu-
ñecas y la arrastró hasta el barco, movido por el propósito de
venderla al príncipe veneciano del Negroponto, de quien se sabía
que le gustaban las mujeres heridas o afectadas de alguna
invalidez. La doncella se dejó llevar sin oponer resistencia y sus
lágrimas, al caer sobre las maderas del puente, se transforma-30
ban en bellas aguamarinas, así es que sus verdugos se las ingeniaron
para darle motivos que la hicieran llorar.
La dejaron desnuda y la ataron al palo mayor; su cuerpo
era tan blanco que servía de fanal al barco en aquella noche
clara navegando entre las islas. Cuando hubieron terminado su
partida de palillos, los mercaderes bajaron a la cabina para
echarse a dormir. Hacia el alba, el holandés subió al puente
aguijoneado por el deseo y se acercó a la prisionera, dispuesto a
violentarla. Mas he aquí que la niña había desaparecido: las ligaduras
colgaban, vacías, del tronco negro del mástil, como un
cinturón demasiado ancho, y en el lugar donde se habían posado
sus pies suaves y delgados no quedaba otra cosa que un
montoncito de hierbas aromáticas que exhalaban un humillo
azul.
En los días que siguieron reinó una calma chicha, y los rayos
del sol, que caían a plomo sobre la lisa superficie color de
algas, producían un chirrido de hierro candente sumergido en
agua fría. Las piernas gangrenadas del mercader castellano se
habían puesto azules como las montañas que se columbraban
en el horizonte y purulentos regueros se deslizaban desde las
tablas del puente hasta el mar. Cuando el sufrimiento se hizo
intolerable, el hombre sacó del cinturón una ancha daga triangular
y se cercenó a la altura de los muslos las dos piernas envenenadas.
Murió agotado al despuntar la aurora, después de haber
legado sus zafiros al mercader suizo, que era su enemigo
mortal.
Al cabo de una semana recalaron en Esmirna y el mercader
de Turena, que siempre había temido al mar, optó por desembarcar,
con intención de continuar su viaje a lomos de una buena
mula. Un banquero armenio le cambió los zafiros por diez
mil monedas con la efigie del Preste Juan. Eran piezas perfectamente
redondas y el francés cargó alegremente con ellas hasta
trece mulos; pero, así que llegó a Angers, tras siete años de viaje,
se encontró con la sorpresa de que las monedas del monarcapreste
no tenían curso en su país.
En Ragusa, el mercader holandés trocó sus zafiros por una
jarra de cerveza servida en el mismo muelle, pero tuvo que escupir
aquel insulso líquido aventado que no tenía el mismo gusto
que la cerveza de las tabernas de Ámsterdam. El mercader italiano
desembarcó en Venecia con el propósito de hacerse proclamar
Dogo, mas pereció asesinado al día siguiente de sus nupcias
con la laguna. En cuanto al mercader griego, se le ocurrió
atar los zafiros a un cabo largo y suspenderlos en el costado de
la barca, esperando que el contacto con las olas fuera benéfico
para su hermoso color azul. Al mojarse, las gemas se volvieron
líquidas y apenas si añadieron al tesoro del mar unas pocas gotas
de agua transparente. El hombre se consoló pescando peces
y asándolos al rescoldo de la ceniza.
Un atardecer, al cabo de veintisiete días de navegación, el
barco fue atacado por un corsario. El mercader de Basilea se
tragó sus zafiros para sustraerlos a la avaricia de los piratas y
murió de atroces dolores de entrañas. El griego se echó al mar
y fue recogido por un delfín, que lo condujo hasta Tinos. El irlandés,
molido a golpes, fue dejado por muerto en la barca, entre
los cadáveres y los sacos vacíos; nadie se tomó la molestia de
quitarle el colgante de falsas piedras azules, que no tenía ningún
valor. Treinta días más tarde, la barca a la deriva entró por sí
misma en el puerto de Dublín y el irlandés echó pie a tierra para
mendigar un pedazo de pan.
Estaba lloviendo. Los tejados oblicuos de las casas bajas
sugerían grandes espejos destinados a captar los espectros de la
luz muerta. La calzada desigual se encharcaba más y más; el cielo,
de un parduzco sucio, parecía tan cenagoso que ni los ángeles
se hubieran atrevido a salir de la casa de Dios; las calles estaban
desiertas; el puesto de un mercero ambulante, que vendía calcetines
de lana cruda y cordones para los zapatos, se veía abandonado
al borde de una acera debajo de un paraguas abierto. Los reyes
y los obispos esculpidos en el pórtico de la catedral no hacían
nada para impedir que cayera la lluvia sobre sus coronas o sus
mitras, y la Magdalena recibía el agua en sus senos desnudos.32
El mercader, todo desalentado, fue a sentarse bajo el pórtico
junto a una joven mendiga, tan pobre que su cuerpo, azulenco
de frío, se veía a través de los desgarrones de su vestido gris. Sus
rodillas se entrechocaban ligeramente; sus dedos cubiertos de
sabañones apretaban un mendrugo de pan. El mercader le pidió
por el amor de Dios que se lo diera, y ella se lo tendió en el acto.
El mercader hubiera querido regalarle el colgante de abalorios
azules, puesto que no tenía ninguna otra cosa que ofrecer; mas
en vano buscó en sus bolsillos, alrededor de su cuello, entre las
cuentas de su rosario. No hallándolo, se echó a llorar desconsolado:
no poseía ya nada que pudiera recordarle el color del cielo
y la tonalidad del mar en donde había estado a punto de perecer.
Suspiró profundamente y, como el crepúsculo y la fría niebla
se espesaban en derredor, la muchachita se apretujó contra
él para darle calor. El hombre le hizo preguntas acerca del país
y ella le contestó en el tosco dialecto del pueblo que dejara antaño,
siendo aún muy chico. Entonces, apartó los cabellos desgreñados
que cubrían el rostro de la mendiga, pero tan sucio
estaba que la lluvia iba trazando en él regueritos blancos, y el
mercader descubrió horrorizado que la niña era ciega y que una
siniestra nube velaba el ojo izquierdo. No dejó por ello, sin embargo,
de posar su cabeza en aquellas rodillas mal cubiertas de
harapos y se durmió sosegado: el ojo derecho, que había visto
privado de mirada, era milagrosamente azul.

JORGE LUIS BORGES
El jardín de los senderos que se bifurcan


A Victoria Ocampo

En la página 22 de la Historia de la Guerra Europea, de Liddell Hart, se lee que una ofensiva de trece divisiones británicas (apoyadas por mil cuatrocientas piezas de artillería) contra la línea SerreMontauban había sido planeada para el veinticuatro de julio de 1916 y debió postergarse hasta la mañana del día veintinueve. Las lluvias torrenciales (anota el capitán Liddell Hart) provocaron esa demora -nada significativa, por cierto-. La siguiente declaración, dictada, releída y firmada por el doctor Yu Tsun, antiguo catedrático de inglés en la Hochschule de Tsingtao, arroja una insospechada luz sobre el caso. Faltan las dos páginas iniciales.
«... y colgué el tubo. Inmediatamente después, reconocí la voz que había contestado en alemán. Era la del capitán Richard Madden. Madden, en el departamento de Viktor Runeberg, quería decir el fin de nuestros afanes y -pero eso parecía muy secundario, o debía parecérmelo- también de nuestras vidas. Quería decir que Runeberg había sido arrestado o asesinado.16 Antes que declinara el sol de ese día, yo correría la misma suerte. Madden era implacable. Mejor dicho, estaba obligado a ser implacable. Irlandés a las órdenes de Inglaterra, hombre acusado de tibieza y tal vez de traición ¿cómo no iba a abrazar y agradecer este milagroso favor: el descubrimiento, la captura, quizá la, muerte, de dos agentes del Imperio alemán? Subí a mi cuarto; absurdamente cerré la puerta con llave y me tiré de espaldas en la estrecha cama de hierro. En la ventana estaban los tejados de siempre y el sol nublado de las seis. Me pareció increíble que ese día sin premoniciones ni símbolos fuera el de mi muerte implacable. A pesar de mi padre muerto, a pesar de haber sido un niño en un simétrico jardín de Ha¡ Feng ¿yo, ahora, iba a morir? Después reflexioné que todas las cosas le suceden a uno precisamente, precisamente ahora. Siglos de siglos y sólo en el presente ocurren los hechos; innumerables hombres en el aire, en la tierra y el mar, y todo lo que realmente pasa me pasa a mí... El casi intolerable recuerdo del rostro acaballado de Madden abolió esas divagaciones. En mitad de mi odio y de mi terror (ahora no me importa hablar de terror: ahora que he burlado a Richard Madden, ahora que mi garganta anhela la cuerda) Pênsé que ese guerrero tumultuoso y sin duda feliz no sospechaba que yo poseía el Secreto. El nombre del preciso lugar del nuevo parque de artillería británico sobre el Ancre. Un pájaro rayó el cielo gris y ciegamente lo traduje en un aeroplano y a ese aeroplano en muchos (en el cielo francés) aniquilando el parque de artillería con bombas verticales. Si mi boca, antes que la deshiciera un balazo, pudiera gritar ese nombre de modo que lo oyeran en Alemania... Mi voz humana era muy pobre. ¿Cómo hacerla llegar al oído del Jefe? Al oído de aquel hombre enfermo y odioso, que no sabía de Runeberg y de mí sino que estábamos en Staffordshire y que en vano esperaba noticias nuestras en su árida oficina de Berlín, examinando infinitamente periódicos... Dije en voz alta: «Debo huir». Me incorporé sin ruido, en una inútil perfección de silencio, como si Madden ya estuviera acechándome.
Algo -tal vez la mera ostentación de probar que mis recursos eran nulos- me hizo revisar mis bolsillos. Encontré lo que sabía que iba a encontrar: el reloj norteamericano, la cadena de níquel y la moneda cuadrangular, el llavero con las comprometedoras llaves inútiles del departamento de Runeberg, la libreta, una carta que resolví destruir inmediatamente (y que no destruí), una corona, dos chelines y unos Pêniques, el lápiz rojo-azul, el pañuelo, el revólver con una bala. Absurdamente lo empuñé y sopesé para darme valor. Vagamente Pênsé que un pistoletazo puede oírse muy lejos. En diez minutos mi plan estaba maduro. La guía telefónica me dio el nombre de la única persona capaz de transmitir la noticia: vivía en un suburbio de Fenton, a menos de media hora de tren.
»Soy un hombre cobarde. Ahora lo digo, ahora que he llevado a término un plan que nadie no calificará de arriesgado. Yo sé que fue terrible su ejecución. No lo hice por Alemania, no. Nada me importa un país bárbaro, que me ha obligado a la abyección de ser un espía. Además, yo sé de un hombre de Inglaterra -un hombre modesto- que para mí no es menos que Goethe. Arriba de una hora no hablé con él, pero durante una hora fue Goethe... Lo hice, porque yo sentía que el jefe temía un poco a los de mi raza -a los innumerables antepasados que confluyen en mí-. Yo quería probarle que un amarillo podía salvar a sus ejércitos. Además, yo debía huir del capitán. Sus manos y su voz podían golpear en cualquier momento a mi puerta. Me vestí sin ruido, me dije adiós en el espejo, bajé, escudriñé la calle tranquila y salí. La estación no distaba mucho de casa, pero juzgué preferible tomar un coche. Argüí que así corría menos peligro de ser reconocido; el hecho es que en la calle desierta me sentía visible y vulnerable, infinitamente. Recuerdo que le dije al cochero que se detuviera un poco antes de la entrada central. Bajé con lentitud voluntaria y casi Pênosa; iba a la aldea de Ashgrove, pero saqué un pasaje para una estación más lejana. El tren salía dentro de muy pocos minutos, a las ocho y cincuenta. Me apresuré; el próximo saldría a las nueve y media. No había casi nadie en el andén. Recorrí los coches: recuerdo unos labradores, una enlutada, un joven que leía con fervor los Anales de Tácito, un soldado herido y feliz. Los coches arrancaron al fin. Un hombre que reconocí corrió en vano hasta el límite del andén. Era el capitán Richard Madden. Aniquilado, trémulo, me encogí en la otra punta del sillón, lejos del temido cristal.
»De esta aniquilación pasé a una felicidad casi abyecta. Me dije que ya estaba empeñado mi duelo y que yo había ganado el primer asalto, al burlar, siquiera por cuarenta minutos, siquiera por un favor del azar, el ataque de mi adversario. Argüí que esa victoria mínima prefiguraba la victoria total. Argüí que no era mínima, ya que sin esa diferencia preciosa que el horario de trenes me deparaba, yo estaría en la cárcel, o muerto. Argüí (no menos sofísticamente) que mi felicidad cobarde probaba que yo era hombre capaz de llevar a buen término la aventura. De esa debilidad saqué fuerzas que no me abandonaron. Preveo que el hombre se resignará cada día a empresas más atroces; pronto no habrá sino guerreros y bandoleros; les doy este consejo: "El ejecutor de una empresa atroz debe imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un porvenir que sea irrevocable como el pasado". Así procedí yo, mientras mis ojos de hombre ya muerto registraban la fluencia de aquel día que era tal vez el último, y la difusión de la noche. El tren corría con dulzura, entre fresnos. Se detuvo, casi en medio del campo.
Nadie gritó el nombre de la estación. "¿Ashgrove?", les pregunté a unos chicos en el andén. "Ashgrove", contestaron. Bajé. »Una lámpara ilustraba el andén, pero las caras de los niños quedaban en la zona de sombra. Uno me interrogó: "¿Usted va a. casa del doctor Stephen Albert?" Sin aguardar contestación, otro dijo: "La casa queda lejos de aquí, pero usted no se perderá si toma ese camino a la izquierda y en cada encrucijada del camino dobla a la izquierda. Les arrojé una moneda (la última), bajé unos escalones de piedra y entré en el solitario camino. Éste, lentamente, bajaba. Era de tierra elemental, arriba se confundían las ramas, la luna baja y circular parecía acompañarme.
»Por un instante, Pênsé que Richard Madden había Pênetrado de algún modo mi desesperado propósito. Muy pronto comprendí que eso era imposible. El consejo de siempre doblar a la izquierda me recordó que tal era el procedimiento común para descubrir el patio central de ciertos laberintos. Algo entiendo de laberintos; no en vano soy bisnieto de aquel Ts'ui Pên, que fue gobernador de Yunnan y que renunció al poder temporal para escribir una novela que fuera todavía más populosa que el Hung Lu Meng y para edificar un laberinto en el que se perdieran todos los hombres. Trece años dedicó a esas heterogéneas fatigas, pero la mano de un forastero lo asesinó y su novela era insensata y nadie encontró el laberinto. Bajo los árboles ingleses medité en ese laberinto perdido: lo imaginé inviolado y perfecto en la cumbre secreta de una montaña, lo imaginé borrado por arrozales o debajo del agua, lo imaginé infinito, no ya de quioscos ochavados y de sendas que vuelven, sino de ríos y provincias y reinos... Pensé en un laberinto de laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de algún modo los astros. Absorto en esas ilusorias imágenes, olvidé mi destino de perseguido. Me sentí, por un tiempo indeterminado, percibidor abstracto del mundo. El vago y vivo campo, la luna, los restos de la tarde, obraron en mí; asimismo el declive que eliminaba cualquier posibilidad de cansancio. La tarde era íntima, infinita. El camino bajaba y se bifurcaba, entre las ya confusas praderas. Una música aguda y como silábica se aproximaba y se alejaba en el vaivén del viento, empañada de hojas y de distancia. Pênsé que un hombre puede ser enemigo de otros hombres, de otros momentos de otros hombres, pero no de un país; no de luciérnagas, palabras, jardines, cursos de agua, ponientes. Llegué, así, a un alto portón herrumbrado. Entre las rejas descifré una alameda y una especie de pabellón. Comprendí, de pronto, dos cosas, la primera trivial, la segunda casi increíble: la música venía del pabellón, la música era china. Por eso, yo la había aceptado con plenitud, sin prestarle atención. No recuerdo si había una campana o un timbre o si llamé golpeando las manos. El chisporroteo de la música prosiguió.
»Pero del fondo de la íntima casa un farol se acercaba: un farol que rayaban y a ratos anulaban los troncos, un farol de papel, que tenía la forma de los tambores y el color de la luna. Lo traía un hombre alto. No vi su rostro, porque me cegaba la luz. Abrió el portón y dijo lentamente en mi idioma:
»-Veo que el piadoso Hsi Pêng se empeña en corregir mi soledad. ¿Usted sin duda querrá ver el jardín?
Reconocí el nombre de uno de nuestros cónsules y repetí desconcertado:
»-¿El jardín?
»-El jardín de senderos que se bifurcan.
»Algo se agitó en mi recuerdo y pronuncié con incomprensible seguridad:
»-El jardín de mi antepasado Ts'ui Pén.
»-¿Su antepasado? ¿Su ilustre antepasado? Adelante.
»El húmedo sendero zigzagueaba como los de mi infancia. Llegamos a una biblioteca de libros orientales y occidentales. Reconocí, encuadernados en seda amarilla, algunos tomos manuscritos de la Enciclopedia Perdida que dirigió el Tercer Emperador de la Dinastía Luminosa y que no se dio nunca a la imprenta. El disco del gramófono giraba junto a un fénix de bronce. Recuerdo también un jarrón de la familia rosa y otro, anterior de muchos siglos, de ese color azul que nuestros artífices copiaron de los alfareros de Persia...
» Stephen Albert me observaba, sonriente. Era (ya lo dije) muy alto, de rasgos afilados, de ojos grises y barba gris. Algo de sacerdote había en él y también de marino; después me refirió que había sido misionero en Tientsin "antes de aspirar a sinólogo".
»Nos sentamos; yo en un largo y bajo diván; él de espaldas a la ventana y a un alto reloj circular. Computé que antes de una hora no llegaría mi perseguidor, Richard Madden. Mi determinación irrevocable podía esperar.
»-Asombroso destino el de Ts'ui Pên -dijo Stephen Albert-. Gobernador de su provincia natal, docto en astronomía, en astrología y en la interpretación infatigable de los libros canónicos, ajedrecista, famoso poeta y calígrafo: todo lo abandonó para componer un libro y un laberinto. Renunció a los placeres de la opresión, de la justicia, del numeroso lecho, de los banquetes y aun de la erudición, y se enclaustró durante trece años en el Pabellón de la Límpida Soledad. A su muerte, los herederos no encontraron sino manuscritos caóticos. La familia, como usted acaso no ignora, quiso adjudicarlos al fuego; pero su albacea (un monje taoísta o budista) insistió en la publicación.
»-Los de la sangre de Ts'ui Pên -repliquéseguimos execrando a ese monje. Esa publicación fue insensata. El libro es un acervo indeciso de borradores contradictorios. Lo he examinado alguna vez: en el tercer capítulo muere el héroe, en el cuarto está vivo. En cuanto a la otra empresa de Ts'ui Pên, a su Laberinto...
»-Aquí está el Laberinto -dijo indicándome un alto escritorio laqueado.
»-¡Un laberinto de marfil! -exclamé-. Un laberinto mínimo...
»-Un laberinto de símbolos -corrigió-. Un invisible laberinto de tiempo. A mí, bárbaro inglés, me ha sido deparado revelar ese misterio diáfano. Al cabo de más de cien años, los pormenores son irrecuperables, pero no es difícil conjeturar lo que sucedió. Ts'ui Pên diría una vez: "Me retiro a escribir un libro". Y otra: "Me retiro a construir un laberinto". Todos imaginaron dos obras; nadie Pensó que libro y laberinto eran un solo objeto. El Pabellón de la Límpida Soledad se erguía en el centro de un jardín tal vez intrincado; el hecho puede haber sugerido a los hombres un laberinto físico. Ts’ui Pênmurió; nadie, en las dilatadas tierras que fueron suyas, dio con el laberinto; la confusión de la novela me sugirió que ése era el laberinto. Dos circunstancias me dieron la recta solución del problema. Una: la curiosa leyenda de que Ts’ui Pên se había propuesto un laberinto que fuera estrictamente infinito. Otra: un fragmento de una carta que descubrí.
» Albert se levantó. Me dio, por unos instantes, la espalda; abrió un cajón del áureo y renegrido escritorio. Volvió con un papel antes carmesí; ahora rosado y tenue y cuadriculado. Era justo el renombre caligráfico de Ts'ui Pên. Leí con incomprensión y fervor estas palabras que con minucioso pincel redactó un hombre de mi sangre: "Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan". Devolví en silencio la hoja. Albert prosiguió:
»-Antes de exhumar esta carta, yo me había preguntado de qué manera un libro puede ser infinito. No conjeturé otro procedimiento que el de un volumen cíclico, circular. Un volumen cuya última página fuera idéntica a la primera, con posibilidad de continuar indefinidamente. Recordé también esa noche que está en el centro de Las mil y una noches, cuando la reina Shahrazad (por una mágica distracción del copista) se pone a referir textualmente la historia de Las mil y una noches, con riesgo de llegar otra vez a la noche en que la refiere, y así hasta lo infinito. Imaginé también una obra platónica, hereditaria, transmitida de padre a hijo, en la que cada nuevo individuo agregara un capítulo o corrigiera con piadoso cuidado la página de los mayores. Esas conjeturas me distrajeron; pero ninguna parecía corresponder, siquiera de un modo remoto, a los contradictorios capítulos de Ts'ui Pên. En esa perplejidad, me remitieron de Oxford el manuscrito que usted ha examinado. Me detuve, como es natural, en la frase: "Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan". Casi en el acto comprendí; El jardín de senderos que se bifurcan era la novela caótica; la frase "varios porvenires (no a todos)" me sugirió la imagen de la bifurcación en el tiempo, no en el espacio. La relectura general de la obra confirmó esa teoría. En todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts'ui Pên, opta -simultáneamente- por todas. Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos, que también proliferan y se bifurcan. De ahí las contradicciones de la novela. Fang, digamos, tiene un secreto; un desconocido llama a su puerta; Fang resuelve matarlo. Naturalmente, hay varios desenlaces posibles: Fang puede matar al intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos pueden morir, etcétera. En la obra de Ts'ui Pên, todos los desenlaces ocurren; cada uno es el punto de partida de otras bifurcaciones. Alguna vez, los senderos de ese laberinto convergen: por ejemplo, usted llega a esta casa, pero en uno de los pasados posibles usted es mi enemigo, en otro mi amigo. Si se resigna usted a mi pronunciación incurable, leeremos unas páginas.
»Su rostro, en el vívido círculo de la lámpara, era sin duda el de un anciano, pero con algo inquebrantable y aun inmortal. Leyó con lenta precisión dos redacciones de un mismo capítulo épico. En la primera, un ejército marcha hacia una batalla a través de una montaña desierta; el horror de las piedras y de la sombra le hace menospreciar la vida y logra con facilidad la victoria; en la segunda, el mismo ejército atraviesa un palacio en el que hay una fiesta; la resplandeciente batalla les parece una continuación de la fiesta y logran la victoria. Yo oía con decente veneración esas viejas ficciones, acaso menos admirables que el hecho de que las hubiera ideado mi sangre y de que un hombre de un imperio remoto me las restituyera, en el curso de una desesperada aventura, en una isla occidental.
Recuerdo las palabras finales, repetidas en cada redacción como un mandamiento secreto: "Así combatieron los héroes, tranquilo el admirable corazón, violenta la espada, resignados a matar y a morir".
»Desde ese instante, sentí a mi alrededor y en mi oscuro cuerpo una invisible, intangible pululación. No la pululación de los divergentes, paralelos y finalmente coalescentes ejércitos, sino una agitación más inaccesible, más intima y que ellos de algún modo prefiguraban. Stephen Albert prosiguió:
»-No creo que su ilustre antepasado jugara ociosamente a las variaciones. No juzgo verosímil que sacrificara trece años a la infinita ejecución de un experimento retórico. En su país, la novela es un género subalterno; en aquel tiempo era un género despreciable. Ts’ui Pên fue un novelista genial, pero también fue un hombre de letras que sin duda no se consideró un mero novelista. El testimonio de sus contemporáneos proclamaba -y harto lo confirma su vida- sus aficiones metafísicas, místicas. La controversia filosófica usurpa buena parte de su novela. Sé que de todos los problemas, ninguno lo inquietó y lo trabajó como el abismal problema del tiempo. Ahora bien, ése es el único problema que no figura en las páginas del Jardín. Ni siquiera usa la palabra que quiere decir tiempo. ¿Cómo se explica usted esa voluntaria omisión?
»Propuse varias soluciones; todas, insuficientes. Las discutimos; al fin, Stepheri Albert me dijo:
»-En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez ¿cuál es la única palabra prohibida? »Reflexioné un momento y repuse:
»-La palabra ajedrez.
»-Precisamente -dijo Albert-, El jardín de senderos que se bifurcan es una enorme adivinanza, o parábola, cuyo tema es el tiempo; esa causa recóndita le prohíbe la mención de su nombre. Omitir siempre una palabra, recurrir a metáforas ineptas y a perífrasis evidentes, es quizá el modo más enfático de indicarla. Es el modo tortuoso que prefirió, en cada uno de los meandros de su infatigable novela, el oblicuo Ts'ui Pên. He confrontado centenares de manuscritos, he corregido los errores que la negligencia de los copistas ha introducido, he conjeturado el plan de ese caos, he restablecido, he creído restablecer el orden primordial, he traducido la obra entera: me consta que no emplea una sola vez la palabra tiempo. La explicación es obvia: El jardín de senderos que se bifurcan es una imagen incompleta, pero no falsa, del universo tal como lo concebía Ts'ui Pên. A diferencia de Newton y de Schopenhauer, su antepasado no creía en un tiempo uniforme, absoluto. Creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades. No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos. En éste, que un favorable azar me depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardín, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un error, un fantasma.
»-En todos -articulé no sin un temblor- yo agradezco y venero su recreación del jardín de Ts'ui Pên.
»-No en todos -murmuró con una sonrisa-. El tiempo se bifurca perpetuamente hacia innumerables futuros. En uno de ellos soy su enemigo.
»Volví a sentir esa pululación de que hablé. Me pareció que el húmedo jardín que rodeaba la casa estaba saturado hasta lo infinito de invisibles personas. Esas personas eran Albert y yo, secretos, atareados y multiformes en otras dimensiones de tiempo. Alcé los ojos y la tenue pesadilla se disipó. En el amarillo y negro jardín había un solo hombre; pero ese hombre era fuerte como una estatua, pero ese hombre avanzaba por el sendero y era el capitán Richard Madden.
»-El porvenir ya existe -respondí-, pero yo soy su amigo. ¿Puedo examinar de nuevo la carta?
»Albert se levantó. Alto, abrió el cajón del alto escritorio; me dio por un momento la espalda. Yo había preparado el revólver. Disparé con sumo cuidado: Albert se desplomó sin una queja, inmediatamente. Yo juro que su muerte fue instantánea: una fulminación.
» Lo demás es irreal, insignificante. Madden irrumpió, me arrestó. He sido condenado a la horca. Abominablemente he vencido: he comunicado a Berlín el secreto nombre de la ciudad que deben atacar. Ayer la bombardearon; lo leí en los mismos periódicos que propusieron a Inglaterra el enigma de que el sabio sinólogo Stephen Albert muriera asesinado por un desconocido, Yá Tsun. El jefe ha descifrado ese enigma. Sabe que mi problema era indicar (a través del estrépito de la guerra) la ciudad que se llama Albert y que no hallé otro medio que matar a una persona de ese nombre. No sabe (nadie puede saber) mi innumerable contrición y cansancio.»

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