lunes, 10 de agosto de 2020

OSVALDO SORIANO EL HIJO DE BUTCH CASSIDY

OSVALDO SORIANO
EL HIJO DE BUTCH CASSIDY
El hijo de Butch Cassidy” – Revista Revoltura
El Mundial de 1942 no figura en ningún libro de historia pero se jugó en la Patagonia argentina sin sponsors ni periodistas y en la final ocurrieron cosas tan extrañas como que se jugó sin descanso durante un día y una noche, los arcos y la pelota desaparecieron y el temerario hijo de Butch Cassidy despojó a Italia de todos sus títulos.

Mi tío Casimiro, que nunca había visto de cerca una pelota de fútbol, fue juez de línea en la final y años más tarde escribió unas memorias fantásticas, llenas de desaciertos históricos y de insanías ahora irremediables por falta de mejores testigos.

La guerra en Europa había interrumpido los mundiales. Los dos últimos, en 1934 y 1938, los había ganado Italia y los obreros piamonteses y emilianos que construían la represa de Barda del Medio en la Argentina y las rutas de Villarrica en Chile se sentían campeones para siempre. Entre los obreros que trabajaban de sol a sol también había indios mapuches conocidos por sus artes de ilusionismo y magia y sobre todo europeos escapados de la guerra. Había españoles que monopolizaban los almacenes de comida, italianos de Génova, Calabria y Sicilia, polacos, franceses, algunos ingleses que alargaban los ferrocarriles de Su Majestad, unos pocos guaraníes del Paraguay y los argentinos que avanzaban hacia la lejana Tierra del Fuego. Todos estaban allí porque aún no había llegado el telégrafo y se sentían a salvo del terrible mundo donde habían nacido.

Hacia abril, cuando bajó el calor y se calmó el viento del desierto, llegaron sorpresivamente los electrotécnicos del Tercer Reich que instalaban la primera línea de teléfonos del Pacífico al Atlántico. Con ellos traían una punta del cable que inauguraba la era de las comunicaciones y la primera pelota del mundo a válvula automática que decían haber inventado en Hamburgo. Luego de mostrarla en el patio del corralón para admiración de todos desafiaron a quien se animara a jugarles un partido internacional. Un ingeniero de nombre Celedonio Sosa, que venía de Balvanera, aceptó el reto en nombre de toda la nación argentina y formó un equipo de vagos y borrachos que volvían decepcionados de buscar oro en las hondonadas de la Cordillera de los Andes.

El atrevimiento fue catastrófico para los argentinos que perdieron 6 a 1 con un pésimo arbitraje de William Brett Cassidy, que se decía hijo natural del cowboy Butch Cassidy que antes de morir acribillado en Bolivia vivió muchos años en las estancias de la Patagonia con el Sundance Kid y Edna, la amante de los dos.
No bien advirtieron la diversidad de países y razas representados en ese rincón de la tierra, los alemanes lanzaron la idea de un campeonato mundial que debía eternizar con la primera llamada telefónica su paso civilizador por aquellos confines del planeta. El primer problema para los organizadores fue que los italianos antifascistas se negaban a poner en juego su condición de campeones porque eso implicaba reconocer los títulos conseguidos por los profesionales del régimen de Mussolini.

Algunos irresponsables, ganados por la curiosidad de patear una pelota completamente redonda y sin tiento, se dejaban apabullar por los alemanes a la caída del sol mientras la línea del teléfono avanzaba por la cordillera hacia las obras del dique: un combinado de almaceneros gallegos e intelectuales franceses perdió por 7 a 0 y un equipo de curas polacos y desarraigados guaraníes cayó por 5 a 0 en una cancha improvisada al borde del río Limay.

Nadie recordaba bien las reglas del juego ni cuanto tiempo debía jugarse ni las dimensiones del terreno, de manera que lo único prohibido era tocar la pelota con las manos y golpear en la cabeza a los jugadores caídos. Cualquier persona con criterio para juzgar esas dos infracciones podía ser el árbitro y así fue como mi tío y el hijo de Butch Cassidy se hicieron famosos y respetables hasta que por fin llegó el télefono.
Hubo un momento en que la posición principista de los italianos se volvió insostenible. ¿Cómo seguir proclamándose campeones de una Copa que ni siquiera reconocían cuando los alemanes goleaban a quien se les pusiera adelante? ¿Podían seguir soportando las pullas y las bromas de los visitantes que los acusaban de no atreverse a jugar por temor a la humillación?

En mayo, cuando empezaron las lloviznas, el capataz calabrés Giorgio Casciolo advirtió que con la arena mojada la pelota empezaba a rebotar para cualquier parte y que los enviados del Fuhrer , que ya probaban el teléfono en secreto y abusaban de la cerveza, no las tenían todas consigo. En un nuevo partido contra los guaraníes el resultado, luego de dos horas de juego sin descanso, fue apenas de 5 a 2. En otro, los ingleses que colocaban las vías del ferrocarril se pusieron 4 goles a 5 cuando se hizo de noche y los alemanes argumentaron que había que guardar la pelota para que no se perdiera entre los espesos matorrales. A fin de mes los pescadores del Limay, que eran casi todos chilenos, perdieron por 4 a 2 porque William Brett Cassidy concedió dos penales a favor de los alemanes por manos cometidas muy lejos del arco.
Una noche de juerga en el prostíbulo de Zapala, mientras un ingeniero de Baden-Baden trataba de captar noticias sobre el frente ruso en la radio de la señora Fanny-La-Joly, un anarquista genovés de nombre Mancini al que le habían robado los pantalones se puso a vivar al proletariado de Barda del Medio y salió a los pasillos a gritar que ni los alemanes ni los rusos eran invencibles. En el lugar no habia ningún ruso que pudiera darse por aludido, pero el ingeniero alemán dió un salto, levantó el brazo y aceptó el desafío. El capataz Casciolo, que estaba en una habitación vecina con los pantalones puestos, escuchó la discusión y temió que la Copa de 1938 empezara a alejarse para siempre de Italia.

A la madrugada, mientras regresaban a Barda del Medio a bordo de un Ford A, los italianos decidieron jugarse el título y defenderlo con todo el honor que fuera posible en ese tiempo y en ese lugar. Sólo cinco o seis de ellos habían jugado alguna vez al fútbol pero uno, el anarquista Mancini, había pasado su infancia en un colegio de curas en el que le enseñaron a correr con una pelota pegada a los pies.

Al día siguiente la noticia corrió por todos los andamios de la obra gigantesca: los campeones del mundo aceptaban poner en juego su Copa. Los mapuches no sabían de que se trataba pero creían que la Copa poseía los secretos de los blancos que los habían diezmado en las guerras de conquista. Los ingleses lamentaban que sus enemigos alemanes se quedaran con la gloria de aquel torneo fugaz; los argentinos esperaban que el gobierno los sacara de aquel infierno de calor y de arena y en secreto tramaban un sistema defensivo para impedir otra goleada alemana. Los guaraníes habían hecho la guerra por el petróleo con Bolivia y estaban acostumbrados a los rigores del desierto aunque no tenían más de tres o cuatro hombres que conocieran una pelota de fútbol. También formaron equipos los curas y obreros polacos, los intelectuales franceses y los almaceneros españoles. Los franceses no eran suficientes y para completar los once pidieron autorización para incorporar a tres pescadores chilenos.

Los alemanes insistieron en que todo se hiciera de acuerdo con las reglas que ellos creían recordar: había que sortear tres grupos y se jugaría en los lugares adonde llegaría el teléfono para llamar a Berlín y dar la noticia. William Brett Cassidy insistió en que los árbitros fueran autorizados a llevar un revólver para hacer respetar su autoridad y como la mayoría de los jugadores entraban a la cancha borrachos y a veces armados de cuchillos, se aprobó la iniciativa.

Se limpiaron a machetazos tres terrenos de cien metros y como nadie recordaba las medidas de los arcos se los hizo de diez metros de ancho y dos de altura. No había redes para contener la pelota pero tanto Cassidy como mi tío Casimiro, que oficiarían de árbitros, se manifestaron capaces de medir con un golpe de vista si la pelota pasaba por adentro o por afuera del rectángulo.

El sorteo de las sedes y los partidos se hizo con el sistema de la paja más corta. La inauguración, en Barda del Medio, quedó para la Italia campeona y el aguerrido equipo de los guaraníes. Al otro lado del río, en Villa Centenario, jugaron alemanes, franceses y argentinos y sobre la ruta de tierra, cerca del prostíbulo, se enfrentaron españoles, ingleses y mapuches.

En todos los partidos hubo incidentes de arma blanca y las obras del dique tuvieron que suspenderse por los graves rebrotes de nacionalismo que provocaba el campeonato. En la inauguración Italia les ganó 4 a 1 a los guaraníes que no tenían otra bandera que la del Paraguay. En las otras canchas salieron vencedores los alemanes contra los franceses y los indios mapuches se llevaron por delante a los ingleses y a los almaceneros españoles por cinco o seis goles de diferencia.

Los dos primeros heridos fueron guaraníes que no acataron las decisiones de Cassidy. El referí tuvo que emprenderla a culatazos para hacer ejecutar un penal a favor de Italia. Al otro lado del río mi tío Casimiro tuvo que disparar contra un delantero mapuche que se guardó la pelota abajo de la camisa y empezó a correr como loco hacia el arco británico en el segundo partido de la serie. Los mapuches tuvieron dos o tres bajas pero ganaron la zona porque los británicos se empecinaron en un fair play digno de los terrenos de Cambridge.

La memoria escrita por mi tío flaquea y tal vez confunde aquellos acontecimientos olvidados. Cuenta que hubo tres finalistas: Alemania, Italia y los mapuches sin patria. La bandera del Tercer Reich flameó más alta que las otras durante todo el campeonato sobre las obras del dique pero por las noches alguien le disparaba salvas de escopeta. William Brett Cassidy permitió que los alemanes eliminaran a la Argentina gracias a la expulsión de sus dos mejores defensores. Es verdad que el arquero cordobés se defendía a piedrazos cuando los alemanes se acercaban al arco, pero ése era un recurso que usaban todos los defensores cuando estaban en peligro. Antes de cada partido los hinchas acumulaban pilas de cascotes detras de cada arco y al final de los enfrentamientos, una vez retirados los heridos, se juntaban también las piedras que quedaban dentro del terreno.

En la semifinal ocurrieron algunas anormalidades que Cassidy no pudo controlar. Los alemanes se presentaron con cascos para protegerse las cabezas y algunos llevaban alfileres casi invisibles para utilizar en los amontonamientos. Los italianos quemaron un emblema fascista y entonaron a Verdi pero entraron a la cancha escondiendo puñados de pimienta colorada para arrojar a los ojos de sus adversarios.
Cassidy quiso darle relieve al acontecimiento y sorteó los arcos con un dólar de oro, pero no bien la moneda cayó al suelo alguien se la robó y ahí se produjo el primer revuelo. El capitán alemán acusó de ladrón y de comunista a un cocinero italiano que por las noches leía a Lenin encerrado en una letrina del corralón. En aquel lugar nada estaba prohibido, pero los rusos eran mal vistos por casi todos y el cocinero fue expulsado de la cancha por rebelión y lecturas contagiosas. Antes de dar por iniciado el partido, Cassidy lanzó una arenga bastante dura sobre el peligro de mezclar el fútbol con la política y después se retiro a mirar el partido desde un montículo de arena, a un costado de la cancha.

Como no tenía silbato y las cosas se presentaban difíciles, él sólo bajaba de la colina revólver en mano para apartar a los jugadores que se trenzaban a golpes. Cassidy disparaba al aire y aunque algunos espectadores escondidos entre los matorrales le respondían con salvas de escopeta, el testimonio de mi tío asegura que afrontó las tres horas de juego con un coraje digno de la memoria de su padre.

Cassidy hizo durar el juego tanto tiempo porque los italianos resistían con bravura y mucho polvo de pimienta el ataque alemán y en los contragolpes el anarquista Mancini se escapaba como una anguila entre los defensores demasiado adelantados. Hubo momentos en que Italia, que jugaba con un hombre menos, estuvo arriba 2 a 1 y 3 a 2, pero a la caída del sol alguien le devolvió a Cassidy su dólar de oro en una tabaquera donde había por lo menos veinte monedas más. Entonces el hijo de Butch Cassidy decidió entrar al terreno y poner las cosas en orden.

En un corner, Mancini fue a buscar la pelota de cabeza pero un defensor alemán le pinchó el cuello con un alfiler y cuando el italiano fue a protestar, Cassidy le puso el revólver en la cabeza y lo expulsó sin más trámite. Luego, cuando descubrió que los italianos usaban pimienta colorada para alejar a los delanteros rivales, detuvo el juego y sancionó tres penales en favor de los alemanes. El capataz Casciolo, furioso por tanta parcialidad, se interpuso entre el arquero y el hombre que iba a tirar los penales pero Cassidy volvió a cargar el revólver y lo hirió en un pie. Un ingeniero prusiano bastante tímido, que había jugado todo el partido recitando el Eclesíastes, se puso los anteojos para ejecutar los penales (Cassidy había contado sólo nueve pasos de distancia) y anotó dos goles. Enseguida el hijo de Butch Cassidy dió por terminado el partido y así se le escapó a Italia la Copa que había ganado en 1934 y 1938.

Los alemanes se fueron a festejar al prostíbulo y ni siquiera imaginaron que los mapuches bajados de los Andes pudieran ganarles la final como ocurrió tres días más tarde, un domingo gris que la historia no recuerda. Ese día el teléfono empezó a funcionar y a las tres de la tarde Berlín respondió a la primera llamada desde la Patagonia. Toda la comarca fue a la cancha a ver el partido y el flamante teléfono negro traído por los alemanes. Un regimiento basado en la frontera con Chile envió su mejor tropa para tocar los himnos nacionales y custodiar el orden pero los mapuches no tenían país reconocido ni música escrita y ejecutaron una danza que invocaba el auxilio de sus dioses.

Mi tío, que ofició de juez de línea, anota en su memoria que a poco de comenzado el partido aparecieron bailando sobre las colinas unas mujeres de pecho desnudo y enseguida empezó a llover y a caer granizo. En medio de la tormenta y las piedras Cassidy pensó en suspender el partido, pero los alemanes ya habían anunciado la victoria por teléfono y se negaron a postergar el acontecimiento. Pronto la cancha se convirtió en un pantano y los jugadores se embarraron hasta hacerse irreconocibles. Después, sin que nadie se diera cuenta, los arcos desaparecieron y por más que se jugó sin parar hasta la hora de la cena ya no había donde convertir los goles. A medianoche, cuando la lluvia arreciaba, Cassidy detuvo el juego y conferenció con mi tío para aclarar la situación. Los alemanes dijeron haber visto unas mujeres que se llevaban los postes y de inmediato el árbitro otorgó seis penales de castigo contra los mapuches pero nadie encontró los arcos para poder tirarlos. Una partida del ejército salió a buscarlos, pero nunca más se supo de ella. El juego tuvo que seguir en plena oscuridad porque Berlín reclamaba el resultado, pero ya ni siquiera había pelota y al amanecer todos corrían detrás de una ilusión que picaba aquí o allá, según lo quisieran unos u otros.

A la salida del sol el teléfono sonó en medio del desierto y todo el mundo se detuvo a escuchar. El ingeniero jefe pidió a Cassidy que detuviera el juego por unos instantes pero fue inútil: los mapuches seguían corriendo, saltando y arrojándose al suelo como si todavía hubiera una pelota. Los alemanes, curiosos o inquietos pero seguramente agotados, fueron a descolgar el teléfono y escucharon la voz de su Fuhrer que iniciaba un discurso en alguna parte de la patria lejana. Nadie más se movió entonces y el susurro alborotado del teléfono corrió por todo el terreno en aquel primer Mundial de la era de las comunicaciones.
En ese momento de quietud uno de los arcos apareció de pronto en lo alto de una colina, a la vista de todos, y las mujeres reanudaron su danza sin música. Una de ellas, la más gorda y coloreada de fiesta, fue al encuentro de la pelota que caía de muy alto, de cualquier parte, y con una caricia de la cabeza la dejó dormida frente a los palos para que un bailarín descalzo que reía a carcajadas la empujara derecho al gol.

William Brett Cassidy anuló la jugada a balazos pero en su memoria alucinada mi tío dió el gol como válido. Lástima que olvidó anotar otros detalles y el nombre de aquel alegre goleador de los mapuches.

domingo, 9 de agosto de 2020

9 DE AGOSTO DE 1945 BOMBA ATÓMICA EN NAGASAKI

9 DE AGOSTO DE 1945

BOMBA ATÓMICA EN NAGASAKI

Impresionante fue la bomba atómica que explosionó sobre la ciudad japonesa de Hiroshima el 6 de Agosto de 1945. Cualquier nación con un castigo semejante se hubiera prostado al momento, sin embargo el Japón de la Segunda Guerra Mundial no era de esa clase de países, ya que seguía obstinado en luchar hasta el final sin importar las consecuencias. Ante esta actitud, a Estados Unidos no le quedó más remedio que poner fin a la contienda lanzando una segunda bomba nuclerar, esta vez sobre Nagasaki.
Preludio
Desconcertados encontró a los japoneses el lanzamiento de la bomba atómica de Hiroshima por el B-29 “Enola Gay” de Paul Tibbets el 6 de Agosto de 1945. Según comentaron los primeros informes en Japón, la ciudad había sido destruida por un bombardeo convencional de muchos aviones. Hasta que no pasaron unos días, nadie empezó a darse cuenta de la magnitud de la tragedia, gracias a las investigaciones del físico Yoshio Nishina. A pesar de todo, a ningún político ni militar japonés se le pasó por la cabeza pensar en la palabrea “rendición” con la esperanza de que algún milagro desequilibrase la balanza a su favor.
A los dos días de producirse el bomberdeo atómico, el 8 de Agosto de 1945, la Unión Soviética de Iósif Stalin declaró la guerra a Japón y el Ejército Rojo en una ofensiva denominada “Operación Tormenta de Agosto”, invadió los territorios bajo dominio nipón del Estado títere de Manchukuo, Mongolia Interior, Sajalín Meridional y las Islas Kuriles. En las primeras 24 horas el Ejército del Kwantung en Manchuria, el más poderoso de Japón, fue prácticamente aniquilado por los soviéticos. A causa de estos sucesos por primera vez entre los altos mandos japoneses se empezó a pensar en la posibilidad de rendirse, ya que tenían un miedo psicológico al comunismo. Sin embargo a Estados Unidos la actitud japonesa ya le daba igual, pues se vió en la necesidad de borrar a Japón del mapa lo más rápido posible, antes de que la Unión Soviética invadiese todos los territorios del Sudeste Asiático, lo que derivaría en un desequilibrio de poderes en la postguerra. Aterrorizado ante este posible resultado, el Presidente Harry Truman autorizó lanzar una segunda bomba atómica contra la ciudad de Kokura.

Tripulación del B-29 “Bockscar” encargado de lanzar la bomba atómica “Fat Man”.
Como en el primer bombardeo atómico, el 509º Grupo Mixto del general Paul Tibbets sería el encargado de realizar la misión. El avión elegido para la ocasión fue el bombardero B-29 “Bockscar” al mando del comandante Charles Sweeney, cuya tripulación se componía por el piloto Charles Albury, el copiloto Fred Olivi, el navegador James Van Felt, el bombardero Kermit Beahan, el oficial de armas Frederick Ashworth, el oficial de pruebas Philip Barnes, el contramedidas radar Jacob Beser, el ingeniero de vuelo John Kuharek, el operador de radio Abe Spitzer, el operador de radar Edward Buckley, el artillero de cola Albert Dehart y el ayudante Raymond Gallagher. Acompañarían al avión otros dos B-29, el “The Great Artiste” del capitán Frederick Bock y el “Big Stink” del comandante James Hopkins.
“Fat Man” era el nombre de la segunda bomba atómica, aunque más peculiar, ya que se trataba de una bomba de hidrógeno. Tenía 3′ 6 metros de largo y 1′ 5 metros de ancho, con una esfera en el interior de plutonio 239, explosivo convencional y 70 detonadores que accionaban otras 70 cargas de uranio 238. Teóricamente esta bomba debía lanzarse el 11 de Agosto, pero debido a que la climatología informó de tormentas para ese época, se adelantó al día 9, es decir, sólo 24 horas después de darse la orden de ataque.
Bombardeo de Nagasaki
A las 6:00 horas de la madrugada del 9 de Agosto de 1945, el B-29 “Bockscar” con la bomba atómica “Fat Man”, junto con el “The Grear Artiste” equipado por los instrumentos de medición, despegaron de la Isla de Tinian, en las Islas Marianas, rumbo a Japón. Poco después también puso proa al cielo el “Big Stink” con las cámaras fotográficas.
Cerca de las 5:00 horas los B-29 “Bockscar” y “The Great Artiste” sobrevolaron la Isla Iwo Jima. No mucho tiempo después lo hicieron sobre Yaku-Shima, en donde supuestamente debía reunirse con ellos el “Big Stink” que había salido con retraso. Tras estar dando vueltas en el aire casi media hora, al comandante Charles Sweeney se le acabó la paciencia y ordenó continuar hacia Japón sin la escolta, ya que su aparato por un problema técnico contaba con menos combustible del habitual. Mientras tanto otros dos B-29 habían efectuado sendos reconocimientos sobre los posibles blancos, uno sobre Nagasaki por el “Laggin’ Dragon” del capitán Charles McKnight y otro sobre Kokura por el “Enola Gay” del capitán George Marquardt. Precisamente este último comunicó por radio a Sweeny que Kokura en Honshû era el mejor objetivo a bombardear.

Hongo de la bomba atómica sobre Nagasaki que alcanzó más de 18 kilómetros de altura.
Kokura fue alcanzada por el B-29 “Bockscar” sin incidentes al comienzo de la hora laboral en Japón, cuando todo el mundo iba de camino a sus empleos. El problema para el avión fue que había una visibilidad nula, ya que las nubes tapaban por completo la ciudad. Como acertar en el blanco iba a ser imposible, Swenney cambió al segundo objetivo, tal y como estaba pevisto en caso de que fallase el primero. Por esa razón puso rumbo a Nagasaki en Kyûshû. Irónicamente aquellas nubes salvaron a miles de vidas en Kokura, pero condenaron a otras tantas en Nagasaki.
Sobre media mañana los dos B-29 “Bockscar” y “Great Artiste” llegaron puntuales sobre Nagasaki. Pero como había ocurrido en Kokura, la ciudad estaba completamente cubierta por las nubes y no era visible. Durante un rato estuvieron dando vueltas con la esperanza de que el cielo quedase despejado, aunque no fue posible. A las 11:00 se dió orden de regresar al avión, entonces, justo cuando el “Bockscar” se disponía a irse, el bombardero Kermit Beahan que observaba por la mirilla avisió de un pequeño hueco entre las nubes por donde se distinguían algunos edificios de Nagasaki. Sin dudarlo, el “Bockscar” hizo una rápida maniobra de aproximación y a las 11:01 se desprendió de su bomba atómica “Fat Mat”, la cual cayó velozmente en picado.

Impresionante fotografía a vista del suelo.. La bola de fuego dejada por la explosión avanza arrasando todo a su paso por Nagasaki.
A 560 metros del suelo, la bomba atomica “Fat Man” estalló a las 11:02 de la mañaba del 9 de Agosto de 1945. Con un destello inicial diez veces superior al del Sol que cegó a todos los habitantes, la explosión tuvo una potencia de 20.000 toneladas de TNT, una fuerza inigualable en el mundo. El epicentro de la explosión atómica, un kilómetro cuadrado en torno al distrito industrial del norte, fue desintegrado totalmente debido a los 3.000 grados de temperatura, incluyendo una iglesia católica que resultó derretida casi hasta sus cimientos. Dos kilómetros más adentro, la destrucción de viviendas y edificios también fue completa, como por ejemplo el Templo Sofukuji y la fábrica de armas de Mitsubishi. Posteriormente se levantó un viento de 1.500 kilómetros por hora que arrancó las casas del suelo, llevándose consigo árboles, almacenes y personas hasta a cuatro kilómetros de distancia. Por último, coincidiendo con una lluvia negra radiactiva, se levantó un hongo en el cielo que fue espectacular, ya que ascendió hasta los 18′ 5 kilómetros de altura.
Conclusión
Nagasaki fue el golpe letal y definitivo que haría caer de rodillas al Japón y obligarle a rendirse incondicionalmente. La destrucción de aquella ciudad en Kyûshû por fin confirmó todas las sospechas al Emperador Hiro-Hito y a su cúpula, lo que les hizo comprender que la guerra estaba más que perdida.
A causa de la bomba atómica murieron en Nagasaki 70.000 personas al instante, que con el paso del tiempo se ampliarían a 170.000 por culpa de las quemaduras o enfermedades radioactivas. También hubo 60.000 heridos y el 70% de los edificios quedaron destruidos.
Curiosamente hubo 8 aliados que murieron en Nagasaki, siete militares holandeses y un británico, ya que se encontraban encarcelados allí en el momento de la explosión.

Restos de la ciudad de Nagasaki. Estatuas sagradas de un templo entre los escombros.
Cinco días después de lo sucedido en Nagasaki, el 15 de Agosto de 1945, Japón se rindió a los Aliados. El 2 de Septiembre se firmó la paz en la Bahía de Tokyo y terminó la Segunda Guerra Mundial.

sábado, 8 de agosto de 2020

ROBERTO FONTANARROSA EL DISCIPULO

ROBERTO FONTANARROSA
EL DISCIPULO
Fontanarrosa, el negro de buen pie – historiasdeunpoliedro
Es una selva alta. Cuando se mira hacia arriba las copas de los arboles forman un techo irregular y tupido que casi no deja ver el cielo. Ni penetrar el agua de las lluvias. Y llueve mucho en esa zona del Pastaza en el Ecuador. El agua llega a la base de los arboles en forma de manantiales que caen por los troncos y las ramas. La humedad es altísima. El aire asfixiante. Se oye el griterío de miles de pájaros, el chirrido de los insectos, y el ulular de los monos. Y hasta el crujido de los altos arboles al balancearse…

Lisardo es un descendiente de indio capayós, de una villa lindante con Babahoyo y tiene unos treinta y cinco años. Posee algunas cabras y cultiva el suelo. Dice haber cursado la escuela primaria por correspondencia, pero no sabe leer ni escribir. Eso sí, conoce toda la flora y la fauna de la zona y nos la describe meticulosamente. Le atribuye a la flora y a la fauna connotaciones humanoides y espirituales. Ha prometido que llegaremos al lugar de la cita cuando el sol aun este alto, al mediodía, para encontrarnos con la gente de «El Discípulo». Pero Marito, mi fotógrafo, duda. Se nos ha dañado el GPS para colmo, y no sabemos muy bien donde estamos. Es buen fotógrafo. Tuve que hablar con el varias horas para convencerlo de que me acompañara a hacer esta entrevista.

Conozco a Marito desde pequeño. Y ha sido fotógrafo de guerra en Haití, Irán y Afganistán. Pero su verdadera vocación es ser fotógrafo de sociales. Tiene fotos maravillosas de reyes y reinas bailando con la familia. Y se llenó de dinero con las fotos que obtuvo de «El Imán» de Kuwait, con una rica heredera de Andorra. «El Imán» contrató a Marito especialmente para la boda, pues había visto unas fotos suyas en Le Monde sobre un fusilamiento en Rezaye. Cuando la revista me aceptó la idea del reportaje fui a buscar a Marito a La Plata. Tuve que insistir mucho para convencerlo.

Tuve que explicarle que Gabriel Beltrame, «El Discípulo», era un argentino que había fundado un movimiento guerrillero en la selva de Morona, en Ecuador, que no se conocía su ideología ni sus móviles políticos. Se lo relacionaba con Sendero Luminoso, pero también con confusos movimientos religiosos. Era considerado un admirador de «Tirofijo» Marulanda, el mítico combatiente colombiano, y de hecho se había mostrado por Internet exhibiendo una foto de «Tirofijo» autografiada. Pero sin dudas la relación más inmediata se establecía con Ernesto Guevara, también argentino y también rosarino, que se fue al monte y se enfrentó al sistema.

-«¿Por eso le dicen «El Discípulo»?, se interesa ahora Marito bajo el tufo de la jungla y el rostro casi deformado, al igual que el mío, por las picaduras de los insectos.

-«Supongo que si», respondo, ambiguo. «Nada es claro respecto a este nuevo guerrillero argentino que recién ahora sale a la luz con comunicados y declaraciones. Incluso con acciones militares, tras permanecer con su gente veinticinco años escondido en la selva».

-«¿Veinticinco años?», se alarma Marito. Lleva colgados bolsos con distintas cámaras y lentes. Y un paraguas aluminizado, de los que ya no se usan, para dirigir la luz del flash. Tiene en la mejilla un escorpión negro que le camina lento hacia el cuello de la remera. La piel se le ha curtido mucho perdiendo sensibilidad y no lo percibe. Ni yo le aviso para no alarmarlo.

-«Beltrame y su gente han atacado tres escuelas rurales en los últimos meses», le cuento a Marito. «Lo que indica un recrudecimiento en el accionar de la guerrilla».

-«Tres escuelas?».

-«Doble escolaridad», informo. «Se llevaron a dos preceptores, tizas, borradores, y hasta un pizarrón donde se supone diagramaron nuevos golpes».

Dejaron en las paredes consignas vivando a Pol-Pot, el despiadado conductor de los rojos camboyanos. Pero «Pol» estaba escrito «Paul» como Paul McCartney, y era impensable suponer una conjura Rojos-Beatles. La CIA cree que se trata de una maniobra de distracción, para enmascarar a su verdadera ideología.

Llegamos milagrosamente puntuales para la cita. Había un claro en la selva. En dos oportunidades escuchamos ruidos de helicópteros, pero no vimos ninguno. Sabíamos que la DEA controlaba la zona pero solo vislumbramos, con la ayuda del poderoso zoom de Marito, una avioneta blanca, arrastrando de su cola de tela un larguísimo cartel que publicitaba un conocido dentífrico con blanqueador y flúor.

Tres horas estuvimos ahí, aguardando el contacto con «El Discípulo». No obstante cerca de las cuatro de la tarde aparecieron desde la espesura dos hombres fuertemente armados. No diferían demasiado del resto de los movimientos revolucionarios latinoamericanos. Tampoco de los hombres que componían los escuadrones gubernamentales dedicados a combatir a esos movimientos. Sombreros de ala ancha, ropa camuflada, botas de origen ruso. Certificaban su condición revolucionaria los fusiles Kalashnikov AK 47, que ambos cargaban sobre sus hombros.

Nos vendaron los ojos a Lizardo, a Marito y a mi. Las ocho horas siguientes fueron de marcha. Pude escuchar la caída de agua de una cascada, el derrumbe de unas rocas montañosas, el canto enérgico de guacamayos, tucanes y periquitos, el rumor de motores de una carretera, el resoplar sorpresivo de una maquina de café exprés, otra vez las rocas y la caída de agua de una cascada.

Cuando nos sacaron las vendas estábamos dentro de un quincho. Rodeados de hombres uniformados que iban y venían, perros, gallinas y chanchos por doquier. Nos hicieron sentar sobre unas sillas desvencijadas frente a un sillón de peluquería, que imaginé producto de algún saqueo en el pueblo vecino.

Pedí algo de comer, nos trajeron mangos, plátanos, arepas, frijoles, maracuyá, cacao, porotos de soja. Media hora después de que terminamos con la variada merienda, ya de noche cerrada, llegó Beltrame. También con ropa camuflada, botas, pistola a la cintura y la cabeza descubierta, sin boina ni sombrero. Aparentaba alrededor de sesenta años, tenía el pelo entrecano y largo, buen porte y un atisbo de dolor y sufrimiento en su mirada.

«Nada que ver con «El Che», compañero, me aclaró de entrada, apenas encendí mi grabador, previa aprobación suya. Salvo que nacimos a unas pocas cuadras de distancias. El en la esquina de Urquiza y Entre Ríos y yo en San Martín, entre San Lorenzo y Urquiza».

Se interesó en saber de que barrio de Rosario era yo. Preguntó si todavía seguía abierto de Sorocabana y si yo conocía, por casualidad, a un tal Ignacio Covelli, dueño de una mercería en la calle San Luis.

«Mis razones, compañero, nacen en mi infancia, en mi más tierna infancia».

Se le notaba todavía el acento argentino, pero hablaba lógicamente, tras tantos años en la zona, con modismos y giros ecuatorianos. «Orje» me decía a mi, por «Jorge».

«En mi más tierna infancia», repitió casi poéticamente, rascándose cada tanto la nuez de Adán cubierta por su barba blanca, mientras fumaba uno de esos enormes cigarros de hoja.

«Me los manda Fidel», me comentó mientras me convidaba uno. «Pero no Fidel Castro, con quién no comulgo, sino Fidel de la Canaleta Ortuño, un jurista y pensador español, experto en Educación, con quién mantengo una activa correspondencia».

«Algo en mis primeros años forjó mi espíritu revolucionario», continuó grave. «Y me lanzó a este intento de cambiar el estado de las cosas. Por revertir un devenir histórico que tanto daño nos hizo y nos hace». Hizo un silencio.

«Sufrí mucho de niño, Jorge. Sufrí mucho». Percibí que no debía formular preguntas, que «El Discípulo» estaba dispuesto a contar, a sincerarse, motivado por la calma de la noche y por el whisky que sostenía en su mano y que un atento uniformado llenaba cada vez que el contenido disminuía.

«Me levantaba a las seis de la mañana Jorge. A las seis de la mañana». Su voz se crispo y por un momento pensé que se iba a largar a llorar. Era evidentemente un hombre sensible y delicado.

«En pleno invierno Jorge, y con un frío insoportable. Tu conoces el frio húmedo de Rosario. Tenes mas o menos mi edad y sabes el frío que hacía en aquellos tiempos. La codicia impúdica del capitalismo salvaje no vacila en recalentar el planeta y ahora ya no se ven esas veredas cubiertas de escarchas cuando yo salía de la calidez de mi mama para caminar esas once cuadras hasta la escuela Mariano Moreno N° 60. Niños de seis años arrancados del calor de sus camas por padres cómplices del sistema, y arrojados a la oscuridad y al frio hiriente de la calle, Jorge».

«Seis de la mañana, carajo», aulló. «¡Y en pantalones cortos! ¡Porque antes no nos ponían pantalones largos porque no había. O había pero no estaban de moda. Esa puta moda dictada desde los polos de poder».

Se volvió a sentar más calmo. Pero lucía infinitamente triste. «Piezas enormes y heladas, de techos altos, entibiadas tímidamente con una estufa a querosén. No había calefacción central, Jorge, tu lo recuerdas. Ni losa radiante. Una estufa estéril de querosén que tu madre o tu padre llevaban de la manija desde una pieza a la otra».

«Y ese sueño inmenso, terrible, que nos mantenía en un sopor doloroso. Que nos hacia caminar bamboleantes hacia el baño para lavarnos los dientes. ¿Sabes lo que dijo «El Señor de la Guerra» en su libro Copad los Flancos? «El descanso es un arma», Jorge. El combatiente descansado cuenta con ese arma a su favor. Está lucido, presto, atento».

«Los sabañones que nos enardecían los dedos de los pies, de las manos y también en las orejas». Nunca me rasque tanto, ni cuando vine a la jungla y me devoraron los insectos tropicales», Beltrame cae exhausto en su cama, parece agotado luego del desahogo.

Marito, quien había presenciado las atrocidades de Croacia, quien había sido testigo presencial de la conferencia donde el jefe bandolero colombiano Isidro Pablo Cortez, reveló su arrebatadora homosexualidad y su pasión por Ricky Martínez, estaba ahora perplejo con la confesión de Beltrame.

A veces era de noche, Jorge, también llovía, los truenos, los relámpagos, y el aguacero golpeando contra la patio. Nunca he sentido tanta angustia de que me vinieran a buscar. Entre dormido calculaba: «Ya son mas de las seis, ya no me vendrá a despertar nadie hasta que escuchaba las pantuflas de mi mama que luego decía: Negrito, vamos arriba que ya es tarde».

Me moría de odio carajo, contra el mundo, contra la humanidad entera. Y no era levantarse para ir al cine o a un parque de diversiones, Jorge. Era para ir a la escuela con sus Gramáticas y sus Matemáticas y todas esas mierdas.

«Solo fumo puros de no mas de 15 cm de largo», me dijo aprontándole la colilla. «El detector de calor de los Yankee tardan 24 segundos en detectar el humo, y el calor que produce un cigarro. Luego de eso «te cagas». Al centímetro numero doce el laser te detectó y te meten un cohetazo. Es el peligro del tabaco, Augusto». Dirigió esta ultima frase a su asistente gordo, sonriendo. Fue el final de la primera entrevista de «El Discípulo» a un medio grafico.

«He preguntado, Jorge, porque los niños se tienen que levantar tan temprano para ir a la escuela y nadie supo contestarme, te juro. Quise asegurarme antes de arrojarme a la lucha armada para este sacrificio infantil». Ni el sacrificio por el sacrificio mismo, nada. En cuarto grado me juramente que: «Cuando sea grande no habrá poder humano, ni religioso, ni militar, que logre despertarme temprano», Nos despedimos como amigos, que saben que van a volverse a ver pronto.

¿Lo despierto a alguna hora comandante?, le escuché preguntar al asistente gordo. «Ni se le ocurra Augusto«, contento Beltrame bostezando. Ni aunque vengan los helicópteros norte americanos.

Y por la tarde tomamos con Marito el vuelo a Puerto Alegre. Sobrevolando el Iguazú, Marito, pensativo, me comentó en vos baja: «Después nos preguntamos de donde salen estos movimientos revolucionarios latinoamericanos…».

8 DE AGOSTO DE 1879 NACE: EMILIANO ZAPATA

8 DE AGOSTO DE 1879 NACE:

EMILIANO ZAPATA:

(San Miguel Anenecuilco, México, 1879 - Morelos, 1919) Revolucionario mexicano. En el complejo desarrollo de la Revolución mexicana de 1910, los llamados líderes agraristas recogieron las justas aspiraciones de las clases rurales más humildes, que se habían visto abocadas a la miseria por una arbitraria política agraria que los desposeía de sus tierras. De todos ellos, Emiliano Zapata sigue siendo el más admirado.
Frente a la ambición sin escrúpulos o la inconsistencia ideológica de Pancho Villa o Pascual Orozco, y frente a una idea de revolución más ligada a la guerra por el poder que a la transformación social, Emiliano Zapata se mantuvo fiel a sus ideales de justicia y dio absoluta prioridad a las realizaciones efectivas. Desgraciadamente, esa misma firmeza y constancia frente a los confusos vientos revolucionarios determinaron su aislamiento en el estado de Morelos, donde acometió fecundas reformas desde una posición de virtual independencia que ningún gobierno podía tolerar. Su asesinato, instigado desde la presidencia, conllevó la rápida disolución de su obra y la exaltación del líder, que entraría en la historia como uno de los grandes mitos revolucionarios del siglo XX.
Biografía
Miembro de una humilde familia campesina, era el noveno de los diez hijos que tuvieron Gabriel Zapata y Cleofás Salazar, de los que sólo sobrevivieron cuatro. En cuanto a la fecha de su nacimiento, no existe acuerdo total; la más aceptada es la del 8 de agosto de 1879, pero sus biógrafos señalan otras varias: alrededor de 1877, 1873, alrededor de 1879 y 1883. Emiliano Zapata trabajó desde niño como peón y aparcero y recibió una pobre instrucción escolar. Quedó huérfano hacia los trece años, y tanto él como su hermano mayor Eufemio heredaron un poco de tierra y unas cuantas cabezas de ganado, legado con el que debían mantenerse y mantener a sus dos hermanas, María de Jesús y María de la Luz.
Su hermano Eufemio vendió su parte de la herencia y fue revendedor, buhonero, comerciante y varias cosas más. En cambio, Emiliano permaneció en su localidad natal, Anenecuilco, donde, además de trabajar sus tierras, era aparcero de una pequeña parte del terreno de una hacienda vecina. En las épocas en que el trabajo en el campo disminuía, se dedicaba a conducir recuas de mulas y comerciaba con los animales que eran su gran pasión: los caballos. Cuando tenía alrededor de diecisiete años tuvo su primer enfrentamiento con las autoridades, lo que le obligó a abandonar el estado de Morelos y a vivir durante algunos meses escondido en el rancho de unos amigos de su familia.
Emiliano Zapata (derecha) con su hermano Eufemio y sus esposas
Una de las causas de Revolución mexicana fue la nefasta política agraria desarrollada por el régimen de Pofirio Díaz, cuya dilatada dictadura da nombre a todo un periodo de la historia contemporánea de México: el Porfiriato (1876-1911). Al amparo de las inicuas leyes promulgadas por el dictador, terratenientes y grandes compañías se hicieron con las tierras comunales y las pequeñas propiedades, dejando a los campesinos humildes desposeídos o desplazados a áreas casi estériles. Se estima que en 1910, año del estallido la Revolución, más del noventa por ciento de los campesinos carecían de tierras, y que alrededor de un millar de latifundistas daba empleo a tres millones de braceros.
Tal política condenaba a la miseria a la población rural y, aunque era un mal endémico en todo el país, revistió particular gravedad en zonas como el estado de Morelos, donde los grandes propietarios extendían sus plantaciones de caña de azúcar a costa de los indígenas y los campesinos pobres. En 1909, una nueva ley de bienes raíces amenazaba con empeorar la situación. En septiembre del mismo año, los alrededor de cuatrocientos habitantes de la aldea de Zapata, Anenecuilco, fueron convocados a una reunión clandestina para hacer frente al problema; se decidió renovar el concejo municipal, y se eligió como presidente del nuevo concejo a Emiliano Zapata.
Tenía entonces treinta años y un considerable carisma entre sus vecinos por su moderación y confianza en sí mismo; pasaba por ser el mejor domador de caballos de la comarca, y muchas haciendas se lo disputaban. Como presidente del concejo, Zapata empezó a tratar con letrados capitalinos para hacer valer los derechos de propiedad de sus paisanos; tal actividad no pasó desapercibida, y posiblemente a causa de ello el ejército lo llamó a filas. Tras un mes y medio en Cuernavaca, obtuvo una licencia para trabajar como caballerizo en Ciudad de México, empleo en el que permaneció poco tiempo.
Emiliano Zapata (1911)
De regreso a Morelos, Emiliano Zapata retomó la defensa de las tierras comunales. En Anenecuilco se había iniciado un litigio con la hacienda del Hospital, y los campesinos no podían sembrar en las tierras disputadas hasta que los tribunales resolvieran. Emiliano Zapata tomó su primera decisión drástica: al frente de un pequeño grupo armado, ocupó las tierras del Hospital y las distribuyó entre los campesinos. La atrevida acción tuvo resonancia en los pueblos cercanos, pues en todas partes se daban situaciones similares; Zapata fue designado jefe de la Junta de Villa de Ayala, localidad que era la cabeza del distrito al que pertenecía su pueblo natal.
La Revolución mexicana
La política agraria y las abismales desigualdades sociales que trajo consigo el Porfiriato figuran entre las causas profundas de la Revolución mexicana, pero su detonante inmediato fue la decisión de Porfirio Díaz de presentarse a las elecciones de 1910. Tales "elecciones" eran en realidad una farsa pseudodemocrática para prolongar otros seis años su mandato; el viejo dictador, tras reprimir y eliminar la libertad de prensa y cualquier atisbo de disidencia política, mantenía el formalismo de hacerse reelegir periódicamente.
Francisco I. Madero, fundador del Partido Antirreeleccionista (formación política que aspiraba precisamente a interrumpir esa perpetuación), había presentado su candidatura a la elecciones de 1910, pero fue perseguido y obligado a exiliarse. Comprendiendo la inutilidad de la vía democrática, Francisco Madero lanzó desde el exilio el Plan de San Luis, proclama política en la que llamaba al pueblo mexicano a alzarse en armas contra el dictador el 20 de noviembre de 1910, fecha de inicio de la Revolución mexicana. La clave del éxito de su llamamiento en las zonas rurales radicaba en el punto tercero del Plan, que contemplaba la restitución a los campesinos de las tierras de que habían sido despojados durante el Porfiriato.
En Morelos, muchos se sumaron de inmediato a la insurrección; no fue el caso, sin embargo, de Zapata. No confiaba plenamente en las promesas del Plan de San Luis, y quería previamente ver reconocidos y legitimados con nombramientos los repartos de tierras que había efectuado al frente de la Junta de Villa de Ayala. Para la dirección del levantamiento en Morelos, Francisco Madero escogió a Pablo Torres Burgos; tras ser nombrado coronel por Pablo Torres, Zapata se adhirió al Plan de San Luis y en marzo de 1911, a la muerte de Torres, fue designado «jefe supremo del movimiento revolucionario del Sur».
Emiliano Zapata (Cuernavaca, 1911)
Con ese rango tomó en mayo la ciudad de Cuautla, punto de partida para extender su poder sobre el estado, y procedió a distribuir las tierras en la zona que controlaba. En el resto del país, mientras tanto, se extendía y triunfaba rápidamente la Revolución: el ejército del dictador fue derrotado en apenas seis meses. En mayo de 1911, Porfirio Díaz partió al exilio después de traspasar el poder a Francisco León de la Barra, que asumió interinamente la presidencia (mayo-noviembre de 1911) hasta la celebración de las elecciones.
El Plan de Ayala
Tras la caída de la dictadura de Porfirio Díaz, y ya durante la presidencia interina de León de la Barra, surgieron prontamente las discrepancias entre Zapata, quien reclamaba el inmediato reparto de las tierras de las haciendas entre los campesinos, y Francisco Madero, que por su parte exigía el desarme de las guerrillas. Finalmente, Zapata aceptó el licenciamiento y desarme de sus tropas, con la esperanza de que la elección de Madero como presidente abriera las puertas a la reforma.
Pero, pese al triunfo revolucionario, buena parte de la maquinaria del régimen seguía en manos de antiguos porfiristas (comenzando por León de la Barra), que ocupaban altos cargos en la administración y en el teóricamente vencido ejército. Cuando, en julio de 1911, gran parte de los zapatistas habían entregado las armas, empezó el acoso del ejército sobre los campesinos y luego sobre el propio Zapata, que escapó por poco a su detención; a lo largo de aquel verano, las tropas gubernamentales echaron por tierra la obra de Zapata, pero su acción unió en su contra a los campesinos que, tomando de nuevo las armas, recuperaron posiciones y resultaron a la postre fortalecidos.
En noviembre de 1911, Francisco I. Madero resultó elegido y accedió a la presidencia (1911-1913). Zapata esperaba que el nuevo gobierno asumiría sus compromisos en materia agraria; pero Madero, sometido a la presión del ejército y de los sectores reaccionarios, hubo de exigir de nuevo la entrega de las armas. Ante el fracaso de nuevas conversaciones, Zapata elaboró en noviembre del mismo año el Plan de Ayala, en el que declaraba a Madero incapaz de cumplir los objetivos de la revolución (particularmente, la reforma agraria) y anunciaba la expropiación de un tercio de las tierras de los terratenientes a cambio de una compensación, si se aceptaba, y por la fuerza en caso contrario. Los que se adhirieron al plan, que eligieron como jefe de la revolución a Pascual Orozco, enarbolaron la bandera de la reforma agraria como prioridad y solicitaron la renuncia del presidente.
Emiliano Zapata
El resultado de ello fueron nuevos y continuos enfrentamientos armados; las fuerzas gubernamentales obligaron a Zapata a retirarse a Guerrero; el gobierno controlaba las ciudades, y la guerrilla se fortalecía en las áreas rurales. Pero ni la brutalidad inicial ni los gestos reformistas encaminados a restarle apoyo lograrían debilitar el movimiento zapatista.
Contra Huerta y Carranza
Atrapado entre los revolucionarios agraristas y los porfiristas reaccionarios, e incapaz de satisfacer a nadie, el presidente legítimo difícilmente podía sostenerse durante mucho tiempo. Madero cayó víctima de la traición de un antiguo militar porfirista, Victoriano Huerta, general de su confianza prestigiado por su victoria sobre Pascual Orozco. En febrero de 1913, con el apoyo de Estados Unidos, Huerta derrocó a Madero (al que mandó ejecutar) e instauró una férrea dictadura contrarrevolucionaria (1913-1914). Con Huerta en el poder, los ataques del ejército gubernamental sobre los zapatistas se recrudecieron, pero sin éxito. Nombrado jefe de la revolución en detrimento de Orozco, que había sido declarado traidor, Emiliano Zapata frenó la ofensiva huertista y fortaleció su posición en el estado de Morelos.
Mientras tanto, en el resto del país, la traición del usurpador Huerta suscitó el unánime rechazo de los revolucionarios. El gobernador de Coahuila, Venustiano Carranza, se erigió en el líder de los constitucionalistas, cuyo primer objetivo era expulsar a Huerta y restablecer la legalidad constitucional; Carranza obtuvo el apoyo de Pancho Villa, que lideraba a los revolucionarios agraristas del norte. Entre ambos lograron derrotar a Victoriano Huerta en julio de 1914.
El apoyo de Zapata había sido más tácito que efectivo, pues exigía a Carranza la aceptación del Plan de Ayala, que no llegó a producirse. Por otra parte, las campañas contra Huerta habían provocado numerosas fricciones entre figuras de tan distinto ideario y condición como Venustiano Carranza, un político procedente de la abogacía, y Pancho Villa, un popular bandolero convertido en revolucionario. Vencido Huerta, el país quedaba en manos de tres dirigentes escasamente afines.
Venustiano Carranza aspiraba a asumir la presidencia y continuar la labor reformista de Madero. Consciente de las dificultades, convocó una convención en busca de acuerdos, pero sólo logró unir, momentáneamente, a los agraristas: en la Convención de Aguascalientes (octubre de 1914) se concretó la alianza de Zapata y Pancho Villa, representantes del revolucionarismo agrario, contra Carranza, de tendencia moderada. Carranza no tuvo más remedio que abandonar la recientemente ocupada Ciudad de México y retirarse a Veracruz, donde estableció su propio gobierno.
Pancho Villa y Emiliano Zapata en el Palacio Presidencial (1914)
Poco después, en noviembre de 1914, Zapata y Villa entraron en la capital, pero su incapacidad política para dominar el aparato del Estado y las diferencias que surgieron entre los dos caudillos, a pesar de que Villa había aceptado el plan de Ayala, alentaron la reacción de Carranza. La ambición de Villa produjo la ruptura casi inmediata de su coalición con Zapata, el cual se retiró a Morelos y concentró su acción en la reconstrucción de su estado, que vivió dieciocho meses de auténtica paz y revolución agraria mientras luchaban villistas y carrancistas.
El aporte de algunos intelectuales, como Antonio Díaz Soto y Gama y Rafael Pérez Taylor, dio solidez ideológica al movimiento agrarista, y ello permitió a los zapatistas organizar administrativamente el espacio que controlaban. En este sentido, el gobierno de Zapata creó comisiones agrarias, estableció la primera entidad de crédito agrario en México e intentó convertir la industria del azúcar de Morelos en una cooperativa. William Gates, enviado de Estados Unidos, destacó el orden de la zona controlada por Zapata frente al caos de la zona ocupada por los carrancistas.
Últimos años
Sin embargo, la guerra proseguía; en 1915, la derrota de Villa permitió que Carranza centrara sus ataques contra Zapata, que por su dedicación exclusiva a Morelos carecía de proyección nacional. En febrero de 1916, Zapata autorizó conversaciones entre representantes suyos y el general Pablo González, a quien Carranza había encomendado la recuperación de Morelos. Estas conversaciones terminaron en fracaso y, al frente de sus tropas, González se adentró en Morelos. En junio de 1916 tomó el cuartel general de Zapata, el cual reanudó la guerra de guerrillas y logró recuperar el control de su estado en enero de 1917.
Tras esta nueva victoria, Zapata, que preveía erróneamente la inmediata caída de Carranza, llevó a la práctica un conjunto de avanzadas medidas políticas, agrarias y sociales, tanto para incrementar su base en Morelos como para buscar apoyos en el resto de México. En diciembre de 1917, Carranza ordenó a Pablo González una nueva ofensiva, que tomó ahora otro talante, buscando la negociación y la aceptación de las nuevas leyes del gobierno, pero los avances fueron exiguos.
Ante la imposibilidad de acabar con el movimiento y la amenaza que Zapata suponía para el gobierno federal (en la medida en que radicales de otros estados podían seguir su ejemplo), Carranza y González urdieron un plan para asesinar a Zapata. Haciéndole creer que iba a pasarse a su bando y que les entregaría municiones y suministros, el coronel Jesús Guajardo, que dirigía las operaciones gubernamentales contra él, logró atraer a Zapata a un encuentro secreto en la hacienda de Chinameca, en Morelos. Cuando Zapata, acompañado de diez hombres, entró en la hacienda, los soldados que fingían presentarles armas lo acribillaron a quemarropa.
Pablo González trasladó el cuerpo a Cuautla y ordenó fotografiar y filmar el cadáver para evitar que se dudase de su muerte. Pero, igualmente, muchos de sus paisanos y correligionarios no creyeron que hubiera muerto. Unos decían que era demasiado listo para caer en la trampa y que había enviado a un doble; otros encontraban a faltar una característica en el cadáver exhibido.
Genovevo de la O sucedió al fallecido líder al frente del movimiento, pero la guerrilla perdió de inmediato su fuerza e independencia política al apoyar a Álvaro Obregón, que derrocó a Carranza y asumió la presidencia (1820-1824). Aunque varios de los principios del movimiento zapatista fueron formalmente recogidos en las primeras legislaciones revolucionarias mexicanas (empezando por la Constitución de 1917), ni Venustiano Carranza ni sus sucesores, que ejercerían la presidencia a la sombra del influyente Plutarco Elías Calles, los llevarían a sus últimas consecuencias; hubo que esperar a la llegada de un estadista de la talla de Lázaro Cárdenas (1934-1940) para asistir a decididas políticas de redistribución de la propiedad agrícola.

jueves, 6 de agosto de 2020

GABRIEL GARCIA MARQUEZ ALGO MUY GRAVE VA A SUCEDER EN ESTE PUEBLO

GABRIEL GARCIA MARQUEZ
ALGO MUY GRAVE VA A SUCEDER EN ESTE PUEBLO
Algo muy grave va a suceder en este pueblo - El Barrio Antiguo
Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de 17 y una hija de 14. Está sirviéndoles el desayuno y tiene una expresión de preocupación. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella les responde:

-No sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a sucederle a este pueblo.
Ellos se ríen de la madre. Dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas que pasan. El hijo se va a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el otro jugador le dice:

-Te apuesto un peso a que no la haces.

Todos se ríen. Él se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga su peso y todos le preguntan qué pasó, si era una carambola sencilla. Contesta:

-Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi madre esta mañana sobre algo grave que va a suceder a este pueblo.

Todos se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está con su mamá o una nieta o en fin, cualquier pariente. Feliz con su peso, dice:

-Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto.

-¿Y por qué es un tonto?

-Hombre, porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado con la idea de que su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo.

Entonces le dice su madre:

-No te burles de los presentimientos de los viejos porque a veces salen.

La pariente lo oye y va a comprar carne. Ella le dice al carnicero:

-Véndame una libra de carne -y en el momento que se la están cortando, agrega-: Mejor véndame dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado.

El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de carne, le dice:

-Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se están preparando y comprando cosas.

Entonces la vieja responde:

-Tengo varios hijos, mire, mejor deme cuatro libras.

Se lleva las cuatro libras; y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo, en el pueblo, está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto, a las dos de la tarde, hace calor como siempre. Alguien dice:

-¿Se ha dado cuenta del calor que está haciendo?

-¡Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor!

(Tanto calor que es pueblo donde los músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos.)

-Sin embargo -dice uno-, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.

-Pero a las dos de la tarde es cuando hay más calor.

-Sí, pero no tanto calor como ahora.

Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz:

-Hay un pajarito en la plaza.

Y viene todo el mundo, espantado, a ver el pajarito.

-Pero señores, siempre ha habido pajaritos que bajan.

-Sí, pero nunca a esta hora.

Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo.

-Yo sí soy muy macho -grita uno-. Yo me voy.

Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento en que dicen:

-Si este se atreve, pues nosotros también nos vamos.

Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo.

Y uno de los últimos que abandona el pueblo, dice:

-Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa -y entonces la incendia y otros incendian también sus casas.

Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora que tuvo el presagio, clamando:

-Yo dije que algo muy grave iba a pasar, y me dijeron que estaba loca.

6 DE AGOSTO DE 1945 EE.UU. LANZA UNA BOMBA ATOMICA SOBRE HIRISHIMA

6 DE AGOSTO DE 1945 EE.UU. LANZA UNA BOMBA ATOMICA
SOBRE HIRISHIMA
Se lanza la bomba atómica sobre Hiroshima | History Channel
Hibakusha (被爆者) es una palabra que muchos conocen en Japón, y que sin duda fuera del país del sol naciente se desconoce por, probablemente, poco interés en que dicho calificativo se comprendiese en otras partes del mundo. Una de las peores consecuencias de las decenas de guerras que el hombre ha organizado durante toda su historia, fueron los lanzamientos en terreno urbano de armas nucleares. Japón, lamentablemente, es el único país del mundo que ha sufrido las consecuencias de una bomba nuclear explosionada en terreno habitado por miles de personas, y además lo ha sufrido por partida doble.
El presidente de Estados Unidos en 1945, Truman, ordenó finalizar la guerra contra el Imperio de Japón demostrando la superioridad americana y, para ello, permitió los bombardeos atómicos sobre Hiroshima y Nagasaki. Entre el 6 de agosto y el 9 de agosto de 1945 las bombas mataron o condenaron a muerte a unas 246.000 personas. Muchas murieron en el bombardeo, otras tardaron tiempo en morir de sus heridas o por los efectos de la radiación. Sin embargo, otros lograron sobrevivir a las bombas nucleares durante muchos años, aunque la mayoría quedaron marcados por las abrasiones producidas por la radiación, mostrando grandes cicatrices en el cuerpo. Estos sobrevivientes son los llamados Hibakusha, que podríamos traducir como “persona bombardeada” (hibaku – bomba y sha – persona).
Hibakusha
Lamentablemente, la historia de los Hibakusha no termina aquí. Esta palabra, con el que se designa a los supervivientes de los bombardeos nucleares, ha sido para muchas personas un peso aún mayor en sus vidas. El sentido común indicaría que estas personas, la mayoría con lesiones físicas o psicológicas, debían ser cuidadas y amparadas por la sociedad. Sin embargo, durante un tiempo en Japón ser Hibakusha significaba obtener el rechazo de gran parte de la sociedad. Se estima que el número de hibakushas podría haber rondado los 360.000, de los cuales la mayoría tenía secuelas evidentes o cánceres procedentes de la radiación. Entre los Hibakusha no sólo se cuentan las víctimas directas, sino también los hijos de dichas personas que padezcan algún tipo de problema físico relacionado con la radiación.
Al dolor físico y psicológico se le añadió un rechazo social, provocado por el desconocimiento. En dicho momento, pocos años después de finalizar la guerra, habían un gran temor a las armas nucleares y a la radiación. El mundo había visto, a grandes rasgos, lo que podía hacer la radiación, y eso que muchos de sus efectos a largo plazo eran desconocidos en aquellos tiempos. Los amigos, familiares y vecinos de los Hibakusha rechazaron a estos supervivientes, pensando que quizás la radiación o las enfermedades provocadas por la misma podrían contagiarse a otras personas. El rechazo fue tan generalizado que muchos supervivientes tuvieron grandes problemas, no solo sociales, también económicos, pues no conseguían empleo de forma fáci
Hiroshima, donde la bomba atómica cambió el mundo para siempre
Por este motivo, muchas victimas de los bombardeos guardaban el secreto y no se lo contaban a nadie, si sus heridas no los delataban de forma sencilla. De esta forma, y aunque el gobierno destinó ayudas a los Hibakusha, el miedo a ser rechazados por sus vecinos provocó que muchos supervivientes o damnificados por la radiación no cobrasen sus respectivas ayudas. Este rechazo duró muchos años y, aunque en los tiempos modernos nuestro conocimiento sobre la radiación y las enfermedades mejoró mucho, hasta hace muy poco muchas personas aún seguían teniendo cierto reparo de los Hibakusha.
Algunos de los supervivientes formaron en 1956 el grupo Nihon Hidankyō (日本被団協). Se trata de una organización de hibakushas que, desde dicho año, presiona al gobierno japonés y a otras naciones para que ayuden a los supervivientes de las bombas nucleares y trabajen para la abolición de las bombas nucleares y las bombas termonucleares.

miércoles, 5 de agosto de 2020

MARK TWAIN EL DESVENTURADO PROMETIDO DE AURELIA

MARK TWAIN
EL DESVENTURADO PROMETIDO DE AURELIA
Cuentos de Mark Twain – Ciudad Seva - Luis López Nieves
Los hechos que voy a relatar se hallan consignados en una carta que me dirige cierta señora residente en la hermosa ciudad de San José. No conozco a la autora de la misiva. Fírmase Aurelia María, lo que bien pudiera ser un seudónimo. Como este es un detalle que en nada afecta el interés del relato, debo no parar mientes en él y abordar de lleno el asunto. Según puedo colegir por la simple lectura del documento, la joven Aurelia ha sufrido mucho en el mundo, y además se encuentra sin saber qué hacerse en un momento decisivo de su vida. Quiere contraer matrimonio; pero, de una parte, se lo impiden consejos más o menos interesados de amigos y parientes, y de otra, dificultades de un género nuevo en absoluto. A pesar de los pesares insiste en casarse, y creyendo que mi opinión ha de sacarla del aprieto, me escribe solicitándola, por cierto con elocuencia capaz de conmover a una estatua.
Sepan, ahora, la triste historia de Aurelia. Acababa de cumplir diez y seis años cuando encontró en su camino a un guapo chico de Nueva Jersey llamado Williamson Breckinridge Caruthers. Lo vio y lo amó con todo el ardor de que es capaz un corazón meridional, teniendo la suerte de ser correspondida. Juraron ser el uno del otro, con el consentimiento de sus respectivas familias, y durante algún tiempo fueron felices. Su existencia parecía hallarse caracterizada por una inmunidad contra la desgracia algo superior a la que poseen ordinariamente los humanos. De improviso, cambió la faz de la fortuna. El bello Caruthers fue atacado por la viruela negra, pero no una viruela negra benigna, sino viruela de las más virulentas y destructoras. De modo que, cuando Caruthers recobró la salud, parecía su cara un plano en relieve de las Montañas Rocosas. ¡Desventurado Williamson!… ¡Su hermosura había huido para siempre!…
Aurelia pensó en un principio romper su compromiso, más, llevada de compasión, se limitó a aplazar la boda unos meses, dejando al pobre Caruthers tranquilo y lleno de dulces ilusiones. La víspera del día fijado para el matrimonio, Breckinridge, que contemplaba distraídamente el vuelo de una cometa, cayó en un pozo y se rompió una pierna. Hubo que amputársela por encima de la rodilla.
Por segunda vez intentó Aurelia libertarse de la palabra empeñada, pero no obstante volvió a triunfar el amor y quedó en suspenso la boda hasta que Williamson estuviera completamente restablecido.
Nuevo infortunio, no más leve que los anteriores, impidió la celebración del enlace. Hallábase Caruthers presenciando las salvas de artillería conmemorativas de la independencia norteamericana, cuando el disparo imprevisto de un cañón le arrebató un brazo. Tres meses después llevábase el otro, entre sus estrías, la rueda de una máquina cardadora. Al saber Aurelia esta serie de desgracias creyó morirse de desesperación. Afligíase al ver que su prometido la iba abandonando pedazo tras pedazo, y pensaba que, de seguir tal sistema de reducción, muy pronto no quedaría gran cosa de Williamson, pues ella carecía de medios para detenerlo en el funesto camino emprendido.
En su hondo padecer llegaba casi a lamentar, como el negociante que se obstina en seguir una empresa y pierde cada vez más dinero, el no haber aceptado a Breckinridge antes de que hubiera sufrido tan alarmante disminución. Sobrepúsose el afecto, decidiendo por fin Aurelia hacer frente a toda costa a las deplorables disposiciones de su prometido.
De nuevo se aproximó el día de la boda y de nuevo se amontonaron las nubes de la desilusión. El incorregible Caruthers enfermó de erisipela y perdió completamente el ojo derecho. La familia y los amigos de la joven, considerando que esta había demostrado mucha mayor obstinación generosa de la que racionalmente podía exigírsele, intervinieron por tercera o cuarta vez, y casi lograron que desistiese de su empeño. Digo «casi» porque la ruptura no llegó por fin a ser un hecho. Aurelia dijo que sí al escuchar los razonamientos de sus consejeros, pero luego se volvió atrás, reflexionó unos instantes y declaró que, después de todo, no daba Breckinridge ningún motivo de censura. En consecuencia, aplazose la boda, y en el intermedio, Caruthers se rompió la otra pierna.
Fue un día negro para la generosa niña aquel en que vio a los médicos llevarse en un saco el cuarto pedazo de Williamson. Lloró como una magdalena pensando que de día en día iba reduciéndose la esfera de sus afectos; pero con tenacidad de mártir resistiose a las súplicas familiares y reiteró a Breckinridge su palabra de casamiento.
Pocos días antes del término fijado para la boda, ocurrió la última desdicha. En todo el año solo hubo un hombre que cayese entre las manos de los indios de Owen River; aquel hombre fue Williamson Breckinridge Caruthers, de Nueva Jersey. El infortunado amante acudía a casa de su prometida, entregado a dulces ensueños de amor, cuando lo cazaron los pieles rojas y le mondaron el cráneo. Los crueles coleccionistas de cabelleras dejaron la cabeza de Caruthers como un queso de bola a medio raspar.
Tal es la situación del desventurado prometido de Aurelia en la actualidad. La abnegada muchacha continúa queriéndolo a pesar de todo, y de ahí que me consulte.
«¿Qué debo hacer? —dice al final de su estimable carta—. Yo amo a Williamson, o al menos, a lo que queda de Williamson. Mi familia se opone con todas sus fuerzas al matrimonio, porque mi novio, tras de hallarse imposibilitado para ganar el pan, es todavía más pobre que yo, y yo no sé lo que son cinco dólares reunidos. Ruego a usted que me saque de estas angustiosas dudas. En espera de su respuesta, etc.»
Contestar categóricamente o una pregunta de esa naturaleza es algo más difícil de lo que parece. Se trata de dar una respuesta clara, terminante, sin ambigüedades. Va en ello la suerte y quizá la vida de una mujer y de casi las dos terceras partes de un hombre. A mi juicio fuera asumir enorme responsabilidad contestar haciendo una indicación vaga y solo con el deseo egoísta de salir del paso.
Vamos a ver: ¿costaría mucho la reconstrucción completa de Breckinridge? Porque de ser cosa económica, podíamos intentar algo en ese sentido, destinando parte de mis economías a la compra de dos brazos, dos piernas, una peluca y un ojo de cristal, con destino al buen Williamson. Creo que todos saldríamos ganando algo: él quedaría muy presentable, la novia muy contenta y yo muy satisfecho de haber contribuido a la felicidad de dos seres que se aman. Hecha la reconstrucción, que conceda mi comunicante a su adorado un plazo improrrogable de noventa días, con objeto de que se habitúe al uso de sus nuevas adquisiciones, y si en ese término Breckinridge no se deja los sesos en alguna parte, que se casen benditos de Dios.
Así, pues, apreciabilísima señorita, si su prometido cede aún a esa su tentación extraña de fracturarse algo cada vez que encuentra oportunidad favorable, su próxima experiencia le será seguramente fatal, y en tal caso quedará usted tranquila para siempre. Suponiendo que se hayan ustedes casado al ocurrir la catástrofe, heredará usted por derecho propio las piernas, los brazos y otras menudencias del difunto. Entonces, en realidad, solo perdería usted el último trozo viviente de un marido honrado y desgraciadísimo que dedicó su vida a satisfacer incomprensibles instintos de destrucción. Intente usted la prueba, señorita. He meditado el asunto y crea usted que es la única solución razonable. Claro es que Caruthers hubiera procedido cuerdamente empezando por estrellarse los sesos. Pero, puesto que ha elegido otro sistema queriendo, sin duda, prolongarse todo lo posible, no tenemos derecho a mezclarnos en cuestiones íntimas. Saque usted el mejor partido de las circunstancias y piense que quizá está la felicidad conyugal en que uno de los consortes se encuentre como Breckinridge.

ROBERTO ARLT AGUAFUERTES PORTEÑAS YO NO TENGO LA CULPA

     ROBERTO ARLT        AGUAFUERTES PORTEÑAS     YO NO TENGO LA CULPA   Yo siempre que me ocupo de cartas de lectores, suelo admitir que se...