jueves, 15 de octubre de 2020
15 DE OCTUBRE DE 1844 NACE: FRIEDRICH NIETZSCHE
La vida del filósofo fue volviéndose cada vez más retirada y amarga a medida que avanzaba en edad y se intensificaban los síntomas de su enfermedad, la sífilis. En 1882 pretendió en matrimonio a la poetisa Lou Andreas Salomé, por quien fue rechazado, tras lo cual se recluyó definitivamente en su trabajo. Si bien en la actualidad se reconoce el valor de sus textos con independencia de su atormentada biografía, durante algún tiempo la crítica atribuyó el tono corrosivo de sus escritos a la enfermedad que padecía desde joven y que terminó por ocasionarle la locura.
miércoles, 7 de octubre de 2020
7 DE OCTUBRE DE 1930 NACE EL PADRE CARLOS MUJICA
7 DE OCTUBRE DE 1930 NACE
EL PADRE
CARLOS MUJICA
domingo, 4 de octubre de 2020
4 DE OCTUBRE DE 1917 NACE: VIOLETA PARRA
4 DE OCTUBRE DE 1917 NACE:
VIOLETA PARRA
(San Carlos, Chillán, 1917 - Santiago, 1967) Cantautora y folclorista chilena. Hija de Nicanor Parra y Clara Sandoval y hermana del poeta Nicanor Parra, realizó sus primeros estudios en Lautaro y en Chillán, y en 1934 ingresó a la Escuela Normal, donde permaneció menos de un año. En 1938 se casó con Luis Cereceda, el padre de sus hijos Ángel e Isabel, que adoptarían el apellido de su madre.
Desde pequeña sintió afición por la música y el folclore chilenos; su padre, profesor de escuela primaria, fue un conocido folclorista de la región. Tras instalarse en Santiago, Violeta Parra comenzó a actuar con su hermana Hilda en el Dúo Hermanas Parra. En 1942 ganó el primer premio en un concurso de canto español organizado en el Teatro Baquedano, y a partir de entonces fue contratada con frecuencia hasta que partió a Valparaíso, donde encontró su verdadera vocación.
El constante viajar por todo el país le puso en contacto con la realidad social chilena, plagada de desigualdades económicas. Violeta Parra adoptó una postura política de militante de izquierdas que le llevó a buscar las raíces de la música popular. En 1952 recorrió los barrios más pobres de Santiago de Chile, las comunidades mineras y las explotaciones agrarias, recogiendo las canciones anónimas que después repetiría, ya en 1954, en una serie de programas radiofónicos para Radio Chilena, emisora que la proyectó al primer plano del folclore nacional. En 1954 recibió el premio Caupolicán; ese mismo año contrajo matrimonio con Luis Arce, del que nacieron Carmen Luisa y Rosa Clara. En 1953 había conocido a Pablo Neruda.
A mitad de los años cincuenta realizó un viaje por los países de la Europa socialista y de regreso, a su paso por Francia, tuvo la oportunidad de plasmar temas del folklore chileno para el catálogo del sello Le Chant Du Monde. En 1956, ya de regreso a Chile, grabó el primer álbum de la colección El folclore de Chile, serie que garantizaría la conservación de multitud de temas populares de autoría anónima. Fue designada directora del Museo de Arte Popular de la Universidad de Concepción y retomó sus actuaciones en Radio Chilena.
Pasó los primeros años de la década de 1960 en Europa, donde realizó actuaciones en diversos países. En 1964 tuvo la oportunidad de organizar una exposición individual de su obra plástica en el Museo del Louvre, la primera realizada por un artista latinoamericano. Nuevamente en Santiago, junto con su hermano Nicanor Parra y sus hijos mayores, animaron la "Peña de los Parra", un nombre de resonancias legendarias en la música popular de América Latina.
Además de una artista excepcional, Violeta Parra fue una investigadora del folclore chileno; su obra recopilada es inmensa y comprende numerosos géneros, como tonadas, parabienes o villancicos. Su labor de difusora de la expresión del pueblo campesino la volcó en composiciones musicales como Casamientos de negros (1955), Yo canto la diferencia (1961), Una chilena en París (1965), Qué dirá el Santo Padre (1965), Rin del angelito (1966), Run run se fue pal Norte (1966), Volver a los diecisiete (1966) y Gracias a la vida (1966), muchas de las cuales han sido grabadas por destacados intérpretes, desde Víctor Jara hasta Joan Baez. En Verso por despedida a Gabriela (1957) rindió homenaje a la gran poetisa chilena Gabriela Mistral.
Su creatividad la llevó también a cultivar la cerámica, la confección de tapices, la pintura y la poesía. Los dolores y las alegrías de su vida alientan los versos de A lo humano y a lo divino. Desgraciadamente, como consecuencia de una fuerte depresión, Violeta Parra acabó con su vida el 5 de febrero de 1967, momentos antes de salir a un escenario.
(San Carlos, Chillán, 1917 - Santiago, 1967) Cantautora y folclorista chilena. Hija de Nicanor Parra y Clara Sandoval y hermana del poeta Nicanor Parra, realizó sus primeros estudios en Lautaro y en Chillán, y en 1934 ingresó a la Escuela Normal, donde permaneció menos de un año. En 1938 se casó con Luis Cereceda, el padre de sus hijos Ángel e Isabel, que adoptarían el apellido de su madre.
Desde pequeña sintió afición por la música y el folclore chilenos; su padre, profesor de escuela primaria, fue un conocido folclorista de la región. Tras instalarse en Santiago, Violeta Parra comenzó a actuar con su hermana Hilda en el Dúo Hermanas Parra. En 1942 ganó el primer premio en un concurso de canto español organizado en el Teatro Baquedano, y a partir de entonces fue contratada con frecuencia hasta que partió a Valparaíso, donde encontró su verdadera vocación.
El constante viajar por todo el país le puso en contacto con la realidad social chilena, plagada de desigualdades económicas. Violeta Parra adoptó una postura política de militante de izquierdas que le llevó a buscar las raíces de la música popular. En 1952 recorrió los barrios más pobres de Santiago de Chile, las comunidades mineras y las explotaciones agrarias, recogiendo las canciones anónimas que después repetiría, ya en 1954, en una serie de programas radiofónicos para Radio Chilena, emisora que la proyectó al primer plano del folclore nacional. En 1954 recibió el premio Caupolicán; ese mismo año contrajo matrimonio con Luis Arce, del que nacieron Carmen Luisa y Rosa Clara. En 1953 había conocido a Pablo Neruda.
A mitad de los años cincuenta realizó un viaje por los países de la Europa socialista y de regreso, a su paso por Francia, tuvo la oportunidad de plasmar temas del folklore chileno para el catálogo del sello Le Chant Du Monde. En 1956, ya de regreso a Chile, grabó el primer álbum de la colección El folclore de Chile, serie que garantizaría la conservación de multitud de temas populares de autoría anónima. Fue designada directora del Museo de Arte Popular de la Universidad de Concepción y retomó sus actuaciones en Radio Chilena.
Pasó los primeros años de la década de 1960 en Europa, donde realizó actuaciones en diversos países. En 1964 tuvo la oportunidad de organizar una exposición individual de su obra plástica en el Museo del Louvre, la primera realizada por un artista latinoamericano. Nuevamente en Santiago, junto con su hermano Nicanor Parra y sus hijos mayores, animaron la "Peña de los Parra", un nombre de resonancias legendarias en la música popular de América Latina.
Además de una artista excepcional, Violeta Parra fue una investigadora del folclore chileno; su obra recopilada es inmensa y comprende numerosos géneros, como tonadas, parabienes o villancicos. Su labor de difusora de la expresión del pueblo campesino la volcó en composiciones musicales como Casamientos de negros (1955), Yo canto la diferencia (1961), Una chilena en París (1965), Qué dirá el Santo Padre (1965), Rin del angelito (1966), Run run se fue pal Norte (1966), Volver a los diecisiete (1966) y Gracias a la vida (1966), muchas de las cuales han sido grabadas por destacados intérpretes, desde Víctor Jara hasta Joan Baez. En Verso por despedida a Gabriela (1957) rindió homenaje a la gran poetisa chilena Gabriela Mistral.
Su creatividad la llevó también a cultivar la cerámica, la confección de tapices, la pintura y la poesía. Los dolores y las alegrías de su vida alientan los versos de A lo humano y a lo divino. Desgraciadamente, como consecuencia de una fuerte depresión, Violeta Parra acabó con su vida el 5 de febrero de 1967, momentos antes de salir a un escenario.
lunes, 14 de septiembre de 2020
14 DE SEPTIEMBRE DE 1321 MUERE: DANTE ALIGHIERI
14 DE SEPTIEMBRE DE 1321 MUERE:
DANTE ALIGHIERI
Dante Alighieri nació en Florencia a finales del mes de mayo de 1265. Eran tiempos de guerra. La muerte del emperador Federico II de Sicilia (1250) no sólo causó el desmembramiento de una floreciente escuela poética sino que produjo -sobre todo- un recrudecimiento en las posturas de los partidarios del poder imperial (gibelinos) y los defensores del dominio del papado (güelfos). Por causas diversas, estallaron sangrientos choques en 1248. El motivo remoto fue -al parecer- la muerte de un Buondelmonti, marido infiel de una Amidei. El 4 de septiembre de 1260 los gibelinos de Florencia y Siena, capitaneados por los Uberti y ayudados por Manfredo -hijo ilegítimo de Federico II- impusieron su poder en Monteaperti a los güelfos de Toscana. Los güelfos huyeron despavoridos de Florencia: la muerte y el saqueo fueron sistemáticos e implacables en la ciudad del Arno.
La familia de Dante permaneció en la ciudad a pesar de los peligros que acechaban a los güelfos. Y en Florencia nació el poeta, cinco años después del desastre de Monteaperti. Pero Fortuna, que siempre fue voluble, quiso que los gibelinos fueran derrotados apenas un año más tarde en Benevento: el rey Manfredo fue vencido y halló la muerte durante la batalla. Carlos de Anjou, paladín de las ambiciones papales, consiguió imponerse con un ejército de provenzales, languedocianos y franceses. Esta vez fue el río Calore el testigo del combate, el 26 de febrero de 1266. El cuerpo de Manfredo apareció dos días después y quedó sepultado bajo un alto montón de piedras que depositaron los angevinos al lado del puente de Benevento. El papa, considerando tal enterramiento como un gran honor, ordenó que lo desenterraran y lo llevaran más allá de los límites del reino con los cirios apagados, como reo de excomunión.
La persecución que llevaron a cabo los güelfos fue tan implacable como la de los gibelinos algunos años antes. Cundieron las órdenes de destierro y de privación de bienes dictadas contra los partidarios del poder imperial.
Toda esperanza de cambio quedó aniquilada dos años más tarde, cuando el ejército gibelino, mandado por los herederos de los Hohenstaufen, fue exterminado en Tagliacozzo (1268): sus jefes fueron públicamente decapitados en Nápoles, a excepción del Infante D. Enrique de Castilla, hermano y enemigo de Alfonso X, que no recuperó la libertad hasta 1294.
Las continuas humillaciones infligidas por los partidarios de las distintas tendencias a las banderías contrarias alejaban de Florencia cada vez más la paz. Dante tenía trece años y su madre ya había muerto, dejándole un recuerdo que reaparece continuamente en la Commedia, donde la imagen materna protege, cuida y alimenta al hijo.
Según Boccaccio, la infancia de nuestro poeta transcurrió con abundantes signos de la futura gloria de su ingenio: a partir de los ocho años, se dedicó al aprendizaje de las letras y de las artes liberales, destacando de forma admirable. Sin embargo, hay que advertir que la actividad cultural de Florencia no era comparable en modo alguno a la de Bolonia, Arezzo y Siena, que contaban con sendas universidades: la escasez de maestros de gramática en la ciudad de Dante parece indudable y la preparación del niño quedó lejos de ser buena, pues con dificultad conseguía leer a Boecio y Cicerón a los veinticinco años, acostumbrado como estaba al latín eclesiástico, bíblico. Por lo demás, sus estudios debieron ser los habituales de la Escuela medieval y los autores leídos fueron, sin duda, los del programa del Trivium, acompañados por los versos de los poetas vulgares más famosos: algunos trovadores provenzales y franceses, sicilianos y sículo-toscanos.
En el mes de mayo de 1274 vio por primera vez a Beatriz, hija de Folco Portinari: la niña tenía ocho años y Dante nueve. En la Vita Nuova ocupa un lugar destacado este primer encuentro y a través de este libro se puede reconstruir la actividad que desarrolló Dante entre el primer encuentro y nueve años más tarde, 1283, en que volvió a ver a Beatriz. Sin duda, continuó sus estudios en la Escuela y, posiblemente, empezó a ejercitarse en el arte de la poesía y a frecuentar la compañía de los poetas florentinos más en boga, famosi trovatori in quello tempo. También la familia preparó su matrimonio con Gemma Donati (el 9 de enero de 1277), con la que se casaría en 1285.
La Vita Nuova fue escrita quizás en 1294 o muy poco tiempo antes. Beatriz había muerto la noche del 8 de junio de 1290. Los sentimientos del poeta quedan de manifiesto en este librito, que se cierra con un enigmático episodio: un año después de la muerte de su amada, mientras estaba entregado al recuerdo, vio a una mujer joven y hermosa que parecía capaz de toda compasión. El rostro de la dama tiene el color de las perlas, como el de Beatriz, y su actitud afectuosa hace que el recuerdo de la amada se nuble ligeramente. Pero el poeta no busca una nueva pasión, sino el consuelo; poco a poco va olvidando los sufrimientos pasados, hasta el día en que la figura de Beatriz reaparece con toda su fuerza y con el mismo aspecto que tenía la primera vez que la vio: Dante se arrepiente y vuelve al triste recuerdo. Es entonces cuando el poeta, dispuesto a contemplar a la amada en la gloria, es reconfortado con una visión admirable, tan extraordinaria que el escritor decide abandonar su obra hasta el momento en que se considere capaz de hablar de Beatriz diciendo de ella cosas que no han sido dichas de ninguna mujer.
Ese sería el origen de la Commedia, aunque Dante tardaría unos quince años en cumplir su promesa. Son años intensos en la vida de Dante: el poeta tiene apenas treinta años y, literariamente, ya ha superado los movimientos más relevantes de su entorno: ha dejado atrás las imitaciones de los sicilianos, los experimentos de los sículo-toscanos (especialmente de Guittone d'Arezzo) y se ha distanciado de los stilnovisti, aunque sigue manteniendo relaciones con Guido Cavalcanti y con Cino da Pistoia.
Ciertamente, nuestro autor está descontento y contempla estos años posteriores a la muerte de Beatriz como los que más le alejaron del recto camino. Son los años de los yerros de su vida, a juzgar por los reproches que le dirige Beatriz (en Purgatorio XXX y XXXI), aunque resulta difícil saber si los errores eran morales, intelectuales o de algún otro tipo. Es un período de diez años, entre la muerte de la amada (1290) y el inicio de su visita al Infierno, situado posiblemente el 25 de marzo del año 1300.
La guerra y los enfrentamientos civiles continúan mientras tanto en Florencia. El mismo Dante debió tomar parte en el asedio de Poggio Santa Cecilia (1286-1287) y en las batallas de Campaldino y Caprona (1289). Más tarde, aparecerá inscrito como miembro del gremio de doctores y representante de su ciudad en embajadas y otras misiones diplomáticas (1295-1301).
En Pistoia se habían dividido los güelfos en dos bandos, blancos y negros, división que no tardó en llegar a Florencia. Dante, comprometido con ambos bandos, no llega a tomar partido abiertamente por ninguno de ellos. Los tiempos eran difíciles y se complicaban cada vez más con las arbitrariedades de Bonifacio VIII y con la política papal de apoyo a los grandes señores florentinos, en especial al turbulento Corso Donati, cabecilla de los güelfos negros y pariente lejano de la mujer de Dante. No tardó en estallar la guerra entre las dos banderías y Dante -ya decididamente comprometido con la política de los blancos- acude como embajador a San Gimignano en busca de apoyo. Poco después es elegido como uno de los seis priores que debían gobernar Florencia durante dos meses, breve período de tiempo que marcaría inevitablemente los veinte años de vida que le quedaban, según indica el mismo Dante en una carta desaparecida: "Todos los males y los inconvenientes míos en los infaustos comicios de mi priorato tuvieron su causa y principio". Efectivamente, fueron sólo dos meses, pero llenos de tumultos y dificultades: una reyerta callejera enfrentó a un grupo de nobles con algunos miembros del pueblo. El resultado fue el destierro de quince cabecillas de la nobleza -güelfos blancos y negros- con sus familias; entre ellos se encontraba Guido Cavalcanti, que moriría poco después (1300). Cuando los seis priores siguientes tomaron posesión de su cargo, lo primero que hicieron fue suspender la orden de destierro (quizás para permitir las exequias de Cavalcanti), lo que no significó, en absoluto, la pacificación de los ánimos en Florencia.
En todo caso, Dante continuó desempeñando papeles políticos de cierto relieve, cada vez más comprometidos con los güelfos blancos frente a las pretensiones de Bonifacio VIII, del que se convertirá en el máximo detractor, como bien se ve en la Commedia. Es posible que el antagonismo se debiera a razones ideológicas o que tuviera su inicio en la intransigencia del propio Dante, o -según es fama desde antiguo-, que fuera originado por la retención de que fue objeto Dante al ir como embajador a Roma en otoño de 1301, mientras que el resto de los miembros de la embajada quedaban en libertad para regresar a Florencia, en la que había entrado Carlos de Valois en representación del Papa para hacer las paces entre los bandos litigantes: los güelfos negros que estaban desterrados -con Corso Donati al frente- se dieron al robo, a la destrucción, al asesinato y al pillaje durante cinco días, al cabo de los cuales desterraron a los blancos supervivientes. Dante fue uno de ellos: la orden de exilio de dos años fue dada el 27 de enero de 1302, acusado de malversación de los caudales públicos, a la vez que fue condenado a pagar una multa de cinco mil florines. Al no presentarse en Florencia para cumplir el castigo, se revisó su sentencia dos meses más tarde: fue condenado a morir en la hoguera y sus bienes fueron confiscados (10 de marzo de 1302). Dante no regresó ya a su ciudad.
La situación política hizo que los güelfos blancos, desterrados de Florencia en 1302, se aliaran con sus antiguos enemigos los gibelinos, también desterrados, para poder neutralizar -al menos en parte- las pretensiones papales sobre la ciudad. Poco pudieron las armas y Dante, amargado y vencido, empezó a distanciarse de sus compañeros políticos para reiniciar en el destierro la actividad literaria que había tenido casi abandonada durante varios años. Corría el mes de julio de 1304. En Arezzo nacía Francesco Petrarca, hijo de un güelfo blanco amigo de Dante, que también había sido desterrado en 1302.
Poco se sabe de los años siguientes. Boccaccio alude a una incesante actividad viajera:
"Él, más allá de lo que esperaba, varios años, de regreso de Verona (adonde había ido en su primera fuga, en busca de micer Alberto della Scala, del que fue recibido con benevolencia), estuvo con honra y de forma bastante adecuada, según el tiempo y sus posibilidades, ora con el conde Salvático en Casentino, ora con el marqués Morruello Malespina en Lunigiana, ora con los de la Faggiuola en los montes vecinos a Urbino. Luego se marcho a Bolonia de donde al poco tiempo fue a Padua y de allí regresó a Verona. [75] Pero después de que vio que se le cerraba el camino de regreso por todas partes y que día a día era más vana su esperanza, no sólo abandonó Toscana, sino toda Italia, y pasados los montes que la separan de la provincia de Galia, como pudo, se marchó a París; y allí se entregó por completo al estudio de la filosofía y de la teología, recuperando para sí lo que quizás se le había marchado de las demás ciencias debido a los impedimentos que había tenido".
[Boccaccio, Vida de Dante , cap. V, 74-75. Trad. C. Alvar, Madrid, Alianza, 1995].
Son muchos datos difíciles de aceptar, pues algunos de sus protectores eran güelfos negros y otros, gibelinos; tampoco el viaje a Francia es incontrovertible... En definitiva, nada hay seguro acerca de la actividad del poeta en los años siguientes al exilio. Lo que en todo caso parece cierto es que en esos años empezó a escribir el De vulgari eloquentia y el Convivio, su dos tratados principales anteriores a la Commedia, ambos inconclusos.
Verona fue el lugar donde Dante tuvo su residencia durante más tiempo, en los años de la esperanza y en los de la desilusión. Cuando en 1308 Enrique VII fue elegido emperador, renacieron las esperanzas de los gibelinos y de los güelfos blancos, que vieron en él al posible pacificador, o más aún, el apoyo que necesitaban frente al creciente poder papal. Así parecía prometerlo su carrera: apenas unos meses después de su elección, fue coronado rey de Alemania en Aquisgrán (6 de enero de 1309), e inmediatamente se dispuso a entrar en Italia, tanto para visitar las ciudades imperiales como para recibir la solemne investidura. Sin embargo, sus pretensiones se vieron aplazadas sistemáticamente por las más variadas intrigas y tardó dos años en ser coronado Rey de Romanos (Milán, 6 de enero de 1311) y otros dos años más en ser ungido emperador en Roma (27 de junio de 1313). Fueron muchas las ciudades que le negaron su reconocimiento, entre otras, las que eran baluarte de los güelfos negros o que dependían más directamente del papado: Brescia, Cremona, Padua, Roma, Nápoles, las principales ciudades toscanas, y sobre todo, Florencia. Llegaban nuevos aires de guerra y la esperanza de que el Emperador consiguiera imponer su autoridad al Papa (o lo que era igual, reducir el influjo francés en la política italiana, que culminaría con el traslado de la sede papal a Aviñón en 1309). Pero la repentina muerte de Enrique VII cerca de Siena, el 24 de agosto de 1313, hundió las esperanzas de los gibelinos y de gran parte de los güelfos blancos.
Dante estaba en plena madurez según Boccaccio lo describe -y coincide con la iconografía existente-.
"Éste nuestro poeta fue de mediana estatura, y, cuando llegó a la edad madura, iba algo encorvado y su caminar era grave y tranquilo, iba vestido siempre de honestísimos paños, con la ropa que convenía a su madurez. Su rostro era largo, nariz aguileña, los ojos más grandes que pequeños, las mandíbulas grandes, y el labio de abajo montado en el de arriba; de tez morena, con cabellos y barba abundantes, negros y crespos, siempre con el rostro melancólico y pensativo.
En sus costumbres caseras y públicas fue admirablemente ordenado y sobrio, y en todo, más cortés y educado que nadie. En la comida y en la bebida fue muy frugal, tanto porque lo hacía en las horas adecuadas, como porque no traspasaba el límite de la necesidad al tomarlo; y no tuvo más interés en eso que en cualquier otra cosa: alababa las cosas delicadas y generalmente se alimentaba con comidas normales, censurando a aquellos que pasaban parte de su aplicación en tener cosas selectas y en hacer que se las prepararan con suma diligencia, y afirmaba que estos tales no comían para vivir, sino que más bien vivían para comer. Nadie fue más vigilante que él en los estudios y en cualquier otra preocupación que le punzase; tanto que varias veces la mujer y su familia se dolieron por ello, hasta que, acostumbradas a sus costumbres, esto dejara de importarles.
En pocas ocasiones hablaba, si no era para preguntar, y en éstas, con firmeza y voz adecuada a la materia de la que hablaba; no obstante, allí donde se le pedía, era elocuentísimo y de fácil palabra, y con óptima y pronta pronunciación.
Se deleitó mucho con música y cantos en su juventud y fue amigo de todos aquellos que eran buenos cantantes y músicos en aquel tiempo, y los frecuentaba; atraído por este deleite compuso muchas cosas que, con agradable y magistral anotación, hacía revestir a todos ellos.
De modo semejante le agradaba estar solo y lejos de la gente, para que sus razonamientos no le fueran interrumpidos; y si alguna vez le llegaba alguno que le agradara mucho, cuando se encontraba entre la gente, si se le preguntaba por alguna cosa, no contestaba al que le había preguntado hasta llegar a un resultado positivo o negativo: así le ocurrió muchas veces cuando le preguntaban estando a la mesa, en el camino con compañeros o en cualquier otra parte.
Se dedicaba con ahínco a sus estudios, en las ocasiones en que se disponía a hacerlos, de tal modo que ninguna noticia que oyera podía hacer que los abandonara.
Tuvo este poeta además capacidades dignas de admiración, memoria muy firme e intelecto perspicaz... Fue de gran ingenio y de sutil imaginación, tal como a los conocedores ponen bastante más de manifiesto sus obras que mis letras. Fue muy deseoso de honores y pompas, quizás más de lo que le sería pedido a su ínclita virtud. ¿Pero qué? ¿Qué vida es tan humilde que no sea alcanzada por la dulzura de la gloria?"
[Boccaccio, Vida de Dante, cap. VIII; trad. C. Alvar, loc. cit.]
Verona era uno de los lugares que habían recibido con alegría la llegada del emperador. Era señor de la ciudad Cangrande della Scala, que fue nombrado vicario imperial (1311) y excomulgado por el papa en 1318. A partir de ese mismo año, se convirtió en capitán general de la Liga Gibelina, consiguiendo someter gran parte del norte de Italia. En Verona debió pasar Dante varios años, desde 1312 hasta 1318, justamente los años en los que escribió la mayor parte de la Commedia , cuyo Paradiso dedica a Cangrande en una conocida e importante epístola (la XIII) en la que elogia a su protector y le explica los distintos niveles de interpretación del poema (además de aludir al mismo señor de la ciudad en Par . XVII, 76 y ss.). La fama de Dante estaba ya consolidada desde que se difundió el Inferno (1314) y el Purgatorio (1315-1316).
Es posible que esa fama le abriera las puertas de la corte de Guido Novello da Polenta (o Guido el Joven), poeta y protector de artistas en Rávena, donde pasaría los últimos años de su vida, honrado y estimado por su anfitrión y por los demás miembros de su séquito, posiblemente ocupando la cátedra de Retórica y Poesía. Allí, por fin, acudirían al lado del poeta sus hijos Jacopo y Pietro, y quizás también su hija Antonia (que profesaría como monja con el nombre de Beatriz). Dante había pasado los cincuenta años, era poeta prestigioso y diplomático experimentado: no extraña que Guido de Polenta lo utilizara como embajador en ocasiones delicadas, para aliviar tensiones o reducir hostilidades; tal era el caso con Venecia, donde fue enviado en representación de Rávena y donde debió contraer unas fiebres (quizás paludismo) que acabarían con su vida el 13 o 14 de septiembre de 1321, apenas concluida la Commedia, tanto que muchos llegaron a pensar que había quedado inacabada, según atestigua Boccaccio, aunque es bien conocida su tendencia a la fabulación y a la construcción de situaciones nuevas:
"Había sido costumbre suya que cuando tenía acabados seis u ocho o más cantos, o menos, se los enviaba antes de que ningún otro los viera, estuviese donde estuviese, a micer Cane della Scala, al que reverenciaba más que a cualquier otro hombre; y, después de haber sido vistos por éste, hacía copias para quienes las querían. Habiéndole enviado de esta manera todos los cantos salvo los trece últimos, y habiéndolos hecho, aunque aún no se los había mandado, sin dar noticias a nadie de que los dejaba, se murió. Tras buscar los que quedaron, hijos y díscipulos, en varias ocasiones y durante meses, entre todos sus escritos, si a su obra le había dado fin, y no encontrándose en modo alguno los cantos que faltaban, sus amigos ya se lamentaban porque Dios no lo había prestado al mundo lo suficiente como para dar fin a lo poco que restaba de su obra y no encontrándolos, dejaron de buscar desesperados.
Iacopo y Pietro, hijos de Dante, ambos poetas, persuadidos por algunos de sus amigos, se pusieron a suplir la obra paterna en la medida de sus posibiidades, para que no quedara inacabada; entonces, se apareció a Iacopo, que era mucho más aplicado en esto que su hermano, una admirable visión, que no sólo lo apartó de la estulta presunción, sino que además le mostró dónde estaban los trece cantos que faltaban a la divina Comedia, y que no habían sabido encontrar".
[Boccaccio, Vida de Dante , cap. XIV, 183-189; trad. C. Alvar, loc. cit.]
Obras
Dante escribió en verso y en prosa, en italiano y en latín. Entre sus obras juveniles se encuentran la colección de composiciones poéticas (Rime) en las que destaca fundamentalmente la búsqueda de nuevos caminos expresivos, que le llevan desde los modelos sículo-toscanos al Dolce Stil Novo y a la rápida superación de esta escuela: la variedad de registros y la riqueza de temas de su poesía se han considerado como el paso previo, necesario, para llegar a la Divina Comedia. La Vita Nuova se sitúa entre 1294 y 1295, y es, sin duda, el texto que mejor representa los ideales del Dante joven: por una parte, apegado a las pautas del Stil Novo , por otra, es reflejo de las preocupaciones estéticas y lingüísticas del autor, que comenta sus propias poesías. Por último, es el preludio de la Comedia, reflejo del proceso de maduración y del nivel alcanzado en muy poco tiempo.
Las preocupaciones lingüísticas y estéticas se manifiestas en dos tratados: el Convivio, escrito en latín y el De vulgari eloquentia, en italiano. Son posiblemente contemporáneos (h. 1304-1307) y fueron redactados en los años posteriores al fracaso político; quedaron inacabados con el comienzo de la Comedia . En ambos textos se refleja el deseo de Dante de adquirir fama de sabio, de filósofo entre sus contemporáneos y, de ese modo, recuperar la posición política y social perdida. Para llevar a cabo su propósito reflexiona sobre su propia obra y sobre la lengua, lo que no le impide hacer una amplia digresión sobre el Imperio, primer testimonio del pensamiento político del autor, minuciosamente expresado más tarde en la Monarchia (de difícil datación, relacionada con Enrique VII) y en la misma Comedia . A este conjunto habría que añadir las Epístolas y un par de textos escritos en la vejez, que se vinculan con su experiencia didáctica: se trata de la Quaestio de aqua et terra y de las dos Eclogae latinas, en correspondencia con Giovanni del Virgilio.
14 DE SEPTIEMBRE DE 1927 MUERE HUGO BALL
14 DE SEPTIEMBRE DE 1927 MUERE
HUGO BALL
domingo, 13 de septiembre de 2020
CLARICE LISPECTOR LA FELICIDAD CLANDESTINA
CLARICE LISPECTOR
LA FELICIDAD CLANDESTINA
Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio pelirrojo. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía éramos planas. Como si no fuera suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historias le habría gustado tener: un papá dueño de una librería.
No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos; incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del papá. Para colmo, siempre era algún paisaje de Recife, la ciudad en donde vivíamos, con sus puentes más que vistos. Detrás escribía con letra elaboradísimas palabras como “fecha natalicia” y “recuerdos”.
Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía de odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, delgadas, altas, de cabello libre. Conmigo ejercitó su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.
Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como por casualidad, me informó de que tenía El reinado de Naricita, de Monteiro Lobato.
Era un libro grueso, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.
Hasta el día siguiente, de la alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, nadaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.
Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, anduve brincando por las calles y no me caí una sola vez.
Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviera al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el transcurso de la vida, el drama del “día siguiente” iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla.
Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? No lo sé. Ella sabía que, mientras la hiel no se escurriese por completo de su cuerpo gordo, sería un tiempo indefinido. Yo había empezado a adivinar, es algo que adivino a veces, que me había elegido para que sufriera. Pero incluso sospechándolo, a veces lo acepto, como si el que me quiere hacer sufrir necesitara desesperadamente que yo sufra.
¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: “Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña”. Y yo, que no era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.
Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la mamá. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortada de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, esa mamá buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: “¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera quisiste leerlo!”.
Y lo peor para esa mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos observaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena le ordenó a su hija: “Vas a prestar ahora mismo ese libro”. Y a mí: “Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras”. ¿Entendido? Eso era más valioso que si me hubieran regalado el libro: “el tiempo que quieras” es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.
¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Tomé el libro. No, no partí brincando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.
Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber en dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad habría de ser clandestina. Era como si ya lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire… Había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.
A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo.
Ya no era una niña más con un libro: era una mujer con su amante.
sábado, 12 de septiembre de 2020
ABELARDO CASTILLO LA MADRE DE ERNESTO
ABELARDO CASTILLO
LA MADRE DE ERNESTO
Si Ernesto se enteró de que ella había vuelto (cómo había vuelto), nunca lo supe, pero el caso es que poco después se fue a vivir a El Tala, y, en todo aquel verano, sólo volvimos a verlo una o dos veces. Costaba trabajo mirarlo de frente. Era como si la idea que Julio nos había metido en la cabeza –porque la idea fue de él, de Julio, y era una idea extraña, turbadora: sucia– nos hiciera sentir culpables. No es que uno fuera puritano, no. A esa edad, y en un sitio como aquél, nadie es puritano. Pero justamente por eso, porque no lo éramos, porque no teníamos nada de puros o piadosos y al fin de cuentas nos parecíamos bastante a casi todo el mundo, es que la idea tenía algo que turbaba. Cierta cosa inconfesable, cruel. Atractiva. Sobre todo, atractiva.
Fue hace mucho. Todavía estaba el Alabama, aquella estación de servicio que habían construido a la salida de la ciudad, sobre la ruta. El Alabama era una especie de restorán inofensivo, inofensivo de día, al menos, pero que alrededor de medianoche se transformaba en algo así como un rudimentario club nocturno. Dejó de ser rudimentario cuando al turco se le ocurrió agregar unos cuartos en el primer piso y traer mujeres. Una mujer trajo.
–¡No!
–Sí. Una mujer.
–¿De dónde la trajo?
Julio asumió esa actitud misteriosa, que tan bien conocíamos –porque él tenía un particular virtuosismo de gestos, palabras, inflexiones que lo hacían raramente notorio, y envidiable, como a un módico Brummel de provincias–, y luego, en voz baja, preguntó:
–¿Por dónde anda Ernesto?
En el campo, dije yo. En los veranos Ernesto iba a pasar unas semanas a El Tala, y esto venía sucediendo desde que el padre, a causa de aquello que pasó con la mujer, ya no quiso regresar al pueblo. Yo dije en el campo, y después pregunté:
–¿Qué tiene que ver Ernesto? Julio sacó un cigarrillo. Sonreía.
–¿Saben quién es la mujer que trajo el turco?
Aníbal y yo nos miramos. Yo me acordaba ahora de la madre de Ernesto. Nadie habló. Se había ido hacía cuatro años, con una de esas compañías teatrales que recorren los pueblos: descocada, dijo esa vez mi abuela. Era una mujer linda. Morena y amplia: yo me acordaba. Y no debía de ser muy mayor, quién sabe si tendría cuarenta años.
–Atorranta, ¿no?
Hubo un silencio y fue entonces cuando Julio nos clavó aquella idea entre los ojos. O, a lo mejor, ya la teníamos.
–Si no fuera la madre… No dijo más que eso.
Quién sabe. Tal vez Ernesto se enteró, pues durante aquel verano sólo lo vimos una o dos veces (más tarde, según dicen, el padre vendió todo y nadie volvió a hablar de ellos), y, las pocas veces que lo vimos, costaba trabajo mirarlo de frente.
–Culpables de qué, che. Al fin de cuentas es una mujer de la vida, y hace tres meses que está en el Alabama. Y si esperamos que el turco traiga otra, nos vamos a morir de viejos.
Después, él, Julio, agregaba que sólo era necesario conseguir un auto, ir, pagar y después me cuentan, y que si no nos animábamos a acompañarlo se buscaba alguno que no fuera tan braguetón, y Aníbal y yo no íbamos a dejar que nos dijera eso.
–Pero es la madre.
–La madre. ¿A qué llamas madre vos?: una chancha también pare chanchitos.
–Y se los come.
–Claro que se los come. ¿Y entonces?
–Y eso qué tiene que ver. Ernesto se crió con nosotros.
Yo dije algo acerca de las veces que habíamos jugado juntos; después me quedé pensando, y alguien, en voz alta, formuló exactamente lo que yo estaba pensando. Tal vez fui yo:
–Se acuerdan cómo era.
Claro que nos acordábamos, hacía tres meses que nos veníamos acordando. Era morena y amplia; no tenía nada de maternal.
–Y además ya fue medio pueblo. Los únicos somos nosotros.
Nosotros: los únicos. El argumento tenía la fuerza de una provocación, y también era una provocación que ella hubiese vuelto. Y entonces, puercamente, todo parecía más fácil. Hoy creo –quién sabe– que, de haberse tratado de una mujer cualquiera, acaso ni habríamos pensado seriamente en ir. Quién sabe. Daba un poco de miedo decirlo, pero, en secreto, ayudábamos a Julio para que nos convenciera; porque lo equívoco, lo inconfesable, lo monstruosamente atractivo de todo eso, era, tal vez, que se trataba de la madre de uno de nosotros.
–No digas porquerías, querés –me dijo Aníbal.
Una semana más tarde, Julio aseguró que esa misma noche conseguiría el automóvil. Aníbal y yo lo esperábamos en el bulevar.
–No se lo deben de haber prestado.
–A lo mejor se echó atrás.
Lo dije como con desprecio, me acuerdo perfectamente. Sin embargo fue una especie de plegaria: a lo mejor se echó atrás. Aníbal tenía la voz extraña, voz de indiferencia:
–No lo voy a esperar toda la noche; si dentro de diez minutos no viene, yo me voy.
–¿Cómo será ahora?
–Quién… ¿la tipa?
Estuvo a punto de decir: la madre. Se lo noté en la cara. Dijo la tipa. Diez minutos son largos, y entonces cuesta trabajo olvidarse de cuando íbamos a jugar con Ernesto, y ella, la mujer morena y amplia, nos preguntaba si queríamos quedarnos a tomar la leche. La mujer morena. Amplia.
–Esto es una asquerosidad, che.
–Tenes miedo –dije yo.
–Miedo no; otra cosa. Me encogí de hombros:
–Por lo general, todas éstas tienen hijos. Madre de alguno iba a ser.
–No es lo mismo. A Ernesto lo conocemos.
Dije que eso no era lo peor. Diez minutos. Lo peor era que ella nos conocía a nosotros, y que nos iba a mirar. Sí. No sé por qué, pero yo estaba convencido de una cosa: cuando ella nos mirase iba a pasar algo.
Aníbal tenía cara de asustado ahora, y diez minutos son largos. Preguntó:
–¿Y si nos echa?
Iba a contestarle cuando se me hizo un nudo en el estómago: por la calle principal venía el estruendo de un coche con el escape libre.
–Es Julio –dijimos a dúo.
El auto tomó una curva prepotente. Todo en él era prepotente: el buscahuellas, el escape. Infundía ánimos. La botella que trajo también infundía ánimos.
–Se la robé a mi viejo.
Le brillaban los ojos. A Aníbal y a mí, después de los primeros tragos, también nos brillaban los ojos. Tomamos por la Calle de los Paraísos, en dirección al paso a nivel. A ella también le brillaban los ojos cuando éramos chicos, o, quizá, ahora me parecía que se los había visto brillar. Y se pintaba, se pintaba mucho. La boca, sobre todo.
–Fumaba, ¿te acordás?
Todos estábamos pensando lo mismo, pues esto último no lo había dicho yo, sino Aníbal; lo que yo dije fue que sí, que me acordaba, y agregué que por algo se empieza.
–¿Cuánto falta?
–Diez minutos.
Y los diez minutos volvieron a ser largos; pero ahora eran largos exactamente al revés. No sé. Acaso era porque yo me acordaba, todos nos acordábamos, de aquella tarde cuando ella estaba limpiando el piso, y era verano, y el escote al agacharse se le separó del cuerpo, y nosotros nos habíamos codeado.
Julio apretó el acelerador.
–Al fin de cuentas, es un castigo –tu voz, Aníbal, no era convincente–: una venganza en nombre de Ernesto, para que no sea atorranta.
–¡Qué castigo ni castigo!
Alguien, creo que fui yo, dijo una obscenidad bestial. Claro que fui yo. Los tres nos reímos a carcajadas y Julio aceleró más.
–¿Y si nos hace echar?
–¡Estás mal de la cabeza vos! ¡En cuanto se haga la estrecha lo hablo al turco, o armo un escándalo que les cierran el boliche por desconsideración con la clientela!
A esa hora no había mucha gente en el bar: algún viajante y dos o tres camioneros. Del pueblo, nadie. Y, vaya a saber por qué, esto último me hizo sentir audaz. Impune. Le guiñé el ojo a la rubiecita que estaba detrás del mostrador; Julio, mientras tanto, hablaba con el turco. El turco nos miró como si nos estudiara, y por la cara desafiante que puso Aníbal me di cuenta de que él también se sentía audaz. El turco le dijo a la rubiecita:
–Llévalos arriba.
La rubiecita subiendo los escalones: me acuerdo de sus piernas. Y de cómo movía las caderas al subir. También me acuerdo de que le dije una indecencia, y que la chica me contestó con otra, cosa que (tal vez por el coñac que tomamos en el coche, o por la ginebra del mostrador) nos causó mucha gracia. Después estábamos en una sala pulcra, impersonal, casi recogida, en la que había una mesa pequeña: la salita de espera de un dentista. Pensé a ver si nos sacan una muela. Se lo dije a los otros:
–A ver si nos sacan una muela.
Era imposible aguantar la risa, pero tratábamos de no hacer ruido. Las cosas se decían en voz muy baja.
–Como en misa –dijo Julio, y a todos volvió a parecernos notablemente divertido; sin embargo, nada fue tan gracioso como cuando Aníbal, tapándose la boca y con una especie de resoplido, agregó:
–¡Mira si en una de ésas sale el cura de adentro!
Me dolía el estómago y tenía la garganta seca. De la risa, creo. Pero de pronto nos quedamos serios. El que estaba adentro salió. Era un hombre bajo, rechoncho; tenía aspecto de cerdito. Un cerdito satisfecho. Señalando con la cabeza hacia la habitación, hizo un gesto: se mordió el labio y puso los ojos en blanco.
Después, mientras se oían los pasos del hombre que bajaba, Julio preguntó:
–¿Quién pasa?
Nos miramos. Hasta ese momento no se me había ocurrido, o no había dejado que se me ocurriese, que íbamos a estar solos, separados –eso: separados– delante de ella. Me encogí de hombros.
–Qué sé yo. Cualquiera.
Por la puerta a medio abrir se oía el ruido del agua saliendo de una canilla. Lavatorio. Después, un silencio y una luz que nos dio en la cara; la puerta acababa de abrirse del todo. Ahí estaba ella. Nos quedamos mirándola, fascinados. El deshabillé entreabierto y la tarde de aquel verano, antes, cuando todavía era la madre de Ernesto y el vestido se le separó del cuerpo y nos decía si queríamos quedarnos a tomar la leche. Sólo que la mujer era rubia ahora. Rubia y amplia. Sonreía con una sonrisa profesional; una sonrisa vagamente infame.
–¿Bueno?
Su voz, inesperada, me sobresaltó: era la misma. Algo, sin embargo, había cambiado en ella, en la voz. La mujer volvió a sonreír y repitió “bueno”, y era como una orden; una orden pegajosa y caliente. Tal vez fue por eso que, los tres juntos, nos pusimos de pie. Su deshabillé, me acuerdo, era oscuro, casi traslúcido.
–Voy yo –murmuró Julio, y se adelantó, resuelto.
Alcanzó a dar dos pasos: nada más que dos. Porque ella entonces nos miró de lleno, y él, de golpe, se detuvo. Se detuvo quién sabe por qué: de miedo, o de vergüenza tal vez, o de asco. Y ahí se terminó todo. Porque ella nos miraba y yo sabía que, cuando nos mirase, iba a pasar algo. Los tres nos habíamos quedado inmóviles, clavados en el piso; y al vernos así, titubeantes, vaya a saber con qué caras, el rostro de ella se fue transfigurando lenta, gradualmente, hasta adquirir una expresión extraña y terrible. Sí. Porque al principio, durante unos segundos, fue perplejidad o incomprensión. Después no. Después pareció haber entendido oscuramente algo, y nos miró con miedo, desgarrada, interrogante. Entonces lo dijo. Dijo si le había pasado algo a él, a Ernesto.
Cerrándose el deshabillé lo dijo.
jueves, 10 de septiembre de 2020
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sábado, 29 de agosto de 2020
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