HANS CHRISTIAN ANDERSEN
El soldadito de plomo
Había una vez veinticinco soldaditos de plomo, hermanos todos, ya que los habían
fundido en la misma vieja cuchara. Fusil al hombro y la mirada al frente, así era como
estaban, con sus espléndidas guerreras rojas y sus pantalones azules. Lo primero que
oyeron en su vida, cuando se levantó la tapa de la caja en que venían, fue: "¡Soldaditos
de plomo!" Había sido un niño pequeño quien gritó esto, batiendo palmas, pues eran su
regalo de cumpleaños. Enseguida los puso en fila sobre la mesa.
Cada soldadito era la viva imagen de los otros, con excepción de uno que mostraba una
pequeña diferencia. Tenía una sola pierna, pues al fundirlos, había sido el último y el
plomo no alcanzó para terminarlo. Así y todo, allí estaba él, tan firme sobre su única
pierna como los otros sobre las dos. Y es de este soldadito de quien vamos a contar la
historia.
En la mesa donde el niño los acababa de alinear había otros muchos juguetes, pero el
que más interés despertaba era un espléndido castillo de papel. Por sus diminutas
ventanas podían verse los salones que tenía en su interior. Al frente había unos arbolitos
que rodeaban un pequeño espejo. Este espejo hacía las veces de lago, en el que se
reflejaban, nadando, unos blancos cisnes de cera. El conjunto resultaba muy hermoso,
pero lo más bonito de todo era una damisela que estaba de pie a la puerta del castillo.
Ella también estaba hecha de papel, vestida con un vestido de clara y vaporosa
muselina, con una estrecha cinta azul anudada sobre el hombro, a manera de banda, en
la que lucía una brillante lentejuela tan grande como su cara. La damisela tenía los dos
brazos en alto, pues han de saber ustedes que era bailarina, y había alzado tanto una de
sus piernas que el soldadito de plomo no podía ver dónde estaba, y creyó que, como él,
sólo tenía una.
“Ésta es la mujer que me conviene para esposa”, se dijo. “¡Pero qué fina es; si hasta
vive en un castillo! Yo, en cambio, sólo tengo una caja de cartón en la que ya habitamos
veinticinco: no es un lugar propio para ella. De todos modos, pase lo que pase trataré de
conocerla.”
Y se acostó cuan largo era detrás de una caja de tabaco que estaba sobre la mesa. Desde
allí podía mirar a la elegante damisela, que seguía parada sobre una sola pierna sin
perder el equilibrio.
Ya avanzada la noche, a los otros soldaditos de plomo los recogieron en su caja y toda
la gente de la casa se fue a dormir. A esa hora, los juguetes comenzaron sus juegos,
recibiendo visitas, peleándose y bailando. Los soldaditos de plomo, que también querían
participar de aquel alboroto, se esforzaron ruidosamente dentro de su caja, pero no
consiguieron levantar la tapa. Los cascanueces daban saltos mortales, y la tiza se
divertía escribiendo bromas en la pizarra. Tanto ruido hicieron los juguetes, que el
canario se despertó y contribuyó al escándalo con unos trinos en verso. Los únicos que
ni pestañearon siquiera fueron el soldadito de plomo y la bailarina. Ella permanecía
erguida sobre la punta del pie, con los dos brazos al aire; él no estaba menos firme sobre
su única pierna, y sin apartar un solo instante de ella sus ojos.
De pronto el reloj dio las doce campanadas de la medianoche y -¡crac!- se abrió la tapa
de la caja de rapé... Mas, ¿creen ustedes que contenía tabaco? No, lo que allí había era
un duende negro, algo así como un muñeco de resorte.
-¡Soldadito de plomo! -gritó el duende-. ¿Quieres hacerme el favor de no mirar más a la
bailarina?
Pero el soldadito se hizo el sordo.
-Está bien, espera a mañana y verás -dijo el duende negro.
Al otro día, cuando los niños se levantaron, alguien puso al soldadito de plomo en la
ventana; y ya fuese obra del duende o de la corriente de aire, la ventana se abrió de
repente y el soldadito se precipitó de cabeza desde el tercer piso. Fue una caída terrible.
Quedó con su única pierna en alto, descansando sobre el casco y con la bayoneta
clavada entre dos adoquines de la calle.
La sirvienta y el niño bajaron apresuradamente a buscarlo; pero aun cuando faltó poco
para que lo aplastasen, no pudieron encontrarlo. Si el soldadito hubiera gritado: "¡Aquí
estoy!", lo habrían visto. Pero él creyó que no estaba bien dar gritos, porque vestía
uniforme militar.
Luego empezó a llover, cada vez más y más fuerte, hasta que la lluvia se convirtió en un
aguacero torrencial. Cuando escampó, pasaron dos muchachos por la calle.
-¡Qué suerte! -exclamó uno-. ¡Aquí hay un soldadito de plomo! Vamos a hacerlo
navegar.
Y construyendo un barco con un periódico, colocaron al soldadito en el centro, y allá se
fue por el agua de la cuneta abajo, mientras los dos muchachos corrían a su lado dando
palmadas. ¡Santo cielo, cómo se arremolinaban las olas en la cuneta y qué corriente tan
fuerte había! Bueno, después de todo ya le había caído un buen remojón. El barquito de
papel saltaba arriba y abajo y, a veces, giraba con tanta rapidez que el soldadito sentía
vértigos. Pero continuaba firme y sin mover un músculo, mirando hacia adelante,
siempre con el fusil al hombro.
De buenas a primeras el barquichuelo se adentró por una ancha alcantarilla, tan oscura
como su propia caja de cartón.
"Me gustaría saber adónde iré a parar”, pensó. “Apostaría a que el duende tiene la culpa.
Si al menos la pequeña bailarina estuviera aquí en el bote conmigo, no me importaría
que esto fuese dos veces más oscuro."
Precisamente en ese momento apareció una enorme rata que vivía en el túnel de la
alcantarilla.
-¿Dónde está tu pasaporte? -preguntó la rata-. ¡A ver, enséñame tu pasaporte!
Pero el soldadito de plomo no respondió una palabra, sino que apretó su fusil con más
fuerza que nunca. El barco se precipitó adelante, perseguido de cerca por la rata. ¡Ah!
Había que ver cómo rechinaba los dientes y cómo les gritaba a las estaquitas y pajas que
pasaban por allí.
-¡Deténgalo! ¡Deténgalo! ¡No ha pagado el peaje! ¡No ha enseñado el pasaporte!
La corriente se hacía más fuerte y más fuerte y el soldadito de plomo podía ya percibir
la luz del día allá, en el sitio donde acababa el túnel. Pero a la vez escuchó un sonido
atronador, capaz de desanimar al más valiente de los hombres. ¡Imagínense ustedes!
Justamente donde terminaba la alcantarilla, el agua se precipitaba en un inmenso canal.
Aquello era tan peligroso para el soldadito de plomo como para nosotros el arriesgarnos
en un bote por una gigantesca catarata.
Por entonces estaba ya tan cerca, que no logró detenerse, y el barco se abalanzó al canal.
El pobre soldadito de plomo se mantuvo tan derecho como pudo; nadie diría nunca de él
que había pestañeado siquiera. El barco dio dos o tres vueltas y se llenó de agua hasta
los bordes; se hallaba a punto de zozobrar. El soldadito tenía ya el agua al cuello; el
barquito se hundía más y más; el papel, de tan empapado, comenzaba a deshacerse. El
agua se iba cerrando sobre la cabeza del soldadito de plomo… Y éste pensó en la linda
bailarina, a la que no vería más, y una antigua canción resonó en sus oídos:
¡Adelante, guerrero valiente!
¡Adelante, te aguarda la muerte!
En ese momento el papel acabó de deshacerse en pedazos y el soldadito se hundió, sólo
para que al instante un gran pez se lo tragara. ¡Oh, y qué oscuridad había allí dentro! Era
peor aún que el túnel, y terriblemente incómodo por lo estrecho. Pero el soldadito de
plomo se mantuvo firme, siempre con su fusil al hombro, aunque estaba tendido cuan
largo era.
Súbitamente el pez se agitó, haciendo las más extrañas contorsiones y dando unas
vueltas terribles. Por fin quedó inmóvil. Al poco rato, un haz de luz que parecía un
relámpago lo atravesó todo; brilló de nuevo la luz del día y se oyó que alguien gritaba:
-¡Un soldadito de plomo!
El pez había sido pescado, llevado al mercado y vendido, y se encontraba ahora en la
cocina, donde la sirvienta lo había abierto con un cuchillo. Cogió con dos dedos al
soldadito por la cintura y lo condujo a la sala, donde todo el mundo quería ver a aquel
hombre extraordinario que se dedicaba a viajar dentro de un pez. Pero el soldadito no le
daba la menor importancia a todo aquello.
Lo colocaron sobre la mesa y allí… en fin, ¡cuántas cosas maravillosas pueden ocurrir
en esta vida! El soldadito de plomo se encontró en el mismo salón donde había estado
antes. Allí estaban todos: los mismos niños, los mismos juguetes sobre la mesa y el
mismo hermoso castillo con la linda y pequeña bailarina, que permanecía aún sobre una
sola pierna y mantenía la otra extendida, muy alto, en los aires, pues ella había sido tan
firme como él. Esto conmovió tanto al soldadito, que estuvo a punto de llorar lágrimas
de plomo, pero no lo hizo porque no habría estado bien que un soldado llorase. La
contempló y ella le devolvió la mirada; pero ninguno dijo una palabra.
De pronto, uno de los niños agarró al soldadito de plomo y lo arrojó de cabeza a la
chimenea. No tuvo motivo alguno para hacerlo; era, por supuesto, aquel muñeco de
resorte el que lo había movido a ello.
El soldadito se halló en medio de intensos resplandores. Sintió un calor terrible, aunque
no supo si era a causa del fuego o del amor. Había perdido todos sus brillantes colores,
sin que nadie pudiese afirmar si a consecuencia del viaje o de sus sufrimientos. Miró a
la bailarina, lo miró ella, y el soldadito sintió que se derretía, pero continuó impávido
con su fusil al hombro. Se abrió una puerta y la corriente de aire se apoderó de la
bailarina, que voló como una sílfide hasta la chimenea y fue a caer junto al soldadito de
plomo, donde ardió en una repentina llamarada y desapareció. Poco después el soldadito
se acabó de derretir. Cuando a la mañana siguiente la sirvienta removió las cenizas lo
encontró en forma de un pequeño corazón de plomo; pero de la bailarina no había
quedado sino su lentejuela, y ésta era ahora negra como el carbón.
jueves, 2 de abril de 2015
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