lunes, 13 de julio de 2020
13 DE JULIO DE 1934 NACE: WOLE SOYINKA
domingo, 12 de julio de 2020
12 DE JULIO DE 1708 NACE: JUANA AZURDUY
12 DE JULIO DE 1708 NACE:
12 DE JULIO DE 1904 NACE: PABLO NERUDA
12 DE JULIO DE 1904 NACE:
domingo, 5 de julio de 2020
5 DE JUNIO DE 1878 NACE PANCHO VILLA
PANCHO VILLA
José Doroteo Arango Arámbula, también llamado Francisco Villa; San Juan del Río, Durango, 1878 - Parral, Chihuahua, 1923. Revolucionario mexicano que lideró, junto con Emiliano Zapata, el sector agrarista en la Revolución mexicana. Campesino pobre, huérfano y con escasa formación, cuando estalló la Revolución de 1910 llevaba muchos años fugitivo en las montañas a causa de un asesinato; dedicado al bandolerismo, gozaba de admiración y popularidad entre los campesinos por sus acciones contra los hacendados ricos.
Pancho Villa secundó de inmediato los planteamientos de
Francisco I. Madero, que en su Plan de San Luis llamó a alzarse en
armas,
el 20 de noviembre de 1910, contra el régimen de Porfirio Díaz,
prometiendo a los campesinos la devolución de las tierras
injustamente arrebatadas durante la prolongada dictadura
porfirista (1876-1911), que había reprimido duramente toda oposición
política.
Apodado el Centauro del Norte por sus correligionarios, Pancho Villa contribuyó con su ejército al rápido
triunfo de la Revolución, que en apenas seis meses logró expulsar del poder y del país a Porfirio Díaz (1911).
Pese a la tibieza de sus reformas, Pancho Villa apoyó la presidencia progresista de Madero (1911-1913) y combatió luego la dictadura contrarrevolucionaria de Victoriano Huerta (1913-1914), al que logró derrocar en colaboración con Emiliano Zapata y con el líder constitucionalista Venustiano Carranza. Pero después de la victoria de esta segunda revolución, Villa y Zapata se sintieron defraudados por Carranza, y volvieron a tomar las armas, ahora contra él. Esta vez la suerte militar no estuvo de su parte: en 1915 el general carrancista Álvaro Obregón derrotó a los villistas, afianzando a Venustiano Carranza en la presidencia (1915-1920).
Perdido desde entonces su poder político y militar, Villa fue asesinado en 1923; la misma suerte había corrido, cuatro años antes, Emiliano Zapata. Pese a la justicia de sus reivindicaciones (se calcula que, en 1910, un millar de terratenientes daba empleo a tres millones de campesinos sin tierras), ni siquiera sus ideales sobrevivieron a su fracaso. Los sucesivos presidentes se reclamaron herederos de la Revolución, pero Venustiano Carranza y sus inmediatos sucesores (Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles, que dominaría la escena política hasta 1936) se limitaron a domesticarla, sin llegar nunca a emprender una verdadera reforma agraria.
Pancho Villa nació en la hacienda de Río Grande, perteneciente al pueblo de San Juan del Río, en el estado mexicano de Durango, el 5 de junio de 1878. En realidad, el niño que nació en la hacienda de Río Grande se llamó Doroteo Arango; Pancho Villa nacería más tarde, cuando Doroteo se echó al monte y la necesidad lo llevó a cambiarse de nombre. Su padre, Agustín Arango, murió pronto, y la herencia que recibió su hijo Doroteo consistió en ser el máximo responsable de su familia, compuesta por su madre y cuatro hermanos, dos varones y dos hembras. Desde niño tuvo que trabajar duro; jamás fue a la escuela y nunca nadie se ocupó de educarlo.
A los dieciséis años mató a un hombre. Todas las versiones sobre el caso coinciden en tres puntos: por una parte, en que el muerto era un personaje de cierta relevancia, al menos de mucha mayor relevancia que Doroteo Arango; por otra, en que había intentado forzar a una de las hermanas Arango; finalmente, en que Doroteo escapó y se refugió en el monte a resultas de este hecho.
A partir de estas coincidencias, la leyenda empieza a actuar: el muerto podía haber sido un funcionario gubernamental, un hacendado, un capataz o el propietario de unas tierras que los Arango trabajaban como medieros; Doroteo llegó a tiempo para ver el asalto contra su hermana, fue a buscar un arma y disparó antes de que se consumara la violación, o bien ésta se consumó y al muchacho no le quedó otro remedio que vengarse.
El hecho de haber cometido un asesinato no ponía fuera de la
ley por mucho tiempo a un mexicano de 1894, aunque el matador fuera un
"pelado" y
la víctima un personaje relevante. Pero la vida en las montañas
tampoco era fácil y había que robar para sobrevivir.
Y ese delito se perseguía con dureza, sobre todo cuando un
antiguo peón tenía la osadía de robar ganado a los hacendados
ricos.
Doroteo Arango, a cuya cabeza se había puesto precio, cambió de nombre y adoptó el de Pancho Villa, un nombre como cualquier otro pero con alguna peculiaridad, pues, si bien hay muchos Panchos en México, el apellido era el que debería haberle correspondido si su abuelo Jesús Villa hubiera reconocido como legítimo a Agustín, su padre. Acababa de nacer Pancho Villa, un hombre con una legitimidad recuperada por la fuerza, que rápidamente se convirtió en un bandido generoso, en una especie de Robin Hood mexicano. Era el "amigo de los pobres", como recoge John Reed en su libro México insurgente; sus hazañas se difundían oralmente con rapidez y se convertían en letras de los corridos que se cantaban en las haciendas, las plazas y las cantinas.
Así las cosas, se le atribuían todo tipo de gestas o de delitos, según la óptica de cada cual, independientemente de su simultaneidad en el tiempo o de su distancia en el espacio. Hacia 1900 se estableció en el estado de Chihuahua, donde terratenientes y empresarios, al amparo de inicuas leyes, incrementaban sus grandes propiedades con nuevas y mejores tierras.
La Revolución mexicana
En el arranque de la Revolución nexicana confluyeron las diversas fuerzas que había concitado en su contra la férrea dictadura de Porfirio Díaz, particularmente favorable a la oligarquía agraria, los privilegios de la Iglesia (interrumpida la dinámica reformista que había ensayado Benito Juárez) y las inversiones extranjeras. La longeva dictadura de Díaz da nombre y fechas a todo un periodo de la historia de México: el Porfiriato (1876-1911), que tuvo en la pacificación del país y en el desarrollo económico sus vertientes positivas; en el extremo opuesto, incrementó brutalmente las desigualdades sociales (especialmente en el campo, a causa de una nefanda política agraria que puso las tierras en manos de grandes compañías y latifundistas) y eliminó toda posible disensión política, reduciendo las instituciones de la República a meras marionetas que el dictador manejaba a su antojo.
Por ello, y mientras paralelamente crecía la exasperación de las masas campesinas, el frente de oposición político centraba sus ataques contra la reelección presidencial. En 1910, Francisco I. Madero presentó su candidatura a la presidencia de la República frente a Díaz, que mediante sucesivas parodias electorales se había hecho reelegir durante décadas. Díaz impidió por la fuerza el triunfo de Madero, pero no pudo evitar la propagación de las ideas del Plan de San Luis, el difuso programa político que lanzó Madero al verse forzado al exilio, cuyo tercer punto prometía a los campesinos la restitución de las tierras arbitrariamente arrebatadas durante el Porfiriato.
El Plan de San Luis incluía asimismo un llamamiento a alzarse en armas contra el dictador el 20 de noviembre de 1910. La presión a la que estaba sometida la sociedad mexicana estalló y se generalizaron los alzamientos. Madero, pese a sus vacilaciones, se convirtió en el aglutinador de la rebelión, y uno de sus hombres de confianza, Abraham González, invitó a sumarse a la rebelión a Pancho Villa, el "amigo de los pobres", de esos pobres que se habían levantado.
Al frente de sus tropas en Ojinaga, en los inicios de la Revolución (1911)
Enseguida Pancho Villa se unió a Madero en su lucha contra la dictadura de Porfirio Díaz, y demostró una habilidad innata para la guerra. Aprovechando su conocimiento del terreno y de los campesinos, formó su propio ejército en el norte de México. Casi dos décadas en las montañas, burlando a todos los que le perseguían y desconfiando de aquellos que podían traicionarlo, fueron su escuela guerrillera. Para unos, Pancho Villa apoyó la causa revolucionaria para que quedaran olvidados sus delitos; para otros, lo hizo porque no podía dejar de luchar junto a los suyos. El hecho es que, después de todos esos años de bandolerismo, la fortuna de Villa ascendía a poco más de 350 pesos; mucho más valor tenían su carisma y su poder de convocatoria.
Las fuerzas de Villa contribuyeron al rápido triunfo del movimiento revolucionario. En solamente seis meses, pese a algunos fracasos iniciales, fue reducido el ejército del viejo dictador, que tras la decisiva toma de Ciudad Juárez hubo de renunciar a la presidencia y partir al exilio. Villa viajó a la capital con Madero, convertido ya en presidente efectivo (1911-1913). En Ciudad de México, con la esperanza de que se convirtiera en el respetable ciudadano Francisco Villa, Pancho Villa fue nombrado general honorario de la nueva fuerza de rurales.
La rebelión de Orozco
Sin embargo, la situación no estaba ni mucho menos consolidada. Al temor de una contrarrevolución conservadora había que sumar las exigencias de otros revolucionarios agraristas que habían apoyado a Madero: Emiliano Zapata, líder de la rebelión en el sur, y Pascual Orozco, protagonista con Pancho Villa de la toma de Ciudad Juárez. Frente a la prudencia y moderación reformista de Madero, ambos exigían la inmediata ejecución de la reforma agraria prometida en el Plan de San Luis.
Ante la ausencia de avances reales, Zapata desconoció la autoridad de Madero, al que tachó de traidor (noviembre de 1911). Lo mismo hizo Pascual Orozco: acusando a Madero de incumplir el Plan de San Luis, encabezó una sublevación en marzo de 1912. Pese a haber liderado también a los campesinos, Pancho Villa se mantuvo fiel al presidente. Pero el ingenuo Madero cometió el error de confiar a Victoriano Huerta, general del viejo ejército porfirista y uno de los personajes más siniestros de la historia mexicana, el mando de las tropas que debían sofocar la rebelión de Orozco.
El alzamiento de Pascual Orozco se había producido en la zona de la que eran originarios tanto Orozco como Villa, por lo que Huerta no dudó en sumar las huestes de Pancho Villa a su ejército. Victoriano Huerta puso a Villa al frente de las fuerzas avanzadas, compuestas por maderistas, en tanto que él mismo, al frente de los federales, se mantenía en la retaguardia. Villa, que comandaba la guarnición de Parral, derrotó a Pascual Orozco en Rellano, con una fuerza inferior en número y en la única batalla decisiva librada entre maderistas y orozquistas.
Villa (en el centro) con sus compañeros de armas
Pero Victoriano Huerta no estaba tan seguro de poder convertir a Villa en lo que él entendía por respetable ciudadano, máxime después de esa victoria sobre Orozco; sospechaba que Villa estaba de algún modo implicado en la rebelión de Orozco en defensa de las aspiraciones sociales del campesinado, que Madero había postergado. Huerta acusó a Villa de insubordinación por no haber obedecido una orden suya y lo hizo comparecer ante un consejo de guerra, el cual decidió en quince minutos que debía ser fusilado. Algunas versiones aseguran que tal orden especificaba que Villa debía devolver a su legítimo propietario, un personaje local, un caballo pura sangre del que se había adueñado, mientras que otras hablan vagamente de una orden transmitida por telégrafo y que Villa negó haber recibido.
La intervención de Gustavo Adolfo Madero, hermano del presidente y miembro del estado mayor de Huerta, impidió que la sentencia se cumpliera, pero Villa fue internado en la prisión de la capital. Aprovechó la ocasión para aprender a leer y escribir y en noviembre de 1912 protagonizó una fuga sospechosa: por una parte, Huerta se mostraba cada vez más poderoso y, por otra, sectores opuestos a este general reclamaban una investigación sobre el consejo de guerra a Villa; en estas condiciones, nada podía ser menos conflictivo que la salida del escenario de Villa, el cual, sin ningún tipo de problemas, se refugió en la población estadounidense de El Paso.
Gobernador de Chihuahua
En aquel fuego cruzado entre reaccionarios porfiristas y revolucionarios agraristas, el gobierno de Madero parecía destinado a sucumbir. Y cayó de la mano de un personaje de mezquina doblez: su hombre de confianza, el general Victoriano Huerta. En febrero de 1913, con la connivencia de Estados Unidos, Huerta depuso a Madero (al que mandó asesinar) y se hizo con el poder. Pancho Villa, que siempre había sido fiel a Madero, regresó en abril a territorio mexicano con cuatro acompañantes, tres caballos y un poco de azúcar, sal y café. Al cabo de un mes ya había reunido a tres mil hombres, con los que inició la lucha contra Victoriano Huerta; a lo largo de 1913 liberó el estado de Chihuahua, al que seguiría luego todo el norte del país.
En su zona, Villa llevó a la práctica dos de sus ambiciosos proyectos: la creación de escuelas (sólo en Chihuahua capital fundó más de cincuenta) y el establecimiento de colonias militares. Consideraba que "los ejércitos son los más grandes apoyos de la tiranía" y que los soldados debían trabajar en colonias agrícolas o industriales tres días a la semana ("sólo el trabajo duro produce buenos ciudadanos"); el resto del tiempo lo dedicarían a la instrucción militar propia y a instruir a su vez a los ciudadanos.
Pero esas primeras colonias no pudieron cuajar definitivamente porque la lucha continuaba. Y continuaba también en el estado de Chihuahua, donde el comercio languidecía por falta de dinero en circulación. Villa resolvió el problema rápidamente: emitió su propia moneda, con la única garantía de su firma. Nadie daba crédito a tal moneda hasta que Villa promulgó un decreto que castigaba con dos meses de cárcel a todo aquel que no la aceptara.
El comercio se reavivó, pero la plata y el papel moneda oficial seguían ocultos. Dos decretos consecutivos lograron hacer que afloraran los capitales. Por el primero, se condenaba a prisión a quien hiciera circular otra moneda que no fuera la villista; por el segundo, se fijó un día a partir del cual no se cambiaría más plata acuñada ni moneda mexicana. Como la posición de Villa se fortalecía en el terreno político y militar, el cambio se efectuó, su moneda fue aceptada y Villa pudo comprar suministros con la moneda oficial que había obtenido a cambio de la suya.
La alianza contra Huerta
Entretanto, la ignominiosa traición a Madero y la subsiguiente instauración de una sangrienta dictadura contrarrevolucionaria había tenido la virtud de unir a los revolucionarios contra el régimen de Victoriano Huerta (1913-1914). Venustiano Carranza, gobernador del estado de Coahuila, recogió la legalidad constitucional a la muerte de Madero, se proclamó "primer jefe del ejército constitucionalista" y pasó a dirigir la que se conoce como revolución constitucionalista o etapa constitucionalista del Revolución mexicana, cuyo primer objetivo era derrocar a Huerta y restablecer la legalidad constitucional.
El líder constitucionalista disponía de su propio ejército, la potente División del Nordeste, y de hombres de confianza que en la lucha se habían revelado como competentes estrategas, como Álvaro Obregón. Carranza logró dar cierta cohesión a las fuerzas que se oponían a Huerta al obtener la colaboración de Pancho Villa y Emiliano Zapata. El otro gran líder agrarista de la Revolución, Emiliano Zapata, había desarrollado un programa político coherente y un plan agrario sólido, y comandaba un motivado ejército de campesinos. El programa de Pancho Villa era menos hilvanado, pero tenía a su mando la División del Norte.
Si habían de producirse luchas internas en el sector revolucionario, parecían más probables entre Villa y Carranza, pues los zapatistas, que contaban con aportaciones anarquistas y comunistas, tenían su propio proyecto, bien diferenciado del de los demás, así como su propia zona de operaciones al sur de la capital. Aunque Villa acató la jefatura de Carranza, las sucesivas maniobras del líder constitucionalista para encargarle a él y a su División del Norte las misiones más peligrosas y para impedir que tomara las plazas estratégicas lo llevaron a un progresivo distanciamiento.
Pancho Villa en una imagen tomada en 1914
Ello no impidió el triunfo revolucionario. Pancho Villa tomó Zacatecas en junio de 1914, victoria decisiva que abría el camino a Ciudad de México; Victoriano Huerta firmó la renuncia y partió al exilio. La toma de Zacatecas, efectuada por Villa contrariando las órdenes de Carranza, que quería evitar que Villa se acercase a la capital, tuvo como consecuencia serias fricciones entre los dos dirigentes, resueltas con la firma del pacto de Torreón. Entre otras cosas, se acordaba que Carranza, al asumir el poder, establecería un gobierno con civiles tanto villistas como carrancistas y que ningún jefe podría ser candidato a la presidencia. Ello obstaculizaba las ambiciones políticas de Carranza.
El distanciamiento entre Carranza y Villa se hizo especialmente visible cuando, en agosto de 1914, los constitucionalistas entraron en Ciudad de México y el general carrancista Álvaro Obregón taponó la entrada de villistas y zapatistas. Obregón, que intentó una aproximación entre Carranza y los villistas, fue hecho prisionero por Villa, que llegó a condenarlo a muerte para finalmente indultarlo.
La ruptura con Carranza
Para limar las asperezas se convocó en octubre de 1914 la Convención de Aguascalientes, que no hizo sino poner de relieve las insalvables diferencias. Carranza y su brazo derecho, Álvaro Obregón, representaban el constitucionalismo moderado; Villa y Zapata, la revolución campesina y la exigencia de una inmediata distribución de tierras. La Convención de Aguascalientes tan sólo consolidó el acercamiento entre villistas y zapatistas; se adoptó un programa político claramente zapatista, aunque dio el predominio político y militar a Villa.
Ante la negativa de los líderes agraristas a disolver sus tropas y reconocer su autoridad, Carranza optó por retirarse a Veracruz y establecer allí su gobierno. En diciembre de 1914, habiendo dejado Carranza expedito el camino hacia la capital, Villa y Zapata entraron en Ciudad de México al mando de las tropas de la Convención, y confiaron la presidencia del gobierno revolucionario a Eulalio Gutiérrez y luego a Roque González Garza. Pero tampoco los intereses de Villa y Zapata podían concordar, y las fisuras se hicieron patentes; Zapata regresó al sur, y Carranza pudo tomar la iniciativa.
Pancho Villa y Emiliano Zapata en el Palacio Presidencial (1914)
En enero de 1915, el general Álvaro Obregón ocupó la Altiplanicie Meridional mexicana y dirigió sus fuerzas contra Villa. El "perfumado", como llamaba Villa al hombre al que estuvo a punto de fusilar, deseaba plantear batalla en el centro del país. El "reaccionario, traidor y bandido", como llamaba Obregón a Villa, no quiso seguir los consejos de replegarse hacia el norte, hacia su base natural, donde podía reunir gran número de hombres y tener el terreno a su favor.
Villa confió excesivamente en las cualidades de sus "dorados" y de su División del Norte, y, entre abril y julio de 1915, fue finalmente derrotado en cuatro grandes batallas entre Celaya y Aguascalientes, batallas en las que llegaron a enfrentarse hasta cuarenta mil hombres de cada uno de los bandos contendientes. En la tercera, una granada villista hizo pedazos el brazo derecho del general Obregón. Recuperada la capital, Carranza instaló de nuevo en ella su gobierno.
De general a guerrillero
En julio de 1915, un derrotado Pancho Villa tuvo que retirarse hacia el norte, y su estrella empezó a declinar. Regresó a Chihuahua, pero ya no como general en jefe de un poderoso ejército, sino a la cabeza de un grupo que apenas contaba con mil hombres. En octubre de 1915, tras obtener el gobierno de Carranza el reconocimiento de los Estados Unidos, Villa decidió jugar una carta arriesgada: atacar intereses estadounidenses para mostrar que Carranza no controlaba el país y enemistarle con el presidente norteamericano, Woodrow Wilson. Se trataba de provocar una intervención norteamericana que obligara a Carranza, como representante del gobierno mexicano, a pactar con los invasores, para poder así presentarse él mismo como jefe máximo de la lucha patriótica y recuperar el terreno perdido.
El 10 de enero de 1916 los villistas pararon un tren, hicieron bajar a los dieciocho viajeros extranjeros (quince de los cuales eran norteamericanos) y los fusilaron. Como el incidente sólo dio lugar a protestas diplomáticas, el 9 de marzo una partida al mando del propio Villa se presentó a las cuatro de la madrugada en la población estadounidense de Columbus, mató a tres soldados e hirió a otros siete, además de a cinco civiles, y saqueó e incendió varios establecimientos.
Pancho Villa (c. 1920)
Esta vez sí se produjo la intervención, pero fue definida como "punitiva", y en teoría quedaba restringida a capturar a los rebeldes. Wilson envió un ejército bajo el mando del general Pershing al norte de México para acabar con Pancho Villa; pero el conocimiento del terreno y la cobertura que le daba la población campesina le permitirían sostenerse durante cuatro años, a medio camino entre la guerrilla y el bandolerismo. Aunque se produjeron enfrentamientos entre villistas y norteamericanos, y entre norteamericanos y constitucionalistas, la fuerza estadounidense se retiró de México en febrero de 1917 sin mayores consecuencias.
Tras el asesinato de Venustiano Carranza en 1920, el presidente interino Adolfo de la Huerta (junio-noviembre de 1920) le ofreció una amnistía y un rancho en Parral (Chihuahua), a cambio de cesar sus actividades y retirarse de la política. Villa depuso las armas y se retiró a la hacienda El Canutillo, el rancho que le había regalado el gobierno; allí, con casi ochocientas personas, todos ellos antiguos compañeros de armas, trató de formar una de sus soñadas colonias militares.
Durante tres años sufrió numerosos atentados de los que salió ileso. Sin embargo, cuando el 20 de julio de 1923 entraba en Parral con su coche acompañado de seis escoltas, fue tiroteado y muerto desde una casa en ruinas por un grupo de hombres al mando de Jesús Salas. El asesinato fue instigado por el entonces presidente Álvaro Obregón (1920-1924) y por su sucesor, Plutarco Elías Calles (1924-1928), temerosos del apoyo que Villa pudiera brindar a Adolfo de la Huerta, que aspiraba a suceder a Obregón en la presidencia.
5 DE JULIO DE 1889 NACE: JEAN COCTEAU
Frecuentó los salones y conoció a Catulle Mendès, Anna de Noailles, Jules Lemaître, E. Rostand y M. Proust. Al mismo tiempo publicaba La Lampe d´Aladin (1909),Príncipe frívolo (1910), La Danse de Sophocle (1912). Diaghilev y Stravinski le señalaron que su camino era equivocado y decidió alejarse del éxito fácil de París retirándose al campo, donde compuso Potomak (1919), una toma de conciencia de las fuentes profundas y secretas de la poesía, expresada a través de una colección de textos y dibujos.
En 1916 conoció a Picasso y frecuentó a pintores y escritores de vanguardia: G. Apollinaire, M. Jacob, P. Reverdy, B. Cendrars, Amedeo Modigliani. En 1917, los Ballets Rusos ofrecieron la primera representación de Parade, ballet realizado por Cocteau, Satie y Picasso que provocó escándalo. En 1919 conoció a R. Radiguet, encuentro que lo llevó a escribir Le secret professionnel (1922), tratado de arte poética y de estilo de una gran profundidad.
A partir de 1921, comenzó un período muy fecundo: Los novios de la torre Eiffel(1923), Antígona y Edipo Rey (1928) en teatro; Plain-Chant (1923), Thomas el impostor (1923) y Le Grand Écart (1923) en poesía y novela. La muerte de Radiguet lo sumió en la depresión y le hizo refugiarse en el opio y el catolicismo. En 1924, reunió y publicó Poesías (1916-1923), y al año siguiente escribió Orfeo y algunos poemas de Opéra.
En 1926, compuso para Stravinski el texto de Edipo rey y publicó su Carta a Jacques Maritain, que marcó la ruptura con todo dogma religioso. En Opio (1930), describió la lucha por liberarse de la droga y durante su cura de desintoxicación en una clínica, compuso Los niños terribles (1929).
En 1930 rodó su primera película, Le sang dun poète, y dio a la Comédie-FrançaiseLa voz humana. Hasta 1946 se expresó esencialmente por medio del teatro: La Machine infernale (1934), Los caballeros de la Mesa Redonda (1937), Los padres terribles (1938), Los monstruos sagrados (1940), La máquina de escribir (1941),Renaud et Armide (1943), El águila de dos cabezas (1946). También publicóPortraits-Souvenirs (1935), Soixante dessins pour les enfants terribles (1935) yMon premier voyage (1937).
A continuación trabajó en la composición de guiones cinematográficos, entre los cuales cabe destacar La bella y la bestia (1945), El águila de dos cabezas (1948),Orfeo (1950) y El testamento de Orfeo (1960). Paralelamente compuso algunos de sus más bellos poemas: Allégories (1941), Léone (1945), La Crucifixion (1946), Le Chiffre sept (1952), Appogiature (1953), Clair-Obscur (1954), Cérémonial espagnol du phénix (1961), Requiem (1962). Las dos obras más significativas de este período de posguerra son La Difficulté dêtre (1947) y Le Journal dun inconnu(1952). En sus últimos años se dedicó también a la actividad pictórica, realizando la decoración de diversas iglesias en la Costa Azul (Fréjus, Villefranche-sur-Mer, alcaldía de Menton).
sábado, 4 de julio de 2020
HÉCTOR TIZÓN GEMELOS
Antes de que le diera el último golpe ya el otro en realidad no se movía. Luego Ernesto Chico se sentó en el mismo tronco en que ahora estaba. Sentía la lengua endurecida, amarga de abundante saliva, la transpiración le mojaba la cara y no podía sacar los ojos del brillante hilo de sangre que a Ernesto Grande le corría desde la boca al cuello, metiéndosele por debajo de la camiseta; hasta que el hilo se detuvo, perdiendo brillo.
Pero ahora oscurecía nuevamente y Ernesto Chico ya comenzaba a impacientarse. Además, el mal olor era cada vez menos soportable. Hacía dos días que le hablaba y se sentía por ello fatigado, cansado de pronunciar casi las mismas palabras. Hoy le había estado diciendo toda la tarde idéntica letanía. Le decía:
Ernesto Grande, ¡eh!... Cómo hiedes, hermano. No lo hagas, vas a ahuyentar los animales... Hermanito, no lo hagas. O te entierro en un pozo. Aspamentarás a los vecinos... Hermano, no seas testarudo y ayúdame como antes lo hacías y juntos encerrábamos las vacas...
Ernesto Grande y Ernesto Chico fueron gemelos; el primero había precedido al segundo por un par de minutos, y sus nacimientos le habían costado al padre, un capataz de la cuadrilla ferroviaria, tres años de cárcel purgando el delito de violación a una muda criada de un puestero de la vecindad; años que luego el padre se cobró con creces dándole palos en la cabeza a los dos chicos que, para evitárselos, habían vivido merodeando por los alrededores, hurtando comida de la casa paterna y holgazaneando por el monte.
El monte no tenía secretos para los gemelos. Podían identificar desde muy lejos a un animal por su olor; conocían la edad de los árboles por el color de su corteza y advertían la inminencia de las crecientes por el leve cambio de tonalidad del agua de los ríos. Eran en ese mundo como un árbol más, terrones confundidos en aquel ritmo silencioso y eterno.
Si algo les tornaba alegres eso era el lejano sonido de las locomotoras. A veces predecían la llegada de un tren escuchando la vibración con sus orejas enormes puestas sobre los rieles. Entonces se preparaban y salían hacia la estación gritando alborozados a las primeras señales del negro humo de petróleo quemado sobre el horizonte; luego, cuando el tren avanzaba, corrían a esconderse detrás de los gruesos eucaliptos junto a un brete abandonado y desde allí miraban pasar el tren, riendo y vociferando con sus anchas bocas.
Pero cuando no había trenes también les agradaba ir hasta la estación y allí, sentados al borde del andén, el uno junto al otro dialogaban; y siempre el diálogo era el mismo, acerca de un lugar:
—¿Adónde plantaba los cayotes el abuelo? —preguntaba Ernesto Chico.
—Al otro lado del puente, junto al río —contestaba Ernesto Grande.
—¿Lejos es? —preguntaba Ernesto Chico.
—Cerquita es —respondía Ernesto Grande.
Y entones el otro volvía a empezar:
—¿Adónde plantaba los cayotes el abuelo?
El padre, por sus ocupaciones, debía realizar frecuentes viajes hacia ambas puntas de las vías ferroviarias. Desde entrada la noche comenzaba el viejo los preparativos, que consistían sobre todo en llamar primeramente a los peones, dando terribles gritos y apedreándoles el techo de las casillas que retumbaban como trueno en la oscuridad, luego hacía sonar estridentemente el riel colgado de uno de los tirantes de la galería y, sin abandonar sus imprecaciones, ayudaba a los hombres a colocar la zorra sobre las vías, se calaba en ese momento más hondo su sombrero aludo y de pie sobre el vehículo, cara al viento, emprendían la marcha. Cuando esto sucedía los dos chicos sabían ya que tendrían toda una mañana de libertad para entrar a saco en la casa y hartarse de comer. Abandonaban entonces sus variados escondites y, junto a los perros y los cerdos, que también participaban del festín, avanzaban sobre la galería, el patio, la cocina y finalmente sobre el dormitorio, donde colgaba la hamaca. Ésta era la última diversión después del jolgorio; Ernesto Grande y Ernesto Chico se trepaban a la hamaca del padre y allí permanecían, adormecidos por el suave balanceo, hasta que los perros, enloquecidos por no poder alcanzarles se cansaban de gritar y los chanchos daban cuenta incluso de las flores, que a pesar de todo nacían en medio de la desolación de piedras y terrones del antiguo jardín.
A eso del mediodía niños, perros y chanchos se replegaban para espiar ocultos la llegada del viejo capataz y escuchar las terribles maldiciones que desde más allá del cerco de cañas huecas que rodeaba la casa le anunciaban.
Pero el padre murió un amanecer.
Ya era tarde; el sol había comenzado hacía rato su camino y la casa estaba en silencio. Los gemelos pensaron que tal vez el viejo habría ido de viaje, aunque nada escucharon: ni los gritos, ni los insultos, ni siquiera el sonar del riel que colgaba de la galería.
Escondidos detrás de un matorral que crecía en los confines del chiquero, se acercaron sigilosamente, cruzaron el jardín abandonado, penetrando en el patio. Dos perros los seguían gruñendo con temerosa desconfianza; ya cerca de la cocina el silencio fue roto estruendosamente por Ernesto Chico al derribar involuntariamente una batea de sobre el viejo cajón que la sostenía. Ante el escándalo Ernesto Grande y los perros huyeron despavoridos a ocultarse y desde allí contemplaron la cara de Ernesto Chico que, en el suelo, esperaba la tandada de garrotazos del viejo. Pero no pasó nada y Ernesto Chico fue saliendo poco a poco de abajo de la batea, mientras Ernesto Grande y los perros se aventuraban nuevamente unos pasos patio adentro. Una vez allí husmearon, caminaron unos cuantos metros y por fin llegaron hasta la puerta de la cocina. Todo estaba en silencio. De la cocina pasaron al dormitorio. Uno de los perros comenzó nuevamente a gruñir y luego a aullar oliendo un supuesto peligro.
De pronto un sordo gorgoteo como el de un ahogado y luego un doloroso estertor les heló la sangre, levantaron entonces la vista descubriendo la hamaca, balanceándose aún. Más allá, contra un cajón, yacía el viejo capataz. Tenía los ojos cruzados y abiertos y una baba espumosa hacía brillar su encanecida barba.
Ante él todos quedaron petrificados, sin atinar a huir; hasta que uno de los perros se acercó al viejo y comenzó a olerlo y luego a lamerle la cara. Pero el viejo no se movía. Entonces los chicos se acercaron, se inclinaron sobre el padre, lo contemplaron detenidamente y Ernesto Grande dijo:
—¡Buuu!... viejo.
—Viejo, viejo, viejo —agregó Ernesto Chico.
Pero el viejo continuó inmóvil.
Entonces los chicos saltaron sobre la hamaca, como cuando el capataz estaba ausente y comenzaron a balancearse, primero leve, muy levemente hasta llegar a un loco vaivén, mientras el perro ladraba, desesperadamente.
Por la tarde vinieron los hombres que alzaron al capataz, depositándolo, rígido, sobre una mesa. Entonces le pusieron piedritas sobre los párpados para sostenérselos, porque estaban aterrados de sus ojos.
Al anochecer ya estaba el viejo dentro de un cajón. Los dos chicos no durmieron esa noche, observando desde afuera a los hombres, sobre el fondo mortecino de las luces de los faroles a querosén; los hombres conversaban en voz baja alrededor del cajón, donde yacía el ex violador de la muda y bebían el contenido de sus jarros.
Al cabo de unos días vino una mujer con la cabeza envuelta en un pañuelo rojo y dijo que tenía que llevarles; ellos se fueron, sobre todo, porque en la casa ya no quedaba un solo mendrugo. Después la mujer se llevó también los cerdos, los perros y los pocos muebles destartalados. Colocó todo eso en un carro, subió al pescante, pero luego bajó, arrancó una brazada de flores que crecían en el antiguo jardín, volvió a treparse al carro y entonces partió alejándose por el camino de hondas huellas a quien había asesinado el ferrocarril. La hamaca desapareció.
Lo mató con un golpe de azada. Primero le dio un golpe y luego otro, y cuando escuchó un estertor le dio otro más. Después lo miró; Ernesto Grande tenía, como el capataz, los ojos enormemente abiertos y brillantes, grandes y de pacífica mirada, como los de una vaca. Él nunca le había visto los ojos así, tan grandes y hermosos, como los de una vaca.
Ernesto Chico había vuelto cambiado; ahora deambulaba solitario y quería que todos fueran buenos y rezaran a Dios.
Los quince años transcurridos lo cambiaron; no los golpes, ni los azotes, ni los insultos —que no comprendía—; sino simplemente los quince años.
Un maestro sastre lo mantuvo al principio durante dos años, pero luego lo echó dándole unas patadas a causa de que él nunca alcanzó a enhebrar un solo hilo, porque sus manos eran duras y grandes y justo cuando estaba en trance de acertar la punta mojada del hilo en el ojo de la aguja, el hilo se iba para un lado y para el otro. Por eso el maestro sastre se puso impaciente y lo despidió.
Vagó por las calles escarbando primeramente los tachos de basura, juntando papeles y botellas en desuso, vendiendo pájaros a las amas de casa, cardenales, jilgueros, tordos, canarios, chalchaleros que él mismo cazaba. Hasta que ese tuerto que tenía el empleo público para cavar fosas en el cementerio municipal, lo llevó consigo a fin de que le ayudara.
Con el tuerto estuvo tres años, o quizá cinco; hasta que por fin supo perfectamente que debía detener la excavación cuando la fosa llegaba a la altura de su cabeza más la pala. Entonces conoció al cura y se fue con él para tocar las campanas, ayudarle a vestirse, a sembrar, a barrer, a planchar las hostias, a colocar las pesadas imágenes sobre los altares.
Cuando regresó la mujer ya no tenía la cabeza envuelta en un pañuelo rojo sino negro.
Regresó pronto sin decir palabra y se instaló en los fondos, cerca del depósito de maíz desgranado. Allí ubicó también, en un rincón oscuro de su pieza, un pequeño altar y una imagen de yeso a la que siempre alumbraba una vela. Junto al altar y la imagen tan sólo permitía estar a una gallina que empollaba en silencio.
Ernesto Grande mataba las horas calcinadas de la siesta espiando la imagen alumbrada junto a la gallina por entremedio de las maderas del tabuco. También observaba al hermano persignarse en mudos ademanes, de rodilla, y luego besar la tierra, junto a la gallina silenciosa e inmóvil. Y eso le daba risa.
No fue cuestión que la mujer dueña de casa le permitiera o prohibiera la entrada cuando Ernesto Chico regresó. Sino que simplemente él vino con un bulto y se quedó. La mujer estaba ya muy vieja y por eso o por cualquier otra razón no le dijo nada. Pero Ernesto Grande lo reconoció y fue corriendo a su lado y le palmeó riéndose con su ancha boca y desde entonces le acompañó nuevamente a todos lados. Sacaban juntos agua del pozo y lo limpiaban para el tiempo de las lluvias, remendaban los techos y marchaban juntos a esconderse entre los matorrales, para desde allí ver en las noches pasar los trenes envueltos en la estela de sus luces.
Hasta que con un golpe de azada lo dejó muerto.
Ernesto Chico vivía en silencio, decía que todos debían ser buenos y no andar por ahí cometiendo pecados. Les hablaba de Dios a las flores, a las piedras, a los trenes que raudamente pasaban como una extraña aparición, o simplemente a nadie.
Al séptimo golpe de azada recién descansó.
Para la fiesta de San Santiago salió al callejón portando una gran cruz de madera. Se había estado preparando durante días, en silencio. Salió al callejón con ese gran crucifijo que le encorvaba, pero también vestido extrañamente: un blanco camisón de la vieja tenía puesto sobre su ropa y la cabeza envuelta con un pañuelo rojo; también llevaba una vela en la mano. Así salió al camino y pronto se unieron a él algunos chicos, algunos perros, un asno y una vaca.
Ernesto Grande, que le había ayudado incluso a cantear los troncos con que luego su hermano hizo la cruz, estaba sorprendido. Había presenciado los preparativos, espiando como siempre por las rendijas del tabuco, pero nunca se pudo imaginar lo que luego vería a la luz de la luna. Y cuando su hermano salió al callejón sintió un escozor incontenible en la garganta y lanzó una estruendosa carcajada, luego otra y otra y después otra. Y ya no pudo parar. Se unió al grupo, por detrás de los chicos, los perros, el asno y la vaca, sin poder contener la risa. Y cuando los demás se cansaron de deambular, él continuaba riéndose. Era una risa amplia, estentórea, pura, que no pudo contener, ni siquiera cuando Ernesto Chico dejando la cruz a un lado comenzó a perseguirle. Era una risa metálica y endemoniadamente ruidosa; aún cuando el otro lo perseguía sin poder alcanzarlo. Una risa que se escuchaba nítidamente desde los techos, las copas de los árboles, detrás de las barrancas donde el hermano se escondía huyendo del duro golpe de la azada.
Hasta que Ernesto Chico lo alcanzó. Ya era de día. Un diáfano día largamente anunciado por los gallos y por un enrojecido y amplio resplandor de sol.
Ernesto chico alcanzó a su hermano y sólo se detuvo luego del séptimo golpe de la azada con que se armara durante la persecución, aunque el otro había dejado de reírse inmediatamente después del primero.
El anunciado sol ya iluminaba sus pies cuando comenzó a hablarle:
—Hermano —le dijo—, Ernesto Grande, no te rías. Dios es malo y no hay que reírse. ¡Eh!
Volvió a mirarle el hilo de sangre que se extendía desde la boca al cuello.
El fuerte calor del día había alborotado a las hormigas que luchaban tenazmente por subirse a la cabeza de Ernesto Grande.
El amanecer de un nuevo día le sorprendió mirándose las manos. Lejos de él, estaba la azada. Echó instintivamente la mano al bolsillo sacando un pedazo de bollo endurecido que empezó a comer, hasta que sintió una profunda arcada.
—Ernesto Grande... —volvió a decirle—. Cómo hiedes, hermano. No lo hagas. La gente se va llegar con tanto hedor.
Después lanzó un alarido.
—¡Hermanitooo!
Y la noche le cubrió de silencio.
Finalmente, cuando se decidió a cavar el pozo, una honda fosa en donde él mismo cabía de pie, más la pala extendida, cuando ya la tierra alrededor formaba un montículo, Ernesto Chico miró a los ojos de su hermano y le preguntó:
—¿Adónde plantaba los cayotes el abuelo?
Rato después la tierra apisonada era una sola cosa con el suelo del rastrojo.
Apenas despuntó el sol, Ernesto Chico de rodillas, con un manojo de pequeñas flores arrancadas no lejos del lugar, entre las manos, con los ojos cerrados, alcanzó a decir claramente: —"Al otro lado del puente, junto al río".
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