sábado, 8 de agosto de 2020

ROBERTO FONTANARROSA EL DISCIPULO

ROBERTO FONTANARROSA
EL DISCIPULO
Fontanarrosa, el negro de buen pie – historiasdeunpoliedro
Es una selva alta. Cuando se mira hacia arriba las copas de los arboles forman un techo irregular y tupido que casi no deja ver el cielo. Ni penetrar el agua de las lluvias. Y llueve mucho en esa zona del Pastaza en el Ecuador. El agua llega a la base de los arboles en forma de manantiales que caen por los troncos y las ramas. La humedad es altísima. El aire asfixiante. Se oye el griterío de miles de pájaros, el chirrido de los insectos, y el ulular de los monos. Y hasta el crujido de los altos arboles al balancearse…

Lisardo es un descendiente de indio capayós, de una villa lindante con Babahoyo y tiene unos treinta y cinco años. Posee algunas cabras y cultiva el suelo. Dice haber cursado la escuela primaria por correspondencia, pero no sabe leer ni escribir. Eso sí, conoce toda la flora y la fauna de la zona y nos la describe meticulosamente. Le atribuye a la flora y a la fauna connotaciones humanoides y espirituales. Ha prometido que llegaremos al lugar de la cita cuando el sol aun este alto, al mediodía, para encontrarnos con la gente de «El Discípulo». Pero Marito, mi fotógrafo, duda. Se nos ha dañado el GPS para colmo, y no sabemos muy bien donde estamos. Es buen fotógrafo. Tuve que hablar con el varias horas para convencerlo de que me acompañara a hacer esta entrevista.

Conozco a Marito desde pequeño. Y ha sido fotógrafo de guerra en Haití, Irán y Afganistán. Pero su verdadera vocación es ser fotógrafo de sociales. Tiene fotos maravillosas de reyes y reinas bailando con la familia. Y se llenó de dinero con las fotos que obtuvo de «El Imán» de Kuwait, con una rica heredera de Andorra. «El Imán» contrató a Marito especialmente para la boda, pues había visto unas fotos suyas en Le Monde sobre un fusilamiento en Rezaye. Cuando la revista me aceptó la idea del reportaje fui a buscar a Marito a La Plata. Tuve que insistir mucho para convencerlo.

Tuve que explicarle que Gabriel Beltrame, «El Discípulo», era un argentino que había fundado un movimiento guerrillero en la selva de Morona, en Ecuador, que no se conocía su ideología ni sus móviles políticos. Se lo relacionaba con Sendero Luminoso, pero también con confusos movimientos religiosos. Era considerado un admirador de «Tirofijo» Marulanda, el mítico combatiente colombiano, y de hecho se había mostrado por Internet exhibiendo una foto de «Tirofijo» autografiada. Pero sin dudas la relación más inmediata se establecía con Ernesto Guevara, también argentino y también rosarino, que se fue al monte y se enfrentó al sistema.

-«¿Por eso le dicen «El Discípulo»?, se interesa ahora Marito bajo el tufo de la jungla y el rostro casi deformado, al igual que el mío, por las picaduras de los insectos.

-«Supongo que si», respondo, ambiguo. «Nada es claro respecto a este nuevo guerrillero argentino que recién ahora sale a la luz con comunicados y declaraciones. Incluso con acciones militares, tras permanecer con su gente veinticinco años escondido en la selva».

-«¿Veinticinco años?», se alarma Marito. Lleva colgados bolsos con distintas cámaras y lentes. Y un paraguas aluminizado, de los que ya no se usan, para dirigir la luz del flash. Tiene en la mejilla un escorpión negro que le camina lento hacia el cuello de la remera. La piel se le ha curtido mucho perdiendo sensibilidad y no lo percibe. Ni yo le aviso para no alarmarlo.

-«Beltrame y su gente han atacado tres escuelas rurales en los últimos meses», le cuento a Marito. «Lo que indica un recrudecimiento en el accionar de la guerrilla».

-«Tres escuelas?».

-«Doble escolaridad», informo. «Se llevaron a dos preceptores, tizas, borradores, y hasta un pizarrón donde se supone diagramaron nuevos golpes».

Dejaron en las paredes consignas vivando a Pol-Pot, el despiadado conductor de los rojos camboyanos. Pero «Pol» estaba escrito «Paul» como Paul McCartney, y era impensable suponer una conjura Rojos-Beatles. La CIA cree que se trata de una maniobra de distracción, para enmascarar a su verdadera ideología.

Llegamos milagrosamente puntuales para la cita. Había un claro en la selva. En dos oportunidades escuchamos ruidos de helicópteros, pero no vimos ninguno. Sabíamos que la DEA controlaba la zona pero solo vislumbramos, con la ayuda del poderoso zoom de Marito, una avioneta blanca, arrastrando de su cola de tela un larguísimo cartel que publicitaba un conocido dentífrico con blanqueador y flúor.

Tres horas estuvimos ahí, aguardando el contacto con «El Discípulo». No obstante cerca de las cuatro de la tarde aparecieron desde la espesura dos hombres fuertemente armados. No diferían demasiado del resto de los movimientos revolucionarios latinoamericanos. Tampoco de los hombres que componían los escuadrones gubernamentales dedicados a combatir a esos movimientos. Sombreros de ala ancha, ropa camuflada, botas de origen ruso. Certificaban su condición revolucionaria los fusiles Kalashnikov AK 47, que ambos cargaban sobre sus hombros.

Nos vendaron los ojos a Lizardo, a Marito y a mi. Las ocho horas siguientes fueron de marcha. Pude escuchar la caída de agua de una cascada, el derrumbe de unas rocas montañosas, el canto enérgico de guacamayos, tucanes y periquitos, el rumor de motores de una carretera, el resoplar sorpresivo de una maquina de café exprés, otra vez las rocas y la caída de agua de una cascada.

Cuando nos sacaron las vendas estábamos dentro de un quincho. Rodeados de hombres uniformados que iban y venían, perros, gallinas y chanchos por doquier. Nos hicieron sentar sobre unas sillas desvencijadas frente a un sillón de peluquería, que imaginé producto de algún saqueo en el pueblo vecino.

Pedí algo de comer, nos trajeron mangos, plátanos, arepas, frijoles, maracuyá, cacao, porotos de soja. Media hora después de que terminamos con la variada merienda, ya de noche cerrada, llegó Beltrame. También con ropa camuflada, botas, pistola a la cintura y la cabeza descubierta, sin boina ni sombrero. Aparentaba alrededor de sesenta años, tenía el pelo entrecano y largo, buen porte y un atisbo de dolor y sufrimiento en su mirada.

«Nada que ver con «El Che», compañero, me aclaró de entrada, apenas encendí mi grabador, previa aprobación suya. Salvo que nacimos a unas pocas cuadras de distancias. El en la esquina de Urquiza y Entre Ríos y yo en San Martín, entre San Lorenzo y Urquiza».

Se interesó en saber de que barrio de Rosario era yo. Preguntó si todavía seguía abierto de Sorocabana y si yo conocía, por casualidad, a un tal Ignacio Covelli, dueño de una mercería en la calle San Luis.

«Mis razones, compañero, nacen en mi infancia, en mi más tierna infancia».

Se le notaba todavía el acento argentino, pero hablaba lógicamente, tras tantos años en la zona, con modismos y giros ecuatorianos. «Orje» me decía a mi, por «Jorge».

«En mi más tierna infancia», repitió casi poéticamente, rascándose cada tanto la nuez de Adán cubierta por su barba blanca, mientras fumaba uno de esos enormes cigarros de hoja.

«Me los manda Fidel», me comentó mientras me convidaba uno. «Pero no Fidel Castro, con quién no comulgo, sino Fidel de la Canaleta Ortuño, un jurista y pensador español, experto en Educación, con quién mantengo una activa correspondencia».

«Algo en mis primeros años forjó mi espíritu revolucionario», continuó grave. «Y me lanzó a este intento de cambiar el estado de las cosas. Por revertir un devenir histórico que tanto daño nos hizo y nos hace». Hizo un silencio.

«Sufrí mucho de niño, Jorge. Sufrí mucho». Percibí que no debía formular preguntas, que «El Discípulo» estaba dispuesto a contar, a sincerarse, motivado por la calma de la noche y por el whisky que sostenía en su mano y que un atento uniformado llenaba cada vez que el contenido disminuía.

«Me levantaba a las seis de la mañana Jorge. A las seis de la mañana». Su voz se crispo y por un momento pensé que se iba a largar a llorar. Era evidentemente un hombre sensible y delicado.

«En pleno invierno Jorge, y con un frío insoportable. Tu conoces el frio húmedo de Rosario. Tenes mas o menos mi edad y sabes el frío que hacía en aquellos tiempos. La codicia impúdica del capitalismo salvaje no vacila en recalentar el planeta y ahora ya no se ven esas veredas cubiertas de escarchas cuando yo salía de la calidez de mi mama para caminar esas once cuadras hasta la escuela Mariano Moreno N° 60. Niños de seis años arrancados del calor de sus camas por padres cómplices del sistema, y arrojados a la oscuridad y al frio hiriente de la calle, Jorge».

«Seis de la mañana, carajo», aulló. «¡Y en pantalones cortos! ¡Porque antes no nos ponían pantalones largos porque no había. O había pero no estaban de moda. Esa puta moda dictada desde los polos de poder».

Se volvió a sentar más calmo. Pero lucía infinitamente triste. «Piezas enormes y heladas, de techos altos, entibiadas tímidamente con una estufa a querosén. No había calefacción central, Jorge, tu lo recuerdas. Ni losa radiante. Una estufa estéril de querosén que tu madre o tu padre llevaban de la manija desde una pieza a la otra».

«Y ese sueño inmenso, terrible, que nos mantenía en un sopor doloroso. Que nos hacia caminar bamboleantes hacia el baño para lavarnos los dientes. ¿Sabes lo que dijo «El Señor de la Guerra» en su libro Copad los Flancos? «El descanso es un arma», Jorge. El combatiente descansado cuenta con ese arma a su favor. Está lucido, presto, atento».

«Los sabañones que nos enardecían los dedos de los pies, de las manos y también en las orejas». Nunca me rasque tanto, ni cuando vine a la jungla y me devoraron los insectos tropicales», Beltrame cae exhausto en su cama, parece agotado luego del desahogo.

Marito, quien había presenciado las atrocidades de Croacia, quien había sido testigo presencial de la conferencia donde el jefe bandolero colombiano Isidro Pablo Cortez, reveló su arrebatadora homosexualidad y su pasión por Ricky Martínez, estaba ahora perplejo con la confesión de Beltrame.

A veces era de noche, Jorge, también llovía, los truenos, los relámpagos, y el aguacero golpeando contra la patio. Nunca he sentido tanta angustia de que me vinieran a buscar. Entre dormido calculaba: «Ya son mas de las seis, ya no me vendrá a despertar nadie hasta que escuchaba las pantuflas de mi mama que luego decía: Negrito, vamos arriba que ya es tarde».

Me moría de odio carajo, contra el mundo, contra la humanidad entera. Y no era levantarse para ir al cine o a un parque de diversiones, Jorge. Era para ir a la escuela con sus Gramáticas y sus Matemáticas y todas esas mierdas.

«Solo fumo puros de no mas de 15 cm de largo», me dijo aprontándole la colilla. «El detector de calor de los Yankee tardan 24 segundos en detectar el humo, y el calor que produce un cigarro. Luego de eso «te cagas». Al centímetro numero doce el laser te detectó y te meten un cohetazo. Es el peligro del tabaco, Augusto». Dirigió esta ultima frase a su asistente gordo, sonriendo. Fue el final de la primera entrevista de «El Discípulo» a un medio grafico.

«He preguntado, Jorge, porque los niños se tienen que levantar tan temprano para ir a la escuela y nadie supo contestarme, te juro. Quise asegurarme antes de arrojarme a la lucha armada para este sacrificio infantil». Ni el sacrificio por el sacrificio mismo, nada. En cuarto grado me juramente que: «Cuando sea grande no habrá poder humano, ni religioso, ni militar, que logre despertarme temprano», Nos despedimos como amigos, que saben que van a volverse a ver pronto.

¿Lo despierto a alguna hora comandante?, le escuché preguntar al asistente gordo. «Ni se le ocurra Augusto«, contento Beltrame bostezando. Ni aunque vengan los helicópteros norte americanos.

Y por la tarde tomamos con Marito el vuelo a Puerto Alegre. Sobrevolando el Iguazú, Marito, pensativo, me comentó en vos baja: «Después nos preguntamos de donde salen estos movimientos revolucionarios latinoamericanos…».

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