EDUARDO SACHERIFRÍO
No sé si a los demás les pasa lo mismo, pero a mí me cuesta mucho pensar en el frío si no estoy teniendo frío en el momento de querer pensar en el frío. Seguro que uno puede decir la palabra «frío» cuando se le dé la gana, pero no es lo mismo: así no es más que una palabra. Yo me refiero a pensarlo, el frío. A poder pensarlo, entendiéndolo, al frío.
Es distinto decir «frío» que sentir frío. Decirlo es casi nada. Igual es una palabra distinta a «árbol» o «perro». Esas son cosas que se ven, y uno puede imaginarlas. Pero el frío no. El frío hay que sentirlo para pensarlo. Esa sensación incómoda en todo el cuerpo, esa especie de dolor suavecito que uno no se puede sacar de encima aunque quiera, esa molestia que a uno lo sigue aunque trate de escapársele y haga un montón de cosas (apichonarse, hacerse chiquito, zapatear fuerte, dar saltitos en el lugar, o lo que sea) para salirse de esa situación fea. Esas ganas tontas de querer irse lejos del propio cuerpo a un lugar que esté más tibio: tontas porque no se puede, pero uno las ganas las tiene igual.
Y de todo el asunto del rubio yo me puedo acordar solamente así: con frío. Si no, no. O me cuesta mucho más. Me cuesta y no es lo mismo. Pero hoy resulta que es domingo, casi de noche, y como está terminando mayo hace un frío de novela. Además estoy solo en casa, que eso también es importante para que me acuerde. Si está la familia no puedo. Si está la familia uno piensa en cosas comunes, las de todos los días. Más los domingos, que estamos todos, hablando, tomando mate, mirando un poco de tele. Pero hoy se fueron todos a lo de la tía Ceci, que yo mucho no me la aguanto, y con la excusa de pintar la piecita del fondo me quedé y mi mujer no me dijo nada. Capaz que se imaginó que yo no quería saber nada con ir a lo de su tía, pero como lo de la pieza me lo viene pidiendo hace un montón de tiempo y yo siempre le digo que sí y después no lo hago, hoy que le dije que iba a ponerme con eso no pudo decirme nada y se lo tuvo que aguantar.
Así que después de comer se fueron y yo me quedé trabajando atrás, con la radio puesta en los partidos. Pero hace un ratito corté, porque me estaba quedando sin luz y aparte con este frío y la humedad no secó lo suficiente como para empezar con la segunda mano. Igual no importa porque la primera mano la di completa y el fin de semana que viene la termino. Eso si no estoy de guardia, que la verdad que no me acuerdo y me tendría que fijar pero creo que no.
Para limpiar los pinceles me traje el aguarrás y el trapo y los pinceles y me senté en la mesa del jardín, que un poco de luz de día todavía quedaba y para eso tampoco se necesita mucho más. Y ahí yo no sé si empezó a bajar el rocío o qué pero de repente se congeló el aire y en la penumbra me vi el humito saliendo de la boca y la piel de las manos me empezó a doler, pero ya me faltaba poco para terminar y no tenía ganas de llevarme todos los trastos hasta la mesa de la cocina, así que me apuré a limpiar un pincelito que uso para los marcos que me dio más trabajo porque estaba con esmalte sintético y de repente me acordé.
Yo creo que fue el frío, junto con estar solo y todo eso que ya dije, pero sobre todo el frío. Pero lo de estar solo también, porque en esto me pongo a pensar cuando estoy solo. Si justo me acuerdo de todo aquello cuando estoy con alguien enseguida trato de pensar en otra cosa, porque no me gusta pensarlo cuando estoy acompañado. No es que cuando estoy solo pensar en esto me guste. Ni tampoco que no me guste. No se trata de gustar, supongo. Me acuerdo y listo. Lo que sí, si estoy solo, no me resisto a pensarlo. No es que me voy para distraerme y sacármelo de la cabeza. Me quedo y me lo acuerdo.
Antes no. Antes no podía. Hace años cuando me acordaba me ponía mal y quería arrancármelo como si fuera un trapo que me quemase la piel por adentro. Ahora ya no. Ahora me lo acuerdo y como mucho me pongo triste. Pero es una tristeza que me aguanto y está bien. No es como cuando me daban pesadillas. Ahora como mucho son sueños, y de vez en cuando. Muy de vez en cuando.
A la mañana, mientras tomo mate con mi mujer, le cuento. Le digo «hoy soñé con el rubio», y ella me entiende y no me pregunta nada. Hace muchos años sí. Cuando yo le contaba me insistía con que fuera al psicólogo o al doctor o algo, que eso me hacía mal y que buscara ayuda. Y como yo me emperré siempre con que no, terminábamos discutiendo. Ahora ya no.
Por eso hoy, que con el frío me acordé del rubio, me quedé sentado echando vapor por la boca; y con la última luz del día vi que las manos se me ponían todas rojas. Eso nunca terminé de entenderlo. Cómo es eso de que con el frío a uno la piel se le pone roja. Una vez, estando allá, le pregunté a un oficial y me contestó algo de que era porque faltaba sangre, por el frío. Pero entonces entendí menos, porque si la piel se pone roja es por la sangre, y si falta sangre tendría que ponerse de cualquier color menos roja.
A veces me da bronca no haber estudiado más. Saber más cosas. Siempre me dio vergüenza sentirme un bruto comparado con algunos colimbas. Estando allá me pasó con dos o tres. Con el rubio, sobre todo. Capaz que fue por eso que le prometí a la Virgen que si me sacaba de ahí iba a estudiar el secundario. De entrada no pude porque me destinaron a Neuquén y encima me casé y no pude. Pero después me tocó Campo de Mayo y ahí sí cumplí la promesa.
Una vez, en la época en que me daban pesadillas, se me ocurrió visitar a los padres del rubio. Mi compadre Ramírez estaba destinado en el Estado Mayor y me consiguió la dirección en el archivo. Me llegué hasta Haedo y di unas vueltas para pasar por la vereda. Dos veces. La segunda justo salió una mujer de la casa. «La madre», pensé. Pero no estoy seguro porque no le hablé. Pensé que era la madre porque se parecía. La piel, la nariz finita, los ojos medio claros. Pero no estaba seguro y aparte capaz que no era. Habían pasado como quince años y en una de esas, nada que ver. Capaz que se habían mudado y era otra familia. A veces el parecido es así. No es que los hijos se parezcan a los padres sino que uno ve a los dos y le busca el parecido. Con mi hijo el mayor me pasa siempre. Todos dicen lo parecidos que somos. Más ahora que entró en la Escuela y con el pelo corto hasta a mí me hace acordar a como era yo hace veinte años. Así que no le dije nada. Nos cruzamos por la vereda y nos vimos un segundo y nada más. Llevaba una bolsa de compras. Ella me miró y yo me asusté. No sé por qué. Será porque me miró fijo, apenas un segundo pero fijo, como si me conociera. A lo mejor fue por el uniforme, que me miró. Yo calculo que fue por eso. Después no volví más. Pasó el tiempo, me fui acordando menos, y lo fui dejando.
Era callado, el rubio. Andaba siempre en la suya, y con los demás se mezclaba poco y nada. No era que fuera un engrupido, no era eso. Pero era distinto. No sé bien por qué cuernos terminó en la Compañía. Los otros colimbas eran casi todos de Corrientes, de Oberá y la zona esa. Y el rubio, mezclado con ellos, parecía una mosca blanca. Los demás eran morochazos, más como soy yo. Pero éste era blanquito, y mucho más alto. Hasta las manos las tenía diferentes. Blancas, lisitas, se le veía que nunca en la vida había agarrado una pala, un martillo, nada de nada. A la legua se notaba que lo del rubio venía por el lado de los libros y esas cosas. Porque aparte usaba unas palabras que parecían sacadas del diccionario y se las entendía él solo, a veces. Y otros colimbas, que en su perra vida habían bajado del monte, lo miraban como si fuera un bicho. Yo tenía tipos que nunca habían visto un inodoro hasta entrar al cuartel. Y claro, comparado con ellos, el rubio parecía un marciano.
De entrada me dio bastante trabajo, ese asunto. Porque dos o tres colimbas se lo tomaron de punto. Lo cachaban todo el tiempo con eso de que si era delicado, o si era demasiado limpio, o prolijito, esas pavadas. O me decían a mí, hablando fuerte para que el otro escuchara, que el rancho lo prepare el rubio que seguro que en la facultad le enseñan cocina, decían. O que la letrina la cave el rubio que seguro que sabe porque va a ser arquitecto. Yo les frenaba el carro porque lo que menos quería era que me enquilombaran la Compañía. Y aparte el rubio me daba lástima porque era buen soldado y trataba de no engancharse con esas jodas y no calentarse.
Pero era guapo. Una vez no sé de dónde sacaron los colimbas una especie de pelota. Creo que la hicieron con un par de borceguíes que los ataron cruzados y medias que no servían y ataron todo con cordones del calzado. Como no había ningún oficial por ahí cerca yo los dejé. Justo en contra del rubio jugaba uno de los que lo tenía de punto. Salinas, se llamaba. Un morocho grande como una puerta. Y fue empezar a jugar y Salinas lo entró a cagar a patadas. Porque encima el rubio era bueno. La movía y el otro se empezó a poner loco y cada vez que lo gambeteaba empezó a cruzarlo como si nada. De entrada el rubio se lo aguantó hasta que no pudo más y en una de esas se levantó y reaccionó y se entraron a dar de lo lindo, y aunque el otro era grandote el rubio no se le achicó. Y ligaron los dos, la verdad. Un poco me puse contento porque el rubio me caía bien. Igual hubo que castigarlos a los dos porque en cuestiones de disciplina uno no puede hacer diferencias, y menos en un sitio como ese.
Cuando los tuve que bailar, bailaron todos. Ni más ni menos. No era que yo quisiera o dejara de querer. Tenía que bailarlos y punto. La orden era esa, porque así iban a estar alertas y con la moral alta. Una vez le pregunté por arriba, al oficial, por ese asunto de tenerlos tan cortitos y me cortó en seco. Bien, pero me cortó de una. Así está bien, Ramírez, me dijo. Así está bien. Haga que se calienten con usted, así después se sacan toda la leche con el enemigo. Me acuerdo que me sonó raro eso del «enemigo». Como las películas de guerra de los sábados a la tarde, sonaba eso del «enemigo».
Igual a los dos o tres días se pudrió todo. Porque cuando entraron a caer las bombas y a sonar los tiros, otra que una película. Los dos primeros días de bombardeo estuvimos metidos en los pozos con la orden de aguantar sin asomar la nariz, hasta que pasara. Pero resulta que no pasaba nunca. Se suponía que tenía que parar la cosa tarde o temprano, pero seguía. A veces parecía, porque pasaban veinte minutos, media hora, que no caía ningún bombazo cerca y uno pensaba que ya estaba, que habían rajado para otra parte. Pero después, mierda, entraban a caer de nuevo y otra vez adentro del agujero con el agua hasta los tobillos y un cagazo de Padre y Señor nuestro. Y de repente se vino el oficial con la orden de que había que entrar a tirar sí o sí porque ellos se venían al humo.
Durante todo ese tiempo de espera había pensado que cuando se armara el batuque el miedo me iba a borrar todas las ideas y todos los recuerdos. El hambre, la tristeza por la familia, las ganas de volver, el frío. Ese frío de mierda, sobre todo. Estaba convencido de que en el medio de los tiros no me iba a quedar lugar en la cabeza para otra cosa que no fuera estar atentos a tirarles y a que no nos dieran. Pero no. Más bien que estaba muerto de miedo de que a la primera de cambio me cagaran de un tiro. Pero ese miedo me venía revuelto con todo lo demás. Con extrañar y con querer volverme y con el frío. Ese frío de todo el tiempo y de todos lados, que a uno lo seguía hasta cuando se dormía y le amargaba hasta los recuerdos y le sacaba las ganas de todo. Como la guerra.
Igual que ahora, que ya es noche cerrada, y también se me acalambran los dedos y no siento los pies. Pero ahora es distinto, porque me meto a mi casa y ya está: prendo las hornallas y acerco las manos y listo.
Pero allá no se podía. A uno no le dejaban encender fuego. No delate la posición. No sea pelotudo, le decían. Aunque a la final a mí me parece que hubiera dado lo mismo, porque nos tiraban de todos lados y a todas horas, porque hasta un pelotudo con escuela primaria como yo se daba cuenta de que nos estaban dando una paliza. Pero el teniente había dicho de acá no se mueve nadie, carajo, porque al que se mande mudar lo cago de un tiro yo mismo y les ahorro el laburo a los ingleses, dijo.
Dijo así pero resulta que el último día, o la última noche, mejor dicho, porque fue de noche, yo mandé un colimba a buscarlo porque nos estaban dando sin asco y resulta que el tipo no estaba, y yo primero no le creí al colimba y pensé que era mentira que había ido hasta el puesto y mandé a otro pero resultó lo mismo, el teniente no estaba porque se había tomado el buque, eso había pasado.
Y en ese momento yo medio que me taré porque resulta que estaba al mando y tenía a ocho colimbas igual de cagados de miedo que yo y nadie a quien preguntarle qué carajo hacer y los guachos se nos venían, tiraban y se nos venían. Y ahí fue cuando saltó el rubio. Saltó y agarró la ametralladora que teníamos en el pozo de adelante y me dijo si usted me ayuda los cubrimos. Y yo le dije que sí porque el rubio me miraba fijo y parecía tranquilo y parecía que el jefe era él. Bueno, tranquilo no porque tenía cara de loco y gritaba, pero por lo menos sabía qué hacer en medio de semejante quilombo. Y fue por eso que yo empecé a tenerle la cola de munición y él tiraba y les gritaba a los conscriptos que rajaran, que se fueran, y dale que dale tirando para un lado y para otro y los demás colimbas primero no atinaron a hacer nada porque el que gritaba era el rubio, pero ahí yo les grité lo mismo y la voz mía se escuchó porque parece que no pero con la ametralladora daba la impresión de que los teníamos a raya y el fuego de ellos era más raleado. El primero que rajó fue un conscripto alto y flaco, ñato, que se llamaba Gutiérrez, y cuando los otros vieron que se perdía detrás de la loma agarró Salinas, el del picado de fútbol, y salió corriendo para el mismo lado como una flecha, y los otros detrás, que para correr más rápido algunos hasta dejaban los FAL ahí en el piso, y el rubio tiraba, puteaba, tiraba y me pedía más munición, le brillaban los ojos y seguía tirando.
A la final nos quedamos solos y me dijo rájese, y yo de entrada pensé que no, que no lo podía dejar y le dije que no, pero el rubio me insistió y ahí nomás le dije que sí. Y eso es más que nada lo que a mí me sigue dando vueltas ahora, tantos años después. Porque yo también pude haber dicho andate vos, pibe, que yo me quedo. Solamente una vez, creo, llegué a decirle dejá, nos quedamos los dos. Pero el rubio me insistió y entonces le dije que bueno. Es el día de hoy que no sé si en medio de semejante quilombo alcancé a darle las gracias. A mí me gusta pensar que sí, que se las di, pero la verdad es que no me acuerdo. Capaz que sí o capaz que no, que salí rajando todo lo rápido que me dieron las patas y punto, viendo el bordecito de arriba de la loma y pidiéndole a Dios que me dejara llegar al otro lado. Y el rubio largó la ametralladora y agarró el FAL y mientras yo corría alcancé a sentir todavía los estampidos del fusil y al rubio que los puteaba y les tiraba, los puteaba y les tiraba.
Supongo que fue por eso que una vez le pedí a mi compadre que me buscara la dirección de los padres, ahí en Haedo. Pero igual no me animé. Porque no sé si hicimos bien en eso de hacerle caso y correr, de dejar que se quedara él. A lo mejor había que salir todos y ver qué pasaba. O a lo mejor no, porque si hacíamos eso nos cagaban a tiros a todos y era peor. No lo sé, y eso es lo que más vueltas me da. O a lo mejor lo que me come la cabeza es que tendría que haberme quedado yo, que lo que hizo él lo tendría que haber hecho yo, porque el rubio era un colimba y nada más. Pero el rubio en ese momento era otra cosa, como más grande, más hombre que todos los otros. O capaz que yo lo pienso porque me conviene, porque así me siento menos cobarde. La verdad que no sé.
A lo mejor esa vez que me fui hasta Haedo tendría que haber parado a la mujer y haberle preguntado. Capaz que la mujer me miró fijo porque era. Porque me vio con uniforme y le hice acordar al rubio. No sé. O por lo menos decirle algo. Decirle quién era yo. O decirle que al pibe más grande le puse Fernando por el rubio. O capaz que no se puede, porque decir una cosa hace que uno diga otra y a la final tenga que decirlas todas y no puedo. Porque a contarlo todo no me animo.
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