viernes, 8 de abril de 2016

ÉMILE MICHEL CIORAN

QUÉ LEJOS ESTOY DE TODO!


Ignoro totalmente por qué hay que hacer algo en esta vida, por qué debemos tener amigos y aspiraciones, esperanzas y sueños. ¿No sería mil veces preferible retirarse del mundo, lejos de todo lo que engendra sutumulto y sus complicaciones? Renunciaríamos así a la cultura y a las ambiciones, perderíamos todo sin obtener nada a cambio; pero ¿qué se  puede obtener en este mundo? Para algunos, ninguna ganancia es  importante, pues son irremediablemente desgraciados ye están  irremisiblemente solos. ¡Nos hallamos todos tan cerrados los unos respecto  a los otros! Incluso abiertos hasta el punto de recibirlo todo de los demás o  de leer en las profundidades del alma, ¿en qué medida seríamos capaces de  dilucidar nuestro destino? Solos en la vida, nos preguntamos si la soledad  de la agonía no es el símbolo mismo de la existencia humana. Querer vivir y morir en sociedad es una debilidad lamentable: ¿acaso existe consuelo posible en la última hora? Es preferible morir solo y abandonado, sin afectación ni gestos inútiles. Quienes en plena agonía se dominan y se
imponen actitudes destinadas a causar impresión me repugnan. Las
lágrimas sólo son ardientes en la soledad. Todos aquellos que desean
rodearse de amigos en la hora de la muerte lo hacen por temor e incapacidad de afrontar su instante supremo. Intentan, en el momento esencial, olvidar su propia muerte. ¿Por qué no se arman de heroísmo y echan el cerrojo a su puerta para soportar esas temibles sensaciones con una lucidez y un espanto ilimitados?
Aislados, separados del mundo, todo se nos vuelve inaccesible. La muerte más profunda, la verdadera muerte, es la muerte causada por la soledad, cuando hasta la luz se convierte en un principio de muerte.
Momentos semejantes nos alejan de la vida, del amor, de las sonrisas, de los amigos —e incluso de la muerte. Nos preguntamos entonces si existe algo más que la nada del mundo y la nuestra propia.



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