viernes, 11 de diciembre de 2015
NAGUIB MAHFUZ
UNA VOZ TURBADORA
Estaba sentado en el casino Al Sagara, su local matutino, tomando café y fumando un cigarrillo. Observaba el agua tranquila del Nilo o el cielo claro de julio, cuyo color desvanecía la fuerza del sol.
Pensaba con inquietud. Cerró los ojos para concentrarse, y al abrirlos de nuevo vio su cuaderno de notas abierto por una página en blanco y el lápiz atravesado, como para indicar algo.
Miró en torno al jardín y vio que había solo dos personas en un sitio y otras dos en otro. Incluso el camarero estaba sentado en el antepecho del Nilo, como si estuviera de vacaciones.
Él no era el único que había ido allí para trabajar, intentando inspirarse en aquel cálido día de julio para escribir un nuevo artículo con que llenar su columna «Ayer y hoy» en su revista semanal.
Cada semana tenía que escribir sobre un tema nuevo, y su felicidad dependía de su éxito en el trabajo: su bonito apartamento, su esposa, su hijo de dos años, su coche Opel, además de su apartamento de soltero en el edificio Al Sharq que le servía para cualquier situación imprevista.
«Que el cielo sea generoso en ideas.»
Miró a través de las gafas el palacio situado al otro lado del río. Las puertas y las ventanas estaban cerradas, y las paredes parecían arder bajo los intensos rayos del sol. No se percibía el menor movimiento en ningún sitio, incluso los árboles estaban inmóviles como estatuas.
«¡Si viviera en un palacio y no tuviera que preocuparme por ganarme la vida ni nada que hacer, excepto la contemplación!»
El hombre suspiró y, mirando los posos del café en el fondo de la taza, pensó:
«Tengo ideas y proyectos, pero me paso la vida registrando observaciones inútiles y encontrando soluciones conocidas para los consabidos problemas. ¡Uff!»
-Profesor Adham -dijo una suave voz por encima de su cabeza-. Buenos días.
El hombre se dio la vuelta, disimulando su sorpresa con una sonrisa. Luego, dejando a un lado sus pensamientos, dijo:
-Nadra, qué alegría verte.
Se estrecharon la mano y ella se sentó frente a él, colocando su bolso blanco sobre la página en blanco.
-Lo he visto de espaldas desde la calle y lo he reconocido.
-¿Cuándo me reconocerás de frente, igual que de espaldas?
-Su rostro está impreso en mi corazón -bromeó ella.
El hombre miró la figura perfecta de la chica y su cara, rebosante de juventud. A pesar de que era una adolescente, iba completamente maquillada y con las uñas pintadas.
Sin dar importancia a su broma, él le preguntó:
-¿Ibas o volvías de una cita?
-No me gustan las citas matutinas. Solo estaba dando una vuelta con el coche, sin ningún propósito.
«¡Sin ningún propósito! Vaya forma de hablar, pero tú tienes treinta y cinco años y ella diecisiete. Está lo suficientemente liberada como para provocar el interés de un hombre casado, con un apartamento de soltero.»
Ella era una lectora apasionada de Françoise Sagan y le había atraído desde la misma noche que la conoció con un grupo de amigos en el Sans souci.
Hablaba de forma extraordinaria sobre el arte y la vida, y no tenía reparos, en determinadas circunstancias, en contar algún chiste verde. Había estudiado escenografía, tras abandonar los estudios universitarios, y tal vez aspiraba a convertirse en actriz. Había escrito algunos guiones pero, a pesar de su belleza, no se los habían publicado en ninguna revista ni los habían difundido por la radio.
La última vez que se encontraron, en presencia de varios amigos, ella explicó que se sentía atraída por el existencialismo y el ateísmo.
-¿Qué te pido? -dijo él, y luego continuó en un tono casi serio-: ¿O lo dejamos para cuando estemos en mi apartamento?
-Pídeme un café, y deja de soñar.
El hombre le ofreció un cigarrillo y se lo encendió. La joven empezó a beber el café haciendo caso omiso a sus insistentes miradas, hasta que él le preguntó en broma:
-¿Cómo van tus inquietudes existencialistas?
-Bien. Pero anoche no dormí más de dos horas.
-Piensa y filosofa.
-Una discusión con mis padres, como sabes.
El hombre recordó con inquietud el tema que quería tratar en serio. Sin embargo, ella continuó, imitando el tono de sus padres:
-Continúa tus estudios... cásate... no trasnoches como los jóvenes...
Un disco rayado. Pero la chica era guapa, y el encuentro una fuente de inspiración. ¡Quién sabe! Mas él tenía que terminar su artículo, aunque tuviera que cancelar los compromisos nocturnos.
-¿Y cómo van a comprender a una joven filósofa? -preguntó él.
Con un gesto en el que le daba a entender que se dejara de bromas, ella respondió:
-Nadie quiere reconocer que me estoy esforzando en vivir a mi manera, pero vivo con la gente de la caverna.
El hombre recordó la aparición del padre de ella en la televisión y dijo:
-Yo creía que tu padre era un hombre moderno.
-¡Moderno!
-Al menos, comparado con el mío.
-¿Comparado con la edad de piedra? -dijo la joven, conteniendo la risa.
Él miró a lo lejos, como si estuviera soñando, y dijo con fascinación:
-¡La edad de piedra! Si pudiéramos regresar a ese periodo, aunque fuera durante una hora, te llevaría en mi espalda, sin ningún reparo, a mi caverna en el edificio de Al Sharq.
-Te he dicho que dejes de soñar. Y déjame decirte a qué he venido.
-¡Ah! Entonces ¿no nos hemos encontrado por casualidad?
-Sabes bien que conozco tu costumbre de escribir aquí cada mañana.
-Entonces, vamos a mi apartamento, que es un sitio más adecuado para hablar de algo tan importante -dijo él con cierta ironía.
La chica, sin parar de fumar, contestó:
-¿No ves que no estoy bromeando?
Luego, mirándolo fijamente con sus ojos color miel, añadió:
-Una vez me prometiste que me presentarías al profesor Ali Al Kabir.
-¿Lo dices en serio? -preguntó él con interés.
-Completamente.
-Sin duda, le admiras como actor.
-Claro.
Se miraron, y luego él dijo:
-Tiene cuarenta y cinco años.
-Ya lo sé. ¿No has oído hablar de la fascinación del tiempo?
-Ya lo creo, pero aún he oído hablar más de la tragedia del tiempo.
-Eres como una especie de consejero moral en la columna de «Ayer y hoy», en cambio aquí...
-¿Cuál es mi papel en la historia?
-Tú eres su mejor amigo.
-Tiene una hija de tu edad.
-Sí, creo que estudia en la Facultad de Derecho.
Él se quedó pensativo; luego dijo:
-Dime qué estás pensando. ¿Quieres destruir su matrimonio y casarte con él?
La chica sonrió y respondió:
-Yo no quiero destruir nada.
-¿Se trata solo de amor?
Ella se limitó a encogerse de hombros, sin decir nada.
-¿Crees que eso te convertirá en una estrella? -preguntó él.
-¡No soy una oportunista!
-¿Entonces?
-Debes mantener tu promesa.
De pronto él tuvo una idea y exclamó:
-Me has inspirado para escribir un artículo.
-¿De qué se trata?
-El amor libre, antes y ahora.
-Dime más.
El hombre continuó, sin intentar frenar su entusiasmo:
-Por ejemplo, antes, cuando una chica se comportaba como tú, se decía que era una perdida. Sin embargo, ahora se dice que se debe a la ansiedad propia de la época o que es un síntoma de ansiedad filosófica.
-¡Tú perteneces a la edad de piedra! -dijo ella, enfadada-, aunque vayas de progresista.
-¿Y qué esperas de alguien cuyos antepasados vivían en la edad de piedra?
-¿Es que no puedes considerarme un ser humano, exactamente igual que tú?
-Si tú eres narcisista...
-Tú te burlas de mí, y mi padre me regaña.
-¿Y tú?
-Te repito que debes mantener tu promesa.
-Permíteme que primero te informe sobre él. Es un gran artista, un primer actor, según la opinión de muchos. Y sigue una táctica habitual a la que no está dispuesto a renunciar: cuando conoce a una chica como tú, se la lleva inmediatamente a su apartamento, cerca de las pirámides, y comienza donde otros terminan.
-Te agradezco tu amable consejo.
-¿Todavía quieres conocerlo?
-Sí.
-Bien -dijo él desafiante-, pero te pido un pago por anticipado.
La chica movió la cabeza con gesto interrogativo y un mechón de cabello negro le cayó por la frente.
Quiero que me pagues viniendo al apartamento de Al Sharq.
Ella sonrió, incrédula, sin hacer ningún comentario.
-¿De acuerdo? -insistió él.
-Estoy segura de que tu mente es más limpia que todo eso.
-¡Qué le voy a hacer! Estoy contagiado del espíritu de la época.
-No mezcles las bromas con las cosas serias.
Luego añadió, disculpándose:
-Te he hecho perder tu valioso tiempo.
Ella encendió el tercer cigarrillo. Se intercambiaron una larga mirada y sonrieron. Él empezó a pensar de nuevo en su artículo; se había despejado el malentendido y volvía a tener una sensación de calor y humedad.
-Eres un reaccionario disfrazado de moderno -le dijo ella en broma.
-Nada de eso. Lo que sucede es que tú no eres sincera contigo misma. Pero eres deliciosa y tus bromas son muy divertidas. Prepararé el encuentro en mi oficina. Ven, por casualidad, el miércoles a las nueve.
-Gracias.
-Soy yo quien debe darte las gracias por mi próximo artículo.
-Veremos lo que eres capaz de hacer.
-Cuando escribo, me convierto en alguien totalmente distinto.
Ella se rió y le rectificó:
-Te atienes a lo que crees que debes decir, aun a costa de mentirte a ti mismo.
-Tal vez. La verdad es que lo mejor de mí todavía no se ha expresado.
La chica, al darse cuenta de que él miraba su cuaderno de notas, cogió su bolso y lo puso en una silla vacía. Él estaba observando de nuevo el palacio cerrado a cal y canto, admirando su magnificencia. Le gustaban los balcones que daban al jardín, y aún más los del piso de arriba, sostenido cada uno por dos columnas en forma de obelisco. ¡Qué bello sería sentarse en uno de esos balcones a la luz de la luna, libre para pensar, sin compromisos ni tradiciones. O poseer un yate y viajar por los mares conociendo gente y países sin fronteras, mientras tu mujer te espera sin moverse de El Cairo. Jugar con flores en Hawái y olvidar la columna «Ayer y hoy» y todos los problemas relacionados con la pobreza, la ignorancia y la enfermedad... mirando hacia lo desconocido y dejando de lado en un momento toda la historia humana.
«Tienes numerosas dudas acerca de tu talento, pero las eclosiones las disuelven. Son extraños estallidos que provocan el asombro e ignoran el concepto de responsabilidad, ininteligibles, incuestionables e incontrolables, aunque los comentaristas de las tabernas y fumaderos de opio se ofrezcan a explicarlos.»
-Nadra, ¿qué piensas del absurdo?
-Lo encuentro muy razonable -dijo ella con entusiasmo.
-Juega conmigo como un sueño.
-Yo estoy pensando en escribir una obra de teatro del absurdo y presentarla en el teatro El Aráis -dijo Nadra; luego añadió, suspirando con tristeza-: Si no hubiera sido por mi padre, habría podido escribir una historia descabellada, basada en mis experiencias.
-Me gustaría que me incluyeras en esas experiencias -bromeó él.
-En lugar de burlarte, piensa en el rotundo éxito que podría tener.
Ambos permanecieron un rato en un delicioso silencio, dejándose llevar por la fantasía. De pronto, una voz fuerte les hizo volver a la realidad. La voz gritó: «¡Hu!» Vieron a un hombre que iba en una barca con las velas plegadas, como si estuviera parado o se moviera de forma tan lenta que parecía que no avanzaba. Estaba a punto de alcanzar el antepecho del Nilo por la otra parte, a unos dos metros de donde ellos estaban sentados. El hombre tiraba de la barca con una cuerda larga enrollada a su espalda. Se echaba hacia delante, forzando los músculos con gran empeño, y la barca se deslizaba más lenta que una tortuga sobre el agua inmóvil y bajo un aire como muerto.
Un anciano vestido con galabeya y turbante se puso de pie en la proa y observó con lástima el esfuerzo del otro.
El hombre y la mujer, por su parte, sintieron rabia e impotencia pero no dijeron nada.
El que tiraba de la barca continuó con su duro trabajo, poniendo en él todo su esfuerzo, hasta que llegó al punto donde ellos estaban sentados. Era un joven de unos veinte años, de piel oscura y rasgos marcados. Llevaba la cabeza afeitada, iba descalzo y vestía una galabeya descolorida que dejaba ver parte del pecho y de las piernas, estas con las venas hinchadas por el esfuerzo.
Tenía los ojos saltones y la boca rígida, y agachaba la cabeza para protegerse el rostro del intenso sol. Cada vez que se sentía exhausto, se paraba un momento para respirar profundamente. Entonces el anciano le gritaba:
-¡Vamos, con fuerza! Y él exclamaba:
-¡Hu!
El joven continuó su dura lucha. Cuando pasó junto a ellos, aspiraron el olor de su cuerpo, mezcla de sudor y polvo. Hicieron un gesto de asco, y Nadra acercó su delicada nariz a un pañuelo perfumado. Intentaron disimular el fastidio y siguieron mirando atentamente la dura lucha sostenida por el joven. Le vieron moverse paso a paso hasta que se cansaron y dirigieron su atención a otra parte. Luego se miraron sonrientes y encendieron un cigarrillo.
FIN
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