JUAN RULFO
PEDRO PÁRAMO
(Fragmento)
El
calor me hizo despertar al filo de la medianoche. Y el sudor. El cuerpo
de aquella mujer hecho de tierra, envuelto en costras de tierra, se
desbarataba como si estuviera derritiéndose en un charco de lodo. Yo me
sentía nadar entre el sudor que chorreaba de ella y me faltó el aire que
se necesita para respirar. Entonces me levanté. La mujer dormía. De su
boca borbotaba un ruido de burbujas muy parecido al del estertor.
Salí a la calle para buscar el aire; pero el calor que me perseguía no se despegaba de mí.
Y es que no había aire; sólo la noche entorpecida y quieta, acalorada por la canícula de agosto.
No
había aire. Tuve que sorber el mismo aire que salía de mi boca,
deteniéndolo con las manos antes de que se fuera. Lo sentía ir y venir,
cada vez menos; hasta que se hizo tan delgado que se filtró entre mis
dedos para siempre.
Digo para siempre.
Tengo
memoria de haber visto algo así como nubes espumosas haciendo remolino
sobre mi cabeza y luego enjuagarme con aquella espuma y perderme en su
nublazón. Fue lo último que vi.
-¿Quieres
hacerme creer que te mató el ahogo, Juan Preciado? Yo te encontré en la
plaza, muy lejos de la casa de Donis, y junto a mí también estaba él,
diciendo que te estabas haciendo el muerto. Entre los dos te arrastramos
a la sombra del portal, ya bien tirante, acalambrado como mueren los
que mueren muertos de miedo. De no haber habido aire para respirar esa
noche de que hablas, nos hubieran faltado las fuerzas para llevarte y
contimás para enterrarte. Y ya ves, te enterramos.
-Tienes razón,.Doroteo. ¿Dices que te llamas Doroteo?
-Da lo mismo. Aunque mi nombre sea Dorotea. Pero da lo mismo.
-Es cierto, Dorotea. Me mataron los murmullos.
«Allá hallarás mi querencia. El lugar que yo quise. Donde los sueños me enflaquecieron.
Mi pueblo, levantado sobre la llanura. Lleno de árboles y de hojas como una alcancía donde
hemos guardado nuestros recuerdos. Sentirás que allí uno quisiera vivir para la eternidad.
El amanecer; la mañana; el mediodía y la noche, siempre los mismos; pero con la diferencia
del aire. Allí, donde el aire cambia el color de las cosas; donde se ventila la vida como si
fiera un murmullo; como si fuera un puro murmullo de la vida... »
-Sí,
Dorotea. Me mataron los murmullos. Aunque ya traía retrasado el miedo.
Se me había venido juntando, hasta que ya no pude soportarlo. Y cuando
me encontré con los murmullos se me reventaron las cuerdas.
-Llegué
a la plaza, tienes tú razón. Me llevó hasta allí el bullicio de la
gente y creí que de verdad la había. Yo ya no estaba muy en mis cabales;
recuerdo que me vine apoyando en las paredes como si caminara con las
manos. Y de las paredes parecían destilar los murmullos como si se
filtraran de entre las grietas y las descarapeladuras. Yo los oía. Eran
voces de gente; pero no voces claras, sino secretas, como si me
murmuraran algo al pasar, o como si zumbaran contra mis oídos. Me aparté
de las paredes y seguí por mitad de la calle; pero las oía igual, igual
que si vinieran conmigo, delante o detrás de mí. No sentía calor, como
te dije antes; antes por el contrario, sentía frío. Desde que salí de la
casa de aquella mujer que me prestó su cama y que, como te decía, la vi
deshacerse en el agua de su sudor, desde entonces me entró frío. Y
conforme yo andaba, el frío aumentaba más y más, hasta que se me enchinó
el pellejo. Quise retroceder porque pensé que regresando podría
encontrar el calor que acababa de dejar; pero me di cuenta a poco de
andar que el frío salía de mí, de mi propia sangre. Entonces reconocí
que estaba asustado. Oí el alboroto mayor en la plaza y creí que allí
entre la gente se me bajaría el miedo. Por eso es que ustedes me
encontraron en la plaza. ¿De modo que siempre volvió Donis? La mujer
estaba segura de que jamás lo volvería a ver.
-Fue ya de mañana cuando te encontramos. Él venía de no sé dónde. No se lo pregunté.
-Bueno,
pues llegué a la plaza. Me recargué en un pilar de los portales. Vi que
no había nadie, aunque seguía oyendo el murmullo como de mucha gente en
día de mercado. Un rumor parejo, sin ton ni son, parecido al que hace
el viento contra las ramas de un árbol en la noche, cuando no se ven ni
el árbol ni las ramas, pero se oye el murmurar. Así. Ya no di un paso
más. Comencé a sentir que se me acercaba y daba vueltas a mi alrededor
aquel bisbiseo apretado como un enjambre, hasta que alcancé a distinguir
unas palabras vacías de ruido: «Ruega a Dios por nosotros». Eso oí que
me decían. Entonces se me heló el alma. Por eso es que ustedes me
encontraron muerto.
-Mejor no hubieras salido de tu tierra. ¿Qué viniste a hacer aquí?
-Ya te lo dije en un principio. Vine a buscar a Pedro Páramo, que según parece fue mi
padre. Me trajo la ilusión.
-¿La
ilusión? Eso cuesta caro. A mí me costó vivir más de lo debido. Pagué
con eso la deuda de encontrar a mi hijo, que no fue, por decirlo así,
una ilusión más; porque nunca tuve ningún hijo. Ahora que estoy muerta
me he dado tiempo para pensar y enterarme de todo. Ni siquiera el nido
para guardarlo me dio Dios. Sólo esa larga vida arrastrada que tuve,
llevando de aquí para allá mis ojos tristes que siempre miraron de
reojo, como buscando detrás de la gente, sospechando que alguien me
hubiera escondido a mi niño. Y todo fue culpa de un maldito sueño. He
tenido dos: a uno de ellos lo llamo el «bendito» y a otro el «maldito».
El primero fue el que me hizo soñar que había tenido un hijo. Y mientras
viví, nunca dejé de creer que fuera cierto; porque lo sentí entre mis
brazos, tiernito, lleno de boca y de ojos y de manos; durante mucho
tiempo conservé en mis dedos la impresión de sus ojos dormidos y el
palpitar de su corazón. ¿Cómo no iba a pensar que aquello fuera verdad?
Lo llevaba conmigo a dondequiera que iba, envuelto en mi rebozo, y de
pronto lo perdí. En el cielo me dijeron que se habían equivocado
conmigo. Que me habían dado un corazón de madre, pero un seno de una
cualquiera. Ése fue el otro sueño que tuve. Llegué al cielo y me asomé a
ver si entre los ángeles reconocía la cara de mi hijo. Y nada. Todas
las caras eran iguales, hechas con el mismo molde. Entonces pregunté.
Uno de aquellos santos se me acercó y, sin decirme nada, hundió una de
sus manos en mi estómago como si la hubiera hundido en un montón de
cera. Al sacarla me enseñó algo así como una cáscara de nuez: «Esto
prueba lo que te demuestra».
»Tú
sabes cómo hablan raro allá arriba; pero se les entiende. Les quise
decir que aquello era sólo mi estómago engarruñado por las hambres y por
el poco comer; pero otro de aquellos santos me empujó por los hombros y
me enseñó la puerta de salida: «Ve a descansar un poco más a la tierra,
hija, y procura ser buena para que tu purgatorio sea menos largo.»
ȃse
fue el sueño «maldito» que tuve y del cual saqué la aclaración de que
nunca había tenido ningún hijo. Lo supe ya muy tarde, cuando el cuerpo
se me había achaparrado, cuando el espinazo se me saltó por encima de la
cabeza, cuando ya no podía caminar. Y de remate, el pueblo se fue
quedando solo; todos largaron camino para otros rumbos y con ellos se
fue también la caridad de la que yo vivía. Me senté a esperar la muerte.
Después que te encontramos a ti, se resolvieron mis huesos a quedarse
tiesos. «Nadie me hará caso», pensé. Soy algo que no le estorba a nadie.
Ya ves, ni siquiera le robé el espacio a la tierra. Me enterraron en tu
misma sepultura y cupe muy bien en el hueco de tus brazos. Aquí en este
rincón donde me tienes ahora. Sólo se me ocurre que debería ser yo la
que te tuviera abrazado a ti. ¿Oyes? Allá fuera está lloviendo. ¿No
sientes el golpear de la lluvia?
-Siento como si alguien caminara sobre nosotros.
-Ya déjate de miedos. Nadie te puede dar ya miedo.
(De "Pedro Páramo", 1955.)
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