domingo, 9 de noviembre de 2014

9 DE NOVIEMBRE DE 1968 MUERE
ANTONIO PORCHIA

Antonio Porchia nació el 13 de noviembre de 1885 en el pueblo de Conflenti, perteneciente a la provincia de Catanzaro, en la Calabria italiana. En Avellino transcurrió la niñez y principio de la adolescencia de Antonio, el mayor de los siete hijos (tres mujeres y cuatro varones) de Francisco Porchia y Rosa Vescio.

El padre muere hacia 1900 y Antonio, de sólo 15 años de edad, asume la responsabilidad de cuidar de los suyos: abandona los estudios y comienza a trabajar duramente. Tiempo después la madre decide emigrar a la Argentina con seis de sus siete hijos; en Génova abordan el vapor “Bulgaria” de bandera alemana, que tras un prolongado transcurso los deposita en Buenos Aires el 30 de octubre de 1906. Eran épocas en que Argentina recibía de buena gana a los inmigrantes, puesto que necesitaba una repoblación y mano de obra para trabajar la tierra. Por otra parte, Italia estaba sumida en una gran crisis económica: apenas una década atrás había logrado reunificarse luego de la ocupación de Francia en parte del territorio.

A los 20 años, Porchia, asumiendo siempre la responsabilidad familiar, se dedica a diversos oficios manuales (carpintero, tejedor de cestas, apuntador en el puerto) en una época en que son comunes las jornadas de trabajo de catorce o más horas. Inicialmente, la familia habita en una casa del barrio de Barracas; más tarde, hacia 1918, consigue otra, de mayor tamaño, en San Telmo. Este mismo año, Antonio y su hermano Nicolás compran una pequeña imprenta en ese barrio, en la calle Bolívar; ahí Antonio es aprendiz de tipógrafo y trabaja en la guillotina cortando y perforando fichas. Esta imprenta tuvo un impulso alrededor de 1925 y fue trasladada y ampliada; Porchia laboraría en ella hasta 1935.

Al año siguiente, cuando ya sus hermanos se valen por sí mismos y han establecido respectivas familias, Porchia decide aislarse: deja la imprenta, compra una casa en la calle San Isidro del barrio de Saavedra y la llena de canteros de flores y árboles frutales. Durante un tiempo albergará ahí a sus sobrinas que han quedado huérfanos de madre; una de ellas, Nélida Orcinoli, recuerda: “Vivimos varios años juntos. Tío ya había comenzado a escribir sus Voces; cada voz le llevaba mucho tiempo, como si fueran el resultado de una elaboración muy cuidada y muy lenta”.

En ese tiempo Porchia muestra una conciencia social: milita en las filas de la FORA (Federación Obrera Regional Argentina) y llega a colaborar en una publicación de izquierda llamada La Fragua (1938-39), donde aparecen por vez primera los fragmentos o sentencias que caracterizan su conversación cotidiana y que él decide llamar voces. Una de ellas afirma: En todas partes mi lado es el izquierdo. Nací de ese lado.

Desde el comienzo de su vida en solitario, Porchia frecuenta un barrio bonaerense llamado La Boca, donde viven los inmigrantes italianos. Ahí hace amistad con un grupo de pintores y escultores anarquistas; en 1940 funda con ellos la “Asociación de Arte y Letras Impulso”. Varios de esos amigos lo instan a reunir en un libro esas reflexiones a través de las cuales se expresa y que a veces escribe en modestas hojas de papel. No sin reticencia inicial, Porchia termina por dejarse convencer. Para esta edición elige el título con que, en La Fragua, había ya bautizado a sus textos: Voces.

Es 1943, Porchia tiene 57 años y, puesto que no se asume como escritor, no sabe qué hacer con esa primera edición de autor. Termina donando todos los ejemplares a la “Sociedad Protectora de Bibliotecas Populares”, organización que coordina modestas bibliotecas diseminadas por toda la Argentina; a cada una de ellas son enviados ejemplares, hoy joyas bibliográficas. Muchos de los eventuales lectores copian a mano las voces y comienzan a hacerlas circular de este modo personal y callado. Porchia emprende una segunda edición de autor en 1948, también bajo el sello de Impulso y con el material que ha ido acumulando en esos cinco años. Un ejemplar de la primera edición llega a manos del poeta y crítico francés Roger Caillois, que durante la segunda guerra mundial se encuentra en la Argentina trabajando en la redacción de la prestigiosa revista Sur, dirigida por Victoria Ocampo. Deslumbrado, Caillois busca a Porchia y cuando al fin lo encuentra tras una prolongada pesquisa, le dice: “Por esas líneas yo cambiaría todo lo que he escrito”.

Cuando Caillois regresa a Francia, traduce las voces e incluye algunas de ellas en un número anual de Dits (edición de Gallimard) y en la revista parisina Le Licorne. Luego las hace publicar en una plaqueta de la serie G.L.M. (Voix, París, 1949). La lectura de esta traducción despierta la admiración de Henry Miller (que incluye a Porchia entre los cien libros de una biblioteca ideal), y lleva a André Breton a exclamar: “El pensamiento más dúctil de expresión española es, para mí, el de Antonio Porchia, argentino” (Entretiens 1913-1952, N.R.F., París, 1952).

José Luis Lanuza, entonces miembro de “Impulso”, relata: “Porchia, místico independiente, vio su nombre en la vidriera de una librería céntrica. Allí no le habían admitido su libro en castellano, ni siquiera en consignación. Pero ahora el libro se llamaba Voix y estaba datado en París. Porchia entró y compró un ejemplar. Era mucho más caro que en castellano, pero el dependiente se lo recomendó con efusión. Otro que no fuera él, tal vez se hubiera indignado por el cambio de trato dado a su obra. Pero no. Pudo pensar, con su amplia sonrisa de comprensión, una de sus voces: Estoy tan poco en mí, que lo que hacen de mí, casi no me interesa” (“Las Voces de Antonio Porchia”, en Clarín, Buenos Aires, julio 8 de 1952).

En París el Club Francés del Libro considera a Porchia en 1949 para el premio internacional a autores extranjeros, pero no se lo otorga bajo el argumento de que “la elevación del texto atentará contra su difusión en los círculos más amplios”. A manera de desagravio, Porchia es invitado a visitar Francia y conversar con los surrealistas; mas el autor de Voces declinará humildemente la propuesta, respondiéndola con una de sus frases inefables: Las distancias no hicieron nada. Todo está aquí. Aquel viaje trasatlántico de sus veinte años sería el único en la vida de Porchia: jamás viajará más allá de las provincias argentinas. El renombre de la edición francesa dio pie a que las voces llegaran por fin a la prestigiosa revista Sur; Porchia, pese a que vivía del monto de una casi simbólica jubilación, pidió a la directora, Victoria Ocampo, que los honorarios se entregaran a algún poeta necesitado.

En Argentina, la editorial Sudamericana se percata de estas admiraciones y en 1956 le ofrece publicar Voces; para esta publicación masiva, Porchia hace una rigurosa selección de todas las voces publicadas en las dos ediciones de autor, y decide excluir casi la mitad; a la vez, agrega un conjunto de Voces nuevas. Esta será la edición “oficial”, marcada así por el propio Porchia a través de su dedicatoria a Roger Caillois. Se irá imprimiendo y agotando regularmente, lo mismo que las ediciones de Francisco A. Colombo en 1964 y Hachette en 1966.

A principio de los años cincuenta había sobrevenido una estrechez económica y Porchia vende su casa de San Isidro y ocupa otra, de menores dimensiones, en la calle Malaver del barrio de Olivos. Habitará en ella hasta su muerte, en 1968. A menudo era invitado los fines de semana a la quinta del matrimonio García Orozco; un aciago día, en este lugar resbaló de una escalera cuando estaba podando un árbol. Un fuerte golpe en la cabeza le produjo un coágulo que lo dejó en coma; fue operado y llegó a restablecerse: ya repuesto, viajó unos días a la ciudad de Mar del Plata, invitado por los García Orozco. Tristemente, vendría más tarde una recaída. Porchia fallece en una clínica de Vicente López el sábado 9 de noviembre de 1968, a cuatro días de cumplir 83 años. Una de sus voces lo había anticipado: Cuando yo muera, no me veré morir, por primera vez.

Sólo hasta que sobreviene la muerte del autor de Voces, la editorial Hachette se decide a lanzar ediciones masivas de este libro. En Estados Unidos el poeta W.S. Merwin vierte al inglés y prologa su propia selección de voces (1969). En Milán, Vincenzo Capitelli publica otra selección el año 1979.

Quienes a lo largo de las décadas se consideraron “descubridores” de Porchia desde el mundo cultural, se apresuraron a “contextualizar” las voces y encontrarles antecedentes ya sea en los presocráticos, o bien en nombres como los de Lao Tse, Kafka, Pascal, Nietzsche, Blake, La Rochefoucault o Lichtenberg. Luego de publicar sendos ensayos eruditos, los “descubridores” quedaron estupefactos al enterarse de que Porchia negaba conocer cualquiera de esas fuentes. Descubrir a un autor secreto que ilumina con una luz inaudita el mundo de la cultura, y que además no se preocupa demasiado por ese mundo en particular, representa un desafío a veces insostenible. Todo marco de referencia de la crítica se revela obsoleto, insustancial, precario. En las voces siempre hay algo más.

Jamás Antonio Porchia se asumió como escritor “profesional” y mucho menos buscó integrarse a la comunidad literaria. Prefería trabajar en su pequeño jardín y de vez en cuando escribir alguna voz menos para la posteridad que con objeto de regalarla a sus amigos en un supremo acto de creación de realidad, es decir, de verdadera poesía: Un amigo, una flor, una estrella no son nada, si no pones en ellos un amigo, una flor, una estrella. En su pequeña biblioteca había ejemplares de La divina comedia y La Jerusalén liberada. Hablaba con fluidez el italiano pese a que había pasado más de medio siglo en el mundo hispanoparlante.

En 1979 sobreviene la gran edición francesa promovida por Fayard en su colección Documents Spirituels, en traducción de Roger Munier, con prólogo de Jorge Luis Borges y postfacio de Roberto Juarroz. Desde el momento en que la primera edición de autor se diseminó por toda la Argentina, las Voces de Antonio Porchia se han extendido en una red secreta que hoy abarca al mundo entero. Esa red no sólo implica las numerosas traducciones (las más recientes, al ruso, japonés, griego, árabe y malayalam) o la amplia presencia de las Voces en Internet, sino, sobre todo, se debe al gesto individual de quien recibe las voces, independientemente del modo en que llegan a sus manos (ejemplar, fotocopia, transmisión oral): recibir una voz, leerla, oírla, acariciarla, implica la necesidad de comunicarla a quien pueda apreciarla, como la transmisión de esos regalos que se presentan una sola vez en la vida. Del mismo modo, quien intenta hacerlas pasar por el ojo de la crítica literaria, termina por entender (o de otro modo no entiende) que las voces son, más que un género en sí mismas, un espíritu.

Si el mundo literario se rigiera por leyes humanas y no mercantiles, las palabras “secreto”, “clandestino” o “subterráneo”, tan aplicadas a la obra de Antonio Porchia, se cambiarían por el único concepto que en verdad le corresponde: íntimo. Si fuera posible enumerar cada transmisión silenciosa de sus voces, cada vida que ellas han cambiado, cada destino que han expuesto, cada conciencia que han lanzado al infinito, el término secreto a voces resultaría óptimo.

Mientras llega el momento en que la biografía de Porchia se reconozca como la de todos (es decir, la de cada uno), queda una imagen imborrable aportada por Roberto Juarroz: “Sólo a él le he escuchado la singular frase con que siempre nos despedía: Traten de estar bien. Era casi un pedido, algo así como una apelación infinitamente tierna y delicada: un llamado a nuestra posibilidad de ser a pesar de todo. Era como si nos recomendase: Hagan también lo posible, aunque persigan lo imposible. Y a veces agregaba una exhortación conmovedora, que sintetizaba de algún modo su mejor deseo y una recóndita nostalgia: Acompáñense”.

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