sábado, 2 de mayo de 2020

JULIO CORTÁZAR
CIRCE
JULIO CORTÁZAR {CIRCE} - YouTube

Porque ya no ha de importarle, pero esa vez le dolió la coincidencia de los chismes entrecortados, la cara servil de Madre Celeste contándole a tía Bebé la incrédula desazón en el gesto de su padre. Primero fue la de la casa de altos, su manera vacuna de girar despacio la cabeza, rumiando las palabras con delicia de bolo vegetal. Y también la chica de la farmacia -“no porque yo lo crea, pero si fuese verdad, ¡qué horrible!”- y hasta don Emilio, siempre discreto como sus lápices y sus libretas de hule. Todos hablaban de Delia Mañara con un resto de pudor, nada seguros de que pudiera ser así, pero en Mario se abría paso a puerta limpia un aire de rabia subiéndole a la cara. Odió de improviso a su familia con un ineficaz estallido de independencia. No los había querido nunca, sólo la sangre y el miedo a estar solo lo ataban a su madre y a los hermanos. Con los vecinos fue directo y brutal; a don Emilio lo puteó de arriba abajo la primera vez que se repitieron los comentarios. A la de la casa de altos le negó el saludo como si eso pudiera afligirla. Y cuando volvía del trabajo entraba ostensiblemente para saludar a los Mañara y acercarse -a veces con caramelos o un libro- a la muchacha que había matado a sus dos novios.

Yo me acuerdo mal de Delia, pero era fina y rubia, demasiado lenta en sus gestos (yo tenía doce años, el tiempo y las cosas son lentas entonces) y usaba vestidos claros con faldas de vuelo libre. Mario creyó un tiempo que la gracia de Delia y sus vestidos apoyaban el odio de la gente. Se lo dijo a Madre Celeste: “La odian porque no es chusma como ustedes, como yo mismo”, y ni parpadeó cuando su madre hizo ademán de cruzarle la cara con una toalla. Después de eso fue la ruptura manifiesta; lo dejaban solo, le lavaban la ropa como por favor, los domingos se iban a Palermo o de picnic sin siquiera avisarle. Entonces Mario se acercaba a la ventana de Delia y le tiraba una piedrita. A veces ella salía, a veces la escuchaba reírse adentro, un poco malvadamente y sin darle esperanzas.

Vino la pelea Firpo-Dempsey y en cada casa se lloró y hubo indignaciones brutales, seguidas de una humillada melancolía casi colonial. Los Mañara se mudaron a cuatro cuadras y eso hace mucho en Almagro, de manera que otros vecinos empezaron a tratar a Delia, las familias de Victoria y Castro Barros se olvidaron del caso y Mario siguió viéndola dos veces por semana cuando volvía del banco. Era ya verano y Delia quería salir a veces, iban juntos a las confiterías de Rivadavia o a sentarse en Plaza Once. Mario cumplió diecinueve años, Delia vio llegar sin fiestas -todavía estaba de negro- los veintidós.

Los Mañara encontraban injustificado el luto por un novio, hasta Mario hubiera preferido un dolor sólo por dentro. Era penoso presenciar la sonrisa velada de Delia cuando se ponía el sombrero ante el espejo, tan rubia sobre el luto. Se dejaba adorar vagamente por Mario y los Mañara, se dejaba pasear y comprar cosas, volver con la última luz y recibir los domingos por la tarde. A veces salía sola hasta el antiguo barrio, donde Héctor la había festejado. Madre Celeste la vio pasar una tarde y cerró con ostensible desprecio las persianas. Un gato seguía a Delia, no se sabía si era cariño o dominación, le andaban cerca sin que ella los mirara. Mario notó una vez que un perro se apartaba cuando Delia iba a acariciarlo. Ella lo llamó (era en el Once, de tarde) y el perro vino manso, tal vez contento, hasta sus dedos. La madre decía que Delia había jugado con arañas cuando chiquita. Todos se asombraban, hasta Mario que les tenía poco miedo. Y las mariposas venían a su pelo -Mario vio dos en una sola tarde, en San Isidro-, pero Delia las ahuyentaba con un gesto liviano. Héctor le había regalado un conejo blanco, que murió pronto, antes que Héctor. Pero Héctor se tiró en Puerto Nuevo, un domingo de madrugada. Fue entonces cuando Mario oyó los primeros chismes. La muerte de Rolo Médicis no había interesado a nadie desde que medio mundo se muere de un síncope. Cuando Héctor se suicidó los vecinos vieron demasiadas coincidencias, en Mario renacía la cara servil de Madre Celeste contándole a tía Bebé, la incrédula desazón en el gesto de su padre. Para colmo fractura del cráneo, porque Rolo cayó de una pieza al salir del zaguán de los Mañara, y aunque ya estaba muerto, el golpe brutal contra el escalón fue otro feo detalle. Delia se había quedado adentro, raro que no se despidieran en la misma puerta, pero de todos modos estaba cerca de él y fue la primera en gritar. En cambio Héctor murió solo, en una noche de helada blanca, a las cinco horas de haber salido de casa de Delia como todos los sábados.

Yo me acuerdo mal de Mario, pero dicen que hacía linda pareja con Delia. Aunque ella estaba todavía con el luto por Héctor (nunca se puso luto por Rolo, vaya a saber el capricho), aceptaba la compañía de Mario para pasear por Almagro o ir al cine. Hasta ese entonces Mario se había sentido fuera de Delia, de su vida, hasta de la casa. Era siempre una “visita”, y entre nosotros la palabra tiene un sentido exacto y divisorio. Cuando la tomaba del brazo para cruzar la calle, o al subir la escalera de la estación Medrano, miraba a veces su mano apretada contra la seda negra del vestido de Delia. Medía ese blanco sobre negro, esa distancia. Pero Delia se acercaría cuando volviera al gris, a los claros sombreros para el domingo de mañana.

Ahora que los chismes no eran un artificio absoluto, lo miserable para Mario estaba en que anexaban episodios indiferentes para darles un sentido. Mucha gente muere en Buenos Aires de ataques cardíacos o asfixia por inmersión. Muchos conejos languidecen y mueren en las casas, en los patios. Muchos perros rehúyen o aceptan las caricias. Las pocas líneas que Héctor dejó a su madre, los sollozos que la de la casa de altos dijo haber oído en el zaguán de los Mañara la noche en que murió Rolo (pero antes del golpe), el rostro de Delia los primeros días… La gente pone tanta inteligencia en esas cosas, y cómo de tantos nudos agregándose nace al final el trozo de tapiz -Mario vería a veces el tapiz, con asco, con terror, cuando el insomnio entraba en su piecita para ganarle la noche.

“Perdóname mi muerte, es imposible que entiendas, pero perdóname, mamá.” Un papelito arrancado al borde de Crítica, apretado con una piedra al lado del saco que quedó como un mojón para el primer marinero de la madrugada. Hasta esa noche había sido tan feliz, claro que lo habían visto raro las últimas semanas; no raro, mejor distraído, mirando el aire como si viera cosas. Igual que si tratara de escribir algo en el aire, descifrar un enigma. Todos los muchachos del café Rubí estaban de acuerdo. Mientras que Rolo no, le falló el corazón de golpe, Rolo era un muchacho solo y tranquilo, con plata y un Chevrolet doble faetón, de manera que pocos lo habían confrontado en ese tiempo final. En los zaguanes las cosas resuenan tanto, la de la casa de altos sostuvo días y días que el llanto de Rolo había sido como un alarido sofocado, un grito entre las manos que quieren ahogarlo y lo van cortando en pedazos. Y casi enseguida el golpe atroz de la cabeza contra el escalón, la carrera de Delia clamando, el revuelo ya inútil.

Sin darse cuenta, Mario juntaba pedazos de episodios, se descubría urdiendo explicaciones paralelas al ataque de los vecinos. Nunca preguntó a Delia, esperaba vagamente algo de ella. A veces pensaba si Delia sabría exactamente lo que se murmuraba. Hasta los Mañara eran raros, con su manera de aludir a Rolo y a Héctor sin violencia, como si estuviesen de viaje. Delia callaba protegida por ese acuerdo precavido e incondicional. Cuando Mario se agregó, discreto como ellos, los tres cubrieron a Delia con una sombra fina y constante, casi transparente los martes o los jueves, más palpable y solícita de sábado a lunes. Delia recobraba ahora una menuda vivacidad episódica, un día tocó el piano, otra vez jugó al ludo; era más dulce con Mario, lo hacía sentarse cerca de la ventana de la sala y le explicaba proyectos de costura o de bordado. Nunca le decía nada de los postres o los bombones, a Mario le extrañaba, pero lo atribuía a delicadeza, a miedo de aburrirlo. Los Mañara alababan los licores de Delia; una noche quisieron servirle una copita, pero Delia dijo con brusquedad que eran licores para mujeres y que había volcado casi todas las botellas. “A Héctor…”, empezó plañidera su madre, y no dijo más por no apenar a Mario. Después se dieron cuenta de que a Mario no lo molestaba la evocación de los novios. No volvieron a hablar de licores hasta que Delia recobró la animación y quiso probar recetas nuevas. Mario se acordaba de esa tarde porque acababan de ascenderlo, y lo primero que hizo fue comprarle bombones a Delia. Los Mañara picoteaban pacientemente la galena del aparatito con teléfonos, y lo hicieron quedarse un rato en el comedor para que escuchara cantar a Rosita Quiroga. Luego él les dijo lo del ascenso, y que le traía bombones a Delia.

-Hiciste mal en comprar eso, pero andá, lleváselos, está en la sala. -Y lo miraron salir y se miraron hasta que Mañara se sacó los teléfonos como si se quitara una corona de laurel, y la señora suspiró desviando los ojos. De pronto los dos parecían desdichados, perdidos. Con un gesto turbio Mañara levantó la palanquita de la galena.

Delia se quedó mirando la caja y no hizo mucho caso de los bombones, pero cuando estaba comiendo el segundo, de menta con una crestita de nuez, le dijo a Mario que sabía hacer bombones. Parecía excusarse por no haberle confiado antes tantas cosas, empezó a describir con agilidad la manera de hacer los bombones, el relleno y los baños de chocolate o moka. Su mejor receta eran unos bombones a la naranja rellenos de licor, con una aguja perforó uno de los que le traía Mario para mostrarle cómo se los manipulaba; Mario veía sus dedos demasiado blancos contra el bombón, mirándola explicar le parecía un cirujano pausando un delicado tiempo quirúrgico. El bombón como una menuda laucha entre los dedos de Delia, una cosa diminuta pero viva que la aguja laceraba. Mario sintió un raro malestar, una dulzura de abominable repugnancia. “Tire ese bombón”, hubiera querido decirle. “Tírelo lejos, no vaya a llevárselo a la boca, porque está vivo, es un ratón vivo.” Después le volvió la alegría del ascenso, oyó a Delia repetir la receta del licor de té, del licor de rosa… Hundió los dedos en la caja y comió dos, tres bombones seguidos. Delia se sonreía como burlándose. Él se imaginaba cosas, y fue temerosamente feliz. “El tercer novio”, pensó raramente. “Decirle así: su tercer novio, pero vivo.”

Ahora ya es más difícil hablar de esto, está mezclado con otras historias que uno agrega a base de olvidos menores, de falsedades mínimas que tejen y tejen por detrás de los recuerdos; parece que él iba más seguido a lo de Mañara, la vuelta a la vida de Delia lo ceñía a sus gustos y a sus caprichos, hasta los Mañara le pidieron con algún recelo que alentara a Delia, y él compraba las sustancias para los licores, los filtros y embudos que ella recibía con una grave satisfacción en la que Mario sospechaba un poco de amor, por lo menos algún olvido de los muertos.

Los domingos se quedaba de sobremesa con los suyos, y Madre Celeste se lo agradecía sin sonreír, pero dándole lo mejor del postre y el café muy caliente. Por fin habían cesado los chismes, al menos no se hablaba de Delia en su presencia. Quién sabe si los bofetones al más chico de los Camiletti o el agrio encresparse frente a Madre Celeste entraban en eso; Mario llegó a creer que habían recapacitado, que absolvían a Delia y hasta la consideraban de nuevo. Nunca habló de su casa en lo de Mañara, ni mencionó a su amiga en las sobremesas del domingo. Empezaba a creer posible esa doble vida a cuatro cuadras una de otra; la esquina de Rivadavia y Castro Barros era el puente necesario y eficaz. Hasta tuvo esperanza de que el futuro acercara las casas, las gentes, sordo al paso incomprensible que sentía -a veces, a solas- como íntimamente ajeno y oscuro.

Otras gentes no iban a ver a los Mañara. Asombraba un poco esa ausencia de parientes o de amigos. Mario no tenía necesidad de inventarse un toque especial de timbre, todos sabían que era él. En diciembre, con un calor húmedo y dulce, Delia logró el licor de naranja concentrado, lo bebieron felices un atardecer de tormenta. Los Mañara no quisieron probarlo, seguros de que les haría mal. Delia no se ofendió, pero estaba como transfigurada mientras Mario sorbía apreciativo el dedalito violáceo lleno de luz naranja, de olor quemante. “Me va a hacer morir de calor, pero está delicioso”, dijo una o dos veces. Delia, que hablaba poco cuando estaba contenta, observó: “Lo hice para vos”. Los Mañara la miraban como queriendo leerle la receta, la alquimia minuciosa de quince días de trabajo.

A Rolo le habían gustado los licores de Delia, Mario lo supo por unas palabras de Mañara dichas al pasar cuando Delia no estaba: “Ella le hizo muchas bebidas. Pero Rolo tenía miedo por el corazón. El alcohol es malo para el corazón.” Tener un novio tan delicado, Mario comprendía ahora la liberación que asomaba en los gestos, en la manera de tocar el piano de Delia. Estuvo por preguntarle a los Mañara qué le gustaba a Héctor, si también Delia le hacía licores o postres a Héctor. Pensó en los bombones que Delia volvía a ensayar y que se alineaban para secarse en una repisa de la antecocina. Algo le decía a Mario que Delia iba a conseguir cosas maravillosas con los bombones. Después de pedir muchas veces, obtuvo que ella le hiciera probar uno. Ya se iba cuando Delia le trajo una muestra blanca y liviana en un platito de alpaca. Mientras lo saboreaba -algo apenas amargo, con un asomo de menta y nuez moscada mezclándose raramente-, Delia tenía los ojos bajos y el aire modesto. Se negó a aceptar los elogios, no era más que un ensayo y aún estaba lejos de lo que se proponía. Pero a la visita siguiente -también de noche, ya en la sombra de la despedida junto al piano- le permitió probar otro ensayo. Había que cerrar los ojos para adivinar el sabor, y Mario obediente cerró los ojos y adivinó un sabor a mandarina, levísimo, viniendo desde lo más hondo del chocolate. Sus dientes desmenuzaban trocitos crocantes, no alcanzó a sentir su sabor y era sólo la sensación agradable de encontrar un apoyo entre esa pulpa dulce y esquiva.

Delia estaba contenta del resultado, dijo a Mario que su descripción del sabor se acercaba a lo que había esperado. Todavía faltaban ensayos, había cosas sutiles por equilibrar. Los Mañara le dijeron a Mario que Delia no había vuelto a sentarse al piano, que se pasaba las horas preparando los licores, los bombones. No lo decían con reproche, pero tampoco estaban contentos; Mario adivinó que los gastos de Delia los afligían. Entonces pidió a Delia en secreto una lista de las esencias y sustancias necesarias. Ella hizo algo que nunca antes, le pasó los brazos por el cuello y lo besó en la mejilla. Su boca olía despacito a menta. Mario cerró los ojos llevado por la necesidad de sentir el perfume y el sabor desde debajo de los párpados. Y el beso volvió, más duro y quejándose.

No supo si le había devuelto el beso, tal vez se quedó quieto y pasivo, catador de Delia en la penumbra de la sala. Ella tocó el piano, como casi nunca ahora, y le pidió que volviera al otro día. Nunca habían hablado con esa voz, nunca se habían callado así. Los Mañara sospecharon algo, porque vinieron agitando los periódicos y con noticias de un aviador perdido en el Atlántico. Eran días en que muchos aviadores se quedaban a mitad del Atlántico. Alguien encendió la luz y Delia se apartó enojada del piano, a Mario le pareció un instante que su gesto ante la luz tenía algo de la fuga enceguecida del ciempiés, una loca carrera por las paredes. Abría y cerraba las manos, en el vano de la puerta, y después volvió como avergonzada, mirando de reojo a los Mañara; los miraba de reojo y se sonreía.

Sin sorpresa, casi como una confirmación, midió Mario esa noche la fragilidad de la paz de Delia, el peso persistente de la doble muerte. Rolo, vaya y pase; Héctor era ya el desborde, el trizado que desnuda un espejo. De Delia quedaban las manías delicadas, la manipulación de esencias y animales, su contacto con cosas simples y oscuras, la cercanía de las mariposas y los gatos, el aura de su respiración a medias en la muerte. Se prometió una caridad sin límites, una cura de años en habitaciones claras y parques alejados del recuerdo; tal vez sin casarse con Delia, simplemente prolongando este amor tranquilo hasta que ella no viese más una tercera muerte andando a su lado, otro novio, el que sigue para morir.

Creyó que los Mañara iban a alegrarse cuando él empezara a traerle los extractos a Delia; en cambio se enfurruñaron y se replegaron hoscos, sin comentarios, aunque terminaban transando y yéndose, sobre todo cuando venía la hora de las pruebas, siempre en la sala y casi de noche, y había que cerrar los ojos y definir -con cuántas vacilaciones a veces por la sutilidad de la materia- el sabor de un trocito de pulpa nueva, pequeño milagro en el plato de alpaca.

A cambio de esas atenciones, Mario obtenía de Delia una promesa de ir juntos al cine o pasear por Palermo. En los Mañara advertía gratitud y complicidad cada vez que venía a buscarla el sábado de tarde o la mañana del domingo. Como si prefiriesen quedarse solos en la casa para oír radio o jugar a las cartas. Pero también sospechó una repugnancia de Delia a irse de la casa cuando quedaban los viejos. Aunque no estaba triste junto a Mario, las pocas veces que salieron con los Mañara se alegró más, entonces se divertía de veras en la Exposición Rural, quería pastillas y aceptaba juguetes que a la vuelta miraba con fijeza, estudiándolos hasta cansarse. El aire puro le hacía bien, Mario le vio una tez más clara y un andar decidido. Lástima esa vuelta vespertina al laboratorio, el ensimismamiento interminable con la balanza o las tenacillas. Ahora los bombones la absorbían al punto de dejar los licores; ahora pocas veces daba a probar sus hallazgos. A los Mañara nunca; Mario sospechaba sin razones que los Mañara hubieran rehusado probar sabores nuevos; preferían los caramelos comunes y si Delia dejaba una caja sobre la mesa, sin invitarlos pero como invitándolos, ellos escogían las formas simples, las de antes, y hasta cortaban los bombones para examinar el relleno. A Mario lo divertía el sordo descontento de Delia junto al piano, su aire falsamente distraído. Guardaba para él las novedades, a último momento venía de la cocina con el platito de alpaca; una vez se hizo tarde tocando el piano y Delia dejó que la acompañara hasta la cocina para buscar unos bombones nuevos. Cuando encendió la luz, Mario vio el gato dormido en su rincón y las cucarachas que huían por las baldosas. Se acordó de la cocina de su casa, Madre Celeste desparramando polvo amarillo en los zócalos. Aquella noche los bombones tenían gusto a moka y un dejo raramente salado (en lo más lejano del sabor), como si al final del gusto se escondiera una lágrima; era idiota pensar en eso, en el resto de las lágrimas caídas la noche de Rolo en el zaguán.

-El pez de color está tan triste -dijo Delia, mostrándole el bocal con piedritas y falsas vegetaciones. Un pececillo rosa translúcido dormitaba con un acompasado movimiento de la boca. Su ojo frío miraba a Mario como una perla viva. Mario pensó en el ojo salado como una lágrima que resbalaría entre los dientes al mascarlo.

-Hay que renovarle más seguido el agua -propuso.

-Es inútil, está viejo y enfermo. Mañana se va a morir.

A él le sonó el anuncio como un retorno a lo peor, a la Delia atormentada del luto y los primeros tiempos. Todavía tan cerca de aquello, del peldaño y el muelle, con fotos de Héctor apareciendo de golpe entre los pares de medias o las enaguas de verano. Y una flor seca -del velorio de Rolo- sujeta sobre una estampa en la hoja del ropero.

Antes de irse le pidió que se casara con él en el otoño. Delia no dijo nada, se puso a mirar el suelo como si buscara una hormiga en la sala. Nunca habían hablado de eso. Delia parecía querer habituarse y pensar antes de contestarle. Después lo miró brillantemente, irguiéndose de golpe. Estaba hermosa, le temblaba un poco la boca. Hizo un gesto como para abrir una puertecita en el aire, un ademán casi mágico.

-Entonces sos mi novio -dijo-. Qué distinto me parecés, qué cambiado.

Madre Celeste oyó sin hablar la noticia, puso a un lado la plancha y en todo el día no se movió de su cuarto, adonde entraban de a uno los hermanos para salir con caras largas y vasitos de Hesperidina. Mario se fue a ver fútbol y por la noche llevó rosas a Delia. Los Mañara lo esperaban en la sala, lo abrazaron y le dijeron cosas, hubo que destapar una botella de oporto y comer masas. Ahora el tratamiento era íntimo y a la vez más lejano. Perdían la simplicidad de amigos para mirarse con los ojos del pariente, del que lo sabe todo desde la primera infancia. Mario besó a Delia, besó a mamá Mañara y al abrazar fuerte a su futuro suegro hubiera querido decirle que confiaran en él, nuevo soporte del hogar, pero no le venían las palabras. Se notaba que también los Mañara hubieran querido decirle algo y no se animaban. Agitando los periódicos volvieron a su cuarto y Mario se quedó con Delia y el piano, con Delia y la llamada de amor indio.

Una o dos veces, durante esas semanas de noviazgo, estuvo a un paso de citar a papá Mañara fuera de la casa para hablarle de los anónimos. Después lo creyó inútilmente cruel porque nada podía hacerse contra esos miserables que lo hostigaban. El peor vino un sábado a mediodía en un sobre azul, Mario se quedó mirando la fotografía de Héctor en Última Hora y los párrafos subrayados con tinta azul. “Sólo una honda desesperación pudo arrastrarlo al suicidio, según declaraciones de los familiares”. Pensó raramente que los familiares de Héctor no habían aparecido más por lo de Mañara. Quizá fueron alguna vez en los primeros días. Se acordaba ahora del pez de color, los Mañara habían dicho que era regalo de la madre de Héctor. Pez de color muerto el día anunciado por Delia. Sólo una honda desesperación pudo arrastrarlo. Quemó el sobre, el recorte, hizo un recuento de sospechosos y se propuso franquearse con Delia, salvarla en sí mismo de los hilos de baba, del rezumar intolerable de esos rumores. A los cinco días (no había hablado con Delia ni con los Mañara), vino el segundo. En la cartulina celeste había primero una estrellita (no se sabía por qué) y después: “Yo que usted tendría cuidado con el escalón de la cancel”. Del sobre salió un perfume vago a jabón de almendra. Mario pensó si la de la casa de altos usaría jabón de almendra, hasta tuvo el torpe valor de revisar la cómoda de Madre Celeste y de su hermana. También quemó este anónimo, tampoco le dijo nada a Delia. Era en diciembre, con el calor de esos diciembres del veintitantos, ahora iba después de cenar a lo de Delia y hablaban paseándose por el jardincito de atrás o dando vuelta a la manzana. Con el calor comían menos bombones, no que Delia renunciara a sus ensayos, pero traía pocas muestras a la sala, prefería guardarlos en cajas antiguas, protegidos en moldecitos, con un fino césped de papel verde claro por encima. Mario la notó inquieta, como alerta. A veces miraba hacia atrás en las esquinas, y la noche que hizo un gesto de rechazo al llegar al buzón de Medrano y Rivadavia, Mario comprendió que también a ella la estaban torturando desde lejos; que compartían sin decirlo un mismo hostigamiento.

Se encontró con papá Mañara en el Munich de Cangallo y Pueyrredón, lo colmó de cerveza y papas fritas sin arrancarlo de una vigilante modorra, como si desconfiara de la cita. Mario le dijo riendo que no iba a pedirle plata, sin rodeos le habló de los anónimos, la nerviosidad de Delia, el buzón de Medrano y Rivadavia.

-Ya sé que apenas nos casemos se acabarán estas infamias. Pero necesito que ustedes me ayuden, que la protejan. Una cosa así puede hacerle daño. Es tan delicada, tan sensible.

-Vos querés decir que se puede volver loca, ¿no es cierto?

-Bueno, no es eso. Pero si recibe anónimos como yo y se los calla, y eso se va juntando…

-Vos no la conocés a Delia. Los anónimos se los pasa… quiero decir que no le hacen mella. Es más dura de lo que te pensás.

-Pero mire que está como sobresaltada, que algo la trabaja -atinó a decir indefenso Mario.

-No es por eso, sabés. -Bebía su cerveza como para que le tapara la voz. -Antes fue igual, yo la conozco bien.

-¿Antes de qué?

-Antes de que se le murieran, zonzo. Pagá que estoy apurado.

Quiso protestar, pero papá Mañara estaba ya andando hacia la puerta. Le hizo un gesto vago de despedida y se fue para el Once con la cabeza gacha. Mario no se animó a seguirlo, ni siquiera pensar mucho lo que acababa de oír. Ahora estaba otra vez solo como al principio, frente a Madre Celeste, la de la casa de altos y los Mañara. Hasta los Mañara.

Delia sospechaba algo porque lo recibió distinta, casi parlanchina y sonsacadora. Tal vez los Mañara habían hablado del encuentro en el Munich. Mario esperó que tocara el tema para ayudarla a salir de ese silencio, pero ella prefería Rose Marie y un poco de Schumann, los tangos de Pacho con un compás cortado y entrador, hasta que los Mañara llegaron con galletitas y málaga y encendieron todas las luces. Se habló de Pola Negri, de un crimen en Liniers, del eclipse parcial y la descompostura del gato. Delia creía que el gato estaba empachado de pelos y apoyaba un tratamiento de aceite de castor. Los Mañara le daban la razón sin opinar, pero no parecían convencidos. Se acordaron de un veterinario amigo, de unas hojas amargas. Optaban por dejarlo solo en el jardincito, que él mismo eligiera los pastos curativos. Pero Delia dijo que el gato se moriría; tal vez el aceite le prolongara la vida un poco más. Oyeron a un diariero en la esquina y los Mañara corrieron juntos a comprar Última Hora. A una muda consulta de Delia fue Mario a apagar las luces de la sala. Quedó la lámpara en la mesa del rincón, manchando de amarillo viejo la carpeta de bordados futuristas. En torno del piano había una luz velada.

Mario preguntó por la ropa de Delia, si trabajaba en su ajuar, si marzo era mejor que mayo para el casamiento. Esperaba un instante de valor para mencionar los anónimos, un resto de miedo a equivocarse lo detenía cada vez. Delia estaba junto a él en el sofá verde oscuro, su ropa celeste la recortaba débilmente en la penumbra. Una vez que quiso besarla, la sintió contraerse poco a poco.

-Mamá va a volver a despedirse. Esperá que se vayan a la cama…

Afuera se oía a los Mañara, el crujir del diario, su diálogo continuo. No tenían sueño esa noche, las once y media y seguían charlando. Delia volvió al piano, como obstinándose tocaba largos valses criollos con da capo al fine una vez y otra, escalas y adornos un poco cursis, pero que a Mario le encantaban, y siguió en el piano hasta que los Mañara vinieron a decirles buenas noches, y que no se quedaran mucho rato, ahora que él era de la familia tenía que velar más que nunca por Delia y cuidar que no trasnochara. Cuando se fueron, como a disgusto, pero rendidos de sueño, el calor entraba a bocanadas por la puerta del zaguán y la ventana de la sala. Mario quiso un vaso de agua fresca y fue a la cocina, aunque Delia quería servírselo y se molestó un poco. Cuando estuvo de vuelta vio a Delia en la ventana, mirando la calle vacía por donde antes en noches iguales se iban Rolo y Héctor. Algo de luna se acostaba ya en el piso cerca de Delia, en el plato de alpaca que Delia guardaba en la mano como otra pequeña luna. No había querido pedirle a Mario que probara delante de los Mañara, él tenía que comprender cómo la cansaban los reproches de los Mañara, siempre encontraban que era abusar de la bondad de Mario pedirle que probara los nuevos bombones -claro que si no tenía ganas, pero nadie le merecía más confianza, los Mañara eran incapaces de apreciar un sabor distinto. Le ofrecía el bombón como suplicando, pero Mario comprendió el deseo que poblaba su voz, ahora lo abarcaba con una claridad que no venía de la luna, ni siquiera de Delia. Puso el vaso de agua sobre el piano (no había bebido en la cocina) y sostuvo con dos dedos el bombón, con Delia a su lado esperando el veredicto, anhelosa la respiración, como si todo dependiera de eso, sin hablar pero urgiéndolo con el gesto, los ojos crecidos -o era la sombra de la sala-, oscilando apenas el cuerpo al jadear, porque ahora era casi un jadeo cuando Mario acercó el bombón a la boca, iba a morder, bajaba la mano y Delia gemía como si en medio de un placer infinito se sintiera de pronto frustrada. Con la mano libre apretó apenas los flancos del bombón, pero no lo miraba, tenía los ojos en Delia y la cara de yeso, un pierrot repugnante en la penumbra. Los dedos se separaban, dividiendo el bombón. La luna cayó de plano en la masa blanquecina de la cucaracha, el cuerpo desnudo de su revestimiento coriáceo, y alrededor, mezclados con la menta y el mazapán, los trocitos de patas y alas, el polvillo del caparacho triturado.

Cuando le tiró los pedazos a la cara, Delia se tapó los ojos y empezó a sollozar, jadeando en un hipo que la ahogaba, cada vez más agudo el llanto, como la noche de Rolo; entonces los dedos de Mario se cerraron en su garganta como para protegerla de ese horror que le subía del pecho, un borborigmo de lloro y quejido, con risas quebradas por retorcimientos, pero él quería solamente que se callara y apretaba para que solamente se callara; la de la casa de altos estaría ya escuchando con miedo y delicia, de modo que había que callarla a toda costa. A su espalda, desde la cocina donde había encontrado al gato con las astillas clavadas en los ojos, todavía arrastrándose para morir dentro de la casa, oía la respiración de los Mañara levantados, escondiéndose en el comedor para espiarlos, estaba seguro de que los Mañara habían oído y estaban ahí contra la puerta, en la sombra del comedor, oyendo cómo él hacía callar a Delia. Aflojó el apretón y la dejó resbalar hasta el sofá, convulsa y negra, pero viva. Oía jadear a los Mañara, le dieron lástima por tantas cosas, por Delia misma, por dejársela otra vez y viva. Igual que Héctor y Rolo, se iba y se las dejaba. Tuvo mucha lástima de los Mañara, que habían estado ahí agazapados y esperando que él -por fin alguno- hiciera callar a Delia que lloraba, hiciera cesar por fin el llanto de Delia.

ROBERTO ARLT AGUAFUERTES PORTEÑAS LA DECADENCIA DE LA RECETA MÉDICA

ROBERTO ARLT
AGUAFUERTES PORTEÑAS
LA DECADENCIA DE LA RECETA MÉDICA
abc - Autores Argentinos
Parodiando a Rudyard Kipling, diré:

-¿Hay algo más notable que escuchar a un médico hablar mal de un farmacéutico? Sí; y es escuchar las opiniones de un farmacéutico acer­ca de un médico.

Gente notable, cavilosa y embrollona esta de los boticarios.

Sobre todo ahora, que triunfa el específico; sobre todo ahora que ha sonado la hora de la decadencia de la receta.

Yo recuerdo haberme extasiado numerosas veces con esos folletos de truhanerías farmacéuticas que comienzan con el sacramental “antes después”.

En el “antes”, aparece un sujeto escuálido, mostrando los doscien­tos huesos que tiene el cuerpo humano y echando el alma por la boca, mientras dirige un gracioso visaje de moribundo a un frasco que, en una vitrina, promete la resurrección.

En el “después”, aparece el individuo a que se refiere el prospecto, que es el mismo personaje, pero rollizo, rodeado de un enjambre de cria­turas, y sonriendo afablemente al dicho frasco del anuncio, mientras que, a través de una ventana del dibujo, se ve correr a una multitud de dolien­tes hacia el boliche donde venden la mencionada panacea.

Ayer, quiero decir hace veinte años, llegaba de España un farruco, trabajaba de lavapisos cinco años en una farmacia, al cabo de los cinco años, y después de haber dado hartas muestras de fidelidad y honradez a su amo, éste lo ascendía a lavabotellas y ayudante en el laboratorio, y el sujeto entraba a manipular los ácidos, y a preparar recetas aplican­do, en ausencia de su amo, inyecciones escasas, y opinando ya sobre las dolencias, que en tren de consulta venían a exteriorizar las lavanderas de la vecindad.

Después de varios años de trastienda, y cuando ya conocía bien el oficio, o mejor dicho, “cuando le había tomado la mano”, instalaba una botiquita en un barrio distante, ponía dos frascos, uno con agua verde y otro con agua roja, en él despacho. En la vidriera que daba a la calle, un bote con alcohol y, flotando en el alcohol, una víbora venenosa, y en la entrada del laboratorio una frase en latín que tomaba del Manual del Perfecto Idóneo.

Realizados todos estos trámites, destinados a ofrecer una suficiente idea de sus conocimientos médico-farmacéuticos, el ex lavapisos se daba a la dificultosa tarea de vender ácido bórico, jabón de palo, barras de azufre para los “aires”, manito “para los chicos”, licor de Las Hermanas “para las señoras”, vela de baño, untura blanca, tintura de yodo, magnesia, algodón, polvo de arroz y Agua Florida, a la que después reem­plazó el Agua Colonia. Y pare de contar.

El farmacéutico no sólo tenía la ocupación de vender el agua de su pozo -que, siempre que fuera profundo, lo enriquecía- sino que ade­más, como era el personaje más respetable del barrio, “el más sabio”, era también el que recibía las confidencias de todas las personas. Ejem­plo: concurría a la farmacia una señora enferma ya de cuidado. El far­macéutico comprendía que, recetando por su cuenta, se metía en camisa de once varas, y entonces, le decía a la señora:

-Vea, yo podría despacharle a usted una receta; podría, pero no quie­ro hacerle gastar. Hágase ver por un médico. Yo no soy de esos farma­céuticos que, para vender algo, son capaces de estropearle la salud a la clienta.

A las veinticuatro horas caía la damnificada con un tendal de rece­tas, y, entonces, el alquimista de verdad (pues convierte el agua del pozo en oro) le decía:

-¿Ha visto, señora, cómo yo tenía razón en decirle que se hiciera revisar del médico? ¡Cuántas veces me he quedado pensando en esas visitas misteriosas que hacen los maridos a la farmacia a la hora en que no “hay nadie que curiosee en las puertas”! Esas consultas en que el damnificado mira tor­vamente en redor; el farmacéutico lo hace pasar a la rebotica, corre la cortinilla de terciopelo deshilachado y se queda conferenciando un rato con el hombre que propone y no dispone.

¡Era linda, antaño, la vida de farmacéutico! Era linda y productiva. Bastaba tener un pozo de agua, ser amable, curanderesco y taimado, pa­ra llenarse la bolsa de patacones auténticos.

Tengo simpatías por los farmacéuticos. Son gentes que tienen cono­cimientos para poder fabricar bombas de dinamita, que a veces se ocul­tan bajo una pastilla de menta; y ello me merece un profundo respeto.

Pues bien, en la actualidad, todo esa gente está de capa caída. A me- ‘. nos de vender cocaína, se muere de hambre.

La profesión ha sido muerta por el específico.

Hoy, ningún médico receta preparados que, con razonable ganan­cia, se podrían confeccionar en la farmacia. Todos administran específi­cos, remedios que ya vienen preparados. Basta tomar el catálogo de una industria química, para darse cuenta de que se preparan remedios para la tos, el reumatismo, la apendicitis, el cáncer, la locura, y el diablo a cuatro. Y el farmacéutico está reducido a la simple condición de despa­chante de frascos con un montón de estampillas fiscales y aduaneras, que no le dejan sino “un margen del quince por ciento”, es decir, quince cen­tavos por cada peso; cuando antes, por una receta que costaba quince centavos, cobraban un peso y treinta y cinco.

Hoy los farmacéuticos languidecen. En la provincia llevan una vida de batalla con los médicos, pues entrambos se arrebatan los escasos en­fermos; y aquí, en la ciudad, se aburren, en las puertas de sus covachue­las, contemplando la balanza de precisión y un alambique que pasó por las manos de cuatro generaciones de farmacéuticos, sin que ninguno lo usara.

lunes, 27 de abril de 2020

27 ABRIL DE 1977 ES SECUESTRADO HÉCTOR G. OESTERHELD

27 ABRIL DE 1977 ES SECUESTRADO
HÉCTOR  G. OESTERHELD
Escritor de cuentos infantiles y guionista de cómics argentino nacido en Buenos Aires en 1919 y fallecido entre 1977 y 1978, después de que fuera secuestrado y torturado por el régimen militar del general Videla. Con dibujos de Francisco Solano y Alberto Breccia creó El Eternauta, obra cumbre del cómic latinoamericano que continúa reeditándose en varios idiomas y cuenta con miles
de seguidores en América y Europa.
Licenciado en geología, Oesterheld comenzó a escribir guiones y relatos de aventuras para historietas a partir de 1950. Se dio a conocer con Alan y Crazy y después popularizó decenas de personajes como Ray Kitt (1951), Bull Rocket (1952), El Sargento Kirk (1952), Tarpón (1953), Uma-Uma (1953), Dragón Blanco (1955), Scout River (1956), Ticonderonga (1957), Ernie Pike (1957), Joe Zonda (1958), Mort Cinder (1962), Artemio (1970) y Argón el Justiciero (1970), entre otros. Fundó la editorial Frontera y editó los magazines Hora Cero Mensual y Frontera Mensual pero fue sin duda El Eternauta, su obra maestra, el guión que convirtió al escritor en referente obligado del cómic argentino. La historieta comenzó a publicarse en 1957 con dibujos de Francisco Solano López, después el autor modificó algunos detalles del guión y, con los trazos de Breccia, El Eternauta apareció en la revista Gente. Tras un periodo de interrupción por problemas editoriales, la serie reapareció en la década de los setenta en publicación Skorpio y, nuevamente, con Solano como dibujante.
Comprometido con los ideales democráticos y la lucha contra los regímenes dictatoriales, Oesterheld simpatizó con el movimiento montonero y fue uno de los miembros destacados de la intelectualidad argentina enfrentada al Gobierno militar. Escondido durante meses para huir de los hombres de Videla, el 27 de abril de 1977 fue secuestrado en La Plata por la policía militar. Se cree que después fue trasladado a los centros de detención del Campo de Mayo y La Tablada, donde fue torturado y, finalmente, fusilado en algún lugar de la localidad de Mercedes. 
Bajo la dictadura argentina que se cobró la vida de más de 30.000 personas, la viuda de Oesterheld, Elsa Sánchez Beis, perdió a toda su familia. Su marido, sus cuatro hijas -Estela, Marina, Diana y Beatriz-, sus dos yernos -esposos de Diana y Estela- y sus dos nietos -los bebés que esperaban Diana y Marina- desaparecieron sin dejar ningún rastro. De los nueve, sólo pudo recuperar y enterrar el cadáver de Beatriz.

viernes, 24 de abril de 2020

ROBERTO ARLT AGUAFUERTES PORTEÑAS SILLA EN LA VEREDA

ROBERTO ARLT
AGUAFUERTES PORTEÑAS
SILLA EN LA VEREDA
Aguafuertes porteñas: Sillas en la vereda | Editorial 800golpes
Llegaron las noches de las sillas en la vereda; de las familias estanca­das en las puertas de sus casas; llegaron, las noches del amor sentimental de “buenas noches, vecina”, el político e insinuante “¿cómo le va, don Pascual?”. Y don Pascual sonrie .y se atusa los “baffi”, que bien sabe por qué el mocito le pregunta cómo le va. Llegaron las noches…

Yo no sé qué tienen estos barrios porteños tan tristes en el día bajo el sol, y tan lindos cuando la luna los recorre oblicuamente. Yo no sé qué tienen; que reos o inteligentes, vagos o activos, todos queremos este ba­rrio con su jardín (sitio para la futura sala) y sus pebetas siempre iguales y siempre distintas, y sus viejos, siempre iguales y siempre distintos también. Encanto mafioso, dulzura mistonga, ilusión baratieri, ¡qué sé yo qué tienen todos estos barrios!; estos barrios porteños, largos, todos corta­dos con la misma tijera, todos semejantes con sus casitas atorrantas, sus jardines con la palmera al centro y unos yuyos semiflorecidos que aro­man como si la noche reventara por ellos el apasionamiento que encie­rran las almas de la ciudad; almas que sólo saben el ritmo del tango y del “te quiero”. Fulería poética, eso y algo más.

Algunos purretes que pelotean en el centro de la calle; media docena de vagos en la esquina; una vieja cabrera en una puerta; una menor que soslaya la esquina, donde está la media docena de vagos; tres propieta­rios que gambetean cifras en diálogo estadístico frente al boliche de la esquina; un piano que larga un vals antiguo; un perro que, atacado re­pentinamente de epilepsia, circula, se extermina a tarascones una colonia de pulgas que tiene junto a las vértebras de la cola; una pareja en la ven­tana oscura de una sala: las hermanas en la puerta y el hermano comple­mentando la media docena de vagos que turrean en la esquina. Esto es todo y nada más. Fulería poética, encanto misho, el estudio- de Bach o de Beethoven junto a un tango de Filiberto o de Mattos Rodríguez.

Esto es el barrio porteño, barrio profundamente nuestro; barrio que todos, reos o inteligentes, llevamos metido en el tuétano como una bruje­ría de encanto que no muere, que no morirá jamás.

Y junto a una puerta, una silla. Silla donde reposa la vieja, silla don­de reposa el “jovie”. Silla simbólica, silla que se corre treinta centíme­tros más hacia un costado cuando llega una visita que merece considera­ción, mientras que la madre o el padre dice:

-Nena; traete otra silla.

Silla cordial de la puerta de calle, de la vereda; silla de amistad, silla donde se consolida un prestigio de urbanidad ciudadana; silla que se le ofrece al “propietario de al lado”; silla que se ofrece al “joven” que es candidato para ennoviar; silla que la “nena” sonriendo y con modales de dueña de casa ofrece, para demostrar que es muy señorita; silla donde la noche del verano se estanca en una voluptuosa “linuya”, en una char­la agradable, mientras “estrila la d’enfrente” o murmura “la de la esqui­na”.

Silla donde se eterniza el cansancio del verano; silla que hace rueda con otras; silla que obliga al transeúnte a bajar a la calle, mientras que la señora exclama: “¡Pero, hija! ocupás toda la vereda”.

Bajo un techo de estrellas, diez de la noche, la silla del barrio porte­ño afirma una modalidad ciudadana.

En el respiro de las fatigas, soportadas durante el día, es la trampa donde muchos quieren caer; silla engrupidora, atrapadora, sirena de nues­tros barrios.

Porque si usted pasaba, pasaba para verla, nada más; pero se detu­vo. ¿Quién no se para a saludar? ¿Cómo ser tan descortés? Y se queda un rato charlando. ¿Qué mal hay en hablar? Y, de pronto, le ofrecen una silla. Usted dice: “No, no se molesten”. Pero, ¿qué? ya fue volando la “nena” a traerle la silla. Y una vez la silla allí, usted se sienta y sigue charlando.

Silla engrupidora, silla atrapadora.

Usted se sentó y siguió charlando. ¿Y sabe, amigo, dónde terminan a veces esas conversaciones? En el Registro Civil.

Tenga cuidado con esa silla. Es agarradora, fina. Usted se sienta, y se está bien sentado, sobre todo si al lado se tiene una pebeta. ¡Y usted que pasaba para saludar! Tenga cuidado_ Por ahí se empieza.

Está, después, la otra silla, silla conventillera, silla de “jovies” ta­nos y galaicos; silla esterillada de paja gruesa, silla donde hacen filosofía barata ex barrenderos y peones municipales, todos en mangas de camise­ta, todos cachimbo en boca. La luna para arriba sobre los testuces rapa­dos. Un bandoneón rezonga broncas carcelarias en algún patio.

En un quicio de puerta, puerta encalada como la de un convento, él y ella. El, del Escuadrón de Seguridad; ella planchadora o percalera.

Los “jovies”, funcionarios públicos del carro, la pala y el escobi­llón, dan la lata sobre “eregoyenisme”. Algún mozo matrero reflexiona en un umbral. Alguna criollaza gorda, piensa amarguras. Y este es otro pedazo del barrio nuestro. Esté sonando Cuando llora la milonga o la Patética, importa poco. Los corazones son los mismos, las pasiones las mismas, los odios los mismos, las esperanzas las mismas.

¡Pero tenga cuidado con la silla, socio! Importa poco que sea de Viena o que esté esterillada con paja brava del Delta: los corazones son los mismos…

jueves, 23 de abril de 2020

ROBERTO ARLT AGUAFUERTES PORTEÑAS EL HOMBRE DEL APURO

ROBERTO ARLT
AGUAFUERTES PORTEÑAS
EL HOMBRE DEL APURO
El hombre que “necesita un millón de pesos para mañana a la maña­na sin falta” no es un mito ni una creación de los desdichados que tienen que servirle todos los días un plato humorístico a los lectores de un periódico; no.

El hombre que “necesita un millón de pesos para mañana a la mañana sin falta”, es un fantasma de carne y hueso que pulula en rededor de los Tribunales…

En el momento en que terminaba de escribir la palabra “los tribunales” una ráfaga tibia ha venido de la calle, y el tema del hombre que necesita un millón de pesos para mañana a la mañana sin falta, se me ha ido al diablo. Y he pensado en el hombre del umbral; he pensado en la dul­zura de estar sentado en mangas de camiseta en el mármol de una puerta. En la felicidad de estar casado con una planchadora y decirle:

-Nena, dame quince guitas para un paquete de cigarrillos.

Han venido días tibios. No sé si se han fijado en el fenómeno; pero to­dos aquellos que tienen un pantalón calafateado, emparchado o taponado, que según las averías del traje se puede definir el género de compostura, re­miendo, parche o zurcido; todos aquellos que tienen un traje averiado sobre las asentaderas, meditan con semblante compungido en la brevedad del im­perio del sobretodo. Porque no se puede negar: el sobretodo, por rasposo que sea, presta su servicio. Es cómplice y encubridor. Encubre la roña de abajo, las roturas del lienzo. Si siempre hiciera frío, la gente podría prescindir de los sastres y hacerse un traje cada cinco años.

En cambio, con este “vientecillo” tibio, pronóstico de próximos calo­res, los sobretodos saltan, y no sólo los sobretodos quedan amurados en un rincón del ropero o del bulín, sino que también la fiaca que llevamos infiltrada entre los músculos se despereza y nos hace pensar que de no conseguir… ¡quien pudiera conseguir un millón de pesos para mañana a la mañana sin falta! ¡Quién pudiera! O estar casado con una planchadora.

Porque todos los consortes de las planchadoras son fiacas declarados. El que más labura es aquel que hace diez años fue cartero. Luego lo exonera­ron y no ha vuelto a ¡aburar. Deja que la mujer pare la olla con la cera y el fie­rro. El, es cesante. ¡Quién fuera cesante! Hace diez años que lo dejaron en la “vía”. A todos los que quieran escuchar le cuenta la historia. Luego se sien­ta en el umbral de la puerta de calle y le mira las gambas a las pebetas que pa­san. Pero con seriedad. El no se mete con nadie. No trabajará, como dice la mujer, “pero eso sí: él no se mete con nadie. Más de una ricachona quisie­ra tener un marido tan fiel”.

Uno se explica cómo ocurren los crímenes. Una palabra apareja otra, la otra trae a cuestas una tercera y cuando se acordaron, uno de los acto­res del suceso está vía a la Chacarita y otro a los Tribunales. Lo mismo ocurre en cuanto uno escribe. De una cosa se salta involuntariamente a la otra, y así, cuando menos pensaba uno, se encuentra frente al tema de la fidelidad de los fiacas. Porque es bien requetecierto: los hombres del umbral, los que no quieren saber ni medio con el trabajo, aquellos que son cesantes profesionales o que esperan la próxima presidencia de Alvear, como anteriormente se esperaba la presidencia de Irigoyen; la nombrada cáfila de “squenunes” helioterápicos, es fiel a la “donna”. ¿Por qué? He aquí un problema. Pero es agradable insistir. Todo fiaca umbralero, le es fiel a su cónyuge. El no trabajará, él se tirará a muerto, él mangará a su Sisebuta para los cigarrillos y la ginebra en la esquina; él le tirará un cas­cotazo a los perros, cuando joroban mucho en el barrio; él irá al boliche a jugar su partida de truco o de siete y medio; él irá nocturnamente a cum­plir a los velorios y a decir el sacramental “lo acompaño en el sentimien­to”. No seré yo quien niegue estas virtudes cívicas del fiaca, no, no seré yo; pero en cuanto a fidelidad… Allí sí que puede estar segura la señora planchadora de que su hombre no le falta ni un chiquito así… ¿Es que el leguiyún no cree en el amor?

A lo sumo, este nene, se limita a mirar y a sonreír cuando pasa una buena moza recién casada, como quien dice, pensando en el marido: “¡Qué señora posta tiene fulano!”. A lo sumo la saluda con picardía, al máximo aventura un chiste un poco rana, un chiste de hombre pierna que se ha retirado de los campos de combate antes de que lo declaren inútil para toda batalla; pero de allí no pasa. No, señor. De allí no pasa. El es capaz de caminar diez cuadras a patacón para visitar a su compadre o a su co­madre; él es capaz de ir para votar al caudillo parroquial, a cualquier par­te; él, si se ofrece un asado con cuero, no negará su participación en el escabio, pero en cuanto a líos con polleras, ¡eso sí que no!

Y ella vive feliz. El le es fiel. Cierto que no trabaja, cierto que se pasa el día sentado en el umbral, cierto que pudo haberse casado con Men­gano, que ahora es capataz en la Aduana; pero el destino de la vida no se puede cambiar. Y la planchadora piensa que si bien es cierto que todas estas cosas no se pueden pretender de un hombre constituido normalmente y de acuerdo a todas las leyes de la psiquiatría, en cambio él le es fiel, rotundamente fiel… y hasta le cuenta, a quien la quiere escuchar, que no falta una amiga… Fulana… “que le quiso quitar el marido”.

miércoles, 22 de abril de 2020

ROBERTO ARLT AGUAFUERTES PORTEÑAS ¿QUIERE SER USTED DIPUTADO?

ROBERTO ARLT
AGUAFUERTES PORTEÑAS
¿QUIERE SER USTED DIPUTADO?
El jinete insomne: Roberto Arlt: dos aguafuertes memorables

Si usted quiere ser diputado, no hable en favor de las remolachas, del petróleo, del trigo, del impuesto a la renta; no hable de fidelidad a la Constitución, al país; no hable de defensa del obrero, del empleado y del niño. No; si usted quiere ser diputado, exclame por todas partes:

-Soy un ladrón, he robado… he robado todo lo que he podido y siempre.
Enternecimiento

Así se expresa un aspirante a diputado en una novela de Octavio Mir­beau, El jardín de los suplicios.

Y si usted es aspirante a candidato a diputado, siga el consejo. Ex­clamé por todas partes:

-He robado, he robado.

La gente se enternece frente a tanta sinceridad. Y ahora le explicaré. Todos los sinvergüenzas que aspiran a chuparle la sangre al país y a ven­derlo a empresas extranjeras, todos los sinvergüenzas del pasado, el pre­sente y el futuro, tuvieron la mala costumbre de hablar a la gente de su honestidad. Ellos “eran honestos”. “Ellos aspiraban a desempeñar una administración honesta.” Hablaron tanto de honestidad, que no había pulgada cuadrada en el suelo donde se quisiera escupir, que no se escu­piera de paso a la honestidad. Embaldosaron y empedraron a la ciudad de honestidad. La palabra honestidad ha estado y está en la boca de cual­quier atorrante que se para en el primer guardacantón y exclama que “el país necesita gente honesta”. No hay prontuariado con antecedentes de fiscal de mesa y de subsecretario de comité que no hable de “honradez”. En definitiva, sobre el país se ha desatado tal catarata de honestidad, que ya no se encuentra un solo pillo auténtico. No hay malandrino que alar­dee de serlo. No hay ladrón que se enorgullezca de su profesión. Y la gen­te, el público, harto de macanas, no quiere saber nada de conferencias. Ahora, yo que conozco un poco a nuestro público y a los que aspiran a ser candidatos a diputados, les propondré el siguiente discurso. Creo que sería de un éxito definitivo.
Discurso que tendría éxito

He aquí el texto del discurso:

Señores:

Aspiro a ser diputado, porque aspiro a robar en grande y a “aco­modarme” mejor.

Mi finalidad no es salvar al país de la ruina en la que lo han hundi­do las anteriores administraciones de compinches sinvergüenzas; no, se­ñores, no es ese mi elemental propósito, sino que, íntima y ardorosamen­te, deseo contribuir al trabajo de saqueo con que se vacían las arcas del Estado, aspiración noble que ustedes tienen que comprender es la más intensa y efectiva que guarda el corazón de todo hombre que se presenta a candidato a diputado.

Robar no es fácil, señores. Para robar se necesitan determinadas condiciones que creo no tienen mis rivales. Ante todo, se necesita ser un cínico perfecto, y yo lo soy, no lo duden, señores. En segundo término, se necesita ser un traidor, y yo también lo soy, señores. Saber venderse oportunamente, no desvergonzadamente, sino “evolutivamente”. Me per­mito el lujo de inventar el término que será un sustitutivo de traición, so­bre todo necesario en estos tiempos en que vender el país al mejor postor es un trabajo arduo e ímprobo, porque tengo entendido, caballeros, que nuestra posición, es decir, la posición del país no encuentra postor ni por un plato de lentejas en el actual momento histórico y trascendental. Y créanme, señores, yo seré un ladrón, pero antes de vender el país por un plato de lentejas, créanlo…, prefiero ser honrado. Abarquen la magni­tud de mi sacrificio y se darán cuenta de que soy un perfecto candidato a diputado.

Cierto es que quiero robar, pero ¿quién no quiere robar? Díganme ustedes quién es el desfachatado que en estos momentos de confusión no quiere robar. Si ese hombre honrado existe, yo me dejo crucificar. Mis camaradas también quieren robar, es cierto, pero no saben robar. Vende­rán al país por una bicoca, y eso es injusto. Yo venderé a mi patria, pero bien vendida. Ustedes saben que las arcas del Estado están enjutas, es de­cir, que no tienen un mal cobre para satisfacer la deuda externa; pues bien, yo remataré al país en cien mensualidades, de Ushuaia hasta el Chaco bo­liviano, y no sólo traficaré el Estado, sino que me acomodaré con comer­ciantes, con falsificadores de alimentos, con concesionarios; adquiriré ar­mas inofensivas para el Estado, lo cual es un medio más eficaz de evitar la guerra que teniendo armas de ofensiva efectiva, le regatearé el pienso al caballo del comisario y el bodrio al habitante de la cárcel, y carteles, impuestos a las moscas y a los perros, ladrillos y adoquines… ¡Lo que no robaré yo, señores! ¿Qué es lo que no robaré?, díganme ustedes. Y si ustedes son capaces de enumerarme una sola materia en la cual yo no sea capaz de robar, renuncio “ipso facto” a mi candidatura…

Piénsenlo aunque sea un minuto, señores ciudadanos. Piénsenlo. Yo he robado. Soy un gran ladrón. Y si ustedes no creen en mi palabra, vayan al Departamento de Policía y consulten mi prontuario. Verán qué performance tengo. He sido detenido en averiguación de antecedentes co­mo treinta veces; por portación de armas -que no llevaba- otras tan­tas, luego me regeneré y desempeñé la tarea de grupí, rematador falluto, corredor, pequero, extorsionista, encubridor, agente de investigaciones, ayudante de pequero porque me exoneraron de investigaciones; fui luego agente judicial, presidente de comité parroquial, convencional, he vendi­do quinielas, he sido, a veces, padre de pobres y madre de huérfanas, tuve comercio y quebré, fui acusado de incendio intencional de otro bolichito que tuve… Señores, si no me creen, vayan al Departamen­to… verán ustedes que yo soy el único entre todos esos hipócritas que quieren salvar al país, el absolutamente único que puede rematar la última pulgada de tierra argentina… Incluso, me propongo vender el Congreso e instalar un conventillo o casa de departamento en el Pa­lacio de Justicia, porque si yo ando en libertad es que no hay justicia, señores…

Con este discurso, la matan o lo eligen presidente de la República.

lunes, 20 de abril de 2020

ROBERTO ARLT AGUAFUERTES PORTEÑAS EL ORIGEN DE ALGUNAS PALABRAS DE NUESTRO LÉXICO POPULAR

ROBERTO ARLT
AGUAFUERTES PORTEÑAS
EL ORIGEN DE ALGUNAS PALABRAS DE NUESTRO LÉXICO POPULAR
Roberto Arlt: prepotente defensa del lunfardo | Catalina Pantuso
Ensalzaré con esmero el benemérito “fiacún”.

Yo, cronista meditabundo y aburrido, dedicaré todas mis energías a hacer el elogio del “fiacún”, a establecer el origen de la “fiaca”, y a dejar determinados de modo matemático y preciso los alcances del térmi­no. Los futuros académicos argentinos me lo agradecerán, y yo habré te­nido el placer de haberme muerto sabiendo que trescientos sesenta y un años después me levantarán una estatua.

No hay porteño, desde la Boca a Núñez, y desde Núñez a Corrales, que no haya dicho alguna vez:

-Hoy estoy con “flaca”.

O que se haya sentado en el escritorio de su oficina y mirando al je­fe, no dijera:

-¡Tengo una “fiaca”!

De ello deducirán seguramente mis asiduos y entusiastas lectores que la “fiaca” expresa la intención de “tirarse a muerto”, pero ello es un grave error.

Confundir la “fiaca” con el acto de tirarse a muerto es lo mismo que confundir un asno con una cebra o un burro con un caballo. Exacta­mente lo mismo.

Y sin embargo a primera vista parece ‘que no. Pero es así. Sí, seño­res, es así. Y lo probaré amplia y rotundamente, de tal modo que no que­dará duda alguna respecto a mis profundos conocimientos de filología lunfarda.

Y no quedarán, porque esta palabra es auténticamente genovesa, es decir, una expresión corriente en el dialecto de la ciudad que tanto detes­tó el señor Dante Alighieri.

La “fiaca” en el dialecto genovés expresa esto: “Desgano físico ori­ginado por la falta de alimentación momentánea”. Deseo de no hacer na­da. Languidez. Sopor. Ganas de acostarse en una hamaca paraguaya du­rante un siglo. Deseos de dormir como los durmientes de Efeso durante ciento y pico de años.

Sí, todas estas tentaciones son las que expresa la palabreja mencio­nada. Y algunas más.

Comunicábame un distinguido erudito en estas materias, que los ge­noveses de la Boca cuando observaban que un párvulo bostezaba, decían: “Tiene la ‘fiaca’ encima, tiene”. Y de inmediato le recomendaban que comiera, que se alimentara.

En la actualidad el gremio de almaceneros está compuesto en su ma­yoría por comerciantes ibéricos, pero hace quince y veinte años, la profe­sión de almacenero en Corrales, la Boca, Barracas, era desempeñada por italianos y casi todos ellos oriundos de Génova. En los mercados se ob­servaba el mismo fenómeno. Todos los puesteros, carniceros, verduleros y otros mercaderes provenían de la “bella Italia” y sus dependientes eran muchachos argentinos, pero hijos de italianos. Y el término trascendió. Cruzó la tierra nativa, es decir, la Boca, y fue desparramándose con los repartos por todos los barrios. Lo mismo sucedió con la palabra “man­yar” que es la derivación de la perfectamente italiana “mangiar la lo­llia”, o sea “darse cuenta”.

Curioso es el fenómeno pero auténtico. Tan auténtico que más tarde prosperó este otro término que vale un Perú, y es el siguiente: “Hacer el rosto”.

¿A que no se imaginan ustedes lo que quiere decir “hacer el rosto”? Pues hacer el rosto, en genovés, expresa preparar la salsa con que se con­dimentarán los tallarines. Nuestros ladrones la han adoptado, y la apli­can cuando después de cometer un robo hablan de algo que quedó afuera de la venta por sus condiciones inmejorables. Eso, lo que no pueden ven­der o utilizar momentáneamente, se llama el “rosto”, es decir, la salsa, que equivale a manifestar: lo mejor para después, para cuando haya pa­sado el peligro.

Volvamos con esmero al benemérito “fiacún”.

Establecido el valor del término, pasaremos a estudiar el sujeto a quien se aplica. Ustedes recordarán haber visto, y sobre todo cuando eran mu­chachos, a esos robustos ganapanes de quince años, dos metros de altu­ra, cara colorada como una manzana reineta, pantalones que dejaban des­cubierta una media tricolor, y medio zonzos y brutos.

Esos muchachos eran los que en todo juego intervenían para amar­gar la fiesta, hasta que un “chico”, algún pibe bravo, los sopapeaba de lo lindo eliminándoles de la función. Bueno, esos grandotes que no ha­cían nada, que siempre cruzaban la calle mordiendo un pan y con un ges­to huido, estos “largos” que se pasaban la mañana sentados en una es­quina. o en el umbral del despacho de bebidas de un almacén, fueron los primitivos “fiacunes”. A ellos se aplicó con singular acierto el término.

Pero la fuerza de la costumbre lo hizo correr, y en pocos años el “fia­cún” dejó de ser el muchacho grandote que termina por trabajar de carrero, para entrar como calificativo de la situación de todo individuo que se siente con pereza.

Y, hoy, el “fiacún” es el hombre que momentáneamente no tiene ganas de trabajar. La palabra no encuadra una actitud definitiva como la de “squenun”, sino que tiene una proyección transitoria, y relaciona­da con este otro acto. En toda oficina pública o privada, donde hay gente respetuosa de nuestro idioma, y un empleado ve que su compañero bos­teza, inmediatamente le pregunta:

-¿Estás con “fiaca”?

Aclaración. No debe confundirse este término con el de “tirarse a muerto”, pues tirarse a muerto supone premeditación de no hacer algo, mientras que la “fiaca” excluye toda premeditación, elemento constitu­yente de la alevosía según los juristas. De modo que el “fiacún” al negar­se a trabajar no obra con premeditación, sino instintivamente, lo cual lo hace digno de todo respeto.

domingo, 19 de abril de 2020

ROBERTO ARLT AGUAFUERTES PORTEÑAS LABURO NOCTURNO

ROBERTO ARLT
AGUAFUERTES PORTEÑAS
LABURO NOCTURNO
roberto arlt | ContraInfo.Com

Tengo un amigo, Silvio Spaventa, que, sin grupo, es un caso digno de ob­servación frenopática.
Trabaja después de haberse tirado veinticinco años a la bartola. Cómo y cuándo, yo no sé, mas sí estoy en antecedentes de que la familia, el día que se enteró de que el nene laburaba, creyó que le había dado un ataque de ena­jenación mental, y avisaron al médico de la casa. Numerosas personas pa­saron de visita para informarse de si se trataba de un caso que entraba en los dominios del doctor Cabred, o de si la noticia era una simple y fortuita bola que el azar había echado a correr por el pavimento de la ciudad.
Pero no; la bola no era grupo, el laburo tampoco era ataque de enajena­ción, y los vecinos, después de carpetear durante una semana el caso, se lla­maron a sosiego, y en la actualidad el fenómeno sigue intrigando únicamente a los parientes, que cuando se encuentran con el vago le espetan a boca de ja­rro, como yo he tenido oportunidad de escuchar, la siguiente pregunta:
-¿Así que trabajás? ¿Te has vuelto loco?
Los parientes, como es natural, han yugado siempre. Pero se acostum­braron a ver que el otro no trabajaba, y ahora se asombran con el mismo asombro con que quedaría estupefacta una gallina de ver que el pollo, naci­do de un huevo de pato, anda por el agua sin ahogarse.
Y tanto y tanto han carpeteado el asunto, que a pedido del amigo me veo obligado a explicar por qué y cómo labura… y debido a qué razones su caso escapa a la frenopatía, a la enajenación y penetra en el mundo de los casos racionales y perfectamente “manyados” por la casi totalidad de los ciuda­danos de este país.
“La ventaja de hacer una nota sobre por qué trabajo -me ha dicho­consiste en que me ahorro el laburo de explicar a todos los consanguíneos las razones por qué trabajo. En cuanto me los encuentre y me pregunten, como pienso comprar doscientos ejemplares de El Mundo, les entrego la hoja re­cortada y pianto.”
-Trabajo -me dice el amigo- de nueve a dos de la madrugada. Es de­cir, a la hora en que todo el mundo entra al “feca” o apoliya. Es decir: tra­bajo en unas horas en que casi nadie trabaja, que es como no trabajar. Por­que -¿vos te das cuenta?- tengo el día disponible. Puedo dormir mientras “Febo la cresta dora”. Y duermo. A las tres de la tarde, me levanto y salgo a ventilarme; luego, a las nueve, entro a la oficina y salgo a las dos. Ahora bien; a mí lo que me revienta es el trabajo a horario, la recua, eso de levantarse a las siete de la mañana como todo el mundo, lavarme la cara de prepotencia, meterme en el subte repleto de fulanos ojerosos y ¡che! ¿esperar a que sean las doce para otra vez empezar la cantinela del “córrase más adelante”, etc.? ¡No, che! Así no trabajo yo m de ministro. A mí que me den un trabajo que no sea trabajo. Que no tenga las apariencias de tal. ¿Te das cuenta? Tengo psicología… Lo único que pido es que me disfracen el la­buro.
-Está bien… Seguí…
-De otro modo es para cianurarse. Yo no me he negado nunca a ¡a­burar, pero, eso sí, que me dieran trabajo a mi gusto. Tardé veinticinco años en encontrarlo. ¡Pero lo encontré! Lo que demuestra que cuando uno procede de buena fe y con mejores intenciones, lo que busca no puede menos de encontrarlo alguna vez. Si yo fuera un turro bananero, no tra­bajaría. Andaría de portuario por los “fecas”. Pero no; trabajo. Eso sí, trabajo porque sarna con gusto… es como si farrearas. Lo que hay es que soy un innovador. Un reformador de la humanidad. Pienso: ¿Por qué ha de ir Vicente adonde va la gente? ¿Ves vos las consecuencias de este régi­men carcelario? Que a una misma hora un millón de habitantes morfa, media hora después, ese millón, al trote y a los cañonazos, se embute en los tranvías y ómnibus para llegar a horario a la oficina… Y, no es posi­ble, che… ¡no!… Yo estoy contra la uniformidad. A mí, dame variación. Dame la poesía de la noche y la melancolía del crepúsculo y un escolazo a las tres de la matina y una auténtica parrillada criolla a las cuatro horas. Ser o no ser, che. Sin grupo. Ponete en mi lugar…
-Sos un héroe…
-Hacé la nota, que se la enseño al jefe, y vas a ver… ¡es macanu­do!… En cuanto la lea se cacha el mondongo de risa… Bueno… Decí que abogo por la abolición del régimen del laburo diurno, que te impide darte unos buenos fomentos al sol y unas sabrosas panzadas de oxígeno. Mirá: vos lo que tenés que hacer es explicar la psicología de un “orre” en la so­ledad nocturna, gozando el silencio, laburando solito, amarrocando sus mangos para fin de setimana… Eso es lo que tenés que hacer, vos…
Parodiándolo a Nietzsche, que murió solo en un manicomio, puedo yo también decir: “Así hablaba Spaventa”. Con meliflua y perrera expre­sión de hombre de mundo, que sabe lo que es carpetear el destino desde una mesa de café mientras el mozo ladra una letanía broncosa y un “de profundis” asesino por el débito de un capuchino atorrante y dos cafés achicoriosos.
¡Así hablaba Spaventa!… el que ahora trabaja… Después de haberse tirado durante veinticinco años a la bartola. Pero su buena fe ha quedado evidenciada. Que sirva de ejemplo y gozoso testimonio de vida espiritual para todos los curros que en este mundo habemos.

ROBERTO ARLT AGUAFUERTES PORTEÑAS YO NO TENGO LA CULPA

     ROBERTO ARLT        AGUAFUERTES PORTEÑAS     YO NO TENGO LA CULPA   Yo siempre que me ocupo de cartas de lectores, suelo admitir que se...