lunes, 24 de agosto de 2020

24 DE AGOSTO DE 1899 NACE: JORGE LUIS BORGES

24 DE AGOSTO DE 1899 NACE:

JORGE LUIS BORGES

(Buenos Aires, 1899 - Ginebra, Suiza, 1986) Escritor argentino considerado una de las grandes figuras de la literatura en lengua española del siglo XX. Cultivador de variados géneros, que a menudo fusionó deliberadamente, Jorge Luis Borges ocupa un puesto excepcional en la historia de la literatura por sus relatos breves. Aunque las ficciones de Borges recorren el conocimiento humano, en ellas está casi ausente la condición humana de carne y hueso; su mundo narrativo proviene de su biblioteca personal, de su lectura de los libros, y a ese mundo libresco e intelectual lo equilibran los argumentos bellamente construidos, simétricos y especulares, así como una prosa de aparente desnudez, pero cargada de sentido y de enorme capacidad de sugerencia.
Jorge Luis Borges
Recurriendo a inversiones y tergiversaciones, Borges llevó la ficción al rango de fantasía filosófica y degradó la metafísica y la teología a mera ficción. Los temas y motivos de sus textos son recurrentes y obsesivos: el tiempo (circular, ilusorio o inconcebible), los espejos, los libros imaginarios, los laberintos o la búsqueda del nombre de los nombres. Lo fantástico en sus ficciones siempre se vincula con una alegoría mental, mediante una imaginación razonada muy cercana a lo metafísico.Ficciones (1944), El Aleph (1949) y El Hacedor (1960) constituyen sus tres colecciones de relatos de mayor proyección. A pesar de que su obra va dirigida a un público comprometido con la aventura literaria, su fama es universal y es definido como el maestro de la ficción contemporánea. Sólo su ideario político pudo impedir que le fuera concedido el Nobel de Literatura.
Biografía
Jorge Luis Borges procedía de una familia de próceres que contribuyeron a la independencia del país. Un antepasado suyo, el coronel Isidro Suárez, había guiado a sus tropas a la victoria en la mítica batalla de Junín; su abuelo Francisco Borges también había alcanzado el rango de coronel. Pero fue su padre, Jorge Borges Haslam, quien rompiendo con la tradición familiar se empleó como profesor de psicología e inglés. Estaba casado con la delicada Leonor Acevedo Suárez, y con ella y el resto de su familia abandonó la casa de los abuelos donde había nacido Jorge Luis y se trasladó al barrio de Palermo, a la calle Serrano 2135, donde creció el aprendiz de escritor teniendo como compañera de juegos a su hermana Norah.
En aquella casa ajardinada aprendió Borges a leer inglés con su abuela Fanny Haslam y, como se refleja en tantos versos, los recuerdos de aquella dorada infancia lo acompañarían durante toda su vida. Con apenas seis años confesó a sus padres su vocación de escritor, e inspirándose en un pasaje del Quijote redactó su primera fábula cuando corría el año 1907: la tituló La visera fatal. A los diez años comenzó ya a publicar, pero esta vez no una composición propia, sino una brillante traducción al castellano de El príncipe feliz de Oscar Wilde.
En el mismo año en que se inició la Primera Guerra Mundial, la familia Borges recorrió los inminentes escenarios bélicos europeos, guiados esta vez no por un admirable coronel, sino por un ex profesor de psicología e inglés, ciego y pobre, que se había visto obligado a renunciar a su trabajo y que arrastró a los suyos a París, a Milán y a Venecia hasta radicarse definitivamente en la neutral Ginebra cuando estalló el conflicto.
Borges era entonces un adolescente que devoraba incansablemente la obra de los escritores franceses, desde los clásicos como Voltaire o Víctor Hugo hasta los simbolistas, y que descubría maravillado el expresionismo alemán, por lo que se decidió a aprender el idioma descifrando por su cuenta la inquietante novela de Gustav Meyrink El golem.
Borges a los 21 años
Hacia 1918 lee asimismo a autores en lengua española como José Hernández, Leopoldo Lugones y Evaristo Carriego y al año siguiente la familia pasa a residir en España, primero en Barcelona y luego en Mallorca, donde al parecer compuso unos versos, nunca publicados, en los que se exaltaba la revolución soviética y que titulóSalmos rojos.
En Madrid trabará amistad con un notable políglota y traductor español, Rafael Cansinos Assens, a quien extrañamente, a pesar de la enorme diferencia de estilos, proclamó como su maestro. Conoció también a Valle-Inclán, a Juan Ramón Jiménez, a Ortega y Gasset, a Ramón Gómez de la Serna, a Gerardo Diego... Por su influencia, y gracias a sus traducciones, fueron descubiertos en España los poetas expresionistas alemanes, aunque había llegado ya el momento de regresar a la patria convertido, irreversiblemente, en un escritor.
La juventud ultraísta
De regreso en Buenos Aires, en 1921 fundó con otros jóvenes la revista Prismas y, más tarde, la revista Proa; firmó el primer manifiesto ultraísta argentino, y, tras un segundo viaje a Europa, entregó a la imprenta su primer libro de versos: Fervor de Buenos Aires (1923). Seguirán entonces numerosas publicaciones, algunos felices libros de poemas, como Luna de enfrente (1925) y Cuaderno San Martín (1929), y otros de ensayos, como Inquisiciones, El tamaño de mi esperanza y El idioma de los argentinos, que desde entonces se negaría a reeditar.
Durante los años treinta su fama creció en Argentina y su actividad intelectual se vinculó a Victoria Ocampo y Silvina Ocampo; las hermanas Ocampo le presentaron a su vez a Adolfo Bioy Casares, pero su consagración internacional no llegaría hasta muchos años después. De momento ejerce asiduamente la crítica literaria, traduce con minuciosidad a Virginia Woolf, a Henri Michaux y a William Faulkner y publica antologías con sus amigos; frecuenta a su maestro Macedonio Fernández y colabora con Victoria Ocampo en la fundación de la emblemática revista Sur (1931), en torno a la cual se moverá lo mejor de las letras argentinas de entonces (Oliverio Girondo,Enrique Anderson Imbert y el mismo Bioy Casares, entre otros).
En 1938 fallece su padre y comienza a trabajar como bibliotecario en las afueras de Buenos Aires; durante las navidades de ese mismo año sufre un grave accidente, provocado por su progresiva falta de visión, que a punto está de costarle la vida. Al agudizarse su ceguera, Borges deberá resignarse a dictar sus cuentos fantásticos y desde entonces requerirá permanentemente de la solicitud de su madre y de su amigos para poder escribir, colaboración que resultará muy fructífera. Así, en 1940, el mismo año en que asiste como testigo a la boda de Silvina Ocampo y Bioy Casares, publica con ellos una espléndida Antología de la literatura fantástica, y al año siguiente una Antología poética argentina.
En 1942, Borges y Bioy se esconden bajo el seudónimo de H. Bustos Domecq y entregan a la imprenta unos graciosos cuentos policiales que titulan Seis problemas para don Isidro Parodi. Sin embargo, su creación narrativa no obtiene por el momento el éxito deseado, e incluso fracasa al presentarse al Premio Nacional de Literatura con sus cuentos recogidos en el volumen El jardín de senderos que se bifurcan (1941), los cuales se incorporarán luego a uno de sus más célebres libros,Ficciones (1944), obra con que se inicia su madurez literaria y el pleno reconocimiento en su país.
Del peronismo a Videla
En 1945 se instaura el peronismo en Argentina, y su madre Leonor y su hermana Norah son detenidas por hacer declaraciones contra el nuevo régimen: habrán de acarrear, como escribió muchos años después Borges, una "prisión valerosa, cuando tantos hombres callábamos", pero lo cierto es que, a causa de haber firmado manifiestos antiperonistas, el gobierno lo apartó al año siguiente de su puesto de bibliotecario y lo nombró inspector de aves y conejos en los mercados, cruel humorada e indeseable honor al que el poeta ciego hubo de renunciar, para pasar, desde entonces, a ganarse la vida como conferenciante.
La policía se mostró asimismo suspicaz cuando la Sociedad Argentina de Escritores lo nombró en 1950 su presidente, habida cuenta de que este organismo se había hecho notorio por su oposición al nuevo régimen. Ello no obsta para que sea precisamente en esta época de tribulaciones cuando publique su libro más difundido y original, El Aleph (1949), ni para que siga trabajando incansablemente en nuevas antologías de cuentos y nuevos volúmenes de ensayos antes de la caída del peronismo en 1955.
En esta diversa tesitura política, el recién constituido gobierno lo designará, a tenor del gran prestigio literario que ha venido alcanzando, director de la Biblioteca Nacional, e ingresará asimismo en la Academia Argentina de las Letras. Enseguida los reconocimientos públicos se suceden: Doctor honoris causa por la Universidad de Cuyo, Premio Nacional de Literatura, Premio Internacional de Literatura Formentor, que comparte con Samuel Beckett, Comendador de las Artes y de las Letras en Francia, Gran Premio del Fondo Nacional de las Artes de Argentina, Premio Interamericano Ciudad de Sèo Paulo...
Inesperadamente, en 1967 contrae matrimonio con una antigua amiga de su juventud, Elsa Astete Millán, boda de todos modos menos tardía y sorprendente que la que formalizaría pocos años antes de su muerte, ya octogenario, con María Kodama, su secretaria, compañera y lazarillo: una mujer mucho más joven que él, de origen japonés, a la que nombraría su heredera universal. Pero la relación con Elsa fue no sólo breve, sino desdichada, y en 1970 se separaron para que Borges volviera de nuevo a quedar bajo la abnegada protección de su madre.
Jorge Luis Borges y María Kodama
Los últimos reveses políticos le sobrevinieron con el renovado triunfo electoral del peronismo en Argentina en 1974, dado que sus inveterados enemigos no tuvieron empacho en desposeerlo de su cargo en la Biblioteca Nacional ni en excluirlo de la vida cultural porteña.
Dos años después, ya fuera como consecuencia de su resentimiento o por culpa de una honesta alucinación, Borges, cuya autorizada voz resonaba internacionalmente, saludó con alegría el derrocamiento del partido de Perón por la Junta Militar Argentina, aunque muy probablemente se arrepintió enseguida cuando la implacable represión de Videla comenzó a cobrarse numerosas víctimas y empezaron a proliferar los "desaparecidos" entre los escritores. El propio Borges, en compañía deErnesto Sábato y otros literatos, se entrevistó ese mismo año de 1976 con el dictador para interesarse por el paradero de sus colegas "desaparecidos".
De todos modos, el mal ya estaba hecho, porque su actitud inicial le había granjeado las más firmes enemistades en Europa, hasta el punto de que un académico sueco, Artur Ludkvist, manifestó públicamente que jamás recaería el Premio Nobel de Literatura sobre Borges por razones políticas. Ahora bien, pese a que los académicos se mantuvieron recalcitrantemente tercos durante la última década de vida del escritor, se alzaron voces, cada vez más numerosas, denunciando que esa actitud desvirtuaba el espíritu del más preciado premio literario.
Para todos estaba claro que nadie con más justicia que Borges lo merecía y que era la Academia Sueca quien se desacreditaba con su postura. La concesión del Premio Cervantes en 1979 compensó en parte este agravio. En cualquier caso, durante sus últimos días Borges recorrió el mundo siendo aclamado por fin como lo que siempre fue: algo tan sencillo e insólito como un "maestro".
La obra de Jorge Luis Borges
Borges es sin duda el escritor argentino con mayor proyección universal. Se hace prácticamente imposible pensar la literatura del siglo XX sin su presencia, y así lo han reconocido no sólo la crítica especializada, sino también las sucesivas generaciones de escritores, que vuelven con insistencia sobre sus páginas como si éstas fueran canteras inextinguibles del arte de escribir.
Borges fue el creador de una cosmovisión muy singular, sostenida sobre un original modo de entender conceptos como los de tiempo, espacio, destino o realidad. Sus narraciones y ensayos se nutren de complejas simbologías y de una poderosa erudición, producto de su frecuentación de las diversas literaturas europeas, en especial la anglosajona (William Shakespeare, Thomas De Quincey, Rudyard Kiplingo Joseph Conrad son referencias permanentes en su obra), además de su conocimiento de la Biblia, la Cábala judía, las primigenias literaturas europeas, la literatura clásica y la filosofía. Su riguroso formalismo, que se constata en la ordenada y precisa construcción de sus ficciones, le permitió combinar esa gran variedad de elementos sin que ninguno de ellos desentonara.
Los inicios poéticos
Borges había conocido en Madrid a los jóvenes escritores del grupo ultraísta, que se nucleaban en torno al poeta andaluz Rafael Cansinos Assens. A su retorno a la Argentina, a comienzos de la década de 1920, difundió entre sus pares esa nueva concepción de la poesía y las imágenes poéticas, principalmente dentro del grupo de los escritores vanguardistas. El primer libro de poemas de Borges fue Fervor de Buenos Aires (1923), en el que ensayó una visión personal de su ciudad, de evidente cuño vanguardista.
En 1925 dio a conocer Luna de enfrente y, tres años más tarde, Cuaderno San Martín, poemarios en los que aparece con insistencia su mirada sobre las "orillas" urbanas, esos bordes geográficos de Buenos Aires en los que años más tarde ubicará la acción de muchos de sus relatos. Puede decirse que en estos primeros libros Borges funda con su escritura una Buenos Aires mítica, dándole espesor literario a calles y barrios, portales y patios. El poeta parece rondar la ciudad como un cazador en busca de imágenes prototípicas, que luego volcará con maestría en sus versos y prosas.
En 1930 publicó Evaristo Carriego, un título esencial en la producción borgeana. En este ensayo, al tiempo que traza una biografía del poeta popular que da título al libro, se detiene en la invención y narración de diferentes mitologías porteñas, como en la poética descripción del barrio de Palermo. Evaristo Carriego no responde a la estructura tradicional de las presentaciones biográficas, sino que se sirve de la figura del poeta elegido para presentar nuevas e inéditas visiones de lo urbano, como se manifiesta en capítulos tales como "Las inscripciones de los carros" o "Historia del tango".
Hacia 1932 da a conocer Discusión, libro que reúne una serie de ensayos en los que se pone de manifiesto no sólo la agudeza crítica de Borges, sino también su capacidad en el arte de conmover los conceptos tradicionales de la filosofía y la literatura. Además de las páginas dedicadas al análisis de la poesía gauchesca, este volumen integra capítulos que han servido como venero de asuntos de reflexión para los escritores argentinos, tales como "El escritor argentino y la tradición", "El arte narrativo y la magia" o "La supersticiosa ética del lector".
En 1935 aparece Historia universal de la infamia, con textos que el propio autor califica como ejercicios de prosa narrativa y en los que es evidente la influencia deRobert Louis Stevenson y G. K. Chesterton. Este volumen incluye uno de sus cuentos más famosos, "El hombre de la esquina rosada"; le siguieron los ensayos deHistoria de la eternidad (1936).
La madurez de un narrador
El accidente casi mortal que sufrió a fines de 1938 marcó el antes y el después de su destino: de él saldría con la secuela del avance irreversible de su ceguera y con la decisión de enfrentarse a la creación de ficciones, cuyo primer fruto será el memorable relato El sur, y el libro que iniciará la ininterrumpida sucesión de sus obras maestras: El jardín de senderos que se bifurcan (1941). A partir de ese momento, la vida y la obra de Borges entran en una madurez y en una creciente divulgación en círculos concéntricos, que sólo se interrumpirán con su muerte, casi medio siglo más tarde.
Con ser todo ello significativo para la vida del autor, lo más destacable del proceso es el reconocimiento que Borges hace de sí mismo y de su obra a partir del comienzo de los años cuarenta, y que le impulsa a la creación de ese género a mitad de camino entre la narrativa, el ensayo, la glosa, la sinopsis de libros que nunca serán escritos y la investigación erudita, que definirá mejor que nada su título acaso más representativo, Ficciones, que en 1944 marca el ecuador de la obra de Borges, no sólo por el nivel insuperable que alcanza, sino por la condensación genérica que la caracterizará de allí en adelante.
Jorge Luis Borges
Ciertamente, Ficciones (1944) acabó de consolidar a Borges como uno de los escritores más singulares del momento en lengua castellana. En la primera de sus partes, titulada El jardín de senderos que se bifurcan, reeditó la colección de ocho cuentos que había publicado en 1941; en la segunda parte, Artificios, incluyó seis nuevos relatos, número ampliado a nueve en la edición de 1956.
En las páginas de este libro se despliega toda su maestría imaginativa, plasmada en cuentos como "La biblioteca de Babel", "El jardín de los senderos que se bifurcan" o "La lotería de Babilonia". También pertenece a este volumen "Pierre Menard, autor del Quijote", relato o ensayo (en Borges esos géneros suelen confundirse deliberadamente) en el que reformula con genial audacia el concepto tradicional de influencia literaria, así como su célebre cuento "La muerte y la brújula", en el que la trama policial se conjuga con sutiles apreciaciones derivadas del saber cabalístico, al que Borges dedicó devota atención.
El Aleph (1949), volumen de diecisiete cuentos, vuelve a demostrar su maestría estilística y su ajustada imaginación, que combina elementos de la tradición filosófica y de la literatura fantástica. Además del cuento que da título al libro, se incluyen otros como "Emma Zunz", "Deutsches Requiem", "El Zahir" y "La escritura del Dios". El Hacedor (1960) incluía algunas piezas escritas treinta años antes y sin embargo guardaba una sólida unidad entre todas sus partes, no sólo formal sino también en cuanto a contenidos, siempre alineados en la idea borgeana de que tanto los grandes sistemas de la metafísica como las parábolas y las elucidaciones de la teología son elementos que forman parte del gran mundo de la literatura fantástica.
La consagración internacional
Con la obtención del Premio Internacional de Literatura Formentor, que comparte con Samuel Beckett en 1961, la crítica descubre a Borges a nivel planetario, y las invitaciones, los doctorados honoris causa, los ciclos de conferencias, los premios y las traducciones a las más diversas lenguas se sucedieron en un vértigo incesante, que lo convirtieron en uno de los escritores vivos de mayor prestigio y reconocimiento universal.
El impactante y masivo reconocimiento público de la figura y la obra de Borges debe ser situado como un efecto derivado del llamado Boom de la literatura hispanoamericana. La demanda por parte del público de obras de autores latinoamericanos no se agotó con aquellos que originalmente pertenecían a la generación del Boom (Julio Cortázar, Gabriel García Márquez o Mario Vargas Llosa), sino que se extendió a un grupo de escritores que, por edad y por preferencias estéticas, no formaban parte de esa órbita.
A pesar de la nutridísima bibliografía de Borges, de pocos escritores como de él se puede afirmar que es, en lo esencial, autor de un solo libro, desdoblado en distintas versiones o aproximaciones, que sus Obras Completas ejemplifican como otros tantos frutos de un mismo árbol, ya que (como él mismo afirmara de Quevedo) más que un escritor, Borges es en verdad "una vasta literatura".
Así, sus obras en prosa posteriores a las mencionadas (Manual de zoología fantástica, 1957; El libro de los seres imaginarios, 1967; El informe de Brodie, 1970; El congreso, 1971; El libro de arena, 1975) incluyen con frecuencia poemas. Durante treinta años no había publicado un solo verso, como para marcar una distancia definitiva con la etapa que denominó "la gran equivocación ultraísta"; y sus entregas poéticas de la madurez, como El otro, el mismo (1964), Para las seis cuerdas (1965), Elogio de la sombra (1969), El oro de los tigres (1972), La rosa profunda (1975) o La moneda de hierro (1976), admiten poemas narrativos, y otros que son auténticas ficciones, como "El Golem", que simplemente han sido redactadas en verso.
La obra de Borges se reparte también en un buen número de volúmenes escritos en colaboración, tanto dedicados a la ficción como al ensayo. Engrosan el caudal de sus escritos una gran cantidad de notas de crítica bibliográfica y comentarios de literatura, aparecidos en diferentes publicaciones periódicas argentinas y extranjeras, además de conferencias y entrevistas en las que desplegó con inteligencia y mordacidad sus puntos de vista. Se trata de una parte de su obra que, casi a la misma altura que sus libros considerados mayores, ha sido objeto recurrente de comentario y estudio por parte de la crítica y de numerosas recopilaciones.

domingo, 23 de agosto de 2020

23 DE AGOSTO DE 1962 SECUESTRAN A FELIPE VALLESE

23 DE AGOSTO DE 1962
SECUESTRAN A FELIPE VALLESE 
En el barrio porteño de Flores la Brigada de San Martín secuestra al dirigente de la Juventud Peronista y delegado metalúrgico Felipe Vallese, de 22 años de edad. Llevado a la comisaría 1 de San Martín, fue torturado hasta la muerte. "Un hombre es torturado; sucumbe, o lo rematan, o se suicida; se escamotea su cadáver: no hay cadáver, por consiguiente no hay crimen. A veces un padre, una esposa, pregunta; se le responde: desaparecido, y el silencio vuelve a cerrarse". frase de la escritora francesa Simone de Beauvoir y acápite del libro "Felipe Vallese - Proceso al sistema", de los abogados Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde da una idea de la angustia, el estupor y la impotencia que rodearon la búsqueda de Vallese y el reclamo por su aparición. El principal sospechoso de la muerte de Vallese es el oficial sub-inspector Juan Fiorillo, jefe de la Brigada de Servicios Externos de la Unidad Regional San Martín, que dirigió el secuestro y las sesiones de tortura. Mientras la familia y los amigos buscaban afanosamente a Vallese, el Ministerio del Interior informó a los medios de comunicación que "el sumario administrativo arribó a la conclusión de que Vallese no estuvo nunca detenido en San Martín ni en ninguna otra dependencia subordinada a la jefatura de La Plata". El subsecretario del Interior era un abogado católico de 30 años, que mucho tiempo después publicará varios libros, entre ellos "Los pensadores de la libertad" y "Bajo el imperio de las ideas morales". Su nombre: Mariano Grondona.

jueves, 20 de agosto de 2020

20 DE AGOSTO DE 1890 NACE : HOWARD PHILLIPS LOVECRAFT

20 DE AGOSTO DE 1890 NACE :
HOWARD PHILLIPS LOVECRAFT
(Providence, 1890 - 1937) Escritor estadounidense. Maestro indiscutible de la literatura fantástica, su obra rebasa en realidad la confluencia de géneros como la literatura de terror y la ciencia ficción hasta cristalizar en una narrativa única que recrea una mitología terrorífica de seres de un inframundo paralelo. Los paisajes de la naturaleza de su región natal, Nueva Inglaterra, influyeron en su temperamento fantasioso y melancólico. 

Desde niño se formó en lecturas mitológicas, en la astronomía y en las ciencias. En 1919 leyó la obra de Lord Dunsany, que lo marcó sensiblemente; lo mismo le ocurrió con Edgar Allan Poe y Arthur Machen. La mayor parte de sus obras fue publicada en la revista Weird Tales.

Considerado uno de los más brillantes y originales autores de narrativa fantástica del siglo XX, la fama de H. P. Lovecraft creció sobre todo después de su muerte, cuando su obra, aparecida inicialmente en revistas especializadas, fue publicada en volumen. En su narrativa se funden elementos heterogéneos: el influjo de Edgar Allan Poe, reconocible en ciertas atmósferas y recursos técnicos de sus cuentos juveniles, pero también en las novelas de madurez como En las montañas de la locura (1931); los lazos con la tradición y el paisaje de la Nueva Inglaterra, oníricamente transformado en espacio fantástico; o los arranques de ciencia-ficción, que son desarrollados en cuentos como El color que cayó del espacio (1927).

El título de mayor originalidad de la obra de Lovecraft reside, sin embargo, en la creación de una compleja y personal mitología monstruosa en el centro de la cual están los old ones, divinidades horribles expulsadas de la Tierra en los tiempos prehistóricos y en lucha para tomar posesión de ella. Estos seres monstruosos y malolientes aparecen primero de forma esporádica y luego cada vez más orgánicamente en cuentos como Las ratas en las paredes (1924), Los mitos de Cthulhu (1926) y El horror de Dunwich (1927), y en novelas como El caso de Charles Dexter Ward (1927). Tal mitología tomó forma gradualmente; se enriqueció con divinidades menores con esferas de influencia distintas y se sostuvo con el recurso a los libros ficticios malditos, como el Necromicón. Partiendo de sugestiones góticas, a través de pesadillas cada vez más angustiosas, el terror en Lovecraft se convierte en cósmico, cifra extrema de su pesimismo filosófico.

Las ratas en las paredes (1924) es una muestra magistral de sus primeros trabajos, en los cuales solamente se esbozaba la mitología de las cosas siniestras que continuó desarrollando en sus relatos y novelas posteriores. Delapore, un americano descendiente de ingleses, se traslada en el año 1923 al castillo de Exham Priory, abandonado durante siglos y restaurado según los planos antiguos del mismo. Allí habían vivido sus antepasados en la época de Jacobo I, pero varios asesinatos habían exterminado luego toda la estirpe a excepción de un único superviviente: Walter de la Poer. Sospechoso de ser el autor de los asesinatos, aunque no había podido demostrarse, este último descendiente emigró a la colonia de Virginia.

Delapore solamente puede gozar unos pocos días de su propiedad, puesto que al cabo de poco tiempo se oyen unos ruidos en el castillo que suenan como si corriesen infinidad de ratas detrás de los tapices y de los recubrimientos de las paredes, lo que causa a él y a los criados una terrible inquietud. En el curso de sus indagaciones encuentra en el sótano una antiquísima piedra de sacrificios, de la que parece desprenderse que en la época de la dominación romana en Bretaña se encontraba en dicho lugar un lugar de culto a las divinidades Atis y Cibeles.

Junto con su amigo, el capitán Norrys, y algunos arqueólogos londinenses, Delapore baja pocos días después a las criptas más profundas del castillo, en donde le esperan unas "escenas de horror indescriptible": bajando por una escalera cubierta de huesos roídos, llega a una gigantesca gruta y ve moradas de todas las épocas, desde los comienzos de la humanidad hasta los tiempos de los Estuardo, en donde personas de las diferentes etapas habían sido encarceladas y reducidas a un estado puramente animal, como víctimas de un culto antropófago de tiempos antediluvianos, o se habían convertido en la presa de un "ejército hambriento, maligno y gelatinoso de ratas".

Delapore, separado repentinamente del grupo de investigadores, es empujado por las ratas "hacia las cuevas más lejanas, en las entrañas más profundas de la tierra", en donde "Nyarlahotep, el dios loco sin cara, aúlla ciego al compás de dos flautistas idiotas". Sin embargo, es posible que esta visión le fuese infundida por su fantasía ofuscada y morbosamente exagerada por los monstruosos descubrimientos, puesto que cuando vuelve en sí averigua que había sido encontrado cerca del semidevorado cadáver de Norrys, balbuceando palabras misteriosas: el "genius loci", los lémures del infierno habían logrado apoderarse de él (al igual que antes lo habían hecho con sus antepasados) y lo habían convertido en un caníbal. Y logra entonces comprender también el destino de Walter de la Poer: había averiguado que los restantes miembros de la familia participaban en los sangrientos ritos de la gruta, los había matado y había sido así un benefactor para la humanidad.

Como declaró el mismo Lovecraft, todos sus relatos están basados en la leyenda de que "este mundo había estado habitado en tiempos remotos por otra raza, que fue aniquilada y expulsada cuando ejercía la magia negra, pero que sigue viviendo fuera del mundo, estando dispuesta en todo momento a volver a tomar posesión de esta tierra". En otros relatos se trata de demonios devoradores de cadáveres, que penetran en nuestro mundo racional, quedando retenidos -como por ejemplo en El modelo de Pickman (1927)- por un pintor en horrorosos retratos.

En La música de Erich Zann (1925), el músico Zann es atormentado por monstruos "que viven en regiones indeterminadas y en dimensiones que se encuentran fuera de nuestro universo material", y le inspiran al mismo tiempo para una pieza de violín de una hermosura irreal. En La visita de Cthulhu (1928), cuya acción se desarrolla en una isla de los mares del sur en donde se encuentran unas construcciones ciclópeas prehistóricas, vuelve a aparecer por un breve período de tiempo el Cthulhu que se encuentra agazapado en el interior de la tierra. Y en El horror de Dunwich (1929) un espíritu maléfico de la clase más horrible crece en Nueva Inglaterra, pudiendo ser destruido solamente por hombres "familiarizados con las ciencias ocultas y prohibidas".

Lovecraft varía su temática del horror con una fantasía ingeniosa y altamente sugestiva; nunca le faltan figuras del lenguaje para caracterizar opresivos estados de terror, lugares en donde se ciernen peligros inminentes, "llenos de mucosidades negras, masticados por la niebla", o unas monstruosidades asquerosas "que apestan como demonios". Continuamente introduce referencias ambiguas sobre las relaciones de su mitología con el culto de vudú, con la Atlántida, las misteriosas piedras de Stonehenge y de la Isla de Pascua, o las cazas de brujas en Nueva Inglaterra.

Sus relatos, entre cuyos antepasados debemos contar naturalmente a Edgar Allan Poe, revelan la influencia de los autores ingleses de relatos de horror Arthur Machen y Lord Dunsany, pero Lovecraft amplía las regiones del horror literario con ocurrencias completamente propias, con las cuales organizó sistemáticamente una "mitología Cthulhu". El interés también teórico de Lovecraft por la literatura fantástica está testimoniado por sus escritos críticos, en particular por El horror en la literatura (1927), en el que formuló una teoría del género fundada en bases psicológicas y formales. Para el autor, los relatos de este género deben contener "alguna violación o superación de una ley cósmica fija, una escapada imaginativa de la tediosa realidad".

Los relatos y novelas de Lovecraft, no obstante ubicarse en los límites de la mitología y la fantasía visionaria, son verosímiles, pues a pesar del instinto macabro del autor, una prosa detallista, persuasiva y lenta va organizando un pequeño mundo autosuficiente y creíble, incluso posesivo para muchos lectores. Ha influido en autores modernos como Jorge Luis Borges, que se basó en el estilo de Lovecraft para escribir un extraño relato incluido en El libro de arena (1975).

jueves, 13 de agosto de 2020

ROBERTO FONTANARROSA UNA NOTICIA QUE SORPRENDE

 ROBERTO FONTANARROSA

UNA NOTICIA QUE SORPRENDE

 

La noticia, cuando menos, sorprende. En Paraná, provincia de Entre Ríos, una mujer, tras treinta años de matrimonio, des­cubrió que su marido era ciego.
¿Cómo podemos interpretar la conducta de esta señora, pre­gunto yo, cómo podemos interpretarla? Porque no estamos di­ciendo que ella descubrió que su marido no tenía visión, diga­mos, para los negocios, o no tenía visión para las grandes empresas, no. Ella descubrió, tras treinta años de matrimonio, que su marido no tenía visión en los ojos, que no veía nada, que era completamente ciego.
Se le preguntó a esta señora, le preguntaron los periodistas cuando la insólita noticia tuvo difusión, cómo era posible que no se hubiese dado cuenta antes. Y ella dijo: "Mi esposo tiene tantas falencias, tantas falencias tiene mi marido que, ésa, la de la ceguera, pasaba desapercibida".
Entonces usted, yo, nosotros, todos, nos preguntamos... ¿No notó doña Asunta -porque así se llama la mujer en cues­tión- durante una convivencia de tres décadas, que su mari­do no veía? Ella se defendió diciendo que sí, que lo había notado. Que a veces observaba a su marido vacilante, al parecer indeciso. Pero como su marido lo era siempre para tomar de­terminaciones, para resolver qué ropa ponerse o incluso para decidir qué deseaba comer, a ella aquello no le pareció sorprendente.
Paso a leerles, ahora, algunos párrafos de las declaraciones de esta señora de Paraná a diarios de Buenos Aires que acu­dieron a entrevistarla.
"Yo notaba que mi José leía poco, es cierto, pero yo tampo­co soy una intelectual. Puedo leer alguna revista vieja, algún diario o las efemérides de los calendarios, pero no es la lectura una cosa que hagamos muy a menudo en mi casa."
Vamos percibiendo, entonces, mis amigas -y algunos ami­gos que advierto por allí, especialmente en las filas del fondo-, cómo esta anécdota francamente extraña que traigo hoy a co­lación se entronca, se contacta, se enclava -en el tema de mi charla "La incomunicación en la pareja moderna". Y surge la pregunta, la curiosidad, la requisitoria... ¿Quién es más ciego en este caso? ¿El marido de la señora Asunta -José- con su fal­ta de visión congénita o la misma señora Asunta, que no supo, o no pudo, o no quiso, enterarse de la anomalía de su esposo?
Veamos este otro dato, francamente notable, que nos entre­ga la prensa: "La señora Asunta -remarca el diario 'El Impre­so' de Nogoyá- no sospechó ni siquiera cuando su marido, pa­ra empezar a concurrir a un gimnasio de la zona, le solicitó la compañía de un perro".
Acá hay una situación concreta. Este hombre austero, poco comunicativo, parco, acostumbrado a no pedir demasiadas co­sas, rompe por fin con su austeridad y solicita algo: un animal, un perro. Recordemos que José, el marido, no trabajaba. Esta­ba ya jubilado de su oficio de relojero, que había ejercido du­rante cuarenta años ayudado solamente por su sentido del tac­to. Y era Asunta la que salía para hacer las compras, pagar los impuestos y visitar a su familia.
"Debo reconocer -dice la señora en este otro recorte de dia­rio- que no me cayó muy bien el pedido de mi esposo. Era co­mo decirme que no le alcanzaba con mi compañía. Era intro­ducir entre nosotros dos, que siempre habíamos vivido solos, que no habíamos querido tener hijos para no dispersar nuestro cariño y que, además, vivimos con un presupuesto muy ajustado, un elemento nuevo, desconocido, costoso y, además, no humano, porque se trataba de un animal."
Es clásica esta situación, queridos amigos: la de la pareja cerrada, simbiótica, en la que no se sabe dónde termina uno de los componentes y dónde comienza el otro. Como también es clásica en estos casos la aparición del temor a que un elemento externo, como el perro, altere la relación. He hablado de esto en mi charla anterior, "La interferencia de Perico", donde toqué el caso de esa pareja venezolana madura que ve destruida toda su intimidad tras la compra de un loro. Recordarán quienes con­currieron a este mismo auditorio a fines de enero que el loro co­menzó a memorizar cortas frases que escuchaba de labios del esposo las pocas veces en que éste estaba solo, y las repetía lue­go frente a la esposa cuando ella llegaba.
Ahora repito yo como un loro, y perdonen el mal chiste, que la pareja de Asunta y José era una pareja simbiótica. Simbió­tica al punto que él suele usar polleras de ella y que ella luce en estas fotografías una sombra de bigote, un bozo, como se de­cía antes, una pelusa grisácea sobre el labio superior. En el marido puede disculparse la confusión, dado que no nos resul­ta difícil imaginarlo tanteando dentro del ropero en busca de su vestuario y sacando al azar una prenda cualquiera. Incluso el tacto más adiestrado puede confundir un cuello de piel de nutria con una corbata de fieltro. O, prestemos atención, un cuello de piel de nutria con un perro lazarillo vivo y coleando.
¿Qué respondía la señora Asunta ante esta particular for­ma de vestirse de su marido? "Mi José sale poco -declara acá-y no era raro que se paseara por el patio con un batón que era de mi madre. Un batón muy lindo, marroncito con pintitas blancas. Por eso tampoco me resultaba demasiado raro verlo en polleras."
"¿No pensó que su marido podía tener tendencias un tanto raras?", -le pregunta el periodista, que trabajaba, sin duda, pa­ra un medio con tendencia al escándalo. "No me pregunte esas cosas", responde ella. Vemos la negativa, el rechazo, el temor ante la intromisión ajena en una pareja blindada. El marido de Asunta entonces solicita un perro, pero no un perro común y silvestre sino un perro lazarillo, un perro adiestrado para conducir no videntes.
Asunta está ajena al mundo animal. Piensa que un perro lazarillo es de una raza determinada, como los perros labrado­res o los perros ovejeros. Y no lo compra sin antes preguntarle a su esposo: "¿Quién habrá de cuidarlo, quién lo sacará a pa­sear, quién limpiará todo lo que ensucie?". "Él me sacará a pa­sear", fue la contestación de José. Y ella no entendió el sentido de la respuesta. Como, al parecer, no entendía un montón de otras cosas.
"Me preguntaba —cuentan que decía doña Asunta— por qué mi marido usaba lentes negros durante la noche, cuando no hay sol ni tanta luz desde los focos de cuarzo de la avenida." Y él tampoco le explicaba nada, le decía que era moda, que esos lentes se los había regalado su padre, que se sentía desnudo sin ellos. Adviertan ustedes la situación. Cómo se va notando que, paso a paso, se debía hacer más evidente ante los ojos de Asunta la condición lamentable de su marido, pero ella se ne­gaba a verla. ¡Ella, que sí podía ver!
Al parecer, en los últimos tiempos, José comenzó a animar­se a salir a la calle conducido por su perro. Ya la simbiosis de la cual les hablaba se iba tornando más y más aguda. Mientras José se vestía casi íntegramente de mujer, Asunta dejaba cre­cer su bigote enormemente, lucía pantalones e incluso cubría el pelo corto de su cabeza con un sombrero de fieltro de su ma­rido, el clásico funyi. Y poco ayudaba a José usar tacones altos, que elegía, uno supone, aturdido por su falta de visión. Se torcía los tobillos, cayendo con facilidad de bruces sobre el animal, que más de una vez lo mordió, ya que era un perro cualquiera, sin adiestramiento alguno. La señora Asunta luego reconoció que no había conseguido uno de esos lazarillos en el negocio del barrio que vendía mascotas y le compró un dálmata ya crecido, segura de que su marido no iba a protestar porque casi siempre se conformaba con todo lo que ella le com­praba. Oigan lo que dice Asunta en esta parte del reportaje: "Una vez le compré a mi José una bufanda verde cuando él me había pedido una gris. Pero la aceptó tranquilamente y sin protestar. Él es así. Se adapta a todo".
En muchas ocasiones José volvió a su casa golpeado y tu­mefacto, ya que el dálmata lo hacía caer y lo arrastraba por la vereda varias cuadras. Pero ese hombre siempre se negó a que lo ayudaran a levantarse porque era muy orgulloso. De un or­gullo casi lindante con la tontería, según un vecino. "No acep­taba ni que le prestaran una taza de azúcar -declara este mis­mo vecino—. Prefería tomar el café amargo antes que pedirnos azúcar a nosotros."
Podrán apreciar ustedes que Asunta y José nunca quisie­ron, pudieron o se atrevieron a hablar de sus problemas más íntimos, a preguntarse cuáles eran sus temores, sus limitacio­nes, sus problemas. "Éramos la clásica pareja de otros tiempos —contó doña Asunta a un programa de televisión por cable-, concertada por nuestros padres. A mí me habían dicho que mi José era un buen partido, y a él le habían dicho que yo era una chica atractiva."
¿Y cómo termina esta historia, mis amigas, que nos deja tantas enseñanzas y sobre la cual cada una de ustedes, cada uno de ustedes, reflexionará largamente en sus casas? Asunta des­cubre la ceguera de su marido. ¿Y cómo la descubre? Muy sim­ple... Un día le pide que le alcance el salero y él le alcanza un si­fón de soda. Un gesto simple, chiquito, doméstico, pero que, al parecer, rebalsa el vaso. Tal vez por la presión misma del sifón. "José, vos sos ciego", le dice Asunta. Y José no puede menos que aceptar esa realidad tan dura.
Amigas, amigos, atrevámonos a mirar de frente nuestra realidad, observemos un poco más detenidamente a la persona que tenemos más cerca. Usted, señora, usted, señor, gire su ca­beza y contemple al semejante que está sentado en la butaca, a su lado, estudie esos rasgos, esa mirada y aprenderá a comprender un poco mejor las cosas de la vida. Aunque cueste, aun­que duela, aunque espante. Es sólo una aventura en busca de la verdad.
La dura verdad que encontró un día la señora Asunta, a quien su marido abandonó tres días después del descubrimien­to de su ceguera. Leamos las palabras de la desolada señora ante el abandono, tanto de su marido como del perro dálmata, al pie de la foto donde se la ve fumando, con el pelo cortito, el bigote ya cano y luciendo una corbata a lunares grandes.
"Mi José es muy orgulloso -dice ella- y no podía soportar la idea de que yo permaneciera al lado de él sólo por lástima, por piedad, o por darme pena. Todavía me parece verlo, yéndose de casa, con la capelina que era de mi tía Fina y ese trajecito sas­tre que a mí me quedaba muy bien y que, ya al final, él usaba tanto que ni me importaba que se lo llevara."
Reflexionemos, mis amigas, mis amigos, sobre este caso de una pareja tan simbiótica que él era ciego y ella no veía. Y nos encontraremos en mi próxima charla de fines de junio, en esta misma sala, con el tema "La comida casera tras la caída del Muro".

lunes, 10 de agosto de 2020

OSVALDO SORIANO EL HIJO DE BUTCH CASSIDY

OSVALDO SORIANO
EL HIJO DE BUTCH CASSIDY
El hijo de Butch Cassidy” – Revista Revoltura
El Mundial de 1942 no figura en ningún libro de historia pero se jugó en la Patagonia argentina sin sponsors ni periodistas y en la final ocurrieron cosas tan extrañas como que se jugó sin descanso durante un día y una noche, los arcos y la pelota desaparecieron y el temerario hijo de Butch Cassidy despojó a Italia de todos sus títulos.

Mi tío Casimiro, que nunca había visto de cerca una pelota de fútbol, fue juez de línea en la final y años más tarde escribió unas memorias fantásticas, llenas de desaciertos históricos y de insanías ahora irremediables por falta de mejores testigos.

La guerra en Europa había interrumpido los mundiales. Los dos últimos, en 1934 y 1938, los había ganado Italia y los obreros piamonteses y emilianos que construían la represa de Barda del Medio en la Argentina y las rutas de Villarrica en Chile se sentían campeones para siempre. Entre los obreros que trabajaban de sol a sol también había indios mapuches conocidos por sus artes de ilusionismo y magia y sobre todo europeos escapados de la guerra. Había españoles que monopolizaban los almacenes de comida, italianos de Génova, Calabria y Sicilia, polacos, franceses, algunos ingleses que alargaban los ferrocarriles de Su Majestad, unos pocos guaraníes del Paraguay y los argentinos que avanzaban hacia la lejana Tierra del Fuego. Todos estaban allí porque aún no había llegado el telégrafo y se sentían a salvo del terrible mundo donde habían nacido.

Hacia abril, cuando bajó el calor y se calmó el viento del desierto, llegaron sorpresivamente los electrotécnicos del Tercer Reich que instalaban la primera línea de teléfonos del Pacífico al Atlántico. Con ellos traían una punta del cable que inauguraba la era de las comunicaciones y la primera pelota del mundo a válvula automática que decían haber inventado en Hamburgo. Luego de mostrarla en el patio del corralón para admiración de todos desafiaron a quien se animara a jugarles un partido internacional. Un ingeniero de nombre Celedonio Sosa, que venía de Balvanera, aceptó el reto en nombre de toda la nación argentina y formó un equipo de vagos y borrachos que volvían decepcionados de buscar oro en las hondonadas de la Cordillera de los Andes.

El atrevimiento fue catastrófico para los argentinos que perdieron 6 a 1 con un pésimo arbitraje de William Brett Cassidy, que se decía hijo natural del cowboy Butch Cassidy que antes de morir acribillado en Bolivia vivió muchos años en las estancias de la Patagonia con el Sundance Kid y Edna, la amante de los dos.
No bien advirtieron la diversidad de países y razas representados en ese rincón de la tierra, los alemanes lanzaron la idea de un campeonato mundial que debía eternizar con la primera llamada telefónica su paso civilizador por aquellos confines del planeta. El primer problema para los organizadores fue que los italianos antifascistas se negaban a poner en juego su condición de campeones porque eso implicaba reconocer los títulos conseguidos por los profesionales del régimen de Mussolini.

Algunos irresponsables, ganados por la curiosidad de patear una pelota completamente redonda y sin tiento, se dejaban apabullar por los alemanes a la caída del sol mientras la línea del teléfono avanzaba por la cordillera hacia las obras del dique: un combinado de almaceneros gallegos e intelectuales franceses perdió por 7 a 0 y un equipo de curas polacos y desarraigados guaraníes cayó por 5 a 0 en una cancha improvisada al borde del río Limay.

Nadie recordaba bien las reglas del juego ni cuanto tiempo debía jugarse ni las dimensiones del terreno, de manera que lo único prohibido era tocar la pelota con las manos y golpear en la cabeza a los jugadores caídos. Cualquier persona con criterio para juzgar esas dos infracciones podía ser el árbitro y así fue como mi tío y el hijo de Butch Cassidy se hicieron famosos y respetables hasta que por fin llegó el télefono.
Hubo un momento en que la posición principista de los italianos se volvió insostenible. ¿Cómo seguir proclamándose campeones de una Copa que ni siquiera reconocían cuando los alemanes goleaban a quien se les pusiera adelante? ¿Podían seguir soportando las pullas y las bromas de los visitantes que los acusaban de no atreverse a jugar por temor a la humillación?

En mayo, cuando empezaron las lloviznas, el capataz calabrés Giorgio Casciolo advirtió que con la arena mojada la pelota empezaba a rebotar para cualquier parte y que los enviados del Fuhrer , que ya probaban el teléfono en secreto y abusaban de la cerveza, no las tenían todas consigo. En un nuevo partido contra los guaraníes el resultado, luego de dos horas de juego sin descanso, fue apenas de 5 a 2. En otro, los ingleses que colocaban las vías del ferrocarril se pusieron 4 goles a 5 cuando se hizo de noche y los alemanes argumentaron que había que guardar la pelota para que no se perdiera entre los espesos matorrales. A fin de mes los pescadores del Limay, que eran casi todos chilenos, perdieron por 4 a 2 porque William Brett Cassidy concedió dos penales a favor de los alemanes por manos cometidas muy lejos del arco.
Una noche de juerga en el prostíbulo de Zapala, mientras un ingeniero de Baden-Baden trataba de captar noticias sobre el frente ruso en la radio de la señora Fanny-La-Joly, un anarquista genovés de nombre Mancini al que le habían robado los pantalones se puso a vivar al proletariado de Barda del Medio y salió a los pasillos a gritar que ni los alemanes ni los rusos eran invencibles. En el lugar no habia ningún ruso que pudiera darse por aludido, pero el ingeniero alemán dió un salto, levantó el brazo y aceptó el desafío. El capataz Casciolo, que estaba en una habitación vecina con los pantalones puestos, escuchó la discusión y temió que la Copa de 1938 empezara a alejarse para siempre de Italia.

A la madrugada, mientras regresaban a Barda del Medio a bordo de un Ford A, los italianos decidieron jugarse el título y defenderlo con todo el honor que fuera posible en ese tiempo y en ese lugar. Sólo cinco o seis de ellos habían jugado alguna vez al fútbol pero uno, el anarquista Mancini, había pasado su infancia en un colegio de curas en el que le enseñaron a correr con una pelota pegada a los pies.

Al día siguiente la noticia corrió por todos los andamios de la obra gigantesca: los campeones del mundo aceptaban poner en juego su Copa. Los mapuches no sabían de que se trataba pero creían que la Copa poseía los secretos de los blancos que los habían diezmado en las guerras de conquista. Los ingleses lamentaban que sus enemigos alemanes se quedaran con la gloria de aquel torneo fugaz; los argentinos esperaban que el gobierno los sacara de aquel infierno de calor y de arena y en secreto tramaban un sistema defensivo para impedir otra goleada alemana. Los guaraníes habían hecho la guerra por el petróleo con Bolivia y estaban acostumbrados a los rigores del desierto aunque no tenían más de tres o cuatro hombres que conocieran una pelota de fútbol. También formaron equipos los curas y obreros polacos, los intelectuales franceses y los almaceneros españoles. Los franceses no eran suficientes y para completar los once pidieron autorización para incorporar a tres pescadores chilenos.

Los alemanes insistieron en que todo se hiciera de acuerdo con las reglas que ellos creían recordar: había que sortear tres grupos y se jugaría en los lugares adonde llegaría el teléfono para llamar a Berlín y dar la noticia. William Brett Cassidy insistió en que los árbitros fueran autorizados a llevar un revólver para hacer respetar su autoridad y como la mayoría de los jugadores entraban a la cancha borrachos y a veces armados de cuchillos, se aprobó la iniciativa.

Se limpiaron a machetazos tres terrenos de cien metros y como nadie recordaba las medidas de los arcos se los hizo de diez metros de ancho y dos de altura. No había redes para contener la pelota pero tanto Cassidy como mi tío Casimiro, que oficiarían de árbitros, se manifestaron capaces de medir con un golpe de vista si la pelota pasaba por adentro o por afuera del rectángulo.

El sorteo de las sedes y los partidos se hizo con el sistema de la paja más corta. La inauguración, en Barda del Medio, quedó para la Italia campeona y el aguerrido equipo de los guaraníes. Al otro lado del río, en Villa Centenario, jugaron alemanes, franceses y argentinos y sobre la ruta de tierra, cerca del prostíbulo, se enfrentaron españoles, ingleses y mapuches.

En todos los partidos hubo incidentes de arma blanca y las obras del dique tuvieron que suspenderse por los graves rebrotes de nacionalismo que provocaba el campeonato. En la inauguración Italia les ganó 4 a 1 a los guaraníes que no tenían otra bandera que la del Paraguay. En las otras canchas salieron vencedores los alemanes contra los franceses y los indios mapuches se llevaron por delante a los ingleses y a los almaceneros españoles por cinco o seis goles de diferencia.

Los dos primeros heridos fueron guaraníes que no acataron las decisiones de Cassidy. El referí tuvo que emprenderla a culatazos para hacer ejecutar un penal a favor de Italia. Al otro lado del río mi tío Casimiro tuvo que disparar contra un delantero mapuche que se guardó la pelota abajo de la camisa y empezó a correr como loco hacia el arco británico en el segundo partido de la serie. Los mapuches tuvieron dos o tres bajas pero ganaron la zona porque los británicos se empecinaron en un fair play digno de los terrenos de Cambridge.

La memoria escrita por mi tío flaquea y tal vez confunde aquellos acontecimientos olvidados. Cuenta que hubo tres finalistas: Alemania, Italia y los mapuches sin patria. La bandera del Tercer Reich flameó más alta que las otras durante todo el campeonato sobre las obras del dique pero por las noches alguien le disparaba salvas de escopeta. William Brett Cassidy permitió que los alemanes eliminaran a la Argentina gracias a la expulsión de sus dos mejores defensores. Es verdad que el arquero cordobés se defendía a piedrazos cuando los alemanes se acercaban al arco, pero ése era un recurso que usaban todos los defensores cuando estaban en peligro. Antes de cada partido los hinchas acumulaban pilas de cascotes detras de cada arco y al final de los enfrentamientos, una vez retirados los heridos, se juntaban también las piedras que quedaban dentro del terreno.

En la semifinal ocurrieron algunas anormalidades que Cassidy no pudo controlar. Los alemanes se presentaron con cascos para protegerse las cabezas y algunos llevaban alfileres casi invisibles para utilizar en los amontonamientos. Los italianos quemaron un emblema fascista y entonaron a Verdi pero entraron a la cancha escondiendo puñados de pimienta colorada para arrojar a los ojos de sus adversarios.
Cassidy quiso darle relieve al acontecimiento y sorteó los arcos con un dólar de oro, pero no bien la moneda cayó al suelo alguien se la robó y ahí se produjo el primer revuelo. El capitán alemán acusó de ladrón y de comunista a un cocinero italiano que por las noches leía a Lenin encerrado en una letrina del corralón. En aquel lugar nada estaba prohibido, pero los rusos eran mal vistos por casi todos y el cocinero fue expulsado de la cancha por rebelión y lecturas contagiosas. Antes de dar por iniciado el partido, Cassidy lanzó una arenga bastante dura sobre el peligro de mezclar el fútbol con la política y después se retiro a mirar el partido desde un montículo de arena, a un costado de la cancha.

Como no tenía silbato y las cosas se presentaban difíciles, él sólo bajaba de la colina revólver en mano para apartar a los jugadores que se trenzaban a golpes. Cassidy disparaba al aire y aunque algunos espectadores escondidos entre los matorrales le respondían con salvas de escopeta, el testimonio de mi tío asegura que afrontó las tres horas de juego con un coraje digno de la memoria de su padre.

Cassidy hizo durar el juego tanto tiempo porque los italianos resistían con bravura y mucho polvo de pimienta el ataque alemán y en los contragolpes el anarquista Mancini se escapaba como una anguila entre los defensores demasiado adelantados. Hubo momentos en que Italia, que jugaba con un hombre menos, estuvo arriba 2 a 1 y 3 a 2, pero a la caída del sol alguien le devolvió a Cassidy su dólar de oro en una tabaquera donde había por lo menos veinte monedas más. Entonces el hijo de Butch Cassidy decidió entrar al terreno y poner las cosas en orden.

En un corner, Mancini fue a buscar la pelota de cabeza pero un defensor alemán le pinchó el cuello con un alfiler y cuando el italiano fue a protestar, Cassidy le puso el revólver en la cabeza y lo expulsó sin más trámite. Luego, cuando descubrió que los italianos usaban pimienta colorada para alejar a los delanteros rivales, detuvo el juego y sancionó tres penales en favor de los alemanes. El capataz Casciolo, furioso por tanta parcialidad, se interpuso entre el arquero y el hombre que iba a tirar los penales pero Cassidy volvió a cargar el revólver y lo hirió en un pie. Un ingeniero prusiano bastante tímido, que había jugado todo el partido recitando el Eclesíastes, se puso los anteojos para ejecutar los penales (Cassidy había contado sólo nueve pasos de distancia) y anotó dos goles. Enseguida el hijo de Butch Cassidy dió por terminado el partido y así se le escapó a Italia la Copa que había ganado en 1934 y 1938.

Los alemanes se fueron a festejar al prostíbulo y ni siquiera imaginaron que los mapuches bajados de los Andes pudieran ganarles la final como ocurrió tres días más tarde, un domingo gris que la historia no recuerda. Ese día el teléfono empezó a funcionar y a las tres de la tarde Berlín respondió a la primera llamada desde la Patagonia. Toda la comarca fue a la cancha a ver el partido y el flamante teléfono negro traído por los alemanes. Un regimiento basado en la frontera con Chile envió su mejor tropa para tocar los himnos nacionales y custodiar el orden pero los mapuches no tenían país reconocido ni música escrita y ejecutaron una danza que invocaba el auxilio de sus dioses.

Mi tío, que ofició de juez de línea, anota en su memoria que a poco de comenzado el partido aparecieron bailando sobre las colinas unas mujeres de pecho desnudo y enseguida empezó a llover y a caer granizo. En medio de la tormenta y las piedras Cassidy pensó en suspender el partido, pero los alemanes ya habían anunciado la victoria por teléfono y se negaron a postergar el acontecimiento. Pronto la cancha se convirtió en un pantano y los jugadores se embarraron hasta hacerse irreconocibles. Después, sin que nadie se diera cuenta, los arcos desaparecieron y por más que se jugó sin parar hasta la hora de la cena ya no había donde convertir los goles. A medianoche, cuando la lluvia arreciaba, Cassidy detuvo el juego y conferenció con mi tío para aclarar la situación. Los alemanes dijeron haber visto unas mujeres que se llevaban los postes y de inmediato el árbitro otorgó seis penales de castigo contra los mapuches pero nadie encontró los arcos para poder tirarlos. Una partida del ejército salió a buscarlos, pero nunca más se supo de ella. El juego tuvo que seguir en plena oscuridad porque Berlín reclamaba el resultado, pero ya ni siquiera había pelota y al amanecer todos corrían detrás de una ilusión que picaba aquí o allá, según lo quisieran unos u otros.

A la salida del sol el teléfono sonó en medio del desierto y todo el mundo se detuvo a escuchar. El ingeniero jefe pidió a Cassidy que detuviera el juego por unos instantes pero fue inútil: los mapuches seguían corriendo, saltando y arrojándose al suelo como si todavía hubiera una pelota. Los alemanes, curiosos o inquietos pero seguramente agotados, fueron a descolgar el teléfono y escucharon la voz de su Fuhrer que iniciaba un discurso en alguna parte de la patria lejana. Nadie más se movió entonces y el susurro alborotado del teléfono corrió por todo el terreno en aquel primer Mundial de la era de las comunicaciones.
En ese momento de quietud uno de los arcos apareció de pronto en lo alto de una colina, a la vista de todos, y las mujeres reanudaron su danza sin música. Una de ellas, la más gorda y coloreada de fiesta, fue al encuentro de la pelota que caía de muy alto, de cualquier parte, y con una caricia de la cabeza la dejó dormida frente a los palos para que un bailarín descalzo que reía a carcajadas la empujara derecho al gol.

William Brett Cassidy anuló la jugada a balazos pero en su memoria alucinada mi tío dió el gol como válido. Lástima que olvidó anotar otros detalles y el nombre de aquel alegre goleador de los mapuches.

domingo, 9 de agosto de 2020

9 DE AGOSTO DE 1945 BOMBA ATÓMICA EN NAGASAKI

9 DE AGOSTO DE 1945

BOMBA ATÓMICA EN NAGASAKI

Impresionante fue la bomba atómica que explosionó sobre la ciudad japonesa de Hiroshima el 6 de Agosto de 1945. Cualquier nación con un castigo semejante se hubiera prostado al momento, sin embargo el Japón de la Segunda Guerra Mundial no era de esa clase de países, ya que seguía obstinado en luchar hasta el final sin importar las consecuencias. Ante esta actitud, a Estados Unidos no le quedó más remedio que poner fin a la contienda lanzando una segunda bomba nuclerar, esta vez sobre Nagasaki.
Preludio
Desconcertados encontró a los japoneses el lanzamiento de la bomba atómica de Hiroshima por el B-29 “Enola Gay” de Paul Tibbets el 6 de Agosto de 1945. Según comentaron los primeros informes en Japón, la ciudad había sido destruida por un bombardeo convencional de muchos aviones. Hasta que no pasaron unos días, nadie empezó a darse cuenta de la magnitud de la tragedia, gracias a las investigaciones del físico Yoshio Nishina. A pesar de todo, a ningún político ni militar japonés se le pasó por la cabeza pensar en la palabrea “rendición” con la esperanza de que algún milagro desequilibrase la balanza a su favor.
A los dos días de producirse el bomberdeo atómico, el 8 de Agosto de 1945, la Unión Soviética de Iósif Stalin declaró la guerra a Japón y el Ejército Rojo en una ofensiva denominada “Operación Tormenta de Agosto”, invadió los territorios bajo dominio nipón del Estado títere de Manchukuo, Mongolia Interior, Sajalín Meridional y las Islas Kuriles. En las primeras 24 horas el Ejército del Kwantung en Manchuria, el más poderoso de Japón, fue prácticamente aniquilado por los soviéticos. A causa de estos sucesos por primera vez entre los altos mandos japoneses se empezó a pensar en la posibilidad de rendirse, ya que tenían un miedo psicológico al comunismo. Sin embargo a Estados Unidos la actitud japonesa ya le daba igual, pues se vió en la necesidad de borrar a Japón del mapa lo más rápido posible, antes de que la Unión Soviética invadiese todos los territorios del Sudeste Asiático, lo que derivaría en un desequilibrio de poderes en la postguerra. Aterrorizado ante este posible resultado, el Presidente Harry Truman autorizó lanzar una segunda bomba atómica contra la ciudad de Kokura.

Tripulación del B-29 “Bockscar” encargado de lanzar la bomba atómica “Fat Man”.
Como en el primer bombardeo atómico, el 509º Grupo Mixto del general Paul Tibbets sería el encargado de realizar la misión. El avión elegido para la ocasión fue el bombardero B-29 “Bockscar” al mando del comandante Charles Sweeney, cuya tripulación se componía por el piloto Charles Albury, el copiloto Fred Olivi, el navegador James Van Felt, el bombardero Kermit Beahan, el oficial de armas Frederick Ashworth, el oficial de pruebas Philip Barnes, el contramedidas radar Jacob Beser, el ingeniero de vuelo John Kuharek, el operador de radio Abe Spitzer, el operador de radar Edward Buckley, el artillero de cola Albert Dehart y el ayudante Raymond Gallagher. Acompañarían al avión otros dos B-29, el “The Great Artiste” del capitán Frederick Bock y el “Big Stink” del comandante James Hopkins.
“Fat Man” era el nombre de la segunda bomba atómica, aunque más peculiar, ya que se trataba de una bomba de hidrógeno. Tenía 3′ 6 metros de largo y 1′ 5 metros de ancho, con una esfera en el interior de plutonio 239, explosivo convencional y 70 detonadores que accionaban otras 70 cargas de uranio 238. Teóricamente esta bomba debía lanzarse el 11 de Agosto, pero debido a que la climatología informó de tormentas para ese época, se adelantó al día 9, es decir, sólo 24 horas después de darse la orden de ataque.
Bombardeo de Nagasaki
A las 6:00 horas de la madrugada del 9 de Agosto de 1945, el B-29 “Bockscar” con la bomba atómica “Fat Man”, junto con el “The Grear Artiste” equipado por los instrumentos de medición, despegaron de la Isla de Tinian, en las Islas Marianas, rumbo a Japón. Poco después también puso proa al cielo el “Big Stink” con las cámaras fotográficas.
Cerca de las 5:00 horas los B-29 “Bockscar” y “The Great Artiste” sobrevolaron la Isla Iwo Jima. No mucho tiempo después lo hicieron sobre Yaku-Shima, en donde supuestamente debía reunirse con ellos el “Big Stink” que había salido con retraso. Tras estar dando vueltas en el aire casi media hora, al comandante Charles Sweeney se le acabó la paciencia y ordenó continuar hacia Japón sin la escolta, ya que su aparato por un problema técnico contaba con menos combustible del habitual. Mientras tanto otros dos B-29 habían efectuado sendos reconocimientos sobre los posibles blancos, uno sobre Nagasaki por el “Laggin’ Dragon” del capitán Charles McKnight y otro sobre Kokura por el “Enola Gay” del capitán George Marquardt. Precisamente este último comunicó por radio a Sweeny que Kokura en Honshû era el mejor objetivo a bombardear.

Hongo de la bomba atómica sobre Nagasaki que alcanzó más de 18 kilómetros de altura.
Kokura fue alcanzada por el B-29 “Bockscar” sin incidentes al comienzo de la hora laboral en Japón, cuando todo el mundo iba de camino a sus empleos. El problema para el avión fue que había una visibilidad nula, ya que las nubes tapaban por completo la ciudad. Como acertar en el blanco iba a ser imposible, Swenney cambió al segundo objetivo, tal y como estaba pevisto en caso de que fallase el primero. Por esa razón puso rumbo a Nagasaki en Kyûshû. Irónicamente aquellas nubes salvaron a miles de vidas en Kokura, pero condenaron a otras tantas en Nagasaki.
Sobre media mañana los dos B-29 “Bockscar” y “Great Artiste” llegaron puntuales sobre Nagasaki. Pero como había ocurrido en Kokura, la ciudad estaba completamente cubierta por las nubes y no era visible. Durante un rato estuvieron dando vueltas con la esperanza de que el cielo quedase despejado, aunque no fue posible. A las 11:00 se dió orden de regresar al avión, entonces, justo cuando el “Bockscar” se disponía a irse, el bombardero Kermit Beahan que observaba por la mirilla avisió de un pequeño hueco entre las nubes por donde se distinguían algunos edificios de Nagasaki. Sin dudarlo, el “Bockscar” hizo una rápida maniobra de aproximación y a las 11:01 se desprendió de su bomba atómica “Fat Mat”, la cual cayó velozmente en picado.

Impresionante fotografía a vista del suelo.. La bola de fuego dejada por la explosión avanza arrasando todo a su paso por Nagasaki.
A 560 metros del suelo, la bomba atomica “Fat Man” estalló a las 11:02 de la mañaba del 9 de Agosto de 1945. Con un destello inicial diez veces superior al del Sol que cegó a todos los habitantes, la explosión tuvo una potencia de 20.000 toneladas de TNT, una fuerza inigualable en el mundo. El epicentro de la explosión atómica, un kilómetro cuadrado en torno al distrito industrial del norte, fue desintegrado totalmente debido a los 3.000 grados de temperatura, incluyendo una iglesia católica que resultó derretida casi hasta sus cimientos. Dos kilómetros más adentro, la destrucción de viviendas y edificios también fue completa, como por ejemplo el Templo Sofukuji y la fábrica de armas de Mitsubishi. Posteriormente se levantó un viento de 1.500 kilómetros por hora que arrancó las casas del suelo, llevándose consigo árboles, almacenes y personas hasta a cuatro kilómetros de distancia. Por último, coincidiendo con una lluvia negra radiactiva, se levantó un hongo en el cielo que fue espectacular, ya que ascendió hasta los 18′ 5 kilómetros de altura.
Conclusión
Nagasaki fue el golpe letal y definitivo que haría caer de rodillas al Japón y obligarle a rendirse incondicionalmente. La destrucción de aquella ciudad en Kyûshû por fin confirmó todas las sospechas al Emperador Hiro-Hito y a su cúpula, lo que les hizo comprender que la guerra estaba más que perdida.
A causa de la bomba atómica murieron en Nagasaki 70.000 personas al instante, que con el paso del tiempo se ampliarían a 170.000 por culpa de las quemaduras o enfermedades radioactivas. También hubo 60.000 heridos y el 70% de los edificios quedaron destruidos.
Curiosamente hubo 8 aliados que murieron en Nagasaki, siete militares holandeses y un británico, ya que se encontraban encarcelados allí en el momento de la explosión.

Restos de la ciudad de Nagasaki. Estatuas sagradas de un templo entre los escombros.
Cinco días después de lo sucedido en Nagasaki, el 15 de Agosto de 1945, Japón se rindió a los Aliados. El 2 de Septiembre se firmó la paz en la Bahía de Tokyo y terminó la Segunda Guerra Mundial.

sábado, 8 de agosto de 2020

ROBERTO FONTANARROSA EL DISCIPULO

ROBERTO FONTANARROSA
EL DISCIPULO
Fontanarrosa, el negro de buen pie – historiasdeunpoliedro
Es una selva alta. Cuando se mira hacia arriba las copas de los arboles forman un techo irregular y tupido que casi no deja ver el cielo. Ni penetrar el agua de las lluvias. Y llueve mucho en esa zona del Pastaza en el Ecuador. El agua llega a la base de los arboles en forma de manantiales que caen por los troncos y las ramas. La humedad es altísima. El aire asfixiante. Se oye el griterío de miles de pájaros, el chirrido de los insectos, y el ulular de los monos. Y hasta el crujido de los altos arboles al balancearse…

Lisardo es un descendiente de indio capayós, de una villa lindante con Babahoyo y tiene unos treinta y cinco años. Posee algunas cabras y cultiva el suelo. Dice haber cursado la escuela primaria por correspondencia, pero no sabe leer ni escribir. Eso sí, conoce toda la flora y la fauna de la zona y nos la describe meticulosamente. Le atribuye a la flora y a la fauna connotaciones humanoides y espirituales. Ha prometido que llegaremos al lugar de la cita cuando el sol aun este alto, al mediodía, para encontrarnos con la gente de «El Discípulo». Pero Marito, mi fotógrafo, duda. Se nos ha dañado el GPS para colmo, y no sabemos muy bien donde estamos. Es buen fotógrafo. Tuve que hablar con el varias horas para convencerlo de que me acompañara a hacer esta entrevista.

Conozco a Marito desde pequeño. Y ha sido fotógrafo de guerra en Haití, Irán y Afganistán. Pero su verdadera vocación es ser fotógrafo de sociales. Tiene fotos maravillosas de reyes y reinas bailando con la familia. Y se llenó de dinero con las fotos que obtuvo de «El Imán» de Kuwait, con una rica heredera de Andorra. «El Imán» contrató a Marito especialmente para la boda, pues había visto unas fotos suyas en Le Monde sobre un fusilamiento en Rezaye. Cuando la revista me aceptó la idea del reportaje fui a buscar a Marito a La Plata. Tuve que insistir mucho para convencerlo.

Tuve que explicarle que Gabriel Beltrame, «El Discípulo», era un argentino que había fundado un movimiento guerrillero en la selva de Morona, en Ecuador, que no se conocía su ideología ni sus móviles políticos. Se lo relacionaba con Sendero Luminoso, pero también con confusos movimientos religiosos. Era considerado un admirador de «Tirofijo» Marulanda, el mítico combatiente colombiano, y de hecho se había mostrado por Internet exhibiendo una foto de «Tirofijo» autografiada. Pero sin dudas la relación más inmediata se establecía con Ernesto Guevara, también argentino y también rosarino, que se fue al monte y se enfrentó al sistema.

-«¿Por eso le dicen «El Discípulo»?, se interesa ahora Marito bajo el tufo de la jungla y el rostro casi deformado, al igual que el mío, por las picaduras de los insectos.

-«Supongo que si», respondo, ambiguo. «Nada es claro respecto a este nuevo guerrillero argentino que recién ahora sale a la luz con comunicados y declaraciones. Incluso con acciones militares, tras permanecer con su gente veinticinco años escondido en la selva».

-«¿Veinticinco años?», se alarma Marito. Lleva colgados bolsos con distintas cámaras y lentes. Y un paraguas aluminizado, de los que ya no se usan, para dirigir la luz del flash. Tiene en la mejilla un escorpión negro que le camina lento hacia el cuello de la remera. La piel se le ha curtido mucho perdiendo sensibilidad y no lo percibe. Ni yo le aviso para no alarmarlo.

-«Beltrame y su gente han atacado tres escuelas rurales en los últimos meses», le cuento a Marito. «Lo que indica un recrudecimiento en el accionar de la guerrilla».

-«Tres escuelas?».

-«Doble escolaridad», informo. «Se llevaron a dos preceptores, tizas, borradores, y hasta un pizarrón donde se supone diagramaron nuevos golpes».

Dejaron en las paredes consignas vivando a Pol-Pot, el despiadado conductor de los rojos camboyanos. Pero «Pol» estaba escrito «Paul» como Paul McCartney, y era impensable suponer una conjura Rojos-Beatles. La CIA cree que se trata de una maniobra de distracción, para enmascarar a su verdadera ideología.

Llegamos milagrosamente puntuales para la cita. Había un claro en la selva. En dos oportunidades escuchamos ruidos de helicópteros, pero no vimos ninguno. Sabíamos que la DEA controlaba la zona pero solo vislumbramos, con la ayuda del poderoso zoom de Marito, una avioneta blanca, arrastrando de su cola de tela un larguísimo cartel que publicitaba un conocido dentífrico con blanqueador y flúor.

Tres horas estuvimos ahí, aguardando el contacto con «El Discípulo». No obstante cerca de las cuatro de la tarde aparecieron desde la espesura dos hombres fuertemente armados. No diferían demasiado del resto de los movimientos revolucionarios latinoamericanos. Tampoco de los hombres que componían los escuadrones gubernamentales dedicados a combatir a esos movimientos. Sombreros de ala ancha, ropa camuflada, botas de origen ruso. Certificaban su condición revolucionaria los fusiles Kalashnikov AK 47, que ambos cargaban sobre sus hombros.

Nos vendaron los ojos a Lizardo, a Marito y a mi. Las ocho horas siguientes fueron de marcha. Pude escuchar la caída de agua de una cascada, el derrumbe de unas rocas montañosas, el canto enérgico de guacamayos, tucanes y periquitos, el rumor de motores de una carretera, el resoplar sorpresivo de una maquina de café exprés, otra vez las rocas y la caída de agua de una cascada.

Cuando nos sacaron las vendas estábamos dentro de un quincho. Rodeados de hombres uniformados que iban y venían, perros, gallinas y chanchos por doquier. Nos hicieron sentar sobre unas sillas desvencijadas frente a un sillón de peluquería, que imaginé producto de algún saqueo en el pueblo vecino.

Pedí algo de comer, nos trajeron mangos, plátanos, arepas, frijoles, maracuyá, cacao, porotos de soja. Media hora después de que terminamos con la variada merienda, ya de noche cerrada, llegó Beltrame. También con ropa camuflada, botas, pistola a la cintura y la cabeza descubierta, sin boina ni sombrero. Aparentaba alrededor de sesenta años, tenía el pelo entrecano y largo, buen porte y un atisbo de dolor y sufrimiento en su mirada.

«Nada que ver con «El Che», compañero, me aclaró de entrada, apenas encendí mi grabador, previa aprobación suya. Salvo que nacimos a unas pocas cuadras de distancias. El en la esquina de Urquiza y Entre Ríos y yo en San Martín, entre San Lorenzo y Urquiza».

Se interesó en saber de que barrio de Rosario era yo. Preguntó si todavía seguía abierto de Sorocabana y si yo conocía, por casualidad, a un tal Ignacio Covelli, dueño de una mercería en la calle San Luis.

«Mis razones, compañero, nacen en mi infancia, en mi más tierna infancia».

Se le notaba todavía el acento argentino, pero hablaba lógicamente, tras tantos años en la zona, con modismos y giros ecuatorianos. «Orje» me decía a mi, por «Jorge».

«En mi más tierna infancia», repitió casi poéticamente, rascándose cada tanto la nuez de Adán cubierta por su barba blanca, mientras fumaba uno de esos enormes cigarros de hoja.

«Me los manda Fidel», me comentó mientras me convidaba uno. «Pero no Fidel Castro, con quién no comulgo, sino Fidel de la Canaleta Ortuño, un jurista y pensador español, experto en Educación, con quién mantengo una activa correspondencia».

«Algo en mis primeros años forjó mi espíritu revolucionario», continuó grave. «Y me lanzó a este intento de cambiar el estado de las cosas. Por revertir un devenir histórico que tanto daño nos hizo y nos hace». Hizo un silencio.

«Sufrí mucho de niño, Jorge. Sufrí mucho». Percibí que no debía formular preguntas, que «El Discípulo» estaba dispuesto a contar, a sincerarse, motivado por la calma de la noche y por el whisky que sostenía en su mano y que un atento uniformado llenaba cada vez que el contenido disminuía.

«Me levantaba a las seis de la mañana Jorge. A las seis de la mañana». Su voz se crispo y por un momento pensé que se iba a largar a llorar. Era evidentemente un hombre sensible y delicado.

«En pleno invierno Jorge, y con un frío insoportable. Tu conoces el frio húmedo de Rosario. Tenes mas o menos mi edad y sabes el frío que hacía en aquellos tiempos. La codicia impúdica del capitalismo salvaje no vacila en recalentar el planeta y ahora ya no se ven esas veredas cubiertas de escarchas cuando yo salía de la calidez de mi mama para caminar esas once cuadras hasta la escuela Mariano Moreno N° 60. Niños de seis años arrancados del calor de sus camas por padres cómplices del sistema, y arrojados a la oscuridad y al frio hiriente de la calle, Jorge».

«Seis de la mañana, carajo», aulló. «¡Y en pantalones cortos! ¡Porque antes no nos ponían pantalones largos porque no había. O había pero no estaban de moda. Esa puta moda dictada desde los polos de poder».

Se volvió a sentar más calmo. Pero lucía infinitamente triste. «Piezas enormes y heladas, de techos altos, entibiadas tímidamente con una estufa a querosén. No había calefacción central, Jorge, tu lo recuerdas. Ni losa radiante. Una estufa estéril de querosén que tu madre o tu padre llevaban de la manija desde una pieza a la otra».

«Y ese sueño inmenso, terrible, que nos mantenía en un sopor doloroso. Que nos hacia caminar bamboleantes hacia el baño para lavarnos los dientes. ¿Sabes lo que dijo «El Señor de la Guerra» en su libro Copad los Flancos? «El descanso es un arma», Jorge. El combatiente descansado cuenta con ese arma a su favor. Está lucido, presto, atento».

«Los sabañones que nos enardecían los dedos de los pies, de las manos y también en las orejas». Nunca me rasque tanto, ni cuando vine a la jungla y me devoraron los insectos tropicales», Beltrame cae exhausto en su cama, parece agotado luego del desahogo.

Marito, quien había presenciado las atrocidades de Croacia, quien había sido testigo presencial de la conferencia donde el jefe bandolero colombiano Isidro Pablo Cortez, reveló su arrebatadora homosexualidad y su pasión por Ricky Martínez, estaba ahora perplejo con la confesión de Beltrame.

A veces era de noche, Jorge, también llovía, los truenos, los relámpagos, y el aguacero golpeando contra la patio. Nunca he sentido tanta angustia de que me vinieran a buscar. Entre dormido calculaba: «Ya son mas de las seis, ya no me vendrá a despertar nadie hasta que escuchaba las pantuflas de mi mama que luego decía: Negrito, vamos arriba que ya es tarde».

Me moría de odio carajo, contra el mundo, contra la humanidad entera. Y no era levantarse para ir al cine o a un parque de diversiones, Jorge. Era para ir a la escuela con sus Gramáticas y sus Matemáticas y todas esas mierdas.

«Solo fumo puros de no mas de 15 cm de largo», me dijo aprontándole la colilla. «El detector de calor de los Yankee tardan 24 segundos en detectar el humo, y el calor que produce un cigarro. Luego de eso «te cagas». Al centímetro numero doce el laser te detectó y te meten un cohetazo. Es el peligro del tabaco, Augusto». Dirigió esta ultima frase a su asistente gordo, sonriendo. Fue el final de la primera entrevista de «El Discípulo» a un medio grafico.

«He preguntado, Jorge, porque los niños se tienen que levantar tan temprano para ir a la escuela y nadie supo contestarme, te juro. Quise asegurarme antes de arrojarme a la lucha armada para este sacrificio infantil». Ni el sacrificio por el sacrificio mismo, nada. En cuarto grado me juramente que: «Cuando sea grande no habrá poder humano, ni religioso, ni militar, que logre despertarme temprano», Nos despedimos como amigos, que saben que van a volverse a ver pronto.

¿Lo despierto a alguna hora comandante?, le escuché preguntar al asistente gordo. «Ni se le ocurra Augusto«, contento Beltrame bostezando. Ni aunque vengan los helicópteros norte americanos.

Y por la tarde tomamos con Marito el vuelo a Puerto Alegre. Sobrevolando el Iguazú, Marito, pensativo, me comentó en vos baja: «Después nos preguntamos de donde salen estos movimientos revolucionarios latinoamericanos…».

ROBERTO ARLT AGUAFUERTES PORTEÑAS YO NO TENGO LA CULPA

     ROBERTO ARLT        AGUAFUERTES PORTEÑAS     YO NO TENGO LA CULPA   Yo siempre que me ocupo de cartas de lectores, suelo admitir que se...